domingo, 3 de enero de 2016

CAPITULO 6 (PRIMERA PARTE)





—¿Cómo? ¿Lo has dejado? —le preguntó Carolina.


Paula asintió lentamente y luego volvió la atención a la olla con agua a punto de hervir que tenía al fuego. Le echó sal y, a continuación, metió los espaguetis.


—Vamos. Tienes que contarme más. ¿Qué te ha llevado a tomar esa decisión? Estaba empezando a pensar que te ibas a labrar una carrera como confitera o algo así.


—Hablas como Pedro —murmuró Paula.


Los ojos de Carolina se entrecerraron.


—¿Has dejado el trabajo por él? Suelta prenda, muchacha. Me estás ocultando cosas sobre la reunión de esta mañana, ¡y me está volviendo loca!


Paula vaciló y luego cerró la boca. No podía contarle a Carolina lo del contrato, ni nada referente al encuentro con Pedro. Si iba a acceder —y aparentemente lo estaba considerando seriamente— no quería que los detalles de su vida privada —con Pedro— se supieran, ni siquiera por su mejor amiga. Pero tenía que decirle algo, así que se decidió por lo más inofensivo de las dos cosas.


—Me ofreció un trabajo —dijo Paula.


Los ojos de Carolina se agrandaron.


—Espera. Te besó, te amenazó con follarte en la terraza, ¿y todo porque quería que trabajaras para él? 


Sí, a Paula también le pareció una triste excusa, pero no le iba a decir ni una maldita palabra sobre el contrato.


—Bueno, podría haber más, pero por ahora solo quiere que sea su asistente personal. Cree que estoy malgastando mi talento trabajando en La Pâtisserie.


Carolina sirvió dos copas de vino y le ofreció una a su amiga. Removió la salsa para los espaguetis y, brevemente, también la pasta.


—Pues en eso sí que estoy de acuerdo con él. No has estudiado un posgrado para servir café y ofrecer cruasanes a la gente —dijo Carolina secamente—. ¿Pero su asistente personal? Creo que le da todo un nuevo significado a la palabra «personal»..


Paula se quedó en silencio sin morder el anzuelo.


—Entonces si has dejado el trabajo en la cafetería es porque has aceptado el puesto que te ofrece Pedro, ¿no es así? 


Paula suspiró.


—No he decidido nada todavía. Tengo hasta el lunes para pensarlo. 
Carolina se encogió de hombros.


—Yo creo que está claro. Es rico, está buenísimo y te desea. ¿Cómo puedes dudar con algo así?


—Eres incorregible —replicó Paula con exasperación—. El dinero no lo es todo, ¿sabes?


—Y eso lo dice la que está mimada por su hermano mayor, quien parece tener más dinero que Dios.


No podía negar que Juan era tan rico como Pedro, ni que había hecho muchísimo por ella. Le había comprado el apartamento, aunque no le gustaba que caminara veinte manzanas hasta el trabajo sola con bastante frecuencia. Paula no necesitaba una compañera de piso, pero Carolina necesitaba un sitio donde quedarse y a ella le gustaba la compañía. Pero con todo y con eso, no le gustaba depender solo de Juan.


Paula no era extravagante, y, de hecho, había aprendido a ser bastante frugal con sus escasas ganancias.


—Creo que estoy más intrigada que otra cosa —admitió—. Pedro siempre me ha fascinado, he estado pillada por él desde que tengo uso de razón.


—Estar intrigada es una razón válida por la que empezar a salir con un tío —dijo Carolina—. ¿Cómo vas a saber si sois compatibles si no te lanzas?


Lanzarse sonaba apropiado, solo que no iba a ser un simple saltito hacia delante, no. Iba a ser una inmensa caída libre desde lo alto de un precipicio. Paula se moría de ganas de sacar otra vez el maldito contrato para poder leerlo una vez más, pero no podía hacerlo delante de Carolina, así que tendría que esperar hasta más tarde para revisarlo.


Partió la pasta con el tenedor y le dio un mordisco.


—Ya están listos. Cógete un plato mientras escurro el agua de los espaguetis.


—Iré a por más vino —se ofreció Carolina—. Eres una cocinera excelente, Paula. Ojalá yo tuviera tus conocimientos y tus habilidades; a los hombres les encantan esas cosas. 


Paula se rio.


—Como si tú tuvieras problemas para encontrar hombres.


Y era verdad. Carolina era muy guapa, un poco más alta que Paula pero con muchas más curvas que le realzaban la figura y que atraían a los hombres como moscas. Tenía un pelo pelirrojo precioso con reflejos rojos y dorados de varias tonalidades, además de unos ojos marrón intenso llenos de calidez. Era una mujer guapísima con una personalidad alegre que se hacía querer por todo el mundo que la conocía.


—El problema es encontrar al chico adecuado —dijo Carolina con melancolía.


Paula se encogió, arrepentida de haber pronunciado esas palabras tan descuidadas. No, Carolina no tenía problemas para encontrar hombres, pero el último al que atrajo no había sido precisamente lo mejor que le había ocurrido en la vida.


Paula levantó su copa de vino en un esfuerzo por suavizar su desliz y dijo:
—Brindo por eso.



****

El teléfono de la oficina de Pedro sonó pero no contestó y siguió escribiendo el memorándum en el que estaba inmerso. Ya era tarde, así que nadie debería estar llamando a su oficina.


El despacho se quedó en silencio, pero entonces, unos segundos más tarde, su teléfono móvil comenzó a sonar. Le echó un rápido vistazo para ver quién le llamaba y por un momento contempló la posibilidad de dejar que saltara el contestador. Con un suspiro lo cogió y descolgó. No podía ignorar a su madre aunque ya supiera por qué lo estaba llamando.


—¿Sí? —dijo.


Pedro, por fin. Pensé que aún estabas en la oficina. Has estado trabajando tanto estos días… ¿no vas a tomarte nunca unas vacaciones?


Pedro tenía que admitir que la idea tenía su atractivo, pero más atractiva era la de llevarse a Paula con él. ¿Estar unos cuantos días desconectados del mundo para iniciarla en el suyo? Eso, sin duda, sí que era algo que podía considerar.


—Hola, mamá. ¿Cómo estás?


Pregunta que sabía que era mejor si no la formulaba, pero que siempre hacía. El problema con preguntarle a su madre que qué tal estaba era que ella nunca la respondía cortésmente con un «bien, gracias». como todo el mundo hacía, independientemente de estarlo o no.


—No me puedo creer lo que está haciendo —dijo con clara agitación—. Nos está haciendo quedar mal a mí y a tí mismo.


Pedro suspiró. Tras casi cuarenta años de matrimonio, su padre se había ido, le había dado a su madre los papeles del divorcio y parecía estar completamente decidido a estar con tantas modelos jóvenes y desconocidas como pudiera y tan rápido como estas le dejaran. Su madre no lo estaba llevando bien, como era de esperar, y, desafortunadamente, Pedro era su consejero.


Él quería a su padre, pero se estaba comportando como un completo imbécil. No lo entendía. ¿Cómo se podía estar con alguien durante tanto tiempo y, de repente, levantarse una mañana y decidir dejarla?


Pedro no estaba seguro de que hubiera sido capaz de llegar a pedirle el divorcio a Lisa. De hecho, fue ella la que lo dejó. 


Quizás el permanecer en una relación en la que ya no había amor ni un afecto real no había sido lo mejor, pero él le habría evitado todo el dolor y la humillación que trae consigo un divorcio.


Sin embargo, Lisa no había sentido lo mismo, y no es que se lo estuviera echando en cara; a lo mejor él tendría que haber hecho algo más antes de permitir que la situación llegara a donde había llegado. No se había dado cuenta de que Lisa era tan infeliz, y lo único que le echaba en cara era la forma en la que se había divorciado de él.


—Es vergonzoso, Pedro. ¿Has visto los periódicos esta mañana? ¡Tenía una mujer a cada brazo! ¿Qué es lo que iba a hacer con dos mujeres?


Ni de coña iba Pedro a responder a esa pregunta. Le entraban escalofríos de solo pensar en su padre… No, no iba a entrar ahí.


—Mamá, deja de leer la sección de sociedad —dijo Pedro con paciencia —. Sabes que solo te va a hacer daño.



—Lo está haciendo a propósito para castigarme —siguió despotricando— ¿Por qué te iba a castigar? ¿Qué le has podido hacer tú?


—Me está enseñando que, mientras yo me quedo en casa llorando la muerte de mi matrimonio, él está ahí fuera viviendo los mejores días de su vida. Me está diciendo con más que palabras que ha pasado página y que ya no ocupo ningún lugar en su corazón.


—Lo siento, mamá —dijo Pedro con delicadeza—. Sé que esto te duele, pero ojalá salieras e hicieras algo. Tienes amigos y muchísimas causas a las que donas importantes sumas de dinero y a las que dedicas tu tiempo. Aún eres joven y guapa, cualquier hombre se sentiría afortunado de llamar tu atención.


—No estoy lista para pasar página —dijo con cabezonería—. No sería respetuoso que fuera detrás de un hombre tan pronto tras el divorcio. Solo porque tu padre esté actuando como un cabrón sin clase no significa que yo vaya a actuar con tan poco decoro.


—Tienes que preocuparte menos por lo que la gente piense y más en lo que te hace feliz —dijo Pedro bruscamente.


Hubo un largo silencio y luego su madre suspiró. Pedro odiaba verla tan triste, le dolía verla con tanto
dolor dentro. Él intentaba quedarse fuera de los problemas de sus padres, pero últimamente había sido más bien imposible. Su madre lo llamaba día sí y día también para criticar lo que su padre hacía, mientras que este estaba demasiado ocupado intentando presentarle a su nueva novia. El problema era que iba con una mujer diferente cada vez que Pedro lo veía; estaba muy empeñado en llenar ese hueco que existía entre ambos para buscar lo único que le estaba intentando sacar por la fuerza: aceptación. Quería
que Pedro lo perdonara y lo aceptara, y aunque este pudiera perdonarlo —después de todo no podía echarle en cara sus decisiones, era su vida y su felicidad— no podría aceptar a otra mujer en el puesto que su madre había ocupado durante la mayor parte de su vida.


—Lo siento, Pedro —dijo su madre en voz baja—. Sé que debes odiarme cuando te llamo, porque lo único que hago es quejarme de tu padre. No debería hacerlo, sin importar lo que haya hecho, ya que él sigue siendo tu padre y sé que te quiere.


—Cenemos juntos este fin de semana —dijo Pedro en un intento de subirle el ánimo—. Te llevaré al Tribeca Grill.


—Seguro que estarás muy ocupado.


—Nunca estoy demasiado ocupado para ti —dijo—. Siempre tendré un hueco para cenar con mi madre, así que ¿qué dices? 
Pedro casi pudo oír la sonrisa en su voz.


—Me encantaría. Ha pasado bastante tiempo desde la última vez que salimos.


—Bien. Cogeré el coche y te recogeré.


—¡Oh, no tienes por qué! —exclamó—. Puedo coger un taxi hasta la ciudad.


—He dicho que voy a ir a recogerte —insistió Pedro—. Podemos hablar en el camino de vuelta y le diré a mi chófer que te lleve a casa después de cenar.


—Estoy deseando que llegue —dijo con genuino entusiasmo en la voz.


Había pasado bastante tiempo desde que Pedro la hubiera visto tan emocionada por algo. En ese momento se alegraba de haber hecho el esfuerzo de sacarla de su exilio autoimpuesto. Necesitaba salir, enfrentarse al mundo y descubrir que este no se había acabado solo porque su matrimonio hubiera terminado. Ya le había dado el tiempo suficiente para llorar y esconderse en la casa de la que su padre se había ido, ya estaba bien. Incluso a lo mejor podía convencerla para que vendiera la casa en Westchester y se mudara a la ciudad. Ya no tenía sentido que se quedara allí, tenía demasiados recuerdos dolorosos.


Lo que ella necesitaba era empezar de cero.


Pedro sabía bastante sobre el tema. Tras su divorcio, había estado sumido en un estado parecido al de su madre en el que quería que todos lo dejaran en paz. Lo entendía, pero también sabía que cuanto antes saliera y empezara a vivir, antes iba a estar preparada para pasar página.


—Te quiero, hijo —le dijo con la voz llena de emoción.


—Yo también te quiero, mamá. Nos vemos el sábado por la noche. Cuídate.


Colgó y, a continuación, miró la foto que aún adornaba su mesa: sus padres en su trigésimo noveno aniversario. Se los veía tan felices… pero era todo una mentira. Dos semanas después de haberles hecho esa fotografía, su padre se había largado y se había ido a vivir inmediatamente después con otra mujer.


Pedro sacudió la cabeza. Cada vez estaba más convencido de que no casarse era lo más seguro. Un divorcio le podía ocurrir a cualquiera. Pero sin lugar a dudas, nadie estaba preparado para el trastorno emocional que acarreaba una separación. Además de la pérdida financiera que una ruptura implicaba. De hecho, un divorcio salía muchísimo más caro que un matrimonio.


Pedro estaba completamente contento con la forma en que llevaba ahora sus relaciones personales: sin involucrar riesgos financieros ni emocionales, sin egos dañados ni sentimientos heridos… sin traiciones.


Bajó la mirada hacia su teléfono y abrió la foto que le había hecho a Paula hacía tan solo unas semanas antes. Ella no sabía siquiera que se la había hecho, no lo había visto y tampoco sabía que había estado ahí.


Ella salía de una tienda en la avenida Madison justo enfrente de donde él se encontraba y se había quedado prendado ante la imagen que veían sus ojos: Paula de pie en la acera con el pelo revoloteando a su alrededor por culpa del viento mientras llamaba a un taxi.


Se había quedado paralizado y lleno de lujuria, y no es que no lo hubiera sabido entonces, pero en ese momento se dio cuenta de que tenía que hacerla suya. Había algo en ella que Pedro encontraba completamente irresistible; su fascinación por ella rayaba ya en la obsesión. Le estaba haciendo una fotografía sin que ella fuera consciente por el simple motivo de poder mirarla cuando quisiera y verla
siempre como la había visto ese día.


Joven y vibrante, guapísima. Y esa sonrisa… cuando sonreía el mundo se levantaba a su alrededor; no sabía cómo alguien podía mirar más allá de Paula cuando ella se encontraba presente.


Era… cautivadora.


No sabía qué la hacía tan especial, y quizá no era más que la naturaleza prohibida de su relación, ya que era la hermana pequeña de su mejor amigo. Tenía catorce años menos que él y debería dejarla en paz.


Pero lo que debería hacer y lo que iba a hacer eran dos cosas completamente diferentes.


Él quería a Paula, y haría lo que fuera por poseerla.








CAPITULO 5 (PRIMERA PARTE)





En vez de pedir al chófer que la llevara de vuelta al apartamento, donde sabía que Carolina la estaría esperando para bombardearla con preguntas, Paula le indicó que la dejara en la calle 81 Oeste, justo a solo dos manzanas de donde trabajaba en la 83 Oeste. Había un pequeño parque al que no solía ir mucha gente a esa hora de la mañana; lo habitual era encontrarse solo carritos, niñeras y niños de preescolar jugando.


El contrato estaba dentro del bolso, así que se lo pegó más al costado mientras se dirigía a un banco vacío lo más lejos posible del parquecito donde los niños estaban jugando, para poder así tener algo de privacidad.


Tenía que estar en el trabajo a las doce del mediodía, pero iba a necesitar tiempo para procesar lo que estaba a punto de leer. La orden de Pedro de que dejara su trabajo y fuera a trabajar para él aún le resonaba en la cabeza.


No, Paula nunca se había planteado que su trabajo en la confitería fuera permanente, pero le gustaba la pareja que la llevaba; habían sido buenos con ella. Además, era un lugar al que ella había ido a menudo y desde el principio se había entendido muy bien con ellos. Y no, no era un trabajo a la altura de todo el dinero que Juan había invertido en su educación. Se había dejado llevar por un impulso al preguntar a los dueños si necesitaban ayuda extra. Pero ello le permitiría disponer de tiempo para averiguar cuál iba a
ser su siguiente paso y la hacía sentirse bien saber que no era completamente dependiente de Juan para vivir. Él ya había hecho por ella más que suficiente a lo largo de los años, y no quería que se preocupara más por ella.


Cuando se sentó en el banco, se aseguró de que no hubiera nadie lo bastante cerca como para poder ver lo que estaba leyendo, y luego sacó el contrato del bolso. Pasó la primera página del documento y comenzó a leer los contenidos.


Los ojos se le agrandaban conforme iba leyendo más y más. 


Pasaba las páginas automáticamente mientras se debatía entre la incredulidad y una extraña curiosidad.


Pedro no había mentido cuando le había dicho que la poseería, que efectivamente le pertenecería. Si firmaba este contrato y se metía en una relación con él, le estaría cediendo todo el poder.


Había algunos requisitos exigentes que decían que tenía que estar disponible para él a todas horas, tenía que viajar con él y estar a su disposición. Sus horas de trabajo serían las que él dijera y su tiempo le pertenecía exclusivamente a él en esas horas de trabajo.


¡Dios santo, había incluso requisitos precisos para el sexo!


Las mejillas se le encendieron mientras alzaba la mirada rápidamente, asustada de que alguien pudiera verla y supiera exactamente lo que estaba leyendo. Y por su bien mejor que nadie estuviera cerca para ojear lo que estaba escrito en esas páginas.


Si firmaba estaría accediendo a cederle poder no solo en el dormitorio sino también en todos los aspectos de su relación. 


Las decisiones las tomaba él y ella tenía que obedecer.


Quizá lo más inquietante era que, a pesar de lo detallado que era el contrato, la descripción de lo que ella tendría que hacer era más bien vaga; todo estaba cubierto bajo el hecho de que tenía que darle a él todo lo que él quisiera, cuándo y cómo él lo quisiera.


A cambio, él le garantizaba que todas las necesidades que ella pudiera tener se le cubrirían, física y económicamente. 


No decía nada sobre las necesidades emocionales, no era el estilo de Pedro. Ella conocía lo suficiente como para saber que se había bajado del tren de la confianza en lo que a mujeres se refería. Tendrían sexo, y tendrían una cuasi relación tal y como se definía en el contrato, pero la relación
de intimidad no entraría en juego, ni tampoco las emociones.


Se había reservado el derecho de cancelar el contrato cuando él quisiera y si se diera el caso de que ella incumpliera algunos de los términos a los que había accedido. Era muy frío, como un contrato laboral con cláusula de finalización por incumplimiento. Y suponía también que era más bien una doble oferta de trabajo: una como su asistente personal y otra como su amante. Un juguete, una posesión.


El trabajo como asistente personal era solo una tapadera para poder tener pleno acceso a ella. La quería a su entera disposición en la oficina y en cualquier viaje de negocios que hicieran. Pero él incluso iba más allá, porque su tiempo fuera de la oficina también era suyo.


Paula frunció el ceño mientras accedía a la última página. 


Estaba bien que le hubiera dicho que leyera el contrato y volviera el lunes con una decisión, pero el contrato no le decía nada más que el hecho de que rescindiría todos sus derechos y de que él se adueñaría de cada aspecto de su vida. ¡No especificaba nada! ¿Qué significaba todo eso? ¿Qué esperaba de ella? ¿Iba a atarla a la mesa y a follársela en intervalos de treinta minutos? ¿Esperaba que le hiciera una mamada cuando estuviera en una conferencia telefónica? La única referencia que había descubierto era
una cláusula bajo el apartado dedicado al sexo donde especificaba que incluía prácticas de bondage, juegos de dominación y de sumisión, siempre como a él se le antojara.


Paula no podía siquiera concebir todo lo que eso significaba.


No era tonta en lo que se refería al sexo; no era virgen y había tenido novios estables en su vida.


Fueron relaciones convencionales, pero a ella no le importaba. Nunca se le habría ocurrido meterse en esas perversiones.


Todo le sonaba como muy pornográfico, y el hecho de que era un contrato donde firmaría para perder todos los derechos que tenía sobre su propio cuerpo lo hacía todo mucho más absurdo. Cuanto más lo leía allí sentada, más nerviosa se ponía.


Ojeó otro párrafo que resaltaba precisamente la importancia de que fuera plenamente consciente de en qué se estaría metiendo, y que si firmaba el contrato estaría accediendo a no contar nada de su relación con Pedro a ninguna fuente exterior, incluyendo medios de comunicación.


Dios santo, ¿los medios? ¿Qué pensaba que iba a hacer, ir al programa Buenos días, América y contarle al mundo que había sido el juguete sexual de Pedro Alfonso?


Cuando llegó al siguiente párrafo, los ojos se le agrandaron incluso más.


El médico personal de Pedro le haría entrega de un examen médico completo, y ella tendría que darle un documento similar para que ambas partes demostrasen que estaban limpios y libres de enfermedades.


Y, además, tendría que estar bajo tratamiento anticonceptivo para evitar embarazos, ya que solo se proporcionarían condones en el caso de interacción con otra persona que no fuera Pedro.


Paula dejó caer el contrato sobre su regazo, boquiabierta. 


¿Qué narices significaba eso? ¿Tendría que entretener a quienquiera que él eligiera?


La cabeza le dio vueltas de solo pensar en las implicaciones que eso conllevaría.


Había acertado al haberse preguntado si sería capaz de manejar a un hombre como Pedro. Estaba tan fuera de su alcance que daba asco; Paula no había oído hablar ni de la mitad de las cosas que se detallaban en este contrato.


El comentario que Pedro le hizo sobre que sería paciente y la guiaría según sus expectativas le volvió a venir a la cabeza. Se quería reír. Dios, a ese ritmo iba a necesitar un guía a tiempo completo.


Investigaría en Google más tarde, porque iba a tener que buscar información sobre la mayoría de las cosas que se nombraban ahí.


Las manos le temblaban cuando cogió el contrato de nuevo y leyó la última página. Esto era una locura, pero peor era que ella aún no lo hubiera roto en pedacitos y le hubiera dicho a Pedro exactamente dónde podía metérselo.


¿Estaba de verdad contemplando la idea de firmar?


Sus emociones eran una mezcla entre «maldita sea». y «Dios mío».. Parte de ella quería averiguar lo pervertido que era Pedro, y, a juzgar por el contrato, se alejaba bastante de cualquier cosa que pareciera convencional.


Apenas recordaba los efectos colaterales que había tenido su divorcio de Lisa, pero había sido apenas unos años atrás y ella era todavía muy joven. Lo único que sabía era que no había sido bonito y que había afectado a sus relaciones con las mujeres desde entonces. Pero ¿habían tenido ellos esta clase de relación? ¿Había salido escaldado por ello? La gente normal no entraría en tanto detalle para cubrir cada mínima particularidad de una relación.


Ahora Paula se preguntaba sobre todas las mujeres con las que Pedro había estado; no es que le hubieran presentado a ninguna, pero había escuchado hablar a Juan y a Alejandro. 


Si tenía un contrato preparado en todo momento, básicamente le estaba diciendo que era el mismo que entregaba a todas sus mujeres.


Eso le dejó un sabor amargo en la boca. No, no esperaba que la tratara de diferente manera que a todas las mujeres que había tenido con anterioridad, pero le gustaba pensar que era especial o al menos original, no que la había metido en el mismo saco que a todas las demás con las que se había acostado.


Pero bueno, prefería que fuera claro con ella y no le hiciera malinterpretar la situación. Al menos sabía precisamente dónde se encontraba. Pedro había sido muy claro en que quería que ella se metiera en esto con los ojos bien abiertos. 


Y tras haber leído el contrato se le iban a quedar abiertos por tiempo indefinido.


Miró el reloj y se dio cuenta de que aún tenía tiempo de llegar a la confitería si se marchaba ya.


Dobló el contrato y lo volvió a meter en el bolso, luego se puso en marcha en dirección a La Pâtisserie.


Sacó el móvil mientras andaba, y, como era de esperar, ya tenía media docena de mensajes de su mejor amiga. En todos ellos quería saber cómo le había ido con Pedro y la amenazaba con que, si no soltaba prenda pronto, Carolina la iba a matar.


¿Qué se suponía que podía decirle? No sabía por qué, pero escribir «Pedro quiere que sea su juguete personal». no sonaba bien; probablemente, haría que Carolina se desmayara.


Y Dios, si Juan se enterara…


Paula inspiró hondo. Juan era un problema gordo. Se volvería loco si se enteraba de todo esto, pero seguro que Pedro ya lo había considerado, ¿no?


No podía dejar de ninguna manera que Juan se enterara; arruinaría su amistad con Pedro y muy posiblemente su negocio también. Eso sin mencionar que nunca lo comprendería y abriría un enorme abismo entre ella y Juan.


Estaba contemplando la idea de aceptar. Debía de estar haciéndolo si estaba pensando en todos los posibles obstáculos, ¿verdad? ¿Había perdido la cabeza o qué?


Debería estar corriendo lo más rápido que pudiera en la dirección contraria y aun así…


Todavía le sobraban diez minutos cuando abrió la puerta de La Pâtisserie. La campana tintineó, con ese sonido familiar que hacía la puerta al cerrarse, y al entrar Paula sonrió a Greg y Louisa, los dueños de la tienda.


—¡Hola, Paula! —dijo Louisa desde detrás del mostrador.


Paula la saludó con la mano y se fue corriendo hasta la trastienda para coger su delantal y su gorro. Era una ridícula boina francesa con la que siempre se había sentido estúpida al llevarla, pero Greg y Louisa insistieron en que todos los empleados tenían que ponérsela.


Cuando volvió a la parte delantera de la tienda, Louisa le hizo un gesto con la mano para que se acercara.


—Yo estaré en el mostrador hoy. Greg estará detrás horneando; tenemos un pedido grande para esta noche. ¿Te quedas tú atendiendo las mesas?


—Claro —dijo Paula.


Había solo cinco mesas en la diminuta cafetería. Era un local pequeño que servía café, cruasanes y deliciosos dulces para llevar, pero a algunos clientes habituales les gustaba tomarse el café y los dulces dentro, en el descanso de sus trabajos. Había otras cuatro mesas adicionales en la calle, pero eran de autoservicio así que no tenía que preocuparse por ellas.


—¿Has comido? —le preguntó Louisa.


Paula sonrió. A Louisa siempre le preocupaba que Paula no comiera lo suficiente o que se saltara comidas, y, como resultado, siempre intentaba que comiera allí.


—He desayunado bien esta mañana. Cogeré algo antes de irme.


—Está bien. Asegúrate de probar el nuevo sándwich de Greg, querrá saber tu opinión. Se lo está dando a probar a algunos clientes hoy para que le digan qué tal. Quiere añadirlo al menú.


Paula asintió y entonces se dirigió a una mesa donde una pareja acababa de sentarse.


Durante la siguiente hora, Paula estuvo atendiendo las mesas sin parar ya que era la hora del descanso para almorzar. Estuvo tan ocupada que ni siquiera pudo prestarle mucha atención al tema Pedro.


Obviamente ocupaba una enorme parte de su mente; estaba menos atenta de lo usual y se había confundido con dos pedidos, algo que raramente ocurría.


Louisa la miraba con preocupación pero Paula se mantuvo ocupada; no quería que la mujer mayor se preocupara, o, peor, que le preguntara si algo iba mal.


A las dos, la clientela empezó a disminuir y la tienda se comenzó a vaciar. Paula estaba a punto de tomarse un descanso por un segundo, quizá sentarse y beber algo, cuando levantó la mirada y vio a Pedro entrando por la puerta.


Se tropezó a mitad de camino y casi terminó despatarrada en el suelo. Pedro se precipitó hacia ella y la cogió antes de que se cayera. Sus manos la siguieron sujetando firmemente por los brazos, incluso tras haberse estabilizado. Las mejillas las tenía encendidas de la vergüenza y rápidamente recorrió la estancia con la mirada para ver si alguien más había sido testigo de su torpeza.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro en voz baja.


—Sí —dijo como pudo—. ¿Qué estás haciendo aquí? Las comisuras de los labios de Pedro se arquearon en una sonrisa mientras la miraba despreocupadamente.


—He venido a verte. ¿Por qué otro motivo podría estar aquí?


—¿Porque tienen buen café?


Pedro se encaminó entonces hacia la mesa situada en la esquina más alejada de la tienda mientras todavía la tenía cogida por el brazo.


Pedro, tengo que trabajar —le susurró con fiereza.


—Puedes atenderme a mí —le dijo mientras se sentaba. 


Paula, exasperada, se enfadó.


—Tú no comes aquí y lo sabes. No te puedo imaginar comiendo en un sitio como este.


Él levantó una ceja.


—¿Me estás llamando esnob?


—Simplemente he hecho una observación.


Pedro cogió el menú y lo leyó durante un momento antes de dejarlo otra vez en la mesa.


—Un café y un cruasán.


Paula sacudió la cabeza y se dirigió hacia el mostrador para coger el cruasán y servirle la taza de café.


Gracias a dios, Louisa se había ido a la trastienda con Greg y no la había visto caerse. No tenía ningunas ganas de responder preguntas sobre quién era Pedro.


Tuvo que esperar a que las manos le dejaran de temblar antes de coger la taza de café y de que pudiera llevársela, con el cruasán, a la mesa donde estaba sentado. Cuando estuvo a punto de alejarse de nuevo, Pedro levantó la mano y sujetó la de Paula.


—Tómate un momento y siéntate, Paula. No hay nadie en la tienda.


—No puedo sentarme así como así. Estoy trabajando, Pedro.


—¿Y no puedes descansar nunca?


Paula no iba a decirle que había estado a punto de hacer justo eso cuando él había entrado. Dios, Pedro era capaz de haber estado esperando a que la tienda estuviera vacía y supiera que no estaría ocupada solo para entrar.


Con un suspiro de resignación se sentó en la silla que había enfrente de él y lo miró a los ojos.


—¿Por qué estás aquí, Pedro? Dijiste que tenía hasta el lunes.


—Quería ver cuál era mi rival —dijo abruptamente.


Echó una ojeada a toda la tienda y entonces la volvió a contemplar confundido.


—¿Esto es lo que de verdad quieres, Paula? ¿Donde quieres estar?


Paula echó un vistazo por encima del hombro para asegurarse de que Greg y Louisa no estaban a la vista y entonces volvió a girarse hacia él, las rodillas le temblaban bajo la mesa.


—Hay muchas cosas en ese… contrato —Paula apenas pudo pronunciar la palabra, y, a continuación, bajó la mirada porque no podía mantenérsela ni un momento más—. Mucho que considerar.


Cuando ella volvió a mirarlo, los ojos de Pedro estaban llenos de satisfacción.


—Así que ya lo has leído.


—Por encima —mintió. Intentó parecer informal y al menos un poco sofisticada, como si tuviera esa clase de ofertas todo el tiempo—. Tengo intención de dedicarle más tiempo esta noche.


—Bien. Quiero que estés segura.


Pedro movió una de las manos por encima de la mesa y deslizó los dedos sobre la muñeca de Paula. El pulso de la joven se aceleró como reacción al simple contacto con Pedro y oleadas de frío le recorrieron el brazo entero.


—Deja el trabajo, Paula —dijo con una voz tranquila que no se oía más allá de la mesa—. Sabes que no necesitas estar aquí. Yo te puedo dar muchas mejores oportunidades.


—¿Para ti o para mí? —lo retó.


Pedro sonrió de nuevo. Era tan seductor que ella casi se derritió en el sitio.


—Será un acuerdo beneficioso para ambos.


—Pero no puedo dejarlos tirados sin haber encontrado aún a alguien que me sustituya. No estaría bien, Pedro.


—Me aseguraré de que consiguen a un empleado temporal hasta que ellos contraten a alguien para cubrir tu puesto. Hay mucha gente que necesita trabajo, Paula. Los Miller no te quieren dejar ir. No están buscando a nadie porque están perfectamente felices teniéndote tanto tiempo como puedan.


Paula vaciló y con una mano se apartó el pelo de la cara, nerviosa.


—Lo consideraré.


Pedro sonrió una vez más, los ojos le brillaban con calidez. 


Antes de que ella pudiera reaccionar, él tiró de ella hacia delante y le levantó el mentón con un dedo hasta que su boca se fundió con la de ella con pasión y fervor. Paula no se movió ni se apartó, su cuerpo se derritió contra el suyo buscando su abrazo mientras Pedro profundizaba en el beso.


Su lengua acariciaba la de ella, provocándola ligeramente antes de separarse. Le lamió el labio inferior y se lo mordió con suavidad para tirar de él con los dientes.


—Piensa en ello, Paula —le susurró—. Estaré esperando tu decisión.


Entonces se apartó y salió de la tienda para meterse en el coche que le estaba esperando fuera.


Paula se quedó allí con la mirada puesta en la calle durante bastante tiempo después de que Pedro se hubiera ido. Se llevó la mano a los labios, que le hormigueaban por el beso. 


Aún podía olerlo… aún sentía su cuerpo pegado al de ella.


Se despertó de su estupor cuando la campanita de encima de la puerta tintineó y un cliente entró.


Louisa volvió de la trastienda y atendió al cliente mientras Paula retiraba el café medio lleno de Pedro y su cruasán de la mesa.


Todavía afectada por la agitación interior, caminó lentamente hasta la parte trasera para quitarse el delantal y la boina. Greg seguía horneando y Louisa se le había acercado para echarle una mano. Paula se quedó de pie en la puerta durante un buen rato antes de que Greg alzara la mirada y la viera.


—¿Va todo bien, Paula? —le preguntó.


Ella respiró hondo y lentamente soltó:
—Hay algo que necesito deciros, a ti y a Louisa.