domingo, 10 de enero de 2016

CAPITULO 29 (PRIMERA PARTE)





Pedro, tengo que entregarle estos documentos a John para que pueda echarles un ojo antes de que nos vayamos a París. También tengo que ir a recoger los planes de marketing que tiene. He pensado que podría traer algo de comida y así podemos comer en el despacho.


Pedro alzó la mirada para ver a Paula de pie cerca de su mesa con ojos llenos de interrogación. Él comprobó su reloj y vio que efectivamente ya había pasado la hora del almuerzo. Él y Paula habían estado trabajando toda la mañana para preparar su viaje a París esa tarde.


Parte de él estaba tentado de mantenerla secuestrada en su despacho, donde podía verla y tocarla a todas horas, y mandar a alguien a que fuera a buscar su almuerzo. Era una urgencia que tuvo que reprimir con vehemencia.


Incluso tras pasar el fin de semana entero con ella en la cama, consiguiendo que ambos terminaran muertos de cansancio, aún no tenía suficiente de ella.


—Está bien. Pero no te vayas muy lejos. La tienda de delicatessen de la esquina está bien. Ya sabes lo que me gusta.


Paula sonrió, los ojos le brillaron de una manera insinuante al escuchar su comentario. La pequeña provocadora sabía exactamente lo que le gustaba, y al detalle. Y como no se fuera ahora mismo, Pedro no iba a poder hacer nada para frenar sus instintos.


—Vete —le dijo con una voz ronca que denotaba necesidad y deseo—. Si no dejas de mirarme de esa forma, nunca llegaremos a París.


La suave risa de Paula llenó la estancia y sus oídos al tiempo que se giraba y salía de la oficina. Pedro experimentó un momento de pánico cuando cerró la puerta tras ella y lo dejó solo en la ahora vacía oficina.


No era lo mismo cuando ella no estaba ahí ocupando el mismo espacio que él. Era como si hubieran aparecido nubes en un día plenamente soleado.


Volvió entonces a fijar su atención en la información que tenía delante; se negaba a quedarse mirando el reloj a la espera de que volviera.


Eleanora lo llamó por el telefonillo, lo que logró sacarlo de su estado de concentración, y él frunció el ceño.— ¿Qué pasa, Eleanora?


—Señor, la señora Alfonso está aquí y quiere verle. En… Lisa Alfonso.


Pedro exhaló todo el aire que tenía en los pulmones y cerró los ojos. Ahora no, por el amor de Dios.


¿Se había vuelto loco todo el mundo? Su padre estaba persiguiendo a su madre, y, ahora, Lisa estaba ahí
rondándole otra vez. Ya le había dejado claro la última vez que se había presentado en la oficina que no tenía ningunas ganas de volverla a ver, y que nunca, jamás, volverían a reconciliarse.


Quizá no había sido tan claro como había pensado.


—Dile que entre —soltó Pedro con mordacidad.


Obviamente iba a tener que explicarle las cosas de forma que no se le escapara ni una coma.


Un momento más tarde, Lisa abrió la puerta y entró. Estaba perfectamente maquillada y no tenía ni un pelo fuera de sitio. Pero bueno, ella siempre había tenido una apariencia perfecta y había actuado de manera impecable.


Pedro entrecerró los ojos cuando vio que llevaba puestas sus alianzas, anillos que él le había dado.


Ver el recordatorio de cuando estaban juntos y la poseía lo hizo disgustarse.


Pedro, tenemos que hablar —le dijo.


Ella se sentó en la silla frente a la mesa de Pedro sin esperar a que él la invitara a hacerlo o a que la echara de la oficina.


—No tenemos nada de que hablar —le dijo con moderación.


Ella frunció el ceño y la primera señal de emoción se reflejó en sus ojos.


—¿Qué tengo que hacer, Pedro? ¿Cuánto más quieres que me humille? Dímelo para que pueda hacerlo y así podamos seguir con nuestras vidas.


Pedro moderó su impaciencia y se sentó por un momento para no reaccionar de una forma demasiado brusca. Quería reírse ante la idea de actuar bruscamente. Ella lo había apuñalado por la espalda. Lo había traicionado. Y aún no tenía ni idea de qué fue lo que la hizo comportarse así.


—No hay nada que puedas hacer o decir para hacerme cambiar de parecer —le dijo con palabras claras y concisas—. Se acabó, Lisa. Esa fue tu elección. Tú te divorciaste de mí, no al revés.


Su rostro se hundió y se secó dramáticamente una lágrima imaginaria.


—Sé que te he hecho muchísimo daño. Lo siento mucho, Pedro. Fui una tonta. Pero aún nos queremos. Sería un error no intentarlo siquiera. Puedo hacerte feliz. Ya te hice feliz una vez, puedo hacerlo otra vez.


Pedro estaba a punto de perder los nervios, así que escogió las palabras con cuidado.


—Yo no te quiero —le dijo tal cual.


Ella se encogió y esta vez no tuvo que fingir tener lágrimas en los ojos.


—No te creo —le contestó con voz quebrada. 


Pedro suspiró.


—No me importa lo que creas o dejes de creer. Ese no es mi problema. Tú y yo estamos en el pasado, y ahí es donde nos vamos a quedar. Deja de hacerte daño, no solo a ti sino también a mí, Lisa. Tengo que trabajar y no puedo hacerlo con constantes interrupciones.


—¿Cómo suena un sándwich mixto con beicon y pavo? —dijo Paula mientras entraba en el despacho de Pedro con las manos llenas de bolsas de comida para llevar.


La joven se quedó clavada en el suelo, con los ojos como platos ante la sorpresa de encontrarse a Lisa ahí.


—Vaya, lo siento —añadió de forma incómoda.


Apresuradamente salió del despacho y desapareció, con las bolsas en la mano. Pedro se tuvo que morder la lengua para quedarse callado y no ordenarle que volviera. Maldita sea, la que quería que se fuera era Lisa, no Paula.


Cuando su mirada volvió a la de Lisa, ella entrecerró los ojos y pareció como si se le encendiera una bombilla en la cabeza.


—Es ella, ¿verdad? —le dijo con suavidad.


Había cierta acusación en sus ojos. Entonces se puso de pie, con los puños apretados por la rabia.


—Siempre ha sido ella. Vi cómo la mirabas incluso cuando estábamos casados. No le hice mucho caso. Ella era la hermana pequeña de Juan, así que pensé que la mirabas con el afecto adecuado a una chica de su edad. Pero, Dios, la deseabas incluso entonces, ¿no es así, cabrón? ¿Estás enamorado de ella?


Pedro se levantó con una furia intensa y explosiva.


—Ya es suficiente, Lisa. No vas a decir ni una palabra más. Paula trabaja para mí. Te estás humillando tú solita.


Lisa emitió una risa burlona.


—Yo nunca tuve ninguna oportunidad, ¿verdad, Pedro? Aunque no hubiera sido la que se marchara.


—Ahí es donde te equivocas —le contestó con una voz entrecortada—. Yo te era fiel a ti, Lisa. Siempre te habría sido fiel. Yo estaba entregado a nuestro matrimonio. Qué pena que tú no.


—No te sigas engañando, Pedro. Vi la forma en que la mirabas entonces, y cómo la acabas de mirar justo ahora. Me pregunto si ella tiene idea de dónde se está metiendo. Quizá deba advertirla.


Pedro rodeó su mesa ya incapaz de controlar la ira que le estaba corroyendo.


—Como apenas respires el mismo aire que ella, acabaré contigo, Lisa. ¿Todo ese dinero que aún recibes de mí? Fuera. Y no dudaré ni sentiré una pizca de remordimiento al hacerlo. Eres una zorra calculadora y fría. Paula vale cien veces más que tú. Y si piensas que yo no soy una amenaza para ti, déjale saber a Juan tus intenciones para con Paula. Te garantizo que él no va a ser tan amable o paciente como yo he sido.


Los ojos de Lisa se volvieron calculadores.


—¿Cuánto te va a costar el que no acuda a tu joven asistente?


Y ahora fue cuando llegó a la verdadera razón de toda esa mierda de intento de reconciliación. Pedro se quedó lívido, pero se las apañó para controlar su temperamento. O casi.


—El chantaje no te va a servir conmigo, Lisa. Tú, de entre todas las personas, deberías saberlo. Sé por qué has vuelto. Estás arruinada y apenas te llega para tus caprichitos con la pensión alimenticia. Por cierto, ya que estamos, deberías saber que he contactado con mi abogado. Voy a ir a juicio para que la reduzcan. Fui más que generoso en nuestro divorcio. Quizá ya es hora de que te bajes del carro y trabajes, o de que te busques a otro imbécil que te mantenga, porque conmigo se ha acabado.


Lisa se dio la vuelta y se agarró el bolso como si este fuera su fuente de apoyo.


—Te vas a arrepentir de esto, Pedro.


Él se quedó en silencio, conteniéndose para no entrar en su juego. En lo que a él respectaba, ya se había acabado.


Cuando ella se paró en la puerta, Pedro dijo:
—La próxima vez tendrás prohibida tu entrada aquí, Lisa. Así que no lo intentes. Solo provocarás una escena y te humillarás a ti misma. Voy a avisar a seguridad por si te ven merodeando cerca de mis oficinas —su voz decayó hasta un tono que sonaba peligroso—. Y Dios no quiera que pase, pero, como te vea cerca de Paula, voy a hacer que te arrepientas de verdad. ¿Lo has entendido?


Lisa le dedicó una mirada con tanto odio y veneno que Pedro supo al instante que todo lo que él había
sospechado era verdad. Estaba arruinada y buscaba formas de seguir montada en el tren del dinero.


—Qué bajo ha caído el todopoderoso Pedro —le dijo con suavidad—. Enamorado de la hermanita pequeña de su mejor amigo. Me pregunto si te romperá el corazón.


Y con eso, se marchó de la oficina haciendo aspavientos y con el pelo rebotándole contra los hombros. Pedro esperaba por lo que él más quería que esa fuera la última vez que tuviera que verla.


Estaba a punto de ir en busca de Paula cuando esta asomó la cabeza por la puerta. Él le hizo un gesto con la mano para que entrara y ella dejó las bolsas encima de su mesa.


Estaba muy callada mientras sacaba la caja donde estaba su sándwich. Se lo preparó todo y luego se fue a su propia mesa e hizo lo propio.


La observó mientras comía y leía unos cuantos informes que le había dicho que memorizara para el viaje. Su propio apetito había remitido. Aún les estaba dando vueltas a las acusaciones de Lisa, no podía quitárselas de la cabeza. No le gustó nada lo que había insinuado, pero no podía desechar tan rápido sus observaciones. Y eso lo cabreaba todavía más.


Pedro estuvo callado y pensativo todo el vuelo de Nueva York a París. Pero bueno, había estado así desde que Lisa se había ido de su oficina. Paula no estaba segura exactamente de qué era lo que había ocurrido entre ambos, pero Pedro les había dejado claro a los empleados y a seguridad que Lisa era persona non grata y no podía volver a entrar en el edificio.


Pedro había estado un poco borde y seco cuando él y Paula se dirigieron al aeropuerto con las maletas.


El camino hasta allí fue en silencio, y Paula estuvo más contenta que unas pascuas por mantener ese silencio que se había instalado entre ambos.


Tan pronto como pudo, sacó el iPod y se puso los auriculares. Luego se echó hacia atrás en el asiento y cerró los ojos para escuchar música. Fue un vuelo largo, y Paula ya estaba muerta por todo el fin de semana que había tenido con Pedro. Si no dormía ahora, no sabía cuándo podría hacerlo, ya que le esperaba un día bastante largo. 


Aterrizarían en París a las ocho de la mañana, hora local, lo que significaba que tendrían que pasar otras catorce horas antes de que pudiera dormir de nuevo.


No estaba segura de adónde iban a ir. Pedro se tenía que reunir con los posibles licitadores, los elegidos eran los tres mejores para su nuevo proyecto de hotel. Si todo iba de acuerdo al plan, empezarían a construir en primavera. Y además de los licitadores, Pedro también se reuniría con los
inversores locales.


En realidad no existía razón alguna por la que ella debiera estar aquí. Paula no podría añadir nada más a la ecuación. 


Lo único que se le ocurría era que Pedro no quería estar sin sexo durante tanto tiempo.


A medio camino, Paula se quedó dormida con la música sonando en sus oídos. Los asientos eran supercómodos, y el hecho de que además se pudieran reclinar por completo hacía mucho más fácil que cediera al cansancio.


Lo siguiente que Paula registró fue a Pedro sacudiéndola lentamente para despertarla y haciéndole un gesto para que colocara bien su asiento. Ella se quitó los auriculares de las orejas y lo miró adormilada.


—Nos estamos preparando para aterrizar —le dijo.


¿Había él dormido siquiera? Aún tenía esa misma expresión seria y adusta que su rostro había mostrado cuando dejaron Nueva York. Este viaje iba a ser un asco si su humor no mejoraba.


Aterrizaron y salieron por la puerta de embarque. Una hora más tarde, después de haber pasado la aduana y recogido su equipaje, se metieron en un coche y se dirigieron al hotel.


Paula tenía curiosidad por saber por qué se quedaban en el hotel de su mayor rival, pero le explicó que a él le gustaba mantenerse al tanto de lo que la competencia hacía, y la mejor forma de hacerlo era quedándose en sus instalaciones.


La suite era lujosa y ocupaba la mitad de la planta más alta del hotel. La vista panorámica que se podía contemplar a través del gran ventanal era completamente impresionante con la Torre Eiffel y el Arco del Triunfo de fondo.


Paula se dejó caer en el suntuoso sofá y se quedó allí tumbada. Aunque había dormido durante la mitad del vuelo, aún estaba agotada. Los viajes le provocaban eso. 


Necesitaba una ducha caliente e irse a la cama, en ese mismo orden. Pero no estaba segura de cuáles eran los planes de Pedro.


Pedro encendió su portátil y se quedó escribiendo durante media hora antes de levantar finalmente la vista hasta donde Paula estaba desfallecida en el sofá.


—Eres libre de descansar si quieres —le dijo—. No tengo nada planeado hasta esta tarde. Iremos a cenar, y luego tomaremos unas copas aquí en la suite con unas cuantas personas. Te he mandado por correo electrónico los perfiles detallados de cada uno de los individuos, así que asegúrate de leerlos antes de que nos marchemos luego.


Su tono era desdeñoso, por lo que Paula se imaginó que la mosca que le había picado aún seguía por ahí molestando, así que se levantó y abandonó el salón de la suite. Esta tenía un solo dormitorio, así que se dirigió allí. Si ese no hubiera sido el caso se habría metido en una habitación separada de la suya.


Oh, y además solamente había una cama. Pues vale.


Se metió en la ducha y se tiró treinta minutos enteros bajo el chorro de agua caliente. Cuando salió, el frío había abandonado sus huesos y su piel era de un color rosado debido a la alta temperatura del agua.


Aún le quedaban horas, y ya había memorizado cada detalle de lo que Pedro le había dado sobre las personas con las que se iban a reunir. Irónicamente, de los tres que se esperaba que fueran los mayores licitadores para la construcción del nuevo hotel en París, solo uno era francés. 


Stéphane Bargeron era un rico constructor francés bastante famoso en toda Europa. Los otros dos, Charles Willis y Tyson Tex Cartwright, eran constructores estadounidenses con bastante presencia en Europa.


Charles era el más joven, y era atractivo. Quizá de la edad de Pedro o un poco mayor. Había heredado el negocio de su padre cuando el mayor de los Willis murió, y ahora luchaba por hacerse un nombre y crearse una reputación propia. Venía con ganas, y Pedro esperaba que hiciera una oferta bastante competitiva. Necesitaba este proyecto. Le daría mucho más prestigio y le permitiría comenzar otros
trabajos lucrativos.


Tyson Cartwright era un multimillonario de Texas que rondaba los cuarenta, y que había forjado su empresa a la antigua: poquito a poco. Su historia era impresionante. Paula había leído muchísimo sobre él, y por lo visto había estado trabajando solo desde que era un adolescente. Cuando apenas llegó a la veintena, ya era propietario de una pequeña compañía de construcción en el este de Texas y de ahí comenzó a expandirse. Era una verdadera historia norteamericana de lo que significaba el éxito, el trabajo duro, la determinación y el triunfo.


Stéphane Bargeron era del que Paula conocía menos, simplemente porque trabajaba para un negocio familiar en el que muchos Bargeron estaban involucrados. Él era al que habían enviado para manejar todo la presentación mientras que su padre y hermanos hacían la mayor parte del trabajo duro. Él era la imagen y ellos el cerebro.


Los tres volverían con Pedro a la suite para tomar algo después de la cena de esa noche. Paula no estaba segura de en qué calidad tenía que actuar ella, pero quedarse mirando a cuatro hombres bien parecidos no tenía que ser tan complicado, ¿verdad?


Paula sabía todo lo que necesitaba saber, así que no iba a quedarse frente al ordenador y repasarlo todo de nuevo.


No cuando una increíble siesta la esperaba.






CAPITULO 28 (PRIMERA PARTE)




Paula se sentó con las piernas cruzadas en la cama de Pedro y devoró la pizza que este había pedido a domicilio. Estaba tan buena… justo como a ella le gustaba. Con extra de queso, salsa de tomate ligeramente picante y masa de pan gruesa.


Él la observó con divertimento mientras se chupaba los dedos para limpiárselos antes de volver a hundirse en las almohadas dando un suspiro.


—Buenísimo —le dijo—. Me estás mimando, Pedro. No hay otra palabra para describirlo.


Sus ojos brillaron con malicia.


—Yo que tú me esperaría a después para decir lo mucho que te mimo.


El cuerpo de Paula se contrajo al instante y el calor le comenzó a subir por las venas. Por mucho que lo intentara, no podía temer los azotes que él le había prometido que vendrían. Si acaso, lo único que estaba era temblando de deseo.


Paula lo miró a los ojos y entonces se puso más seria.


—Siento mucho lo que pasó anoche. No tenía ni idea de que estabas tan preocupado. Si hubiera mirado el móvil te habría llamado o mandado un mensaje, Pedro. No te habría ignorado.


—Sé que no —dijo con brusquedad—. Pero lo que importa es que quiero que seas consciente de que tienes que tener cuidado. El salir por ahí, tú y tus amigas, solas y emborrachándoos, solo invita a los problemas. Miles de cosas le pueden pasar a un grupo de chicas vulnerables y que van solas.


Que Pedro fuera tan protector con ella le daba una inmensa satisfacción. Tenía que sentir algo por ella mucho más allá de ser simplemente su objeto sexual.


—Si ya has terminado, aún nos queda el asunto de tu castigo —le informó con voz sedosa.


Madre mía. Su mirada se había derretido y se había estremecido de lujuria y deseo. La necesidad se apoderó de su piel, tensándola y haciéndola arder.


Apartó la caja de la pizza y él la cogió y la depositó en la mesita de noche que había junto a la cama.


—Desnúdate —le dijo bruscamente—. No quiero que tengas nada puesto. Cuando termines, ponte a cuatro patas con el culo en el borde de la cama.


Ella se levantó con las rodillas temblorosas y rápidamente se quitó la camiseta, que era de Pedro, y se quedó desnuda ante su atenta mirada. Se giró para darle la espalda y encarar la cama y luego hincó las rodillas en el colchón y se movió para colocarse en el borde. Apoyó las manos por delante y cerró los ojos al mismo tiempo que respiraba hondo y esperaba su próxima orden.


Se escucharon pasos en la habitación. El sonido de un cajón que se abría. Más pasos y luego artículos que él había dejado en la mesita auxiliar.


Pedro pegó los labios sobre uno de sus cachetes y pasó los dientes por toda la extensión de su piel, provocándole un estremecimiento que le envió escalofríos a través de las piernas.


—No hagas ni un ruido —le indicó con una voz llena de deseo—. Ni una palabra. Vas a recibir tu castigo en silencio. Y después, voy a follarme ese culito tan dulce que tienes.


Los codos de Paula cedieron y casi perdió el equilibrio. Se volvió a colocar de nuevo y se apoyó en los codos una vez más.


La fusta se deslizó por su trasero produciendo el mínimo ruido y haciendo gala de su engañosa suavidad. Se alejó de su piel y luego Paula sintió el fuego recorrer sus glúteos cuando le dio el primer azote.


Hundió los dientes en el labio inferior para asegurarse de que ningún ruido se escapaba de su garganta. No se había preparado. Había estado demasiado centrada en su deseo. 


Esta vez se mentalizó y se preparó para recibir el siguiente golpe.


Pedro nunca le daba en el mismo sitio dos veces, ni tampoco prolongó el castigo para impresionarla.


Él simplemente azotaba su trasero con una serie de latigazos que variaban en fuerza e intensidad. No había ninguna forma de saber qué esperar a continuación porque cambiaba el ritmo cada vez.


Perdió la cuenta cuando iba por diecisiete. Todo su cuerpo se retorcía de necesidad. El dolor inicial había remitido y, en su lugar, una ardiente palpitación se había instalado en su piel. Perdió toda noción de las cosas que la rodeaban, como si flotara en un plano completamente diferente donde la fina línea entre el placer y el dolor no se distinguía.


De lo siguiente que Paula se percató fue del cálido lubricante que le estaba aplicando en el ano y luego sus manos masajeándole los cachetes.


—Tu culo es precioso —murmuró Pedro con una voz tan sedosa y suave como el mejor chocolate—. Mis marcas están ahí. Las llevas porque me perteneces. Y ahora voy a follarme ese culito tan dulce que tienes porque me pertenece y aún no he reclamado lo que es mío.


Paula tragó saliva y bajó la cabeza al mismo tiempo que cerraba los ojos y Pedro le agarraba las caderas. Luego las deslizó por encima de su trasero y le abrió los cachetes. La punta redonda de su miembro presionó contra ella y, entonces, moviéndose con más fuerza, la abrió para poder penetrarla por primera vez.


Fue a un ritmo extremadamente lento, y fue paciente. Mucho más paciente de lo que ella era. Paula lo quería ya en su interior. La espera la estaba matando.


—Relájate, nena —la tranquilizó—. Estás muy tensa. No quiero hacerte daño. Déjame hundirme en tu interior.


Ella hizo tal y como él le indicó, pero era difícil cuando cada nervio de su cuerpo estaba inquieto y gritándole. De forma instintiva, ella se movió contra él, pero Pedro le puso las manos en el trasero y retuvo su movimiento.


—Sé paciente, Paula. No quiero ir demasiado rápido y hacerte daño.


Él se salió de su interior y volvió a introducirse en ella con embestidas poco profundas. Paula sentía los nudillos de Pedro rozándole la piel mientras se agarraba el tallo de su erección y la guiaba hasta su interior. Había ganado mucha más profundidad que antes.


El ardor era abrumador. Ni siquiera habiéndola dilatado todos los días con los plugs que le había obligado a llevar podía estar preparada para albergar en su interior toda su extensión. Era ancho y estaba duro como una roca. Era como estar empalada por una barra de acero.


—Ya casi estamos —le susurró—. Solo un poco más, Paula. Sé buena chica y acógeme entero.


Paula obligó a cada músculo de su cuerpo a relajarse, y, justo cuando lo hizo, él la embistió con más fuerza y sus testículos presionaron contra la entrada de su sexo.


Estaba empalado en ella por completo. Lo había acogido entero.


—Joder, qué bien me haces sentir —le dijo Pedro con una voz forzada—. Tócate, Paula. Baja la cabeza, apoya una de tus mejillas en la cama y usa los dedos mientras te follo el trasero. 


Esas palabras tan obscenas solo estaban consiguiendo excitarla más.


Ella se inclinó hasta encontrar una posición cómoda y Pedro se acomodó con ella, aún con la verga bien hundida en su ano. Paula deslizó los dedos entre sus labios vaginales y comenzó a estimularse el clítoris presionando lo justo como para llegar a correrse.


Cuando estuvo bien colocada, Pedro se echó hacia atrás y casi salió de su cuerpo antes de volver a introducirse de nuevo en él. Sus movimientos eran lentos y metódicos. Tiernos. Iba sin ninguna prisa y no perdió el control en ningún momento. Bombeó su miembro dentro y fuera del cuerpo de Paula, consiguiendo que los testículos chocaran contra su sexo cada vez que llegaba hasta el fondo de su ser.


—Voy a correrme dentro de ti, Paula. Quiero que te quedes muy quieta y que te sigas masturbando.


Paula estaba tan cerca del orgasmo que tuvo que dejar de tocarse durante un momento o, si no le esperaba, tendría que vérselas con él.


Las embestidas de Pedro aumentaron en velocidad y fuerza, pero no la abrumó ni tampoco fue brusco.


Un momento después explotó dentro de ella y sintió el primer chorro caliente de semen correr por su interior. Luego, Pedro se retiró y eyaculó encima de su piel, de su abertura y también en su interior. Siguió corriéndose hasta que su leche hubo comenzado a chorrear por su ano hasta deslizarse por el interior de uno de sus muslos.


Entonces volvió a introducirse en su interior, hasta el fondo, aún duro como una roca, e hizo que su semen llegara más adentro de su cuerpo. Durante unos largos momentos, Pedro siguió bombeando dentro y fuera de su ano aunque ya se hubiera corrido.


Paula perdió la batalla en lo que a controlar su propio orgasmo se refería. En el mismo momento en que puso los dedos sobre su clítoris, los espasmos comenzaron, imparables e intensos. El orgasmo la sacudió y la consumió como un tsunami. Las rodillas le fallaron y se quedó tumbada boca abajo, totalmente horizontal en la cama. Pedro se retiró de su cuerpo momentáneamente, pero luego se elevó más
hacia arriba y volvió a hundirse en su interior.


La tapó con su cuerpo. Se quedó tumbado encima de su espalda con el pene aún rígido y duro dentro de su culo. Le mordisqueó el hombro y luego le trazó un camino de besos hasta llegar al cuello.


—¿Habías hecho esto alguna vez antes? —le murmuró Pedro al oído.


—Tú eres el primero —contestó con poco más que un susurro.


—Bien.


La voz sonó llena de una satisfacción intensa. De triunfo.


Pedro se quedó tumbado ahí por unos cuantos minutos bastante largos, poco a poco calmándola, paliando la tensión y la sensación de tirantez. Y seguidamente se retiró de su ano, se levantó y retrocedió.


Ella se quedó allí tumbada intentando procesar lo que acababa de pasar. Sus pensamientos eran difusos. Aún se sentía eufórica tras experimentar ese orgasmo tan alucinante, y, aunque tenía el culo dolorido debido a los azotes y a su concienzuda posesión, nunca se había sentido más satisfecha y saciada en toda su vida.


Pedro volvió para limpiarla con una toalla caliente. Luego regresó al cuarto de baño y ella pudo escuchar cómo el agua comenzaba a correr en la ducha. Un momento más tarde, volvió y la cogió suavemente en brazos para sacarla de la cama.


La llevó hasta el baño y la depositó en el suelo justo enfrente de la bañera. Entonces Pedro se acomodó dentro y a continuación la ayudó a ella. Paula suspiró cuando el agua caliente comenzó a caer por su piel. Joder, qué experiencia más perversa tener a Pedro encargándose y ocupándose de ella para todo.


Lavó cada centímetro de su cuerpo, y le dedicó más atención al trasero donde la rojez aún permanecía en los cachetes. Para cuando acabó con su cuerpo, Paula estaba sin aliento y llena de deseo otra vez.


Tras enjuagar todo el jabón de su piel, se lavó él y luego cerró el agua. Salió él primero de la ducha y extendió una toalla para que Paula se arropara en ella. Entonces la rodeó y la abrazó contra su pecho.


—Dios, me mimas mucho —dijo ella en voz baja.


La joven alzó la cabeza justo a tiempo para ver que una sonrisa curvaba sus labios. El hombre era absolutamente pecaminoso.


Acabó de secarle el cuerpo y entonces le permitió que se enrollara la toalla alrededor del pelo.


—No te molestes en vestirte —le informó mientras volvía a entrar en el dormitorio.


Paula sonrió ante la promesa que denotaba su voz. No, ya se imaginaba que no iba a necesitar llevar nada puesto durante un buen rato. Solo era sábado por la noche y no tenían que ir a ningún sitio hasta el lunes por la mañana.