miércoles, 10 de febrero de 2016

CAPITULO 40 (TERCERA PARTE)




Paula pasó una noche horrible dando vueltas y vueltas en la cama hasta que finalmente se rindió y se sumergió en la pintura. Por primera vez, los colores vivos no vinieron. No había nada mínimamente alegre en la escena que había pintado. Era oscura, gris. Y exhibía una tristeza que ella misma no se había percatado de haberla filtrado en el lienzo.


Al amanecer, sus hombros se combaron, tensos y doloridos debido a las horas que se había pasado pintando. Cuando le echó un vistazo a la pintura, se encogió de dolor. Era una clara imagen de su estado de ánimo. Miserable.


Paula a punto estuvo de manchar el cuadro con más pintura para estropearlo, pero se contuvo. Sus manos temblaban antes de finalmente añadir su firma, su característica P, en la esquina inferior de la derecha.


Era una pintura honesta. Y también muy buena. Solo era diferente de cualquier otro de los trabajos que hubiera hecho antes. A lo mejor este se parecía más a la línea de lo que los demás querían. A lo mejor la gente no quería su diversión viva y erótica.


Mientras miraba fijamente al cuadro, el título le vino a la cabeza. Lluvia en Manhattan. No era particularmente original, pero le iba a su estado de ánimo aunque fuera hiciera una perfecta mañana primaveral. Los edificios de su pintura eran altos y sombríos, y estaban delineados por la lluvia y el cielo encapotado. También se dio cuenta de que el edificio representado en el lienzo era el de Pedro.


Suspiró y se levantó al mismo tiempo que estiraba sus músculos agarrotados. Entró dando tumbos en la cocina para prepararse un café. Gracias a Dios que aún tenía un bote en el armario. Tendría que volver a reponer de provisiones su apartamento. Había tirado a la basura todos los alimentos perecederos cuando se mudó, y solo había dejado unos cuantos productos. Y uno de ellos era el café.
Necesitaba pasar de las tazas e ir directamente a por una infusión de cafeína intravenosa.


Con una taza humeante en la mano, volvió al salón y subió las persianas para dejar que la luz de la mañana entrara por las ventanas. Fuera las calles estaban silenciosas, apenas empezando a volver a la vida con el tráfico del día.


A ella siempre le había encantado su apartamento. El alquiler le costaba un buen pico, eso sí, y se dio cuenta de que tendría que mudarse a algún sitio más barato. El dinero no le había caído del cielo.


No había ningún cliente al que le hubiera enamorado su trabajo y que fuera a comprar cualquier cuadro que llevara a la galería.


Tenía que ir y hablar con el señor Downing para dejarle claro que si continuaba exponiendo sus cuadros no podría vendérselos a Pedro. Probablemente no le aceptara nada más ya que estaba rechazando al que debía ser su mejor cliente. ¿Pero cómo podía confiar en que Pedro no fuera a comprarlos bajo un seudónimo, uno que ella no pudiera rastrear?


Sí, tendría que mudarse, reorganizar sus prioridades y pensar en las opciones que tenía. Tendría que diseñar más joyería y ponerlas a la venta en su página web. La web había languidecido desde que se había mudado con Pedro, ya que toda su atención la había acaparado la pintura. Pero necesitaba el dinero que conseguía de las joyas. Cuando las producía regularmente, vendía regularmente. Su arte
tendría que estar en un segundo plano de forma temporal hasta que consiguiera el dinero suficiente como para pensar qué nueva dirección tomar con sus cuadros.


El señor Downing le había dicho que le faltaba visión y enfoque. Que era muy dispersa y le faltaba coherencia. Evidentemente tenía razón. ¿Pero cuál podría ser su nuevo enfoque? Si a la gente no le gustaban los cuadros alegres y vivos que ella creaba, entonces tendría que replantearse su visión de las cosas.


No debería ser demasiado difícil pintar cosas más depresivas y sombrías como la que había pintado esta mañana. No iba a olvidarse de Pedro en un día, una semana, o ni siquiera un mes. Lo amaba. Se había enamorado perdidamente de él. El antiguo refrán sobre jugar con fuego se le vino a la cabeza. Ella claramente había jugado, se había lanzado directamente a las llamas, y como
consecuencia se había chamuscado.


Sacudió la cabeza, se terminó el café y depositó la taza en la mesita auxiliar. Tenía que volver al trabajo y a lo mejor dibujar una pieza para acompañar a su Lluvia en Manhattan. Podría llevárselos entonces al señor Downing y ver si pensaba que esos se venderían mejor que sus anteriores pinturas.


¿Si no? Plan B. Fuera cual fuese.


Miró su teléfono móvil, que había puesto en silencio, y se debatió entre si debería ir a mirar las llamadas perdidas y los mensajes, o no. Seguidamente suspiró. Nadie la llamaría. 


Excepto a lo mejor Pedro, y no quería pensar en él ahora. Se resistió a la tentación de mirar los mensajes —si es que había alguno— y volvió al trabajo, decidida a terminar otra pieza.


Pintar un cuadro normalmente le llevaba días. Cambiaba de parecer sin parar y se fijaba hasta en el último detalle, por muy pequeño que fuera. Pero hoy simplemente estamparía la pintura en el lienzo y no pararía hasta que estuviera terminado. ¿Y qué si no era perfecto? No es que su detallismo la hubiera llevado muy lejos antes.


Sacudió la cabeza. Dios, sonaba como una imbécil quejica y compadecida de sí misma. Ella no era así, y tampoco iba a cambiar para serlo. No era de las que se rendían. Ella nunca había tirado por tierra su sueño. Su madre la había obligado a jurarle que no iba a rendirse. Y de ningún modo iba a defraudar a su madre o a sí misma.


Trabajó durante horas, sin parar, mientras el sol subía cada vez más y más en el cielo y la luz se colaba por su ventana. 


Llegó a un punto en el que tuvo que cerrar las persianas porque se sentía demasiado expuesta a los que paseaban por la calle. Se había percatado de que un par de tíos no
dejaban de pasar frente a su piso para ver si podían seguir viéndola pintar. Y pintar era algo privado. Incluso más ahora que estaba volcando su corazón y su tristeza en el lienzo.


Le había dado los últimos retoques al cuadro cuando alguien llamó a la puerta. Ella se quedó paralizada y el desaliento comenzó a correrle por las venas. ¿Estaba Pedro aquí? 


Había sido bastante claro y cortante en que le daría la noche para pensar pero que no iba a rendirse e iba a luchar por ella y por su relación juntos. Él había querido que ella pensara en ello, pero al final había dejado apartado todo el tema y se había puesto a trabajar.


Se levantó y las manos le temblaron. Podría ignorar la puerta, pero no era una cobarde. Y si Pedro había venido hasta aquí, lo mínimo que podía hacer era decirle que necesitaba más tiempo. Espacio.


Con el corazón latiéndole a mil por hora, se limpió las manos y se encaminó hasta la puerta.


Respiró hondo y la abrió. Parpadeó de la sorpresa al percatarse de que no había sido Pedro el que llamaba a su puerta. ¿Era decepción lo que sentía? Se quitó la idea de la cabeza y se quedó mirando sin decir ni una palabra a Melisa y a Vanesa, que llevaban expresiones decididas en sus rostros.


—Estás horrible —dijo Melisa sin delicadeza—. ¿Has dormido siquiera?


—Esa es una pregunta estúpida, Melisa. Es evidente que no —dijo Vanesa.


—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó Paula sin apenas voz.


—Para responder a la que será tu próxima pregunta, no, Pedro no nos ha enviado —dijo Melisa con firmeza—. Y para responder a tu primera pregunta, estamos aquí porque vamos a obligarte a comer con nosotras y no pienses siquiera en decirnos que no.


Paula se quedó boquiabierta. Vanesa se rio.


—Es mejor que te vengas por las buenas,Paula —dijo Vanesa, con la risa aún patente en su voz—. Melisa es muy decidida y asusta un poco cuando se le mete algo en la cabeza. Estoy segura de que Gabriel corroborará ese hecho.


Melisa le dio un codazo a Vanesa y gruñó. A pesar de todo, Paula sonrió y el alivio se le instaló en los hombros.


—¿Me podéis dar un minuto para que lo limpie todo? He he… estado trabajando —terminó sin convicción.


—Claro —trinó Melisa.


—Entrad —dijo Paula apresuradamente—. Sentaos. Está todo un poco desordenado. No he desempaquetado nada todavía, y, como os he dicho, he estado trabajando.


—¿Esos son tus cuadros nuevos? —preguntó Vanesa suavemente cuando entraron en el salón.


Melisa y Vanesa se habían quedado mirando fijamente las dos pinturas que acababa de terminar.


Paula se pasó las manos por los pantalones y asintió.


—Son muy buenos —dijo Melisa—. Hay mucho sentimiento en ellos. —Giró sus ojos llenos de compasión hacia Paula—. Y es obvio que estás molesta.


Paula no sabía qué responder a eso.


—Yo… eh… vengo en un minuto, ¿de acuerdo?


Melisa y Vanesa asintieron y Paula se precipitó hacia el cuarto de baño para asegurarse de que estuviera presentable. Cuando se miró en el espejo, hizo una mueca. 


Con razón le habían dicho que estaba horrible. Lo estaba de verdad.


Se echó agua en la cara y rápidamente se aplicó la base de maquillaje y los polvos. Se pintó las pestañas con una máscara suave y luego se puso brillo de labios. No iba a ganar ningún concurso de belleza, pero al menos no parecería tan vacía ni demacrada. Aunque lo cierto era que ni todo el maquillaje del mundo podría ocultar las sombras oscuras que tenía debajo de los ojos.


Cuando volvió al salón, Melisa y Vanesa la estaban esperando y la sacaron rápidamente del apartamento hasta llevarla al coche que se encontraba aparcado al final de la calle.


Los dos tíos que Paula había visto antes llamaron su atención una vez más y ella frunció el ceño.


Sin duda alguna, eran hombres enviados por Pedro


Para observarla, aunque le hubiera jurado que le daría al menos una noche para pensar. Paula negó con la cabeza. 


Pedro hacía las cosas a su manera.


Como siempre. En el fondo, suponía que era bueno que aún la estuviera protegiendo, pero su confianza en él estaba rota. Lo que debería parecer protección, ahora simplemente era otra señal más de lo controlador que realmente era.


—Habríamos invitado a Belen también, pero nos preocupaba que fuera un poco incómodo ya que es la hermana de Pedro —dijo Melisa con una voz grave ya una vez dentro del coche.


Paula se encogió de dolor. De acuerdo, evidentemente sabían de su ruptura con Pedro y no la estaban simplemente invitando a ir a comer como si todo fuera normal.


Vanesa deslizó su mano por encima de la de Paula y le dio un apretón.


—No estés así, Paula. Todo irá bien. Ya lo verás.


Las lágrimas ardían bajo sus párpados, pero ella intentó con todas sus fuerzas evitar venirse abajo.


—No estoy segura de que nada vaya a ir bien otra vez.


—Irá bien —dijo Melisa con fiereza—. Puedes contarnos qué ha pasado mientras comemos. Luego buscaremos la manera de darle una patada en el culo a Pedro.


Vanesa se rio y Paula la miró con perplejidad.


—Pero Ash es vuestro amigo —dijo Paula—. ¿No estáis enfadadas conmigo por romper con él?


—Tú eres nuestra amiga —dijo Melisa—. Pedro no es la única conexión que tenemos contigo, Paula. ¡Y las mujeres debemos mantenernos unidas! Estoy segura de que sea cual sea el problema es culpa de Pedro.


—Por supuesto —dijo Vanesa lealmente—. Gabriel y Juan la han pifiado tantas veces que es completamente lógico que Pedro lo haga también. Al fin y al cabo, es un hombre.


Paula se rio aunque tuviera los ojos anegados en lágrimas.


—Ay, dios. Os quiero, chicas.


—Nosotras también a ti —dijo Melisa—. Ahora vayamos a comer algo rico y que engorde y critiquemos a los hombres.


Diez minutos más tarde, las tres se encontraban sentadas en un pequeño pub no muy lejos del apartamento de Paula. Tras pedir lo que iban a almorzar, Mia se le echó encima.


—Y ahora, danos los detalles. Todo lo que nos han dicho Gabriel y Juan es que rompiste con Pedro y te fuiste de su apartamento y que Pedro se emborrachó como nunca anoche.


Paula se encogió de dolor y se llevó las manos a la cara.


—Oh, dios. No sé qué hacer. Por un lado estoy enfadada y dolida y un montón de otras cosas más. Pero por otro, me pregunto si me habré excedido.


—¿Qué ha pasado? —preguntó suavemente Vanesa.


Paula suspiró y luego les relató toda la historia de principio a fin, sin omitir nada. Ni el hecho de que Pedro hubiera mandado que la siguieran, ni de que hubiera comprado las joyas de su madre o insistido para que se mudara con él tras el suceso con Martin, y por último, tampoco el haber descubierto que él había sido quien había comprado todos sus cuadros.


—Guau —dijo Melisa echándose hacia atrás en su silla—. Diría que me sorprende, pero suena muy a Pedro.


—También a Gabriel y Juan —señaló Vanesa—. Son muy decididos cuando quieren algo.


—Cierto —admitió Mrlisa—. Otra cosa no, pero persistentes sí que lo son.


Vanesa asintió.


—¿Me he pasado? —preguntó Paula—. Una parte de mí me dice que sí, mientras que la otra está dolida. Lo que quiero decir es que estoy enfadada también, pero más que eso, me siento destrozada.


—No te has pasado, Paula —dijo Vanesa.


Melisa se volvió a echar hacia delante con una expresión seria mientras miraba fijamente a Paula.


—Entiendo por qué estás molesta. Pero escúchame, Paula, y no lo digo para hacerte daño. Solo para dejar algo claro. Pedro podría tener a cualquier mujer que quisiera. Tiene, literalmente, a miles de mujeres en una larga cola esperando su oportunidad con él. Pero él te quiere a ti.


Vanesa asintió con rapidez.


—Entiendo totalmente lo que dices de que te ha quitado tu independencia y de cómo lo que hizo te ha anulado los logros que con tanto esfuerzo has conseguido. Pero la cosa es que los hombres son imbéciles. No tienen muchas luces. Pedro quería ayudarte. Los hombres como Pedro solo conocen una forma de hacer las cosas. La suya. Pero, Paula, él estaba muy orgulloso de ti. Alardeó de todo el talento que tienes con Pedro y con Gabriel, e incluso conmigo y con Vanesa. No creo que él tuviera la más
mínima intención de hacerte el daño que te ha hecho. Él vio la forma de ayudarte, de apoyarte económicamente y de darte ese sentimiento de realización. Puede que no lo haya hecho de la mejor manera, pero sus intenciones eran buenas. De verdad lo creo. Es solo que Pedro es muy intenso, pero tiene un corazón enorme. Y evidencia de eso es que ha ayudado a su hermana, que siempre se ha comportado fatal con él durante años. Y a pesar del hecho de que en su familia todos son unos imbéciles, no les ha dado la espalda por completo nunca.


—Yo tuve un montón de conflictos conmigo misma por el hecho de que Juan me quisiera —dijo Vanesa con voz queda—. Me desconcertaba que hubiera puesto la ciudad patas arriba buscándome tras aquella primera noche y que se tomara tantas molestias para ayudarme y apoyarme
económicamente. Él, al igual que Pedro, podría haber tenido a cualquier mujer que hubiera querido. Pero me quería a mí. Al igual que Pedro te quiere a ti. Podemos quedarnos aquí sentadas y analizarlos e intentar entenderlos, pero al fin y al cabo, ellos quieren a quien quieren y al parecer esas somos nosotras. Y Juan cometió un montón de errores también, pero los solucionamos y me alegro de haberlo
hecho, porque me hace muy feliz. Nunca había tenido una relación así con ningún otro hombre. Y tampoco querría tenerla.


—Así que creéis que estoy haciendo una montaña de un granito de arena —dijo Paula con arrepentimiento.


Melisa sacudió la cabeza.


—No, cariño, no. Creo que obviamente es algo importante para ti y también creo rotundamente que Pedro debería saber eso y debería reconocer que lo que ha hecho está mal. Pero al mismo tiempo, ¿es algo por lo que no podrías perdonarlo? ¿De verdad lo que ha hecho ha sido tan terrible? Sus intenciones eran buenas aunque al final todo saliera mal.


Y ahí estaba. Todo resumido. ¿Lo que había hecho era de verdad tan imperdonable? Por supuesto que tenía el derecho de enfadarse, ¿pero mudarse? ¿Romper? Esas cosas eran muy… permanentes.


Ella volvió a esconder el rostro entre las manos.


—Ay, dios. Sí que me he pasado.


Vanesa deslizó una mano por su espalda.


—Debería haberme enfrentado a él, sí, pero exageré totalmente mi reacción. No debería haber hecho lo que hice. Ahora estará muy enfadado conmigo, ¡y no lo culpo!


—No estará enfadado contigo, Paula —dijo Melisa con suavidad—. Simplemente se alegrará de tenerte de vuelta.


Ella negó con la cabeza con tristeza.


—Es peor de lo que piensas. Dijo… —suspiró—. Dijo que me amaba y yo se lo eché en cara. Le dije cosas muy feas. Como que no podía saber si lo estaba diciendo solamente para manipularme.


—¿Ha sido la primera vez que te lo ha dicho? —preguntó Vanesa con tacto.


Paula asintió.


—Entonces es comprensible que hayas reaccionado de ese modo —dijo Melisa—. ¿Tú lo quieres?


—Oh, sí —dijo Paula en voz baja—. Estoy total y locamente enamorada de él.


Vanesa sonrió abiertamente.


—Ahí lo tienes. Los dos os queréis. Podéis solucionar esto. 
Él te perdonará y tú lo perdonarás.


—Haces que parezca muy fácil —murmuró Paula—. Me comporté como una idiota histérica. No me puedo creer que fuera hasta su oficina y le dijera las cosas que le dije. Ojalá tuviera algún botón para rebobinar en el tiempo y poder hacer las cosas de otra manera.


—El amor no es perfecto —dijo Melisa—. Todos cometemos errores. Gabriel, Juan, yo, Vanesa. Y ahora tú y Pedro. No debería ser perfecto, sino lo que vosotros queráis que sea. Y podéis hacer que sea muy especial, Paula. Ve y habla con él. O llámalo. Haz las cosas bien y dale una oportunidad para que también haga las cosas bien.


Parte del peso que tenía sobre los hombros remitió. La esperanza se apoderó de Paula y con ella el pensamiento de que esto no era el final. Nada de lo que Pedro había hecho era imperdonable. Ella cometería errores, sin duda. Pero creía con absoluta certeza que Pedro sería mucho más comprensivo con sus errores que ella con los de él.


—Gracias, chicas —dijo mientras sonreía de alivio—. Voy a volver a casa, voy a ducharme y luego llamaré a Pedro con la esperanza de que no esté demasiado enfadado como para escuchar mi disculpa.


Melisa le devolvió la sonrisa.


—Seguro que te escuchará. Vamos. Es hora de irse. Te llevaremos de vuelta a tu apartamento.


Paula negó con la cabeza.


—Gracias, pero iré caminando. Necesito tiempo para reorganizar mis pensamientos. Quiero hacer las cosas bien.


—¿Estás segura? —preguntó Vanesa.


—Sí. No está muy lejos y me dará la oportunidad de conseguir el coraje necesario para llamarlo.


—Está bien, pero prométeme que nos mandarás un mensaje a mí y a Vanesa para decirnos qué tal ha ido —exigió Melisa.


—Lo haré, lo prometo. Y gracias de nuevo. Significa mucho para mí que hayáis estado dispuestas a patearle el trasero cuando me conocéis de tan poco tiempo.


Melisa sonrió.


—¿Para qué están las amigas?


Paula se levantó, las abrazó a ambas con fuerza y prometió mandarles un mensaje cuando solucionara las cosas con Pedro. Luego salió del pub con ellas y esperó a que las chicas se montaran en el coche antes de despedirse de ellas con la mano.


Colocándose el bolso sobre el hombro, comenzó a caminar en dirección a su apartamento. Sus pensamientos eran un torbellino, pero la emoción y el alivio reemplazaron la desolación que había sentido antes.


Ahora solo esperaba que Pedro la perdonara y que de verdad la amara.









CAPITULO 39 (TERCERA PARTE)



Pedro echó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra el respaldo de su silla con el teléfono aún pegado a la oreja mientras la conferencia continuaba, y continuaba, y continuaba.


Dios, todo lo que quería hacer en este preciso momento era colgar el maldito teléfono y volver a casa con Paula. Había comido con las chicas hoy, y tenía ganas de escuchar cómo le había ido el día.


Después la llevaría a cenar. A algún sitio tranquilo e íntimo. 


Hablarían un poco más y luego la llevaría de vuelta a casa y le haría el amor hasta que ambos no pudieran volver a moverse del cansancio.


Alguien llamó a la puerta y Eleanora asomó la cabeza. Pedro frunció el ceño ante la interrupción, aunque si había asomado la cabeza, tenía que ser importante. Era demasiado eficiente como para no saber que esta era una llamada importante.


Puso la llamada en silencio temporalmente, bajó el teléfono y miró a Eleanora con interrogación en los ojos.


—Lo siento, señor, sé que está ocupado, pero la señorita Chaves está aquí para verle.


Le llevó un momento darse cuenta de que la señorita Chaves era, de hecho, Paula. Se enderezó y colgó la llamada sin vacilar.


—¿Paula está aquí? —preguntó con brusquedad—. Dile que entre inmediatamente.


Eleanora desapareció y Pedro no tardó en ponerse de pie y dirigirse a la puerta para encontrarse con Paula cuando entrara. Paula no había estado nunca en su oficina. Dios, no recordaba siquiera haberle dicho dónde trabajaba.


Un momento después, la puerta se abrió y Paula entró lentamente, pálida y con los ojos hinchados.


Como si hubiera estado llorando.


Él estuvo frente a ella en cuestión de segundos y la estrechó entre sus brazos. Ella se tensó y su cuerpo se volvió rígido y completamente firme.


—¿Qué pasa? —exigió—. ¿Qué te ha molestado?


Ella se alejó y caminó por su despacho hacia el centro, donde se quedó completamente quieta; Paula estaba de espaldas a él y con los músculos tensos.


Él entrecerró los ojos.


—¿Paula?


Cuando ella no respondió, Pedro la agarró y la puso de cara a él. Lo que vio en su rostro no le gustó ni una pizca. El miedo lo paralizó al mismo tiempo que la miraba a esos ojos sin vida.


Paula siempre brillaba. Así era ella. Podía iluminar una habitación tan solo entrando en ella. Ella resplandecía, tenía una sonrisa preciosa y sus ojos siempre brillaban y estaban llenos de luz. Tal y como todas y cada una de sus facciones.


Pero hoy no. Hoy parecía derrotada. Triste. Parecía completamente destrozada.


Cuando ella se volvió a alejar de él, Pedro apretó los labios en una fina línea.


—Recuerda lo que dije, Paula. Cuando tú y yo hablemos, especialmente si estás molesta por algo, no va a ser con una habitación de por medio. Me estás alejando, y esa no es una opción.


Cuando fue a estrecharla de nuevo contra él, ella sacó ambos brazos y lo bloqueó con efectividad.


—No tienes el derecho a decidir —dijo con severidad—. Hemos terminado, Pedro. Me he llevado todas mis cosas a mi apartamento.


Él no pudo siquiera controlar su reacción. De todas las cosas que le podía haber dicho, nunca se hubiera imaginado que fuera a decirle precisamente eso. ¿Qué demonios quería decir?


—Y una mierda —soltó mordaz—. ¿Qué narices está pasando, Paula?


—He visto los cuadros —dijo ella con voz ronca—. Todos ellos.


«Mierda».


Él soltó el aire de sus pulmones y se pasó una mano por el pelo de forma desordenada.


—No quería que te enteraras así, nena.


—No, supongo que no —dijo con desprecio—. No, me imagino que no querías que me enterara nunca.


—No te vas a ir del apartamento, ni vas a cortar porque no te dijera que yo era el que estaba comprando tus cuadros.


—¿Ah, no? —le respondió ella con un tono ácido que no le pegaba nada.


—Nena, tienes que calmarte y dejar que te explique. Lo hablaremos y seguiremos adelante. Pero no voy a tener esta maldita conversación en la oficina, y menos aún teniéndote en la otra punta de la habitación y construyendo un muro entre ambos.


—¿Que me calme? —exigió—. Me has mentido, Pedro. Me has mentido. ¿Y se supone que vamos a discutir esto y a pasar página?


—Yo nunca te he mentido —le soltó mordazmente.


—No me sueltes ese rollo. Me has mentido y lo sabes. Además, me hiciste parecer una completa idiota todas esas veces que estuve tan emocionada por vender los cuadros. Dejaste que hablara de ello con tus amigos. Dejaste que me sintiera como si hubiera hecho algo genial. Como si pudiera
mantenerme sola. Me hiciste creer que tenía mi propio dinero. Opciones. Un futuro. Dios, me diste cuerda una y otra vez, Pedro. Y cada una de ellas era una mentira.


—Mierda —maldijo él—. Paula, eso no era lo que pretendía. Para nada.


Ella levantó la barbilla.


—¿Sabes por qué no discutí contigo por mudarme a tu piso? ¿Por qué dejé que me convencieras con tanta facilidad? Porque sentía como que podía. Porque tenía opciones. Porque no te necesitaba.
Pero te quería. Creía que era autosuficiente. Que era capaz de ser una igual, de alguna manera, aunque nunca tuviera todo el dinero que tú sí tienes. Pero era importante para mí ser capaz de contribuir con algo en nuestra relación, aunque solo fuera para mí. En tener confianza en mí misma. Estaba en la cima del mundo, Pedro. Porque me sentía como si, por una vez, lo tuviera todo. Una carrera. Tú. Muy buenos amigos. Y nada de eso, ¡nada ha sido real!


Todas y cada una de sus palabras lo atravesaron como si fueran cuchillos. Su rostro había empalidecido incluso más, y sus ojos estaban más afligidos. Pedro no había tenido en cuenta sus sentimientos, su autoestima. No había considerado que ella se había sentido como si tuviera opciones, como que no tenía que depender únicamente de él, aunque eso fuera lo que él quisiera. Pero, maldita sea, tampoco había querido hacerle daño. Esa no era la razón por la que lo había hecho, para nada.


—Has manipulado cada aspecto de nuestra relación —le dijo dolorosamente—. Has orquestado cada detalle. Cada paso ha sido calculado. Has jugado conmigo como si fuera un juguete que hubiera caído por primera vez en tus manos. Debería haberlo sabido cuando me chantajeaste con ir a cenar. Y no solo eso, sino también por el hecho de que habías mandado que me siguieran, que sabías que había
empeñado las joyas de mi madre. Pero no presté atención. No pensé que fueran señales de advertencia importantes, aunque eso me convierte en una completa idiota por no saber reconocerlas por lo que de verdad eran. Estás tan acostumbrado a ser dios en tu mundo que no pensaste lo que sería jugar a ser dios en el mío.


—Paula, para —le ordenó—. Ya es suficiente. Siento haberte hecho daño. ¡Por dios, eso es lo último que quería hacer! Podemos arreglar esto, nena.


Ella ya estaba sacudiendo la cabeza, y el miedo se instaló en su estómago antes de extenderse hasta el pecho y la garganta; lo agarró y lo retorció hasta que apenas pudo respirar.


—Maldita sea, Paula. Te quiero.


Ella cerró los ojos y una lágrima se deslizó por su mejilla. 


Cuando volvió a abrirlos, ambos brillaban de la humedad y había tal desesperanza reflejada en ellos que su estómago le dio un vuelco.


—Lo habría dado todo por esas palabras —dijo con suavidad—. Incluso me había convencido a mí misma de que sí que me amabas pero no habías dicho las palabras todavía. No te haces una idea de lo mucho que quería escucharlas de ti. ¿Pero ahora? ¿Cómo puedo creerte siquiera? Ya has dejado claro hasta dónde puedes llegar para manipular las circunstancias y así conseguir lo que quieres. Así que,
¿cómo puedo saber si eso es lo que estás haciendo ahora? ¿Si estás intentando jugar con mis emociones?


Pedro se había quedado sin palabras. Total y completamente. Nunca antes en su vida le había dicho
esas palabras a ninguna otra maldita mujer. ¿Y ella pensaba que las había dicho para manipular sus emociones?


La sangre le hervía en las venas con tanta fuerza que estaba seguro de que iba a perder los papeles.


Se giró hacia un lado, asustado y frustrado porque no tenía ni idea de qué decir o hacer. Paula estaba rompiendo con él y él había estado planeando el «para siempre» con ella.


Su mano se sacudía mientras la levantaba hasta el collar que llevaba alrededor del cuello.


—¡No! —dijo él con voz ronca, girándose plenamente hacia ella otra vez mientras ella desabrochaba el cierre.


Lo agarró con la mano, se lo tendió y se lo puso en la palma de una de las suyas.


—He sacado todas mis cosas de tu apartamento —dijo con una voz grave—. Te he dejado las llaves en la barra de la cocina. Adiós, Pedro. Has sido lo mejor, y también lo peor, que me ha pasado nunca.


Él levantó la mano en un intento de pararla porque ni en sueños iba a dejar que saliera andando por esa puerta como si nada.


—Espera un maldito minuto, Paula. No hemos terminado. No voy a rendirme tan fácilmente. Merece la pena luchar por lo nuestro. Por ti. Y espero por lo que más quieras que tú también pienses lo mismo de mí por muy enfadada que estés ahora mismo.


—Por favor, Pedro. No puedo hacer esto ahora —le suplicó. Sus ojos estaban anegados en lágrimas y algunas cayeron por sus mejillas—. Déjame ir. Estoy demasiado enfadada como para formar un argumento coherente y lo último que quiero es decir cosas de las que luego me arrepienta.


Él acortó la distancia entre ellos y la estrechó contra su pecho. Le levantó el mentón con los dedos y la miró fijamente a los ojos.


—Te amo, Paula. Eso es un hecho. Sin manipulaciones, ni dobles intenciones. Te amo. Punto.


Ella cerró los ojos y giró la cara hacia un lado. Él apoyó una mano en su mejilla y le limpió uno de los trazos plateados con el pulgar.


—Solo dime por qué —susurró—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué me lo escondiste?


Pedro suspiró.


—No lo sé —admitió—. A lo mejor pensé que reaccionarías tal y como lo has hecho ahora y no quería eso. Me gustaron mucho los cuadros, Paula. Me cabrea que porque hayas averiguado que fui yo el que los compró pienses que no tienes talento y que nadie quiere tu trabajo. Eso son estupideces.


Ella se apartó de él, le dio la espalda y dejó que sus hombros se sacudieran.


—Estoy demasiado enfadada como para tener esta conversación contigo, Pedro. Por favor, déjalo.


—No voy a dejarlo cuando me acabas de decir que has sacado todas tus cosas de nuestro apartamento. ¿De verdad esperas que diga «de acuerdo, que te vaya bien»? A la mierda. La única vida que quiero que me vaya bien es contigo.


Ella se abrazó a sí misma por la cintura.


—Voy a volver a mi apartamento. Mis cosas ya están allí. No me puedo quedar más, les prometí a los de la compañía que los vería allí.


El pánico se le clavó en la garganta. La desesperación se apoderó de él. Paula se estaba alejando de él de verdad por culpa de esos cuadros. Sabía que había más. Pedro entendía por qué estaba enfadada.


No había mirado más allá del hecho de comprarle los cuadros y no había previsto cómo se sentiría ella después, cuando descubriera que todo era una mentira. Eso lo entendía, ¿pero cómo se suponía que iba a recompensarla, a hacerle caer en la cuenta de lo mucho que ella tenía por ofrecerle al mundo, si estaba durmiendo en otra cama y en otra parte de la ciudad?


Ella se encaminó hacia la puerta, y él la siguió con la mirada, completamente paralizado y con el corazón en la garganta.


—Paula, para. Por favor.


Al escuchar el «por favor», se paró, pero no se giró.


—Mírame, por favor —dijo con suavidad.


Lentamente se giró y pudo ver que sus ojos estaban anegados en nuevas lágrimas. Pedro maldijo calladamente porque nunca había querido ser la razón por la que ella derramara esas lágrimas.


—Júrame que vas a pensar en ello. En nosotros —le dijo con una voz ahogada—. Te daré esta noche, nena. Pero si crees que voy a rendirme y a dejar que te alejes de mí, entonces no me conoces muy bien.


Ella cerró los ojos y respiró hondo.


—Lo pensaré, Pedro. Eso es todo lo que puedo prometerte. Tengo muchas cosas que solucionar en mi cabeza. Has hecho que me estrelle, y ahora tengo que averiguar qué hacer. Sabía al empezar una relación contigo que prometiste cuidar de mí. Protegerme. Mantenerme económicamente. Y yo estuve de acuerdo con eso porque pensaba realmente que no necesitaba que lo hicieras. ¿Puedes entender la
diferencia? No tenía por qué estar contigo. Y por eso quería estar contigo. Si no hubiera tenido otra elección, ni un lugar donde vivir, ni dinero, ¿cómo podrías haber estado completamente seguro de que no estaba contigo por el dinero? Yo nunca quería que eso se convirtiera en un problema entre nosotros.
Es importante para mí ser independiente y ser capaz de mantenerme económicamente aunque no termine haciéndolo. Pero quiero tener esa elección. Quiero ser capaz de mirarme al espejo y saber que valgo. Que puedo mantenerme sola y tomar mis propias decisiones.


Él cerró los ojos porque muchas cosas de las que había dicho tenían sentido. Él se sentiría igual en su situación. Y se le había pasado por completo. No consideró nunca cómo la iba a hacer sentir que él le hubiera comprado los cuadros y se lo hubiera ocultado. La había cagado. Y ahora podía perderla por culpa de esa metedura de pata.


—Lo entiendo —dijo con voz ronca—. De verdad, nena. Te daré esta noche, pero no me gusta nada. Y no voy a darme por vencido con lo nuestro, así que prepárate. No me rendiré nunca.


Ella tragó saliva con el rostro aún pálido y los ojos, heridos. 


Luego se giró y salió de la oficina, llevándose con ella su corazón y su alma y dejándolo únicamente con el collar que se había quitado en la mano.