lunes, 11 de enero de 2016
CAPITULO 32 (PRIMERA PARTE)
A la mañana siguiente, cuando Paula se despertó, Pedro no se encontraba en la cama con ella. Paula sintió la pérdida de su contacto, pero también se sintió aliviada ya que no sabía cómo podía enfrentarse a él todavía. Había demasiadas cosas que tenía que decirle y no estaba completamente segura de cómo decirlas. Quizás eso la convertía en una cobarde, pero sabía que lo que tenía que decir podría significar perfectamente el final de su relación con Pedro.
Estaba tumbada bajo las sábanas, abrazada a la almohada de Pedro y decidiendo si moverse o no, cuando él apareció por la puerta con la bandeja del desayuno en las manos.
—¿Tienes hambre? —le preguntó con un tono serio y bajito—. He pedido el desayuno.
Paula estaba sorprendida por lo nervioso que lo veía. Había verdadera preocupación en sus ojos, y el arrepentimiento se reflejaba en su mirada, oscureciéndola, cada vez que la miraba. A Paula el corazón le dio un vuelco y cerró los ojos para bloquear las imágenes de la noche anterior.
—¿Paula?
La joven abrió los ojos y se lo encontró de pie junto a la cama aún con la bandeja entre las manos.
Paula se enderezó y se colocó las almohadas en la espalda de forma que quedara incorporada para comer.
—Gracias —murmuró cuando Pedro le puso la bandeja sobre las piernas.
Él se sentó en la cama junto a ella y le pasó el dedo pulgar por el labio amoratado. Ella se encogió de dolor cuando llegó a ese particular punto sensible en la comisura, de inmediato los ojos de Pedro se llenaron de disculpa.
—¿Podrás comer? —le preguntó en voz baja.
Ella asintió y luego bajó la mirada para coger el tenedor. Ya no podía seguir mirándolo a los ojos.
—He cancelado todos los compromisos de trabajo que teníamos.
Al instante, Paula levantó la cabeza con el ceño fruncido.
Antes de que ella pudiera responder, Pedro continuó como si ella no hubiera reaccionado.
—He cambiado el vuelo de vuelta a Nueva York para mañana por la mañana a primera hora. Así que hoy te voy a llevar a ver París. La Torre Eiffel, Notre Dame, el Louvre y todo lo que quieras ver. Tengo reserva para cenar a las siete. Un poco más temprano de lo normal aquí en París, pero mañana salimos temprano y quiero que estés descansada.
—Eso suena genial —contestó Paula con voz ronca.
La felicidad y el alivio que se adueñaron de sus ojos fueron impactantes. Él abrió la boca como si fuera a decir algo más pero luego la volvió a cerrar.
Paula no se podía imaginar por qué había cancelado todos los compromisos que tenía para ese día. El único propósito de su visita era el trabajo y el próximo hotel que abriría. Pero un día en París con Pedro era algo que había salido directamente de una de sus fantasías.
Sin trabajo de por medio. Sin hombres extraños. Solos ellos dos pasándolo bien y disfrutando del tiempo juntos. Sonaba como el paraíso. Y por un breve instante pudo ignorar el malestar que había entre ambos. Podría fingir que la noche anterior no había ocurrido nada.
No se olvidaría de ello; era un tema del que tendrían que hablar. Pero se tomaría el respiro que Pedro le había ofrecido, y se enfrentaría a lo que fuera que le tuviera que decir luego. Porque, cuando llegara, bien podría ser el final de su relación.
Mientras Pedro la observaba con ojos aún llenos de preocupación, ella se dio prisa en comer; quería pasar todo el tiempo que pudiera explorando la ciudad. Con solo un día en París era imposible verlo todo, pero aprovecharía al máximo y se quedaría con todo lo que pudiera y le diera tiempo a ver.
Cuando terminó, se vistió y se sujetó el pelo nuevamente con una pinza. Ni siquiera se molestó con el maquillaje. Se había traído su par de vaqueros preferidos, y ahora daba las gracias por ello.
—Hace frío esta mañana. ¿Has traído algo calentito que ponerte? —le preguntó Pedro.
Estaba apoyado contra el marco de la puerta del cuarto de baño, observándola mientras se ponía los pantalones.
—Siempre podemos ir a comprar lo que necesites. No quiero que estés incómoda.
Paula sonrió.
—Tengo un jersey. Y si andamos mucho eso será más que suficiente.
El aire salió de los pulmones de Pedro con una rápida y sonora exhalación.
—Dios, eres preciosa cuando sonríes.
Paula, sorprendida por el cumplido y por la absoluta sinceridad que mostraba su voz, sonrió de oreja a oreja y apartó la mirada con timidez.
Tras ponerse los calcetines y calzarse las zapatillas deportivas, sacó el jersey de botones y se lo puso también, dejándolo abierto por delante.
Pedro ya estaba vestido y preparado, así que descendieron hasta llegar al vestíbulo del hotel, donde Pedro cogió un mapa de París y se pasó un rato hablando con el portero.
Salieron del hotel y seguidamente Paula cogió aire ante el día tan bonito que se presentaba. Había una frescura en el aire que inmediatamente la despejó. No podría haber pedido un día mejor para hacer turismo por París. El cielo brillaba de un azul intenso sin una nube que lo arruinara.
Tras recorrer una primera manzana, Paula se estremeció cuando un viento frío sopló con fuerza por la calle. Pedro frunció el ceño y, a continuación, se alejó para dirigirse a uno de los vendedores que estaban instalados en la acera.
Escogió una bufanda de colores vivos, le dio unos cuantos euros al hombre y luego volvió a donde Paula estaba esperándolo. Le rodeó el cuello con la bufanda y se aseguró de que las orejas estuvieran también tapadas por el cálido material.
—¿Mejor? —le preguntó.
Ella sonrió.
—Perfecta.
Él la pegó a su costado y la mantuvo ahí abrazada contra su cuerpo mientras seguían andando. Paula respiró profundamente varias veces para deleitarse en la impresionante belleza de la ciudad. Se detuvo con cierta frecuencia para mirar los escaparates o para ojear los puestos que los vendedores tenían colocados en las calles.
Mientras tanto, Pedro fue paciente y atento. Si Paula veía algo que le gustaba, él rápidamente se lo compraba. Y como resultado, ahora llevaban varias bolsas en las manos.
La vista desde la Torre Eiffel era magnífica. Se quedaron contemplando la ciudad de París desde arriba del todo con el viento despeinándola y tirando de las puntas de la bufanda.
En un impulso, Paula se puso de puntillas y le dio un beso a Pedro en los labios. A este los ojos se le oscurecieron ante la sorpresa y por una sensación que parecía ser de alivio.
Cuando volvió a posar los talones en el suelo, ella sonrió con pesar.
—Siempre había sido uno de mis sueños recibir un beso en la cima de la Torre Eiffel.
—Entonces hagámoslo en condiciones —le dijo Pedro con brusquedad.
Soltó las bolsas que tenía en la mano y la estrechó entre sus brazos. Le levantó la barbilla con las manos para que su boca estuviera perfectamente al alcance de la suya, y entonces deslizó los labios suavemente sobre los suyos. La lengua la tanteó ligeramente, persuadiéndola para que abriera la boca y lo dejara avanzar.
Paula suspiró y cerró los ojos para empaparse en cada segundo de la experiencia. Aquí, en una de las ciudades más románticas del mundo, estaba haciendo realidad su sueño de adolescente. ¿Qué mujer no querría que la besaran en lo alto de la Torre Eiffel?
El resto del día siguió cumpliendo sus fantasías más románticas. Contemplaron las vistas, se rieron, sonrieron y se dejaron llevar por las maravillas de la ciudad. Pedro fue muy tierno con ella y le consentía cualquier cosa sin parar.
Llegó a un punto que tuvo que llamar a un chófer para que se llevara las bolsas de vuelta al hotel porque ellos ya no podían con tantas.
Cuando el día llegó a su fin, Pedro la llevó a un restaurante con vistas al río Sena. El crepúsculo había descendido y todas las luces de las farolas parpadeaban y brillaban en el horizonte. Estaba cansada por estar todo el día caminando, pero no habría podido ser más perfecto.
Mientras estaban esperando los entrantes, Pedro alargó la mano por debajo de la mesa y le puso los pies en su regazo. Desabrochó los cordones de sus zapatillas, se los quitó y comenzó a masajear cada pie.
Ella gimió de total y completo placer cuando Pedro hundió los dedos contra sus empeines y le acarició las plantas.
—Cogeremos un taxi hasta el hotel —le informó Pedro—. Ya has caminado bastante por hoy. Te van a doler los pies mañana.
—Ya me duelen —dijo con pesar—. Pero ha sido el día más maravilloso de mi vida, Pedro. Nunca te podré agradecer lo suficiente.
Él se puso serio al instante.
—No necesitas darme las gracias, Paula. Haría casi cualquier cosa por hacerte sonreír.
Su mirada era seria, llena de determinación. Todas las veces que la había mirado a lo largo del día, había visto una dulzura que le encogió un poquito el corazón. Era casi como si se preocupara por ella más que si solo fuera un juguete sexual.
La comida llegó y Paula le hincó el diente encantada a pesar de haber estado picoteando deliciosos dulces, panes y quesos durante todo el día. Ralentizó el ritmo cuando estaba acabando. Al haber sido un día tan maravilloso, Paula sabía que cuando volvieran al hotel llegaría la hora de enfrentarse al asunto que ambos habían estado evitando.
Ella no tenía ninguna prisa en acabar el día. Sería un recuerdo que tendría para toda la vida. Pasara lo que pasase en el futuro, Paula nunca iba a olvidar el tiempo que había pasado con Pedro en París.
Cuando llegó la hora de irse, Pedro la cogió de la mano, entrelazó los dedos con los de ella y salieron a la terraza que daba al río, donde había un barco-restaurante con gente cenando, con sus luces titilando de forma alegre.
Era una noche preciosa. Fresquita. Mensajera del invierno que estaba por llegar.
Sobre sus cabezas, una luna llena se estaba alzando apenas por el horizonte. Paula suspiró y se embebió de las vistas, los barcos, las parejas caminando por el paseo que iba en paralelo al río… Sí, había sido un día perfecto, y también una noche perfecta.
Pedro la atrajo hasta su pecho y la rodeó con el brazo para mantenerla caliente mientras observaban toda la actividad que acontecía en el río. La besó en la sien y luego le colocó la cabeza justo bajo su barbilla.
A Paula un dolor que no parecía querer írsele comenzó a palpitarle en el pecho. Ojalá las cosas fueran así entre ellos todo el tiempo. Eran esperanzas —un sueño— que no parecían remitir. Cerró los ojos y saboreó el momento; la cercanía de Pedro y su contacto.
Él parecía estar igual de reacio que ella a que la velada terminara. Le cogió la mano con la suya y la guio hacia la parada de taxis que se encontraba un poco más abajo en la calle. Unos pocos minutos más tarde, los dos se encontraban de camino de vuelta al hotel.
De vuelta a una realidad que los estaba aguardando a ambos.
CAPITULO 31 (PRIMERA PARTE)
Pedro retrocedió del lugar donde Paula yacía atada en la pequeña mesa. La imagen que proporcionaba era irresistiblemente erótica: el cabello oscuro y largo lo tenía enmarañado y caía por el filo de la mesa; los ojos bien abiertos, como platos; y los labios bastante hinchados debido a su posesión.
Charles Willis la rodeó como un buitre al acecho mientras se la comía con los ojos. A Pedro se le encogió el estómago cuando los dedos de Charles le recorrieron el vientre en dirección a sus pechos. Le rodeó uno de los tensos pezones y lo estimuló hasta que se quedó completamente rígido.
Stéphane y Tyson se acercaron, pero no demasiado para darle a Charles su oportunidad. Ellos esperaron, como depredadores en plena cacería, a que les llegara el turno de tocarla.
Esto estaba mal. Muy, muy mal. Sus entrañas le estaban gritando y su mente protestaba. Ella era solamente suya.
Nadie debería estar tocándola excepto él, y, aun así, él mismo había sido el que lo había montado todo. ¿Como qué? ¿Una prueba? ¿Algo para probarse a sí mismo?
Pedro siguió dándole vueltas mientras Charles continuaba explorando el precioso cuerpo de Paula. Un cuerpo que pertenecía a Pedro. Él era un hombre posesivo —lo sabía— y, aun así, nunca había tenido ningún problema en dejar que otro hombre le diera placer a una mujer que estuviera bajo su cuidado. Le daba igual; le era… indiferente. Pero no con Paula.
Con ella odiaba cada minuto y segundo de lo que estaba sucediendo.
La provocación de Lisa volvió a hacerse eco una y otra vez en sus oídos.
«¿Estás enamorado de ella».
Pedro se dio la vuelta, incapaz de soportar la imagen de las manos de Charles sobre el cuerpo de Paula.
Los suaves jadeos de ella llenaron entonces toda la estancia, y Pedro se tensó y se metió las manos en los
bolsillos. Estaba en la otra punta de la habitación para no tener que ver o escuchar los resultados de su estupidez, no quería.
Porque era estúpido. Un completo imbécil. Un cabrón cobarde.
Esto no era lo correcto. No podía permitir que la escena continuara. Lo único que se había probado a sí mismo era que no compartiría nunca a Paula con ninguna alma viviente.
No estaba dispuesto a dejar que ningún otro hombre tocara lo que era suyo.
Esto tenía que acabar. Se tenían que ir los tres.
Pedro estuvo a punto de darse la vuelta y pedirles a los tíos que se fueran cuando la sangre se le heló, y se quedó petrificado en el sitio.
—¡NO! —gritó Paula —. ¡PEDRO!
Su nombre había sonado como un grito aterrorizado en busca de ayuda.
Se giró y vio a Charles con la cremallera bajada y una mano enterrada bruscamente en el pelo de Paula para intentar meterle la polla en la boca.
La furia explotó dentro de Pedro como un volcán en erupción. Este se lanzó hacia delante, y, para su consternación, Charles, enfadado ante el rechazo de Paula, le dio una bofetada en toda la cara. Paula volvió la cabeza para mirarlo con los ojos abiertos como platos por la sorpresa. Por la comisura del labio inmediatamente comenzó a brotar sangre.
Pedro se volvió loco.
Alejó a Charles de Paula de un empujón. Este se golpeó contra el sofá y Pedro seguidamente fue en su busca. Los otros dos hombres se revolvieron y apartaron; uno de ellos se estaba volviendo a abrochar apresuradamente la cremallera.
Pedro le metió un puñetazo a Charles en el estómago, lo que provocó que se doblara por la mitad, y luego le dio otro en plena mandíbula, que logró ponerlo de nuevo en vertical.
Pedro se acercó a él con una furia asesina corriéndole por las venas.
—Fuera. ¡Vete de aquí! Y por tu bien que no te vuelva a ver otra vez, porque te pienso arruinar, cabrón.
Se moría por hacerlo papilla, pero tenía que ir a ver a Paula.
Su mujer, a la que había traicionado de forma espantosa, con la que había actuado de una manera totalmente reprensible. Y todo porque era un cobarde incapaz de enfrentarse a la verdad, incapaz de asumir lo que ella realmente significaba para él.
Los otros dos hombres ayudaron a Charles a ponerse en pie y desaparecieron de la suite. La puerta la cerraron de un portazo al salir.
Pedro se apresuró hasta Paula con el miedo pesándole sobre los hombros con una fuerza asfixiante. Los labios y el mentón le temblaban y las lágrimas le brillaban en los ojos.
Se la veía asustada y avergonzada. La humillación se reflejaba con fuerza en esos ojos llenos de lágrimas, y eso lo atravesó como una daga en el corazón.
Y sangre. Dios, había sangre donde ese hijo de puta la había golpeado.
Pedro se arrodilló para soltarle las muñecas, los dedos le temblaban mientras intentaba torpemente deshacer los nudos. Presionó la boca contra su pelo y su sien y la besó una y otra vez.
—Lo siento mucho, cariño. Dios, Paula, no tenía intención de que esto pasara.
Ella se había quedado en silencio, y Pedro no estaba seguro de si era porque estaba conmocionada por todo lo que había pasado, o porque estaba demasiado enfadada con él como para dirigirle la palabra.
No podía culpar ninguna de las dos reacciones. Todo había pasado por su culpa. Él le había hecho esto.
Le había hecho daño.
Cuando Paula estuvo por fin libre de cuerdas, Pedro la atrajo hasta sus brazos y la levantó de la mesa.
La llevó hasta el dormitorio y se acurrucó con ella en la cama aún abrazándola con fuerza. Ella se giró para quedar frente a él y escondió el rostro en la curva de su cuello. La impresión de sentir las cálidas lágrimas en su piel hizo que el corazón se le desgarrara.
Dios, era un capullo. Un completo cabronazo. Pedro la apretó contra él, la desesperación se estaba apoderando de sus nervios y lo ahogaba.
—Lo siento, Paula. Dios, lo siento mucho.
Eso era todo lo que podía decir. Una y otra vez. El pánico lo atravesó entero. ¿Y si ella decidía abandonarlo? Él tenía claro que no podría culparla. Maldita sea, debería estar huyendo de él, no simplemente abandonándolo.
—Por favor, cariño. No llores. Lo siento mucho. No volverá a ocurrir. No debería haberlo permitido.
Él la meció una y otra vez en sus brazos al mismo tiempo que ella se agarraba a él con fuerza con el cuerpo aún temblándole. Pedro no tenía ni idea de si era de miedo, rabia, enfado, o una combinación de los tres. Se merecía todo lo que Paula le lanzara. Le había fallado por completo. No la había protegido. No había cuidado de ella tal y como le había prometido. Y todo porque estaba intentando distanciarse, estaba intentando convencerse de algo estúpido: de que no la necesitaba.
Vaya mentira. Pedro la necesitaba. Era su obsesión, su droga, un deseo que le llegaba al alma. Él nunca había sentido una posesividad tan arrolladora y fiera cuando otro hombre le había puesto la mano encima a algo que Pedro consideraba suyo. Pero bueno, en realidad, no la había tratado como si fuera suya. La había tratado como si fuera una cosa. Un juguete. No una mujer de la que se preocupaba.
Pedro le acarició la espalda con las manos, intentando que se calmara. Ahora estaba temblando más y él estaba desesperado por tranquilizarla y consolarla. Por ofrecerle lo que no le había dado antes.
Paula se agarró a sus hombros e intentó apartarse, pero él la tenía bien sujeta. Tenía miedo de dejar el mínimo espacio entre ellos. Pedro tenía que tocarla, tenía que sentirla entre sus brazos. Y tenía miedo de que, si la dejaba ir, ya nunca la volvería a tener de nuevo.
—Quiero ducharme —dijo ahogadamente—. Por favor, lo necesito. Quiero estar limpia. Él… me ha estado tocando.
La desolación atravesó a Pedro como una tormenta de invierno, fría y cruelmente. Por supuesto que se sentía violada. No solo por Charles, sino también por él. Pedro había sido el que la había traicionado al haber dejado que esto ocurriera. Y no solo lo había permitido, sino que lo había animado a ello. ¿Cómo narices podría perdonar algo como eso? ¿Cómo podría ella?
—Iré a abrir la ducha —le dijo mientras le apartaba el pelo de la cara.
Las mejillas las tenía húmedas debido a las lágrimas, los ojos se los veía llenos de pena al devolverle la mirada, y aún tenía sangre en la comisura de los labios. Entonces Paula apartó la mirada, era incapaz de mirarlo a los ojos, y a Pedro el ánimo se le cayó por los suelos.
—Quédate aquí, cariño. Iré a preparar el baño y entonces podrás ducharte.
Pedro se bajó de la cama aunque todos los instintos le gritaban que no la dejara sola ni siquiera el pequeño rato que le llevó abrir el grifo para que el agua empezara a correr. El pecho lo sentía vacío, y el pánico le hizo un nudo en la garganta. Él nunca había experimentado tal desolación emocional. Lo trastornaba. Lo volvía loco.
No le había pasado cuando Lisa rompió su matrimonio. Ni
cuando lo hundió en los medios y soltó todas esas mentiras. Nada se acercaba a lo que sentía ahora y al miedo que lo tenía completamente atenazado.
Pedro se precipitó hacia el baño y abrió el agua de la ducha.
Entonces la probó con la mano hasta que estuvo a una buena temperatura. Sacó un albornoz y una toalla, aunque las prisas con las que iba lo hacían actuar con bastante torpeza y desacierto. Maldijo cuando la toalla se le cayó del taburete, pero se agachó para recogerla y la volvió a doblar, asegurándose de colocarla en un lugar al alcance de la ducha.
Volvió al dormitorio y se encontró a Paula sentada en el borde de la cama con las piernas encogidas de forma protectora frente al pecho. Los brazos rodeaban las piernas y la cabeza la tenía escondida entre las rodillas con todo el pelo esparcido por su piel, como una manta. Se la veía tan vulnerable que Pedro quería morirse ahí mismo.
Él le había hecho esto. No Charles, ni ningún otro hombre.
Solamente él. No había forma de evitar ese hecho.
Él la tocó en el hombro y se permitió entrelazar sus dedos con su pelo, tan suave como la seda.
—Paula, cariño. La ducha está lista —Pedro vaciló antes de seguir hablando preocupado por que ella lo rechazara. Aunque sabía que se lo merecía si lo hacía—. ¿Quieres que te ayude?
Ella giró la cabeza hacia él con ojos aún atormentados. Pero no dijo que no. No dijo nada. Ella simplemente asintió.
Una ola de alivio lo atravesó entero y lo dejó débil y agitado.
Tuvo que hacer una pausa por un momento para volver a coger fuerzas. Paula no lo había rechazado. todavía.
Él la estrechó entre sus brazos tanto como pudo y la alzó de forma protectora para llevarla al cuarto de baño. La dejó en el suelo justo frente a la ducha para quitarse él también la ropa en un santiamén, luego abrió la mampara y entró primero en la bañera antes que ella. Entonces le tendió una mano, y la guio hasta dentro junto a él.
Durante un largo rato, Pedro simplemente la abrazó mientras ambos estaban bajo el grifo de agua caliente. Seguidamente, la comenzó a lavar, dedicándole todo el tiempo del mundo a todas y cada una de las partes de su cuerpo, con jabón aromatizado. No se dejó ni un centímetro sin tocar; la enjuagó y eliminó cualquier recuerdo que tuviera de esas otras manos que habían estado sobre su piel.
Le enjabonó el pelo masajeándole suavemente el cuero cabelludo, y luego le enjuagó cada mechón.
Cuando acabó la estrechó de nuevo entre sus brazos de forma protectora, y se quedaron ahí, bajo el agua caliente, en silencio.
Después de un rato, finalmente alargó la mano para cerrar el grifo y abrió la mampara para coger la toalla y que Paula no pasara frío. Le rodeó el cuerpo con la toalla y la mantuvo cerca del suyo propio mientras le secaba la piel y el pelo.
Pedro ni siquiera se molestó en secarse, y usó la sensación de frío como castigo por lo que le había hecho. Ella era la que importaba, no él. Pedro solo esperaba no haberse
dado cuenta de ello demasiado tarde.
Cuando Paula estuvo completamente seca, él le enrolló la toalla en la cabeza y luego la ayudó a ponerse el suave y mullido albornoz. Se lo ató de forma segura alrededor de la cintura para que le cubriera todo el cuerpo y no se sintiera vulnerable. Para que se sintiera protegida. Incluso de él mismo.
Pedro cogió una de las otras toallas al mismo tiempo que la guiaba de vuelta al dormitorio, y únicamente después de haberla metido en la cama, él se secó y se puso los bóxers.
Cogió el teléfono y pidió chocolate caliente con un tono lacónico. Entonces se sentó en el borde de la cama y la hizo
enderezarse para poder terminar de secarle el pelo.
El silencio se extendió entre ellos mientras él le pasaba la toalla por cada mechón de pelo. Cuando estuvo satisfecho porque la mayor parte de la humedad se había ido, devolvió la toalla al cuarto de baño y trajo su peine. Al volver la vio exactamente tal y como la había dejado sentada en la cama.
Volvió a subirse en la cama y la colocó entre sus piernas de forma que pudiera desenredarle el pelo.
Pedro fue infinitamente paciente. Le pasó el peine mechón por mechón hasta que el pelo comenzó a secársele y a quedarle bien liso sobre la espalda.
Tras dejar el peine en la mesita de noche, Pedro la agarró por los hombros e inclinó la cabeza para darle un beso en el cuello. Ella se estremeció mientras él seguía dándole suavemente pequeños besos por toda la curva de los hombros y luego por el cuello otra vez.
—Lo siento —le susurró.
Ella se tensó ligeramente bajo su boca, pero justo entonces un sonido distante se escuchó en la puerta de la suite. De mala gana, se separó y se bajó de la cama.
—Vengo enseguida. Ponte cómoda. Traeré el chocolate caliente aquí.
Ella asintió y, cuando Pedro se alejó, se acomodó entre las almohadas en las que él había estado apoyado y se tapó hasta la barbilla.
Pedro cogió la bandeja al caballero del servicio de habitaciones y no perdió ni un segundo en volver al dormitorio, donde Paula estaba tumbada en la cama. Colocó la bandeja en la mesita que había pegada contra la pared y luego le acercó a Paula una de las humeantes tazas.
Ella la cogió con ambas manos como si estuviera buscando la calidez del recipiente, y seguidamente se la llevó a los labios para soplar un poco sobre el humeante chocolate antes de darle, vacilante, el primer sorbo. Paula hizo una mueca de dolor cuando el ardiente líquido le rozó el labio herido, y apartó la taza con un mohín.
Pedro cogió la taza apresuradamente de sus manos, estaba furioso consigo mismo porque no había pensado con la cabeza. No había considerado que el chocolate caliente le haría daño en el labio herido.
—Te traeré hielo —dijo Pedro—. No te muevas, cariño.
Pedro volvió al salón y cogió el recipiente de hielos que el hombre del servicio de habitaciones había dejado y luego envolvió algunos de ellos en una toalla. Cuando regresó al dormitorio,Paula aún se encontraba sentada de la misma forma en la que él la había dejado antes con los ojos ausentes y distantes.
Arriesgándose un poco, él se sentó a su lado y con cuidado le puso el hielo sobre la boca. Ella se encogió e intentó apartarse, pero él persistió usando una voz suave y grave.
—Paula, cariño, necesitas el hielo para que no se te inflame.
Entonces la joven levantó la mano y le quitó la toalla para poner una cierta distancia entre ellos.
Pedro no la culpó, ni tampoco se opuso. Eso no era nada en comparación con lo que se merecía. Pedro se levantó de la cama y se alejó de ella ligeramente antes de darse la vuelta para mirarla de nuevo.
Se quedó ahí, en la distancia, ansioso y preocupado. Inseguro. Dios, él no era una de esas personas inseguras, y, aun así, con Paula, estaba gobernado por la inseguridad.
Entonces la inmensidad de lo que había hecho, de cómo la había cagado, lo atravesó por completo. La situación no era el típico «vaya, lo siento»., «te perdono». y «lo olvidamos»..
Él la había puesto en peligro. Había permitido que otro hombre abusara de ella estando bajo su protección.
Pedro no sabía si podía, o si se perdonaría a sí mismo, así que ¿cómo podía esperar que ella hiciera lo mismo?
Seguía dando vueltas por el dormitorio cuando Paula soltó la toalla y dejó que se le deslizara por el cuello. La mirada que le devolvió era de cansancio y de derrota. El no ver ese brillo característico de sus preciosos ojos lo hizo encogerse de dolor.
—Estoy cansada —le dijo con suavidad.
Y sí que se la veía completamente exhausta. El cansancio se reflejaba en su rostro y hacía que los ojos se le cerraran.
Pedro quería hablar con ella, suplicarle que lo perdonara, explicarle que nunca jamás volvería a suceder. Pero no la agobiaría. No hasta que estuviera preparada. Era evidente que no tenía ningunas ganas de hablar con él del asunto esta noche. Quizás aún estaba aclarándose ella misma. O quizás estaba simplemente reuniendo el valor suficiente para decirle que se fuera a la mierda.
Pedro asintió con un nudo en la garganta. Fue a apagar las luces y dejó solo la lamparita de su mesita de noche encendida.
Entonces se metió en la cama, no muy seguro de si ella quería que la tocara o no. Cuando estuvo bajo las sábanas, Pedro volvió a alargar la mano para apagar la lámpara y dejó la habitación en completa oscuridad. Solo el brillo de las luces de la ciudad iluminaban las cortinas.
Pedro se dio la vuelta y automáticamente fue a abrazarla, pero ella ya se había girado, dándole la espalda. Paula no rechazó su contacto, pero tampoco lo recibió con los brazos abiertos. Aun así, le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo firmemente contra su pecho. Él quería que ella supiera que estaba ahí.
Y Dios, él era también el que necesitaba cerciorarse de que ella estaba ahí.
Después de un rato, Paula soltó un pequeño suspiro y Pedro la sintió relajarse entre sus brazos. Su respiración suave y regular llenó la habitación, señal de que se había quedado dormida. O al menos de que estaba a punto.
Pero él no durmió. No cerró los ojos. Porque, cada vez que lo intentaba, lo único que podía ver era esa mirada en los ojos de Paula cuando otro hombre la había tocado sin su permiso.
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