jueves, 14 de enero de 2016

CAPITULO 43 (PRIMERA PARTE)




Paula se ciñó más el abrigo mientras recorría la última manzana que quedaba hasta llegar a su apartamento. Había sido duro volver al trabajo con todo ese frío tras haber pasado los últimos días en una playa del Caribe.


Juan y Alejandro habían intentado con todas sus fuerzas animarla y asegurarse de que disfrutara del viaje, y tenía que admitir que sí que se lo había pasado muy bien. Ya había transcurrido bastante tiempo desde que ella y Juan se hubieran ido de vacaciones juntos, y con Alejandro allí las cosas habían sido divertidas y alegres.


Eso no quería decir que no se hubiera pasado otro tanto pensando en Pedro, pero se las había arreglado para disfrutar del viaje. Si alguien le hubiera dicho que podía divertirse estando tan reciente la ruptura entre ella y Pedro, no se lo habría creído.


Aun así, ir a La Pâtisserie en vez de a ACM esta mañana había sido duro. Había sido como recibir una bofetada en la cara y recordar otra vez la traición de Pedro. A ella le gustaba su trabajo con Pedro. Sí, había sido un trabajo sin valor con la sola función de esconder su affaire, pero conforme el tiempo había pasado, había tomado más responsabilidades y se había adueñado del trabajo. Había demostrado que podía aceptar un reto y superarlo con creces.


Ahora había vuelto a vender pasteles y a servir tazas de café. Y aunque antes nunca le había molestado, ahora se sentía incómoda y quería más. Más retos. Ya era hora de que dejara de estar asustada y de que saliera a la calle a labrarse un futuro. Nadie lo iba a hacer por ella. Ya estaba
buscando ofertas de trabajo de su profesión, trabajos que se midieran con el nivel de su formación y experiencia, aunque no es que tuviera mucha.


Quizá debería hablar con Juan. No para trabajar con él; ni mucho menos iba a volver a ACM y tener que enfrentarse a Pedro día sí y día también. O, peor aún, a cualquier mujer con la que la hubiera reemplazado. Eso ya era pedirle demasiado.


Pero sí que podría tener ideas o incluso conocer a más gente con la que pudiera ponerse en contacto.


Ellos tenían más de una docena de hoteles solo en Estados Unidos, sin mencionar los resorts de fuera del país. Podría trabajar para cualquiera de ellos y no tener que preocuparse nunca por volver a ver a Pedro.


Eso requeriría mudarse. ¿Estaba lista para eso?


Paula estaba acostumbrada a vivir en Nueva York. A estar cerca de Juan. Pero no habría sobrevivido si hubiera estado sola. Juan la había apoyado económicamente. Le había comprado el apartamento.


¿Acaso había llegado a independizarse?


Quizá ya era hora de irse por su cuenta y tomar las riendas de su vida. Que lo consiguiera o no ya era otro asunto, pero lo haría por sus propios méritos.


Por muy satisfactoria que la idea fuera en teoría, sí que la entristecía abandonarlo todo. 


A Carolina. A Juan. A Alejandro. Su apartamento. Su vida.


Mierda, no. No iba a dejar que Pedro la echara de la ciudad. Encontraría un trabajo mejor aquí, pasaría página y se olvidaría de su cara.


Eso también sonaba muy bien teóricamente, pero no iba a ninguna parte en la realidad.


Cuando llegó al portal de su edificio, vio en el reflejo de la puerta a Pedro bajarse de un coche que estaba aparcado cerca. Y estaba yendo hacia ella.


Oh, no. Ni soñarlo.


Sin mirar atrás —por muy tentador que fuera embeberse en él— se metió en el portal y se dirigió al ascensor. Mientras las puertas se abrían, se subió y pulsó el botón de «cerrar».. 


Cuando levantó la mirada, vio a Pedro pasar junto al portero, que estaba protestando, y apresurarse para llegar al ascensor. Su rostro estaba lleno de determinación.


«Ciérrate, ciérrate, ciérrate»., suplicó Paula en silencio.


Las puertas se empezaron a cerrar y Pedro se lanzó hacia delante, pero llegó tarde. Gracias a Dios.


¿Qué narices estaba haciendo allí?


Se bajó del ascensor y abrió la puerta de su apartamento. 


Dentro estaba todo en silencio, así que dejó el bolso junto a la puerta. Carolina no volvería a casa hasta dentro de un rato y luego se marcharía seguramente al club Vibe a ver a Brandon.


Pegó un bote cuando un golpe sonó en la puerta. Luego suspiró. Había visto la mirada en los ojos de Pedro y sabía que no iba a irse porque le hubiera dado largas en el ascensor. ¿Qué quería?


Paula se acercó a la puerta, le quitó el seguro y la abrió de un golpe; Pedro estaba allí en el pasillo. El alivio se reflejó en sus ojos y este comenzó a avanzar, pero ella lo bloqueó con la puerta.


—¿Qué quieres? —le dijo con brusquedad.


—Necesito hablar contigo, Paula —le contestó.


Ella sacudió la cabeza.


—No tenemos nada de lo que hablar.


—Te equivocas, maldita sea. Déjame entrar.


Paula sacó la cabeza por la puerta para que él pudiera verla y que supiera que iba completamente en serio.— Deja que me explique mejor, entonces. Yo no tengo nada que decirte a ti —le dijo en voz baja—. Nada de nada. Ya dije todo lo que tenía que decir en tu apartamento. Fue tu decisión dejarme ir… qué digo, me echaste de allí. Yo me merezco algo mejor que eso, Pedro, y estoy más que segura de que no me voy a conformar con menos.


Ella cerró la puerta de un portazo y la volvió a asegurar con el cerrojo. Como no quería escuchar si volvía a golpear la puerta, se fue hasta su dormitorio y cerró la puerta. Estaba cansada y lo único que quería era darse un baño de agua caliente para que le diera calor desde dentro.


Pero lo que temía era que nada podría volver a aliviar ese frío que le causaba la ausencia de Pedro.


Nada excepto él.


Al día siguiente, Paula le estaba sirviendo a un cliente habitual su café favorito cuando Pedro entró y se sentó en la misma mesa que había ocupado aquellas semanas atrás. No se lo podía creer. ¿Cómo se suponía que iba a trabajar cuando él estaba ahí invadiendo su espacio?


Ella tensó la mandíbula, se acercó a él y lo miró fríamente.


—¿Qué estás haciendo aquí?


Él la miró de arriba abajo, y, al ver la expresión de su rostro, suavizó la suya en sus ojos. ¿Veía lo cansada que estaba? ¿Lo deprimida que se encontraba? ¿Tenía alguna señal de neón en la frente que gritara a los cuatro vientos lo infeliz que se sentía sin él?


—Yo tampoco puedo dormir, Paula —le dijo con suavidad—. Cometí un error. La fastidié. Dame una oportunidad para poder hacer las cosas bien.


Ella cerró los ojos y apretó los puños a cada lado de su cuerpo.


—No me vengas con esto, Pedro. Por favor. Tengo que mantener este trabajo. Hasta que decida lo que quiero hacer, tengo que trabajar, y no puedo tenerte aquí, distrayéndome.


Él alargó la mano para cogerle uno de esos puños, y le aflojó los dedos. Entonces se llevó la mano a los labios y le dio un beso en la palma.


—Tú ya tienes un trabajo, Paula. Te está esperando. No se ha ido a ninguna parte.


Ella se soltó como si le hubiera quemado.


—Solo vete, Pedro. Por favor. No puedo hacer esto. Vas a conseguir que me despidan. Si quieres hacer las cosas bien, entonces desaparece y no vuelvas.


Paula se encontraba peligrosamente cerca de venirse abajo. 


Sus emociones eran muy inestables. ¿Por qué no podía ser fuerte? ¿Por qué tenía que dejarle ver lo mal que estaba?


Se dio media vuelta y no le importó que pudiera parecer grosera o borde su forma de tratar a un cliente. Tenía otros a los que atender.


Pero él siguió allí, observándola, con la mirada fija en ella mientras atendía a otra gente en la tienda.


Los clientes iban y venían y él seguía ahí, sentado, hasta que ella se sintió acechada. Acosada.


Al final se fue a la trastienda y le pidió a Louisa un descanso. 


Ayudó a Greg con los pedidos mientras Louisa se encargaba de los clientes. Una hora después, cuando se aventuró a salir nuevamente, Pedro ya se había ido.


Paula no sabía si se sentía aliviada o decepcionada. Lo único que sabía era que había un agujero en su corazón que no tenía esperanza alguna de volver a cerrar.


Cuando volvió a casa caminando esa noche, se encontró un gran ramo de flores en la puerta.


Suspirando, cogió la tarjeta y leyó la nota garabateada de Pedro.



Lo siento. Por favor, dame una oportunidad para explicarme.
PEDRO


Tuvo que reprimir las ganas infantiles de tirar el ramo de flores a la basura. Eran preciosas, y seguro que Carolina y ella disfrutarían de ellas en el apartamento. Solo tendría que fingir que había sido otra persona la que se las había regalado.


Las puso sobre el aparador y se preguntó por qué Pedro siquiera se esforzaba. ¿Por qué estaba haciendo esto? Él había sido el que había dicho que cortar por lo sano era mejor. ¿Por qué prolongarlo si no tenía intención de hacer que la relación fuera permanente? ¿Se pensaba que quería volver a pasar por esto una vez se cansara de ella?


Hablar con Juan y Alejandro abiertamente sobre Pedro y sus relaciones le había abierto los ojos. Ella ya se había imaginado, o tenía una muy buena idea, cómo iba con ellas. 


Pero durante sus vacaciones en el Caribe, los dos se habían explayado y le habían dado detalles que antes no conocía.


Pedro siempre firmaba un contrato con todas las mujeres con las que estaba. Eso lo sabía. Lo que no sabía era la frecuencia, ni lo cortas que eran sus relaciones con él.


Y eso le había hecho darse cuenta de que siempre había sido algo temporal.


Estaba tumbada boca abajo en la cama cuando Carolina entró en el dormitorio.


—Eh, Paula. ¿De quién son esas flores?


—De Pedro —murmuró.


Carolina se sentó en la cama con una expresión en el rostro entre «no me fastidies». e irritación.


—¿Por qué te manda flores, maldita sea?


Paula se giró y se puso boca arriba.


—Oh, y eso no es todo. Estuvo aquí anoche. Y hoy se ha presentado en La Pâtisserie.


—¿Qué narices…? ¿Por qué?


—No tengo ni idea —le dijo cansada—. ¿Para volverme loca? Quién sabe. Le cerré la puerta en la cara anoche. Y hoy simplemente lo ignoré.


—Bien por ti —le dijo Carolina con un tono de voz violento—. ¿Quieres que le dé su merecido?


Paula se rio y luego se inclinó para abrazar a su amiga.


—Te quiero, Caro. Me alegro mucho de tenerte.


Carolina la achuchó igual.


—Para eso están las amigas. Y, oye, si decides matarlo, ya sabes que te ayudo a esconder el cuerpo.


Paula soltó una carcajada otra vez; el corazón lo sentía más ligero que un momento antes.


—Oye, ¿qué quieres comer esta noche? Estaba pensando en pedir algo, pero si quieres podemos salir al pub de al lado y pasar el rato.


Carolina estudió a Paula atentamente.


—¿Estás segura? No me importa cocinar si te quieres quedar aquí.


Paula sacudió la cabeza.


—No, salgamos. No me puedo quedar aquí y deprimirme para siempre por culpa de Pedro.


Mientras se levantaba de la cama, Carolina se calló por un momento y luego la volvió a mirar completamente seria.


—Quizá quiere recuperarte, Paula. ¿Lo has considerado? ¿No deberías al menos escucharle?


Los labios de Paula se torcieron con desdén.


—Le dije que, si quería volver a recuperarme, tendría que arrastrarse y venir de rodillas. Aún no está de rodillas, pero es que no le voy a poner las cosas nada fáciles.









CAPITULO 42 (PRIMERA PARTE)




Pedro estaba sentado en su oficina, pensativo, con la cabeza que le iba a explotar, y el corazón más lleno de dolor todavía. Era temprano —él era el único en la oficina tras las fiestas—, pero no había podido dormir desde que Paula había abandonado su apartamento. Había habido demasiado dolor y traición reflejados en sus ojos.


Se quedó mirando fijamente las dos fotografías que tenía de ella en su móvil, aunque una de ellas la había impreso y enmarcado. La tenía guardada en el cajón de su mesa, y, a menudo, lo abría solo para verla sonreír.


La Paula que veía en esas fotos era la Paula a la que él había hecho todo lo posible por destruir. Le había sorbido la vida y la alegría de sus ojos, y seguramente también le había borrado la sonrisa.


Pasó los dedos por encima de la imagen donde se encontraba en la nieve, con las manos en alto y llena de felicidad mientras intentaba coger copos de nieve. Estaba tan hermosa que hasta le quitaba el aliento.


Había pasado el Día de Acción de Gracias con sus padres; su creciente felicidad y alegría fue casi demasiado para él, no lo soportaba. Era difícil estar feliz porque ambos estaban en el camino correcto para reconciliarse cuando su propia vida estaba hecha un desastre.


Y él era el único culpable.


Tras dejar la casa de sus padres, había vuelto a su apartamento, que estaba vacío y sin vida. Y entonces había hecho algo que ya raramente hacía. Se había emborrachado y había intentado ahogar sus penas en una botella… o tres.


Se había anestesiado durante todo el fin de semana. Se sentía inquieto e impaciente porque sabía que Juan y Alejandro se habían llevado a Paula de vacaciones al Caribe. Estaba fuera de su alcance, no solo físicamente, sino emocionalmente también.


Le había hecho daño cuando le había jurado que nunca más volvería a hacerlo. Había traicionado su confianza. Le había dado la espalda porque se había sentido abrumado por la culpa y el odio que se profesaba él mismo por cómo la había tratado. Como si fuera un pequeño y sucio secreto del que se sentía avergonzado.


A la mierda. Quería que todo el mundo supiera que era suya. 


No le importaba nada lo que Juan pensara. Y mucho menos si le daba su aprobación o no. Lo único que le importaba era hacerla feliz.


Hacerla sonreír y brillar del modo que lo hacía cuando estaba con él.


Pero se había empeñado en extinguir esa luz cuando le había dicho que se había terminado. Como si de verdad se hubiera cansado de ella y estuviera listo para pasar página.


Él nunca conseguiría olvidarla. Eso lo sabía sin lugar a dudas.


La amaba.


Tanto como era posible amar a otra persona. Y Dios, la quería en su vida todos los días. Que formara parte de él tal y como él lo sería de ella. Sin reglas ni condiciones. Que le dieran al maldito contrato.


¿De cuántas maneras podía un hombre arruinar lo mejor que le había pasado en la vida?


Paula tenía mucha razón. Lo había sabido entonces, cuando sus palabras le llegaron directamente a las entrañas. Ella era lo mejor que le había pasado. No necesitaba tiempo ni espacio para darse cuenta de eso.


No debería haberla dejado salir de su apartamento esa noche con Juan y Alejandro. Cuando se había arrodillado frente a él y le había suplicado que le explicara todo a Juan, era cuando debería haber hablado. Ella tenía razón. Pedro no había luchado por ella. Había estado tan paralizado, tan consumido por la culpa, que había dejado que eso pasara.


El miedo se le arremolinó en el pecho. Era una sensación extraña, nueva y abrumadora. ¿Y si Paula no lo quería perdonar? ¿Y si no quería volver con él? Le tenía que hacer entender que no era una aventura informal y únicamente sexual. 


Él quería que durara para siempre.


¿Y qué tenía él para ofrecerle? Ya había fracasado en un matrimonio. Además, era considerablemente mayor que ella. Paula, a su edad, debería estar divirtiéndose, comiéndose el mundo, no atada a un hombre controlador y exigente como él.


Había docenas de razones por las que debería dejarla en paz y permitir que pasara página. Pero no era tan buena persona como para dejarla escapar. Ella era la única mujer que podía hacerlo feliz. Por completo. Y no iba a dejar que se fuera de su vida. No sin pelear por ella.


Bajó la mirada a su reloj y deseó que el tiempo pasara más deprisa. Justo entonces el interfono sonó y la suave voz de Eleanora llenó la oficina.


—Señor Alfonso, el señor Chaves acaba de llegar.


Pedro no respondió. Le había dicho a Eleanora que le avisara en el momento en que Juan llegara a la oficina. No habían hablado desde aquella noche. Se habían evitado el uno al otro al día siguiente, y ninguno de los dos había estado en la oficina durante el fin de semana de Acción de Gracias. Pedro no había querido tener esa confrontación tan pronto tras esa noche en su apartamento. Las emociones se habían desbordado.


Pero ya no podía esperar ni un minuto más. Él y Juan tenían que solucionar esto, y Pedro tenía que dejarle claro a Juan que no iba a abandonar. Ya tuviera la bendición y la aprobación de Juan como si no, no iba a dejar marchar a Paula. Y si eso significaba el final de su amistad y de su relación empresaria, que así fuera.


Paula merecía la pena.


Salió al pasillo sabiendo que tendría un aspecto horrible. No le importaba. Se tenía que sacar esa espinita del pecho.


Abrió la puerta de la oficina de Juan sin llamar siquiera. Este levantó la mirada y de repente la expresión de su cara se volvió glacial. Los ojos se le endurecieron mientras se lo quedaba mirando.


—Tenemos que hablar —dijo Pedro con brusquedad.


—No tengo nada de lo que hablar contigo —le soltó Juan. 


Pedro cerró la puerta a su espalda y echó el pestillo.


—Pues es una pena, porque yo sí que tengo mucho de lo que hablar contigo.


Puso las palmas de las manos encima de la mesa de Juan y se inclinó hacia delante para nivelar la mirada con la de su amigo.


— Estoy enamorado de Paula —le dijo abruptamente.


La sorpresa se reflejó en los ojos de Juan, que se recostó en la silla y miró a Pedro con mucha más intensidad.


—Pues tienes una manera un poco extraña de demostrarlo —le dijo con disgusto.


—La cagué. Pero no la voy a dejar escapar. Tú y yo necesitamos llegar a un acuerdo porque no quiero que ella sufra más de lo que ya lo hace debido a esta situación. Quiero que sea feliz y no puede serlo si estamos lanzándonos el hacha de guerra cada vez que nos vemos.


—No tuviste en mucha consideración nuestra amistad cuando te metiste en la cama con mi hermana — le dijo Juan con frialdad —. Tú sabías que me enfadaría. Maldita sea, te lo advertí ese primer día, Pedroy me mentiste en las narices.


—Paula no quería que te enteraras —continuó Pedro—. No quería hacerte daño, y no quería que te volvieras loco. Yo acepté solo porque la deseaba y no me importaba una mierda lo que tuviera que hacer para tenerla.


—¿Qué es ella para ti, Pedro? ¿Un entretenimiento? ¿Un reto porque es intocable? Está a un nivel muy diferente del tuyo, y tú lo sabes perfectamente bien.


Pedro dio un golpe en la mesa con el puño y miró muy seriamente a Juan.


—Quiero casarme con ella, joder.


Juan arqueó una ceja.


—Juraste que nunca más te volverías a casar después de Lisa.


Pedro se retiró de la mesa, se dio la vuelta y comenzó a pasearse frente a Juan con una pose tensa.


—Dije un montón de cosas. Y ninguna otra mujer jamás ha conseguido que dude de mis decisiones.
Pero Paula… ella es diferente. No puedo vivir sin ella, Juan. Con o sin tu bendición, voy a ir tras ella. No puedo ser feliz si no está a mi lado. Nunca seré feliz si no está conmigo. La quiero en mi vida. En cada maldito día de mi vida. Quiero cuidar de ella y asegurarme de que nunca se tenga que preocupar por nada de lo que yo le dé. Mierda, si hasta estoy pensando en niños. A mi edad. Lo único en lo que puedo pensar es en hijas que sean igualitas a ella. Me la imagino embarazada de mi hijo y es la sensación más alucinante del mundo. Todo lo que había jurado sobre mi vida ella lo ha cambiado. Por ella. Ella lo es todo. Nunca me he sentido así con otra mujer. Y nunca lo haré.


—Bua —soltó Juan en voz baja—. Siéntate. Me estás poniendo de los nervios al verte dar vueltas así por la oficina.


Pedro se paró y luego, finalmente, se sentó en la silla que había frente a la mesa de Juan. Aun así, pensaba que se iba a volver loco de atar al estar confinado en ese pequeño espacio. Él no quería estar aquí. Quería estar con Paula. 


Quería ir hacia ella y lanzarse a los tiburones. Le había dicho que tendría que arrastrarse e ir de rodillas. Pues, claro que lo haría.


—Vas en serio —le dijo Juan aún con la desconfianza patente en su voz—. Estás enamorado de ella. No es un pasatiempo para entretenerte hasta que luego te canses de ella.


—Ahora me estás enfadando —gruñó Pedro.


Juan sacudió la cabeza.


—Nunca pensé que viviría lo suficiente para ver este día. ¿Cómo ha podido pasar? ¿He sido un completo imbécil por no verlo?


—Es mejor que no entremos en temas que solo van a cabrearte —sentenció Pedro—. No importa cuánto tiempo. Lo que importa es que la amo, y espero por Dios que ella me siga queriendo y que pueda perdonarme.


Juan hizo una mueca con los labios.


—No lo sé, tío. Está bastante enfadada. Le has hecho mucho daño. Tú nunca has tenido que currártelo para conseguir a una mujer. Siempre se te echan encima. Pero Paula… es diferente. Ella tiene metido en la cabeza que se merece a un hombre que la defienda y que luche por ella. Tú no hiciste ninguna de las dos cosas, y ella no va a olvidar eso con facilidad.


—¿No crees que ya lo sé? —le contestó Pedro con frustración—. Maldita sea, no la podría culpar si nunca quisiera volver a dirigirme la palabra. Pero tengo que intentarlo. No puedo dejar que simplemente se aleje de mí.


Juan se llevó una mano al cuello.


—Dios, tío, tú nunca puedes hacer las cosas simples, ¿no? Soy un completo idiota por no darte una paliza y echarte de mi despacho ahora mismo. No me puedo creer que hasta esté sintiendo pena por ti en estos momentos.


Parte de la tensión que tenía Pedro arremolinada en el pecho se le suavizó, y entonces cruzó la mirada con la de Juan.


—Lo siento, tío. Lo he hecho todo mal. Debes saber que nunca haría nada de forma intencionada para comprometer nuestra amistad. Y está claro que nunca haría nada que le hiciera daño a Paula. Ni ahora ni nunca. Ya le he hecho daño demasiadas veces. Si me perdona, me pasaré el resto de mis días asegurándome de que nunca tenga ninguna razón para volver a llorar.


—Eso es lo que quiero para ella —dijo Juan con suavidad—. Quiero que sea feliz. Si tú puedes hacer eso, entonces sin problemas, ni malos rollos.


—Yo lo voy a intentar al máximo —le contestó Pedro, la determinación lo estaba agarrando por el cuello.


—Buena suerte —le animó Juan—. Algo me dice que la vas a necesitar.






CAPITULO 41 (PRIMERA PARTE)





Paula salió de La Pâtisserie con el corazón oprimido mientras la tristeza se colaba hasta el último rincón de su alma. Debería estar feliz. Había vuelto a conseguir su antiguo trabajo. Louisa y Greg habían estado más que encantados de verla y le habían ofrecido el mismo horario flexible de antes. La verdad era que quería trabajar tanto como fuera posible para no tener tiempo para pensar. Así no se pasaría cada minuto del día reviviendo cada momento que había pasado con Pedro.


Y La Pâtisserie era solo temporal esta vez. Le había dejado claro a Louisa y Greg que estaba buscando otros trabajos. Trabajaría en la cafetería mientras exploraba otras posibilidades y luego daría ese paso. Dejaría de esconderse y afrontaría el futuro. 


Un futuro sin Pedro Alfonso.


Le entró un escalofrío debido al frío tan húmedo que hacía. 


El día estaba gris, nublado y deprimente, así que encajaba perfectamente con su estado de ánimo. No había dormido nada la noche anterior. ¿Cómo podía? Carolina se había quedado despierta con ella hasta que empezó a bostezar y Paula la mandó a la cama. Luego ella se tumbó en la suya y se quedó mirando fijamente al techo, recordando cada minuto de la relación que había tenido con Pedro.


Miró el reloj y se dio cuenta de que tendría que coger un taxi en vez de ir a pie, como había tenido intención de hacer. Juan llegaría pronto a su apartamento y no quería que empezara a perder los papeles por su culpa otra vez.


Se pegó el abrigo más a ella y atravesó la marabunta de gente y la acera mojada para llegar a la esquina y poder parar un taxi.


Lo que más le costaba ahora mismo era volver a la rutina que una vez había considerado cómoda y reconfortante. 


Antes no había salido de su burbuja. No se había arriesgado.


Estar con Pedro claramente la había sacado de esos límites, y había comenzado a vivir de verdad.


Había empezado a experimentar el mundo que la rodeaba. A aceptar nuevos retos.


No, en realidad lo que más le costaba ahora no era reajustarse a su antigua rutina, sino estar sin Pedro.


Se había acostumbrado a saborear cada momento que había tenido con él. Y habían tenido muy buenos momentos. Pedro era un maldito mentiroso si pensaba que no estaba mezclando tantos sentimientos como ella. Lo conocía demasiado como para tragarse ese rollo. Sabía que estaba sintiendo cosas por ella. Y quizás ese era el mayor delito que Paula había cometido.


Hacer que se enamorara de ella.


Si él no hubiera comenzado a mezclar emociones probablemente ahora aún seguirían juntos.


Después de que le pasaran tres taxis por delante, el cuarto por fin se paró y Paula entró. Se sentía agradecida de poder al fin resguardarse del frío. Una vez le hubo facilitado al taxista la dirección de su apartamento, se echó contra el respaldo de su asiento y se quedó mirando por la ventana cómo la ciudad iba pasando a su alrededor.


¿Qué estaría haciendo Pedro ahora? ¿Habría ido a trabajar? ¿Estaría pasando página como si ella nunca hubiera ocupado una parte de su vida? ¿O estaría tan deprimido como ella?


Esperaba con todas sus fuerzas que sí. Si había justicia en este mundo, Pedro debería estar sufriendo tanto como ella.


Cuando llegó a su apartamento, vio el coche de Juan aparcado en la entrada del edificio. Alejandro estaba
de pie con la puerta abierta, y, cuando vio a Paula bajarse del taxi, le hizo un gesto con la mano para que se acercara.


—Juan acaba de subir a buscarte —dijo Alejandro—. Deja que lo llame para decirle que estás aquí.


Mientras sacaba el móvil, le indicó que se subiera al asiento trasero y luego cerró la puerta una vez estuvo acomodada. 


Un momento más tarde, se sentó en el asiento del copiloto.


—¿Estás bien, cariño? —le preguntó Alejandro.


—Estoy bien —mintió.


Juan tomó asiento al volante y le dirigió una mirada a Paula a través del retrovisor.


—¿Dónde has estado, peque?


—Buscándome un trabajo.


Juan y Alejandro fruncieron el ceño.


—No creo que sea una buena idea que vuelvas a trabajar tan pronto —dijo Juan—. Deberías tomarte un descanso. Ya sabes que yo te ayudaré.


—No empiezo hasta después del Día de Acción de Gracias —comentó ella. Alejandro se giró en el asiento mientras Juan se adentraba en el tráfico de la carretera.


—¿Dónde vas a trabajar?


—He conseguido mi antiguo trabajo en La Pâtisserie. Louisa y Greg son buenos conmigo y yo disfruto trabajando para ellos.


Juan suspiró.


—Estás hecha para hacer más cosas que trabajar en una confitería, Paula.


—Ten cuidado, Juan —dijo ella—. Esa clase de pensamiento fue el que me hizo ir a trabajar para Pedro, ¿recuerdas?


Alejandro hizo una mueca con los labios y Juan soltó un taco por lo bajo.


—Además, esto es solo temporal —continuó suavemente—. Voy a ir a por otras oportunidades de trabajo. Pero por ahora necesito trabajar. Necesito tener algo que hacer. Greg y Louisa saben que, cuando encuentre un trabajo diferente, me voy. Y están de acuerdo.


Tenía en la punta de la lengua preguntarles sobre Pedro, pero se la mordió. Se negaba a ceder ante la tentación. No quería parecer una imbécil dependiente y desesperada, incluso aunque fuera así como se sentía de verdad.


Casi como si le leyera la mente, Alejandro se volvió a girar hacia atrás.


—Si te hace sentir mejor, Pedro no tenía muy buen aspecto esta mañana. No parecía ni estaba mucho mejor que tú.


Era difícil no reaccionar a las palabras de Alejandro. 


Necesitó toda la fuerza que tenía, y más, actuar impávida, como si no le importara. Quería gritarle a alguien —quien fuera— y decirle que no tenía por qué ser de esta manera. 


Lo único que Pedro tenía que haber hecho era hablar. Si le hubiera dado alguna señal de que la quería con él, ella nunca lo habría dejado. Estaría con él incluso ahora si le hubiera dado alguna indicación de que eso era lo que él quería.


Pero en vez de eso, había soltado todo ese rollo de que era mejor así. ¿Mejor para quién? Estaba más claro que el agua que para ella no. Y tampoco parecía ser un camino de rosas para él.


—No quiero hablar de él —dijo en voz baja—. No quiero escuchar su nombre.


Juan asintió, de mutuo acuerdo, y le lanzó a Alejandro una mirada de reproche. Este último se encogió de hombros.


—Solo pensé que querrías saberlo


Y quería. Por supuesto que quería. Pero nunca lo admitiría. 


Ella tenía orgullo también, incluso aunque lo hubiera sacrificado todo por Pedro.


—Vamos a hacernos un viajecito para Acción de Gracias —le informó Juan mientras alzaba la mirada hacia el espejo retrovisor otra vez—. Nos vamos el miércoles y volvemos el domingo.


Paula arqueó una ceja.


—¿Adónde vamos?


—Al Caribe. Algún lugar cálido y agradable. Con mucho sol y playas. Te animará.


Ella lo dudaba, pero no iba a ser una aguafiestas. Los ojos de Juan estaban llenos de esperanza.


Estaba intentando con todas sus fuerzas ayudarla a recoger los trozos en los que el corazón se le había partido. Nunca había podido soportar verla disgustada por nada, y siempre hacía todo lo que estaba en su mano para hacerla sentir mejor.


—Eh, y conseguirás verme en bañador —dijo Alejandro con una sonrisa traviesa en el rostro—. Eso ya debe alegrarte el año entero.


Paula puso los ojos en blanco, aunque una sonrisa se entreveía en las comisuras de sus labios. Pero luego suspiró porque Alejandro no iba a pasar el Día de Acción de Gracias con su familia. Nunca lo hacía.


Siempre pasaba las festividades solo, o con ella y Juan, o con Pedro. Le dolía en el alma porque, además de Juan, Pedro o ella misma, Alejandro no tenía a nadie, y ella conocía bien esa sensación ahora. Era una mierda.


—Eso está mejor —dijo Juan con los ojos llenos de alivio y aprobación—. Quiero verte sonreír otra vez, peque.


La sonrisa la sentía forzada. Era bastante complicado sonreír cuando su corazón yacía apuñalado y roto en pedazos. A lo mejor sonaba melodramático, pero era apropiado.


—¿Necesitas ir de compras para el viaje? —preguntó Alejandro con voz persuasiva—. Juan y yo tenemos el resto de la semana libre. Podríamos llevarte mañana por si necesitas cosas para la playa.


Ambos estaban intentando animarla tanto que ella no quería ponérselo más difícil. Así que sonrió y asintió.


—Tiene pinta de ser divertido.


El alivio que vio en los ojos de Juan le indicó que había hecho lo correcto. Lo último que quería era preocuparlo… y él ya estaba preocupado.


Tanto él como Alejandro la mantendrían ocupada durante Acción de Gracias, y el lunes volvería a su antigua vida. A trabajar en La Pâtisserie, a vivir con Carolina en su apartamento, a intentar olvidar que por un corto plazo de tiempo ella había significado el mundo entero para Pedro Alfonso, o que él aún lo seguía significando para ella.