viernes, 15 de enero de 2016

CAPITULO 1 (SEGUNDA PARTE)





Pedro Alfonso le dio unos golpecitos en el hombro a Gabriel Hamilton, y, cuando este se giró, Pedro le sonrió.


—Ya has acaparado a mi hermana lo suficiente. Ahora es mi turno de bailar con ella.


Gabriel no parecía muy feliz por la interrupción. Él y Melisa habían estado pegados el uno al otro como lapas durante la última hora, pero se apartó a regañadientes y Melisa sonrió radiante mientras Pedro lo reemplazaba.


El salón de baile del hotel Bentley había sido decorado para la Navidad, sobre todo porque a Melisa le encantaba la Navidad, y, como todo el mundo sabía, Gabriel era capaz de hacer casi cualquier cosa por complacer y ver feliz a su prometida.


Y, bueno, Gabriel actuaba deprisa cuando quería algo. 


Había empezado a planificar la fiesta de compromiso en el mismo momento en que le había colocado a Melisa el anillo en el dedo. Casi como si tuviera miedo de que ella cambiara de opinión a menos que se pusiera manos a la obra de inmediato.


Para Pedro ver a su amigo perder tanto la cabeza por una mujer era bastante raro. Además, el hecho de que la mujer en cuestión fuera su hermana lo hacía más extraño todavía. 


Sin embargo, Melisa era feliz y eso era todo lo que podía pedir.


—¿Te lo estás pasando bien, peque? —le preguntó Pedro mientras ambos daban vueltas en la pista de baile.


El rostro se le iluminó.


—Es fantástico, Pedro. Todo. Es… inmensamente perfecto.


Pedro le devolvió la sonrisa.


—Me alegro de que seas feliz. Gabriel se portará bien contigo, o le daré una buena patada en el culo. Ya se lo he dejado bien claro.


Ella entrecerró los ojos.


—Si no se porta bien conmigo, tú no eres el que se tiene que preocupar. Yo misma me encargaré de darle una buena patada en el culo.


Pedro echó la cabeza hacia atrás y se rio.


—De eso no tengo ninguna duda. Se lo hiciste currar, y eso es algo que admiro.


El rostro de Melisa se ensombreció y Pedro frunció el ceño. 


Se preguntaba qué era lo que la había puesto tan seria en una noche en la que debería estar loca de felicidad.


—Sé que tuviste que renunciar a muchas cosas por mí —le dijo con voz queda—. Siempre me he preguntado si la razón por la que nunca te has casado ni tenido hijos era yo.


Él se la quedó mirando como si se hubiera vuelto loca.


—Quizás ahora puedas dejar de preocuparte tanto por mí, y… ya sabes…


—No, no sé —contestó Pedro. Luego sacudió la cabeza—. Estás chiflada, Melisa. En primer lugar, solo porque te vayas a casar no significa que vaya a dejar de preocuparme por ti y cuidar de ti. No va a pasar, es un hecho. Supéralo. En segundo lugar, ¿no crees que si me hubiera casado antes,
especialmente cuando eras más joven, hubiera hecho que las cosas fueran más fáciles tanto para ti como para mí? Habrías tenido una figura materna en vez de tener que estar con un hermano sobreprotector y controlador como única fuente de apoyo.


Melisa se paró justo en el medio de la pista de baile y le lanzó los brazos al cuello para abrazarlo con fuerza.


—No me quejo de cómo me criaste, Pedro. En absoluto. Llevaste a cabo un trabajo maravilloso y siempre te estaré agradecida por todos los sacrificios que hiciste por mí.


Él le devolvió el abrazo mientras seguía moviendo la cabeza con gesto de sorpresa. Loca de atar.


La felicidad resplandecía en su rostro por su inminente matrimonio con Gabriel, y ahora deseaba que todos aquellos a los que quería estuvieran envueltos en el mismo halo de felicidad. Que Dios lo ayudara. Alejandro y él deberían probablemente empezar ya a correr y a huir…


—No fue un sacrificio, Melisa, y tampoco me arrepiento de nada. ¿Alguna vez se te ha pasado por la cabeza que realmente no quería casarme ni tener hijos?


Ella se separó de su hermano con el entrecejo fruncido y luego desvió la mirada hacia donde Alejandro y Gabriel se encontraban, al otro lado del salón.


—Sí, supongo que sí.


Pedro apenas pudo contener un suspiro. Era obvio que Melisa algo sabía de las preferencias sexuales que compartía con Alejandro y que se concretaban en hacer tríos con la misma mujer. No era exactamente algo que un hermano quisiera que su hermana supiera sobre su vida sexual, pero ya no había remedio.


No se disculparía por el estilo de vida que llevaba, pero tampoco iba a entablar una conversación con su hermana pequeña sobre ese asunto.


—Juega duro y vive libre —le dijo como explicación.


Melisa frunció el ceño y ladeó la cabeza.


Pedro se rio entre dientes.


—Es nuestro lema. El de los tres, Gabriel, Alejandro y yo. Solo porque has cambiado la forma de actuar de Gabriel no significa que Alejandro y yo queramos seguir su ejemplo.


Ella puso los ojos en blanco.


—Por el amor de Dios, haces que Gabriel parezca un calzonazos.


Pedro se aclaró la garganta.


—El que se pica…


Melisa le dio un golpe en el hombro.


—¡Voy a contarle lo que acabas de decir!


Pedro se volvió a reír.


—Seguro que admitirá ser un completo calzonazos en lo que a ti se refiere. Y no es algo malo. Quiero que te trate bien.


Los interrumpieron cuando Alejandro se acercó y acogió a Melisa entre sus brazos.


—Mi turno —proclamó Alejandro—. Gabriel no va a esperar mucho tiempo antes de que la vuelva a acaparar, así que voy a bailar con ella ahora mientras sus padres lo tienen ocupado.


Pedro se echó hacia delante y besó a Melisa en la frente.


—Esta es tu noche, peque. Quiero que la recuerdes para siempre. Diviértete.


Su sonrisa iluminó todo el salón.


—Gracias, Pedro. Te quiero.


Él le tocó la mejilla y luego retrocedió cuando Alejandro la alejó de sus brazos.


Pedro se fue hasta el fondo del salón y se quedó observando lo que ocurría en la fiesta. Era una celebración íntima, tal como Gabriel y Melisa querían. Una noche para celebrar su amor con amigos.


Sonaba muy cursi, pero solo había que mirarlos a los dos para saber que ya no tenían solución.


Aún no estaba del todo seguro de saber cómo se sentía al ver a su mejor amigo liado con su hermana pequeña. Los separaban catorce años y Pedro sabía perfectamente bien cuáles eran las exigencias sexuales de Gabriel.


Entonces apareció una mueca en su rostro al recordar la escena que había interrumpido cuando había ido al apartamento de Gabriel sin previo aviso unas semanas atrás. Necesitaba que le echaran lejía en los ojos porque había cosas que un hermano nunca, jamás, debería ver de su hermana pequeña.


Pedro aún estaba preocupado por si Melisa de verdad sabía dónde se estaba metiendo, pero Gabriel era un auténtico blandengue en lo que a ella se refería. Joder, si hasta el hombre se había sincerado delante de media ciudad de Nueva York para volver a tenerla, así que Pedro se imaginaba que Melisa sería perfectamente capaz de lidiar con lo que fuera que Gabriel le echara encima.


Lo que iba a hacer era no pensar más en ello.


Suspiró mientras su mirada vagaba sobre los invitados y el ambiente festivo que había. Melisaa había sido una parte esencial de su vida desde que sus padres habían muerto en un accidente de coche. Había venido por sorpresa cuando sus padres eran ya mayores y no esperaban más descendencia, pero todos ellos la habían adorado. Sin embargo, cuando murieron, tanto su vida como la de ella se vieron alteradas de forma irreversible.


Estando él en la universidad centrado únicamente en cervezas, chicas y en pasárselo pipa con Gabriel y Alejandro, se había visto forzado a responsabilizarse de una Melisa de seis años. Tanto Gabriel como Alejandro habían sido un gran apoyo para él, y quizá Melisa de muchas maneras había sido la que había cimentado esa relación de amistad entre ellos. Así que supuso que era lógico que dejara que su mejor amigo cuidara de ella ahora que era una adulta y estaba viviendo su propia vida.


Sería un cambio al que ajustarse ya que ahora Melisa no era únicamente de su responsabilidad. Pedro no había planeado irse a ninguna parte, pero las cosas eran diferentes ahora. 


Ella había iniciado una relación seria y ya no consultaría con él sus problemas. Debería ser un alivio para Pedro, pero en su lugar sintió una tristeza en el pecho al pensar que su hermanita pequeña ya no volvería a necesitarlo como anteriormente lo había hecho.


Su mirada se posó en una mujer joven que recogía vasos y platos de las mesas. Era ya la segunda vez que sus ojos se habían detenido en ella esa noche, aunque la chica no había estado mucho a la vista, simplemente de vez en cuando para limpiar el salón. No era una de las camareras. No la había
visto rondar por el salón con las bandejas de entremeses o de champán. Iba vestida con unos pantalones negros, una camisa blanca y un delantal.


La estudió durante un buen rato antes de darse cuenta de qué era lo que le atraía de ella. Parecía completamente fuera de lugar. Y Pedro no estaba del todo seguro de qué era lo que le daba esa impresión. Cuanto más la miraba, más pensaba que esa mujer debería ser una invitada de la fiesta. 


No la que iba limpiando lo que dejaban los invitados.


Llevaba el cabello recogido en un moño desordenado, como Melisa cuando lo sujetaba algunas veces con unas horquillas. En aquella mujer parecía una sugerente maraña de cabello que no hacía más que pedir a gritos que un hombre lo soltara. Era de un color negro como la medianoche, con rizos rebeldes que se escapaban de la sujeción de las horquillas y caían a lo largo de su cuello.



Era menuda y no tenía tantas curvas como a él normalmente le gustaba en las mujeres. Caderas estrechas y pechos pequeños, pero con suficiente protuberancia tras la camisa blanca abotonada como para ser una tentación. Todo en ella era pequeño. Delicado. Casi frágil.


Cuando se dio la vuelta y pudo ver la belleza de su rostro, a Pedro se le cortó la respiración. Su estructura ósea era pequeña y delicada. Tenía pómulos altos y prominentes, casi como si estuviera por debajo del peso adecuado, y una barbilla diminuta. Pero sus ojos… ¡Madre mía sus ojos! Eran
enormes en comparación con su pequeño rostro. De una tonalidad azul brillante. Un azul impactante, como si se tratara de hielo. Eran impresionantes en contraste con el color negro azabache de su pelo.


Era cautivadora.


Entonces la mujer se alejó con prisas y aguantando con los brazos el peso de la bandeja llena de platos y vasos que había recogido de las mesas. Pedro la siguió con la mirada a través del salón hasta que desapareció por la puerta de los empleados de cocina.


—No es de las que te atraen normalmente —murmuró Alejandro a su lado.


Pedro despertó de su ensoñación, se dio la vuelta y vio que Alejandro ya había terminado de bailar con Melisa. Un breve vistazo a la pista de baile le dijo que Gabriel había vuelto a reclamar a Melisa y los dos estaban una vez más pegados el uno al otro como con cola. Los ojos de Melisa brillaban de felicidad y risas, hecho que consiguió que parte de su anterior tensión se suavizara. Estaba en buenas manos y era
feliz.


—¿De qué diablos hablas? —dijo Pedro con una voz un tanto apremiante.


—La muchacha que está limpiando y recogiendo las mesas. Te vi haciéndole un buen repaso. Joder, prácticamente la estabas desnudando con los ojos.


Pedro frunció el ceño y permaneció en silencio.


Alejandro se encogió de hombros.


—Me apunto. Está buena.


—No.


La negativa salió con más énfasis del que a Pedro le habría gustado. No estaba siquiera seguro de dónde venía todo ese ímpetu, ni de por qué se había puesto tenso de repente.


Alejandro se rio.


—Relájate. Ha pasado ya tiempo desde la última vez. Iré a poner en práctica mi encanto.


—No quiero que te acerques a ella, Alejandro —gruñó Pedro.


Pero Alejandro ya se había encaminado con paso tranquilo hacia la cocina dejando a Pedro ahí, de pie, solo y con las manos apretadas en puños a ambos lados de su cuerpo. 


¿Cómo narices le iba a explicar a su mejor amigo, un amigo con el que compartía las mujeres regularmente, que no lo quería a un kilómetro de distancia de esa mujer?





SINOPSIS: (SEGUNDA PARTE)





Pedro, Gabriel y Alejandro son tres de los hombres más ricos y poderosos del país. Están acostumbrados a conseguir todo lo que desean. Absolutamente todo. En el caso de Pedro, es una mujer cuyos encantos lo pillan por sorpresa…


Pedro Alfonso, Alejandro McIntyre y Gabriel Hamilton han sido amigos y socios de negocios durante todas sus vidas. 


Ellos son poderosos e irresistiblemente sexys. Además Pedro y Alejandro lo comparten absolutamente todo, incluyendo sus mujeres.


Cuando conocen a Paula, Pedro comienza a sentir cosas que nunca antes había experimentado, enfermo de celos y de una poderosa obsesión que lo traicionan y sobrepasan
hasta perder el control.


Pedro no quiere compartir a Paula con nadie. Está obsesionado con ser el único hombre en su vida y está dispuesto incluso a poner en juego su amistad de años con Alejandro. Paula será únicamente suya. Incluso si esto significa darle la espalda a su mejor amigo.






CAMBIO DE PERSONAJES


PRIMERA PARTE=SEGUNDA PARTE

JUAN=PEDRO

PEDRO=GABRIEL
PAULA=MELISA








CAPITULO FINAL (PRIMERA PARTE)



Paula pasó el fin de semana con Juan. O, mejor dicho, él lo pasó con ella. Alejandro iba y venía, trayéndoles comida y por norma general preocupándose por tonterías. Los dos hombres trajeron películas y se quedaron tumbados en el sofá viendo la tele hasta que Paula se quedaba dormida por culpa de la fiebre.


El lunes por la mañana, ya se sentía mejor, pero no lo bastante como para volver al trabajo. Así que llamó a Louise y Greg para hacerles saber que no iría.


Juan y Alejandro se dirigieron hacia la oficina, pero le dijeron que volverían porque tenían algo especial planeado para la noche.


Durante todo su gripazo, no había escuchado ni una sola palabra de Pedro. Ni había recibido flores ni regalos. Solo silencio. La ponía de los nervios y hacía que se cuestionara cada decisión que tomaba con respecto a él.


Paula no tenía corazón para decirle a Juan que no estaba para lo que sea que tuvieran planeado él y Alejandro. Ambos habían sido muy buenos con ella durante todo el fin de semana, la habían mimado a más no poder y habían intentado todo lo posible por animarla.


Sea lo que fuere que tuvieran planeado, ella estaría preparada y lo recibiría con una sonrisa en la cara. Juan le había dicho que se vistiera con ropa de abrigo, así que se podía imaginar que el sitio a donde iban era al aire libre.


Gracias a dios que ya no tenía fiebre, o si no el mero pensamiento de salir a la calle, al frío, la hubiera puesto de los nervios.


Se duchó por la tarde e intentó con todas sus fuerzas hacer algo decente con su pelo y su maquillaje para no parecer resacosa o que un camión le hubiera pasado por encima. 


Pero incluso el maquillaje tenía sus limitaciones.


A las seis, Juan y Alejandro llegaron con ojos traviesos. Ella soltó un quejido para sus adentros porque obviamente lo que tenían planeado no era nada bueno, y, teniendo en cuenta que iba a estar involucrada, seguro que sería víctima de lo que sea que tuvieran entre manos.


Juan tenía chófer esta noche, un hecho extraño, ya que él tendía a conducir su coche por la ciudad cuando se trataba solo de ellos. Aun así, la metieron en el coche tras asegurarse de que se había tomado los medicamentos por si acaso la fiebre le volvía a subir.


—¿Adónde vamos? —preguntó con exasperación.


—Eso solo lo sabemos nosotros, y pronto lo averiguarás —le dijo Juan con suficiencia.


Tanto él como Alejandro parecían niños en Navidad; los ojos les brillaban de felicidad de una forma excesiva.Paula se relajó en el asiento y se dijo a sí misma que disfrutaría fuera lo que fuese aunque el corazón aún le doliera por ese vacío que sentía. Pedro había desaparecido tras esa noche del viernes cuando se quedó con ella en el apartamento. No había oído nada de él, ni una palabra. ¿Se habría rendido?


Cuando se pararon frente a Saks en la Quinta Avenida, junto al Rockefeller Center, Paula ahogó un grito de alegría al ver el árbol tan gigantesco que se alzaba por encima de la pista de patinaje. Era muy bonito, y la hacía ponerse nostálgica por los recuerdos que tenía de Juan trayéndola aquí cuando ella era una niña. Nunca se habían perdido, ni una sola vez, la primera iluminación del árbol. Hasta este año, de hecho.


—Oh, Juan—susurró mientras se bajaba del coche—. Tan bonito como siempre.


Juan le sonrió con indulgencia, y luego tanto él como Alejandro se pusieron cada uno a un lado de ella y la guiaron hasta la multitud que había reunida alrededor del árbol.


Este se alzaba sobre ellos brillando con miles y miles de lucecitas de colores. La música navideña llenaba el ambiente, y luego empezó a oír una melodía cuando un hombre comenzó a cantar The Christmas Song.


—¿Hay un concierto? —preguntó Paula con emoción y girándose hacia Juan.


Él sonrió y asintió y luego la instó a irse a las filas de delante. 


Sorprendentemente, nadie protestó al intentar abrirse paso entre los demás, y, de hecho, un grupo de personas hasta les hizo un hueco justo en primera fila donde se encontraba la barandilla que daba al escenario.


—¡Oh, es perfecto! —exclamó Paula.


Alejandro y Juan se rieron entre dientes, pero luego ella fijó su atención en el cantante que estaba interpretando los villancicos navideños.


Le traía muchísimos buenos recuerdos de Juan y ella. Paula alargó la mano para coger la de Juan y le dio un apretón; el corazón latía de amor por su hermano. Él había sido su punto de apoyo durante mucho tiempo, y aún lo seguía siendo. Nunca habría sobrevivido a la ruptura con Pedro si no hubiera sido tanto por Juan como por Alejandro.


—Gracias —le susurró cerca del oído—. Te quiero.


Juan sonrió.


—Yo también te quiero, peque. Quiero que esta noche sea especial para ti.


Durante un breve instante, Paula pudo ver tristeza en sus ojos, pero, antes de que pudiera preguntarle sobre esas palabras tan crípticas, la canción terminó y el cantante comenzó a dirigirse a la muchedumbre.


Le llevó un momento antes de darse cuenta de que había dicho su nombre.


Ella parpadeó por la sorpresa y luego un foco de luz la buscó y la iluminó entre la multitud. Miró a Juan con desconcierto, pero este retrocedió junto con Alejandro y la dejaron sola bajo el foco de luz, que parecía no moverse.


—Una muy feliz Navidad y estupendas felices fiestas para la señorita Paula Chaves —dijo el hombre—. Pedro Alfonso quiere que sepas lo mucho que te quiere y desea que pases estas Navidades con él. Pero no hagas caso de mis palabras, aquí está él mismo para decírtelo en persona.


La boca se le quedó abierta cuando vio aparecer a Pedro al fondo, tras las vallas y junto a las escaleras que daban al escenario donde el hombre había estado actuando. Su mirada estaba fija en la de ella, y tenía entre las manos una cajita envuelta en papel de regalo y con un enorme lazo en la parte superior.


La multitud a su alrededor aplaudió cuando Pedro se acercó a ella y luego se arrodilló con la cajita aún en la mano.


—Feliz Navidad, Paula —le dijo con voz ronca—. Siento haber sido tan imbécil. Nunca debería haber dejado que te alejaras de mí. Tienes razón. Te mereces a alguien que siempre luche por ti y yo quiero ser ese hombre si quisieras darme otra oportunidad.


Paula no tenía ni idea de qué decir, o cómo responder. Las lágrimas se le habían amontonado en los ojos y amenazaban con caer por sus mejillas.


—Te amo —le confesó con intensidad—. Te amo tanto que me duele cuando no estoy contigo. No quiero estar alejado de ti nunca más. Te quiero en mi vida para siempre. ¿Entiendes eso, cariño? Quiero que te cases conmigo. Quiero estar contigo para siempre.


Él le tendió la cajita y ella la cogió con dedos temblorosos. 


Los pasó erráticamente por encima del lazo mientras intentaba abrir la tapa. Dentro había una cajita aterciopelada de una joyería, que casi se le cayó al suelo mientras la sacaba.


Entonces los flashes a su alrededor comenzaron a dispararse y la gente con teléfonos móviles empezó a grabar el momento. Hubo gritos de ánimo y de júbilo, pero ella lo ignoró todo y se centró únicamente en el hombre que tenía enfrente. Nada más importaba.


Abrió la caja y vio un precioso anillo de diamantes. Brillaba bajo la luz, pero no lo pudo admirar bien debido a las lágrimas que le estaban nublando la visión. Entonces bajó la mirada hasta el hombre que se encontraba de rodillas frente a ella y que la miraba con ojos suplicantes.


Dios, se estaba arrastrando y, efectivamente, viniendo de rodillas.


—Oh, Pedro.


Ella se arrodilló frente a él para poder estar a la misma altura de sus ojos y le rodeó los hombros con los brazos, aún con la caja y el anillo en la mano.


—Te amo —dijo en voz baja—. Te amo muchísimo. No puedo estar sin ti.


Él la agarró por los hombros y la separó de él con ojos llenos de amor y posesividad. Luego se metió la mano dentro del abrigo y sacó un documento grueso. Oh, Dios. Era su contrato.


Y entonces, lenta y metódicamente, lo rompió en dos sin dejar de mirarla a los ojos.


—De ahora en adelante nuestra relación no tiene reglas —declaró con voz ronca—. Serán solo las que tú y yo decidamos. Las que queramos que sean. Sin restricciones de ningún tipo, excepto amor. La única firma que quiero de ti es la del certificado de matrimonio.


Pedro cogió la caja de su mano y sacó el anillo de diamantes. Entonces le levantó la mano izquierda y se lo puso en el tercer dedo.


La muchedumbre explotó en vítores a su alrededor. 


Finalmente, Pedro la estrechó entre sus brazos y la besó con fuerza. Paula se aferró a él con el mismo ímpetu, absorbiendo el momento y grabándoselo bien en la memoria. 


Era uno de esos instantes que no se le olvidaría nunca en la vida.


Cuando ambos fueran viejos y tuvieran canas, Paula recordaría esta noche y la reviviría una y otra vez.


Una historia para contar a sus hijos e hijas. Entonces cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de si él quería tener hijos siquiera.


—Quiero tener hijos —le soltó ella de repente.


Cuando se dio cuenta de lo alta que le había salido la voz, se ruborizó descontroladamente. Escuchó a alguien reírse a su alrededor y luego una voz decir:


—¡Dáselos, hombre!


Pedro sonrió; la expresión de su rostro denotaba tanta ternura que le derritió el corazón y le llegó tanto al alma que no sentía siquiera el frío.


—Yo también quiero hijos —contestó con voz ronca—. Niñas tan preciosas como tú.


Ella sonrió tanto que pensó que los labios seguramente se le iban a partir.


—Te amo, Paula —le dijo, ahora con la voz áspera y llena de inseguridad. Se le veía muy vulnerable ahí de rodillas frente a ella—. Te voy a amar siempre. Espero ser lo bastante bueno para ti. He hecho las cosas muy mal desde que entraste en mi vida, pero te juro que me voy a pasar el resto de mis días compensándote por ello. Nadie te va a querer más que yo.


Las lágrimas le cayeron por las mejillas mientras le devolvía la mirada a ese hombre que humildemente se había sincerado delante de ella y de media Nueva York.


—Yo también te amo, Pedro. Siempre lo he hecho —le contestó con suavidad—. Te he estado esperando toda mi vida.


Pedro lentamente se puso de pie y luego le tendió la mano para ayudarla a ella también. A continuación, la estrechó entre sus brazos y la abrazó con fuerza mientras la música comenzaba a sonar a su alrededor.


—Yo he esperado tanto como tú, Paula. Quizá no sabía lo que me estaba perdiendo, pero eras tú. Siempre has sido tú.


Entonces se giró junto a ella para encarar a Juan y a Alejandro. Paula se había olvidado de ellos por completo, aunque luego cayó en la cuenta de que también estaban metidos en todo ese lío. Y de lo mucho que eso significaba.


La alegría se instaló en su corazón, y, sin poder evitarlo, se lanzó hacia Juan y casi lo tiró al suelo de la fuerza con la que lo abrazó.


—Gracias —le susurró al oído—. Gracias por entenderlo y por aceptarlo, Juan. No sabes lo mucho que significa para mí.


Él le devolvió el abrazo; la emoción también estaba patente en su propia voz.


—Te quiero, peque, y yo solo quiero que seas feliz. Pedro me ha convencido de que él es la persona idónea para lograrlo. Un hermano mayor no puede pedir más.


Paula se giró y se lanzó a los brazos de Alejandro para darle un beso en la mejilla.


—A ti también te quiero, tontorrón. Y gracias por ayudarme estas últimas semanas.


Alejandro sonrió de oreja a oreja y la besó en la mejilla también antes de devolvérsela a Pedro. Luego la despeinó con cariño.


—Por ti, lo que sea, pequeñaja. Solo queremos que seas feliz. Y bueno, yo quiero ser el padrino del bebé.


Juan gruñó.


—Oh, no. Imposible. Ese soy yo, para eso soy el tío.


Paula puso los ojos en blanco y se pegó a Pedro mientras Alejandro y Juan empezaban a discutir. Pedro se rio
entre dientes y luego afianzó el brazo que tenía colocado alrededor de su cintura. Le sonrió lleno de alegría; el amor se veía tan claramente en sus ojos que estos brillaban incluso más que la estrella que había en la copa del árbol de Navidad del Rockefeller Center.


—¿Qué me dices si nos vamos a casa y nos ponemos manos a la obra para darles un bebé por el que
pelearse de verdad?