jueves, 11 de febrero de 2016

CAPITULO 43 (TERCERA PARTE)




—¿Qué mierdas está pasando? —exigió Juan mientras entraba con paso largo en la sala de espera de Urgencias.


Pedro se giró y luego les hizo un gesto tanto a Gabriel como a Juan para que se dirigieran a una de las salas privadas más pequeñas donde los médicos se reunían con los familiares.


—Tenemos un grave problema —dijo Pedro seriamente.


—¿Qué demonios le ha pasado a Paula? —preguntó Juan—. Gabriel me ha llamado muy preocupado por Melisa y por Vanesa, me dijo que las encerrara a ambas y que me asegurara de que estuvieran a salvo. He llamado a Kevin Ginsberg y ahora tengo a dos mujeres extremadamente cabreadas porque he hecho que Kevin las vigilara a ambas y tienen miedo y quieren saber qué coño pasa, ¡lo cual no he
podido decirles porque ni yo mismo lo sé!


Pedro levantó una mano y se metió la otra en el bolsillo. 


Sacó la foto que había encontrado en la mano de Paula y se la mostró a Gabriel.


La expresión de Gabriel fue una mezcla de conmoción y rabia. Y luego, extrañamente, de culpabilidad también. Se puso gris y seguidamente retrocedió dando tumbos hasta sentarse en una de las sillas. Escondió el rostro entre las manos y arrugó la foto con uno de sus puños.


Juan se la quitó y luego empalideció al ver a su hermana desnuda, atada, y con otro hombre intentando meterle la polla en la boca.


—¿Qué cojones es esto?


La explosiva pregunta de Juan retumbó en la habitación.


—Paula la tenía en la mano cuando llegué —dijo Pedro con voz queda—. Y luego me dijo que el hombre que le había dado la paliza tenía un mensaje para mí, para ti y para Gabriel.


—¿Qué? —dijo Juan con incredulidad.


—Le dijo que nada de lo que tuviéramos en alta estima estaba a salvo de él. Que lo arruinamos y ahora él nos va a arruinar a nosotros. Diría que Paula fue el primer objetivo porque era la más fácil.
Estaba sola y vulnerable. Sería mucho más complicado acercarse a Melisa o a Vanesa.


—Quiero saber de qué coño va esta foto —dijo Juan en un tono furioso—. Ese de la fotografía era Charles Willis. ¿Es él el que le ha hecho daño a Paula y ahora nos está amenazando?


—Sí —respondió Gabriel con desolación.


—¿Qué sabes tú que no nos hayas contado? —preguntó Pedro con un tono peligrosamente grave. 


Era evidente por la expresión del rostro de Gabriel que había muchas más cosas que Pedro y Juan no sabían.


Gabriel se pasó una mano por la cara con cansancio; sus ojos rebosaban de angustia.


—Lo que voy a decir os va a cabrear a ambos. Pensé que era algo que habíamos dejado atrás Melisa y yo, pero aparentemente me equivoqué.


—Sí, diría que sí —soltó Juan con mordacidad—. ¿Qué demonios has hecho, Gabriel?


—Cuando Melisa y yo estábamos juntos, antes, cuando te lo estábamos ocultando, justo antes de que fuéramos a París por negocios, mi exmujer vino a la oficina diciendo toda clase de estupideces. Luego me acusó de estar enamorado de Melisa. Me acusó de estar enamorado de ella cuando aún estaba casado con Lisa. No lo supe asimilar bien. No estaba preparado para admitir mis sentimientos por Melisa. Y en un esfuerzo por distanciarnos, por demostrarme a mí mismo que solo era sexo, preparé algo en París.


—¿Qué quiere decir ese algo? —gruñó Pedro.


Gabriel soltó su respiración.


—Melisa y yo habíamos discutido, antes, su interés por estar con otro hombre. Conmigo, quiero decir. Supongo que era más o menos como tú y Juan cuando compartíais a las mujeres. Así que lo preparé con Charles Willis y otros dos hombres más en nuestra habitación. Joder, esto es complicado.


Juan miraba fijamente a Gabriel con los ojos echando chispas.


—Las cosas se salieron de madre. Yo iba a dejar que la tocaran, nada más. Les dejé clarito que no podían hacer nada más que tocar, lo cual significaba que tenían que quedarse con las pollas bien guardaditas. Pero cuando la cosa empezó, supe que estaba mal. Me di cuenta de lo que estaba haciendo, pero antes de poder pararlo todo, Charles se sobrepasó con Melisa. Estaba intentando meterle la polla en la boca y luego la golpeó cuando ella protestó.


—¡Hijo de puta! —maldijo Juan—. ¿Qué demonios esperabas, tío? ¿Cómo pudiste hacerle eso? ¿En qué estabas pensando?


Gabriel levantó la mano.


—Hay más. Se pone peor.


—Dios —murmuró Pedro.


—Cuando volvimos, Charles se enfrentó a Melisa fuera del edificio de oficinas cuando fue a comprarnos algo para comer. Intentó chantajearla para que le diera información sobre las ofertas.
Sabía que yo no tenía ninguna intención en hacer negocios con él, pero supuso que si ofrecía el precio más bajo no tendríamos elección. Le enseñó esa imagen a ella y le dijo que si no le daba lo que quería, la haría pública.


—Increíble —gruñó Juan.


—Melisa vino a mí en vez de sucumbir, y yo me ocupé del asunto. O al menos pensé que lo había hecho —terminó Gabriel con cansancio.


La mandíbula de Pedro estaba apretada con fuerza. La ira lo quemaba por dentro.


—Me ocuparé de ello —dijo Gabriel con voz queda—. La cagué, por lo que me aseguraré de que ese maldito cabrón no le ponga las manos encima ni a Melisa ni a Vanesa y me aseguraré de que pague por lo que le ha hecho a Paula.


—No —dijo Pedro, y la palabra salió de sus labios con tanta brusquedad que pareció un disparo.


Tanto Gabriel como Juan miraron a Pedro con los ojos entornados.


—Tú ya tuviste tu oportunidad —dijo Pedro con una voz plana—. Ahora voy a ser yo quien se ocupe de ese cabrón.


El rostro de Juan destelló, alarmado.


—No creo que eso sea una buena idea, tío. Tus emociones están apoderándose de ti ahora mismo.Deja que yo y Gabriel nos encarguemos de esto.


—He dicho que no —espetó Pedro—. Es mi turno. Gabriel tuvo su oportunidad. La cagó, así que no le voy a dejar esto a él.


Pedro —replicó Gabriel, pero Pedro lo calló con una mirada.


—Si fuera Melisa o Vanesa la que estuviera tumbada en una cama de hospital, con moratones, huesos rotos, un pulmón perforado y Dios sabe qué más, ¿os quedaríais sentados, dejando que otra persona se ocupara del cabrón que le ha hecho todo eso?


Juan torció la boca y luego suspiró.


—No. Pero, joder, tío. Después de lo que ha pasado con Martin, esto es demasiado arriesgado. Te has librado de la primera, no te vas a librar de esta. Charles Willis no tiene nada que perder. No va a ceder ante amenazas. Tócalo, y tendrá tu cabeza en una bandeja de plata.


—¿Quién ha dicho nada de amenazas? —preguntó Pedro con calma—. En mi mundo, las amenazas
no valen nada a menos que hagas algo que las respalde. Yo no tengo intención de amenazar a Charles Willis. Pero sí que tengo toda la intención de cargármelo.


Gabriel y Juan intercambiaron miradas de preocupación, pero Pedro las ignoró. Intentarían hacer que se lo pensara dos veces, pero no lo iban a disuadir.


—Esto no os salpicará. Y mucho menos les salpicará ni a Melisa, ni a Vanesa ni a Paula. Nunca más. No tenéis de qué preocuparos. No estaréis relacionados con esto.


—Que te jodan —dijo Juan con rudeza—. Ni de coña voy a dejar que toda esta mierda te caiga encima a ti solo. Ya hemos pasado por eso. No tienes que pedirlo. Siempre te cubriremos las espaldas.


—Significa mucho —dijo Pedro calladamente—. Pero no voy a arrastrar a mi familia conmigo.
Vosotros y las chicas significáis demasiado para mí. Yo no voy a caer tampoco, eso lo podéis tener claro. Ni en el peor de los sueños voy a dejar que Paula sobreviva sola. Yo voy a estar ahí en todo momento y no se volverá a tener que preocupar de que algún gilipollas que nos tenga rencor la use para llegar hasta nosotros. Esto no volverá a pasar.


—¿Qué vas a hacer? —preguntó Gabriel quedamente.


—Mejor que no lo sepas —respondió Pedro.


Gabriel se pasó una mano por el pelo.


—Joder, tío. Esto es por mi culpa.


—Tuviste tu oportunidad —dijo Pedro con cuidado—. No estoy diciendo que lo hicieras mal, pero fuera lo que fuese, no fue suficiente. Yo voy a asegurarme de que esta vez sí lo sea. Él no le ha dado una paliza a tu mujer hasta casi dejarla muerta, aunque ella fuera el verdadero blanco. Ha jodido a
Paula, y voy a cerciorarme de que eso no vuelva a pasar.


—¿Por qué narices no nos contaste esto antes? —le reprochó Juan a Gabriel—. No me puedo creer que nos ocultaras esto, especialmente si no te aseguraste del todo de que Charles no fuera a ser una amenaza en el futuro.


—No os lo podía contar cuando ocurrió —dijo Gabriel entre dientes—. Melisa estaba histérica porque no quería que su hermano se enterara de la clase de relación que teníamos o ni siquiera de que teníamos una relación. Y después ya no parecía tan importante. Él desapareció. Los meses pasaron y él pareció esfumarse de la faz de la Tierra. Pensé que no volvería a ser un problema.


—Lo que hiciste fue enfadarlo hasta tal punto de querer darle una paliza a Paula y de tener ahora en el punto de mira a Melisa y a Vanesa —dijo Juan con un tono furioso.


—Tienes que mantenerte ojo avizor con las chicas —dijo Pedro desviando el tema que tenía enfurecido a Juan. 


Tenía ese derecho. Melisa era su hermana. Pero eso no era lo importante ahora. La seguridad de las mujeres, sí.


—Sí —gruñó Gabriel—. No van a ir a ninguna parte hasta que Charles ya no sea un problema.


Pedro asintió.


—Os lo haré saber cuando el asunto se haya resuelto.


La expresión de Juan aún era intranquila pero se mantuvo en silencio, aunque era obvio que ni él ni Gabriel habían terminado con la conversación.


—¿Señor Alfonso?


Pedro se giró y vio a una enfermera en la puerta. Se precipitó hacia ella.


—¿Cómo está Paula? —exigió—. ¿Puedo verla ya?


La enfermera sonrió.


—La doctora les atenderá enseguida. Ella les dirá cuál es el estado de Paula y luego podrán preguntarle si pueden ir a verla. Quédense aquí mientras les informo de dónde está.


Pedro se movió con impaciencia. Había pasado mucho tiempo sin que le dijeran nada y se estaba volviendo loco. No le gustaba que Paula estuviera sola. O al menos rodeada de extraños. Se estaría preguntando dónde estaría él. Le había jurado que no la dejaría, que estaría con ella en todo momento.


¿Cómo podía mantener esa promesa cuando lo habían echado de su habitación mientras la trataban?


Un momento más tarde, una mujer vestida con una bata entró por la puerta. Parecía joven, y la cola de caballo que llevaba contribuía a realzar su juvenil apariencia.


—¿Señor Alfonso?


—Sí, ese soy yo —dijo Pedro dando un paso hacia delante.


Ella extendió la mano y la estrechó firmemente con la de él.


—Doctora Newton. Soy la doctora de urgencias que lleva el caso de la señorita Chaves.


—¿Cómo está? —preguntó Pedro con ansiedad—. ¿Cuándo puedo verla?


La expresión de la doctora se suavizó.


—Está bastante magullada. Lo más preocupante es el trauma que presenta en el neumotórax. Le he insertado un tubo en el pecho para ayudarla a eliminar el aire que se ha quedado atrapado entre el pulmón y la cavidad torácica y también ayudará a que el pulmón se vuelva a inflar. Vamos a vigilarla de cerca para ver si hay infección y también para ver cómo mejora el pulmón. Ahora mismo no creo que requiera operación, pero consultaremos a un cirujano y él tomará la decisión final.
»Tiene varias costillas rotas, una conmoción cerebral y algunos dedos fracturados en su mano derecha. Tiene también una pequeña fisura en la muñeca derecha. Numerosas contusiones y otras lesiones menores. La dejaron muy mal, señor Alfonso. Tiene suerte de estar viva.


Pedro dejó escapar el aire que tenía en los pulmones mientras Gabriel y Juan maldecían suavemente a su espalda.


—¿Puedo verla?


—Puede entrar. Acaba de volver de hacerse una radiografía y la van a trasladar a la UCI en cuanto el papeleo quede solucionado y haya sido admitida. No puedo decir con ninguna autoridad el tiempo que permanecerá en la UCI. Eso dependerá del médico que se le asigne. Pero puede quedarse con ella hasta que se la lleven a la unidad. Normalmente suelen ser muy indulgentes dejando a los familiares entrar aunque no sean las horas de visita.


—No la voy a dejar —soltó Pedro.


En la expresión de la doctora se reflejó la compasión.


—Lo entiendo. Y como he dicho, normalmente suelen ser muy indulgentes. Desafortunadamente, cuando la trasladen allí por primera vez, tendrá que esperar hasta que la instalen, pero le avisarán cuando pueda volver a estar con ella.


—Gracias —dijo Pedro en voz baja—. Aprecio todo lo que ha hecho por ella.


—Es mi trabajo, señor Alfonso —contestó con una voz animada—. Ahora, si me perdonan, tengo otros pacientes que atender. Si quiere, le acompaño dentro y le muestro en qué habitación está.


Pedro se giró hacia Gabriel y Juan.


—¿Le vais a contar a Melisa y a Vanesa lo que ha pasado? Estarán preocupadas por Paula.


—Se lo diremos —dijo Juan—. Le diré a Kevin que las traiga y se quedarán con nosotros hasta que nos vayamos.


Pedro asintió y luego se volvió a girar para seguir a la doctora hasta la habitación de Paula.


Cuando entró en el pequeño cubículo en el que Paula se encontraba, se le cortó la respiración y las lágrimas se le acumularon en el rabillo del ojo. Le dolía respirar. El pecho lo tenía tan tenso que se llevó la mano automáticamente hasta allí para acariciarlo e intentar hacer desaparecer esa
incomodidad.


—Dios —susurró.


Le destrozaba verla tumbada en una cama de hospital porque un gilipollas tuviera una guerra abierta con él, Gabriel y Juan. Fue hasta el lado de su cama y, vacilante, levantó la mano para acariciarle la frente. Le pasó la mano por el pelo y luego se inclinó hacia delante para darle un beso en la frente.


—Te quiero —murmuró—. Estoy aquí. Contigo, tal y como te dije. Siempre estaré aquí, Paula. Tú y yo, para siempre, nena. No voy a conformarme con menos.


Estaba tumbada perfectamente quieta. El único sonido que se oía era el leve zumbido que la máquina de oxígeno hacía al llevar el oxígeno hasta la máscara que tenía colocada sobre su rostro, y el pitido del monitor cardíaco. Parecía muy frágil, amoratada e hinchada. Le habían limpiado la sangre,
pero el color oscuro de los moratones ya se veía claramente en contraste con su pálida piel.


Le tocó la parte del cuello donde la gargantilla que él le había dado había estado antes. Ahora parecía desnudo. 


Quería que ese collar volviera a lucir alrededor de su cuello. 


Quería que tuviera su anillo en el dedo y la promesa de casarse con él. Quería atarla a él de todas las formas de las que no podría escapar. Pero serían las ataduras más sedosas y cariñosas del mundo.


La mimaría, la amaría y la adoraría todos los días de su vida.


Se quedó junto a su cama durante dos horas, y solo se movió cuando una de las enfermeras entró para ver qué tal iba. Y luego, finalmente, vinieron para llevársela a la UCI.


Para su completa frustración, le dijeron que pasaría un buen rato antes de que pudiera volver a verla. Pero no pasaba nada porque tenía que hacerse cargo del problema de Charles Willis. En cuanto antes estuviera fuera del mapa, antes se podrían relajar todos y antes dejarían de preocuparse por que Melisa o Vanesa pudieran ser las siguientes.


Tras contarle a Gabriel, Juan, Melisa y Vanesa cuál era el estado de Paula, y conseguir la promesa de que se quedarían con ella hasta que él volviera, salió con paso largo del hospital, decidido a vengarse del maldito cabrón que le había hecho daño a Paula.





CAPITULO 42 (TERCERA PARTE)




Pedro se encontraba sentado en la reunión con Gabriel y sus ejecutivos, pero su mente estaba más bien lejos de esa habitación. Tenía una resaca del demonio por haberse emborrachado la noche anterior.


Gabriel y Juan lo metieron en un coche y luego lo llevaron a casa antes de soltarlo en su cama. Se había despertado a la mañana siguiente sintiéndose como si un camión lo hubiera atropellado, pero el dolor de cabeza no era nada comparado con el dolor por haber perdido a Paula.


No, no la había perdido. Todavía no. No se permitiría pensar así. Ella estaba enfadada —y con razón— y él le había dado toda la noche anterior para pensar. Le había dado tiempo para estar separada de él y con suerte para decidir cuando se le pasara el enfado que esta situación la podían resolver.


En cualquier caso, le había dado ya todo el tiempo que le había prometido. Tan pronto como esta maldita reunión terminara, iba a salir escopeteado de aquí. Iba a ir al apartamento de Paula y, si hacía falta, se arrodillaría ante ella. Haría lo que fuera para hacer que volviera a casa. Al apartamento de ambos. A sus brazos y a su cama. Y después no volvería a dejarla escapar nunca más.


Su teléfono vibró y él bajó la mirada. El corazón le dio un vuelco cuando vio que era Paula la que llamaba. Sin decir ni una palabra, se levantó de un modo abrupto y salió de la reunión con el teléfono ya pegado a la oreja.


—¿Paula? ¿Nena? —se adelantó a decir antes de que ella pudiera soltar nada.


Hubo un largo silencio y al principio pensó que había colgado. Pero luego escuchó algo y el sonido le congeló la sangre en las venas. Un quejido en apenas un hilo de voz. 


De dolor. El corazón se le subió a la boca de la garganta.


—Paula, háblame —exigió—. ¿Qué pasa? ¿Dónde estás?


Pedro


Su nombre salió en apenas un susurro y era evidente que Paula estaba sufriendo mucho dolor.


—Estoy aquí, nena. Dime qué ha pasado. ¿Dónde estás?


—Te necesito —susurró—. Duele. Es grave.


El pánico lo paralizó. No podía pensar, no podía moverse, no podía procesar nada más que la agonía en su voz.


—¿Dónde estás? —exigió.


—Mi apartamento.


—Voy de camino, nena. Espérame, ¿de acuerdo? Estaré allí en un par de minutos.


Se dio la vuelta en el pasillo, ya que no se había alejado mucho de la puerta donde estaban manteniendo la reunión, y se tropezó de forma abrupta con Gabriel.


—¿Qué pasa? —exigió Gabriel—. Te he escuchado al teléfono hablando con Paula. ¿Qué ha pasado?


—No lo sé —contestó con voz estrangulada—. Está herida. Tengo que irme. Está en su apartamento.


—Vamos. Iré contigo —dijo Gabriel gravemente mientras recorría el pasillo para encaminarse hacia el ascensor.


Sin discutir, Pedro se apresuró tras él con el corazón martilleándole en el pecho.


—¿Te dijo lo que había pasado? —preguntó Gabriel cuando se subieron al coche.


—No —dijo Pedro simplemente—. ¡Joder!


—No pasa nada, tío. Iremos a por ella. Estará bien. Tienes que creer eso.


—Dijiste que Melisa y Vanesa iban a almorzar con ella. ¿Has tenido noticias de Melisa? ¿Qué podría haber pasado? No pueden haber terminado de comer hace mucho.


Gabriel empalideció y marcó inmediatamente el número de Melisa en el teléfono.


—¿Estás bien? —le preguntó de sopetón.


Luego sus hombros se relajaron y el alivio se apoderó de ellos. Melisa debía de estar bien. Pero Paula no lo estaba. ¿Qué demonios podría haber pasado?


—¿Cuándo dejasteis tú y Vanesa a Paula? —preguntó Gabriel.


Él escuchó durante un momento y luego le dijo adiós sin contarle nada de Paula.


—¿Y bien? —exigió Pedro, urgiéndole en silencio al conductor a que fuera más rápido. Ya de por sí estaban conduciendo de un modo bastante temerario.


—Dijo que Paula se fue andando hasta su apartamento cuando terminaron de comer. Eso fue hace una hora.


Pedro cerró los ojos. Debería haber seguido vigilándola. ¿Y si Martin se había acercado a ella? Se había negado a ponerle ningún guardaespaldas porque no quería enfadarla más de lo que ya estaba. Le había prometido espacio y ahora ese espacio le había costado caro.


Unos pocos minutos más tarde, el coche pegó un frenazo y se paró frente al apartamento de Paula.


Pedro salió de inmediato con Gabriel pisándole los talones. 


Lo primero que registraron cuando entraron por la puerta fue el olor a sangre. La suya propia se le heló en las venas. 


Irrumpió bruscamente en el salón y el corazón se le encogió cuando vio la imagen que tenía frente a él.


—Virgen santa —dijo con voz estrangulada.


Paula yacía acurrucada y llena de sangre frente a la mesita auxiliar. La sangre manchaba el suelo por donde obviamente se había arrastrado hasta llegar al teléfono.


—Llama a una ambulancia —ladró Pedro en dirección a Gabriel.


Dios, debería haber llamado ya a una, pero no había podido pensar. Su único pensamiento había sido llegar hasta ella lo más rápido posible. Quizás, en el fondo, se había estado convenciendo de que no era tan grave.


Corrió hacia ella y se arrodilló a su lado. Tenía tanto miedo de tocarla porque, Dios, había mucha sangre. Su rostro era un poema. Sus ojos estaban hinchados, los labios, partidos y sangrando.


—Paula. Paula, cariño. Estoy aquí. Soy yo, Pedro. Háblame, nena. Por favor. Abre los ojos y habla conmigo.


Le estaba suplicando al mismo tiempo que llevaba un dedo tembloroso hasta su cuello para sentir su pulso.


Ella se movió y emitió un leve gemido que abrasó su corazón y le llegó directamente al alma.


—¿P… Pedro?


Sus palabras salieron mal pronunciadas, distorsionadas por culpa de sus labios hinchados. Él pasó una mano por su frente porque era el único lugar que no estaba amoratado ni sangrando.


—Sí, nena, soy yo. Estoy aquí. Cuéntame lo que ha pasado, Paula. ¿Quién te ha hecho esto?


—M… me d… duele re… respirar —dijo, pero luego paró. Tosió y se atragantó mientras un flujo de sangre chorreaba por la comisura de sus labios.


Ay, dios. Ay, dios. La habían herido gravemente. Alguien le había pegado hasta hartarse. La ira explotó dentro de su pecho hasta que él tampoco pudo respirar. Su visión se emborronó; la cabeza estaba a punto de explotarle. Se estaba desmoronando. Deshaciendo. Sus manos temblaban tanto que tuvo que apartarlas de su piel para evitar hacerle daño.


Intentó levantarle la mano izquierda y vio que sostenía algo. 


Se lo quitó suavemente y frunció el ceño cuando vio que era una fotografía. La bilis ascendió por su garganta mientras miraba la imagen con incredulidad. Era una fotografía de Melisa. Dios santo. Estaba desnuda, atada y tumbada sobre una mesita auxiliar. El hombre de la fotografía era Charles Willis y estaba intentando meterle la polla en la boca.


Se metió la foto rápidamente en el bolsillo antes de que Gabriel pudiera verla. Gabriel se volvería loco, y ahora mismo lo único que le preocupaba era Paula y que tenían que llevarla a un hospital. Ya se enfrentaría a lo de la fotografía más tarde.


—¿Está bien? —preguntó Gabriel mientras se arrodillaba junto a Pedro—. Dios. Obviamente no está bien. La ambulancia está de camino. Estará aquí en cinco minutos. ¿Qué demonios ha pasado?


—No lo sé —dijo Pedro con la voz aún llena de furia.


Se inclinó hacia ella y depositó un beso sobre la frente de Paula ya que tenía demasiado miedo de hacer lo que más quería, que era estrecharla entre sus brazos. Era evidente que tenía lesiones internas y él no quería causarle más daño.


—¿Quién te ha hecho esto, nena? ¿Me lo puedes decir? —le preguntó amablemente.


Las lágrimas se acumularon en los ojos de Paula y se deslizaron silenciosamente por sus mejillas.


Cada una de ellas le rompía el corazón. Pedro quería llorar con ella, pero se negó a venirse abajo. Ella necesitaba que se mantuviera fuerte. Y lo sería. No iba a volver a decepcionarla.


—Tenía un mensaje —susurró Paula—. Para ti. Y Gabriel y Juan.


Gabriel y Pedro intercambiaron una rápida mirada de incredulidad y sorpresa.


—¿Cuál era el mensaje, Paula? Pero no intentes hablar si te duele. Tenemos tiempo de sobra para hablar luego cuando no estés sufriendo.


Ella se relamió los labios con la lengua llena de sangre. 


Ahora Pedro estaba temblando de pies a cabeza mientras decidía cómo reaccionar. Era grave. Si tosía sangre significaba que estaba mal por dentro. ¡La gente moría de lesiones internas!


—Dijo que… —se paró y se atragantó con más sangre que chorreaba por sus labios. Pedro estaba ahora entrando en pánico. ¿Dónde estaba la maldita ambulancia?


Ella se quedó callada durante un rato y por un segundo Pedro pensó que se había quedado inconsciente.


—Paula. ¡Paula! Quédate conmigo, nena. Lucha. Mantente despierta. ¿Puedes hacer eso por mí?
Abre los ojos, nena. Estoy aquí. No me voy a ninguna parte. La ambulancia está de camino. Estarán aquí pronto y cuidarán de ti. Yo cuidaré de ti —dijo con voz estrangulada y con un nudo en la garganta debido a las lágrimas.


Ella parpadeó y posó sus borrosos ojos sobre él; el dolor estaba bien presente en sus pozos aguamarina.


—Dijo que nada de lo que tengáis en alta estima… está a salvo. D… di… dijo que lo a… arruinasteis… y ahora él os va a arruinar a vo… vosotros.


Gabriel empalideció mientras cogía su teléfono móvil.


Retrocedió y se alejó de Paula y Pedro, pero Pedro pudo escucharlo hablando con Juan, diciéndole que se asegurara de que Melisa y Vanesa estuvieran a salvo. Luego le dijo a Juan que se reuniera con él y con Pedro en el hospital.


El sonido de una sirena hizo que el alivio empezara a correr por sus venas. Se puso en pie de un salto, pero Gabriel lo detuvo.


—Yo iré a por ellos. Tú quédate con Paula —soltó Gabriel.


Pedro se volvió a arrodillar y se inclinó sobre ella para que supiera que estaba aquí.


—La ambulancia está aquí, nena —la tranquilizó—. Van a llevarte al hospital y yo estaré contigo en todo momento. Te pondrás bien, cariño. Yo me ocuparé de ello. Quédate conmigo. Te quiero. Te quiero mucho.


Ella intentó levantar su mano derecha, pero luego gimió de dolor.


—L… la m… mano du… duele. ¿Qué le pasa?


Él miró con horror los dedos que, evidentemente, estaban partidos. ¡Hijo de puta! ¡Le habían roto los dedos! Estaba a punto de perder la compostura. Quería ponerles las manos encima a esos malditos cabrones que le habían hecho esto; los mataría con sus propias manos.


Obligándose a centrarse en ella y en apartar todo lo demás de su mente, le agarró la muñeca y la sostuvo con delicadeza para que ella no la dejara caer al suelo otra vez y se hiciera incluso más daño.


Luego le besó los dedos inflamados con tanta delicadeza que las lágrimas se le acumularon en los ojos.


—Solo tienes unos cuantos dedos rotos —dijo agitadamente—. Nada que el médico no pueda arreglar.


—La mano con la que pinto —dijo mientras más lágrimas caían de sus ojos hinchados.


—Shhh, no pasa nada, nena. Volverás a pintar antes de que te des cuenta.


Mientras hablaba, su mirada recayó sobre las dos pinturas que se encontraban pegadas contra la pared. Oscuras. Llenas de confusión. Él le había hecho eso a ella. Le había quitado su vitalidad, la esencia de su trabajo. Esos cuadros no describían a la Paula que él conocía y amaba. Esta era la Paula destrozada expresando sus sentimientos del único modo que conocía.


Los médicos del servicio de urgencias entraron por la puerta y se adentraron en el salón para evaluar de inmediato el estado en el que se encontraba Paula. Pedro retrocedió para no interferir, pero se quedó cerca y los observó con ansiedad mientras comenzaban a evaluarla.


—Descenso de sonidos respiratorios en el lado izquierdo —dijo el médico gravemente mientras apartaba el estetoscopio—. Trae oxígeno —le gritó a su compañero.


—¿Es muy grave? —preguntó Pedro.


El paramédico sacudió la cabeza.


—No hay forma de saberlo sin radiografías. Así a primera vista me atrevería a decir que tiene varias costillas rotas. Y probablemente un pulmón perforado.


—Tenga cuidado con su mano —dijo Pedro—. Está rota.


—Está echa un Cristo —dijo el médico sin rodeos—. Necesitamos meterla en la ambulancia e irnos. Le pondré un collarín y le aplicaremos el oxígeno de camino.


Pedro empalideció. Las palabras sonaban muy graves y completamente serias.


—¿Vivirá? —susurró Pedro dándole voz a su miedo más oscuro.


—No me corresponde a mí decirlo, pero no morirá mientras esté bajo mi cuidado.


Trajeron una camilla y los médicos trabajaron con rapidez. Le pusieron primero el collarín y luego el oxígeno. La sacaron y metieron en la ambulancia igual de rápido. Pedro apenas tuvo tiempo de subirse a la parte trasera de la misma antes de que salieran corriendo entre sirenas y luces.


Se metió la mano en el bolsillo y tocó la fotografía que Paula había tenido en su mano. Gabriel tenía que darle muchas explicaciones, y luego Pedro iba a ir tras el hijo de puta que le había puesto las manos encima a Paula.