jueves, 11 de febrero de 2016

CAPITULO 41 (TERCERA PARTE)





La caminata le llevó más de lo que había pensado, de modo que cuando llegó a su apartamento, estaba cansada por no haber dormido la noche anterior e impaciente por entrar, ducharse y llamar a Pedro.


Maldijo haberse dejado el móvil en el salón. Podría haber leído ya todos los mensajes que hubiera tenido además de escuchar los mensajes de voz. Le habrían dado una ligera idea del estado de ánimo de Pedro y de si con una disculpa sería suficiente o no.


Metió la llave en la cerradura y frunció el ceño cuando se percató de que debía de habérsele olvidado cerrar con llave cuando salió. Lo último que había tenido en la mente había sido cerrar la puerta con llave. Debía tener más cuidado con eso. Por supuesto, si ella y Pedro se reconciliaban, no
tendría que volver a preocuparse por eso porque siempre se aseguraba de que estuviera protegida. Incluso había seguido haciéndolo aunque ella lo hubiera dejado. Sin embargo, no había sentido a esas dos sombras al volver al apartamento. 


¿Se había arrepentido? ¿Se había rendido Pedro?


Paula frunció los labios mientras entraba, cerraba la puerta y echaba la llave. Pero la sonrisa desapareció al entrar en el salón y al darse cuenta de que no estaba sola.


Se le cortó la respiración cuando vio a tres hombres allí, esperándola con expresiones serias en los rostros. 


Reconoció a dos de ellos de haberlos visto antes y asumir que eran los hombres que había enviado Pedro para protegerla. En ese instante supo que se había equivocado de forma horrible. Esos hombres no estaban aquí precisamente para eso.


Antes de poder reaccionar, uno se le acercó por la espalda rápidamente para bloquearle el camino hasta la puerta. 


Aunque no habría tenido tiempo de escapar de todas formas ya que había cerrado la puerta con llave al entrar.


—Señorita Chaves—dijo uno de los hombres en un tono que le envió escalofríos por toda la piel—. Hay un mensaje que quiero que le entregue a Gabriel Hamilton, Juan Crestwell y Pedro Alfonso.


Antes de poder preguntar de qué estaba hablando y de exigirles que se fueran de su apartamento, el dolor se apoderó de su cuerpo, tirada en el suelo, completamente desconcertada.


Y luego el dolor. Más dolor que atravesó su cuerpo de forma agónica mientras ellos volcaban toda su violencia en ella. La sangre manchó su nariz. La podía saborear en la boca. No podía respirar bien, dolía demasiado. No podía ni siquiera gritar.


Iba a morir.


Ese pensamiento se formó en su mente y, extrañamente, no luchó contra él porque significaría escapar de la terrible agonía que estaba soportando.


Entonces todo se quedó en silencio. Una mano se hundió en su pelo y tiró de su cabeza hacia arriba sin miramiento alguno. Un hombre se inclinó sobre su rostro hasta estar a varios centímetros de distancia de ella.


—Diles que nada que tengan en alta estima está a salvo de mí. Voy a por ellos. Se arrepentirán del día en que me jodieron. Me arruinaron, y juro por Dios que los arruinaré yo a ellos antes de que ponga fin a esto.


Le puso bruscamente algo en la mano y luego dejó que su cabeza volviera a caer al suelo. El dolor recorrió su columna vertebral. Oyó pasos y luego la puerta al abrirse. Y después al cerrarse.


Un ligero quejido salió entrecortado entre sus labios hinchados y doloridos. Pedro. Tenía que coger su móvil y llamarlo. Tenía que advertirlo. Él vendría a por ella. Todo iría bien si pudiera coger su teléfono.


Intentó ponerse de pie, pero gritó de dolor cuando apoyó todo su peso en la mano derecha. Bajó la mirada hasta ella con un ojo casi cerrado debido a la hinchazón y la visión borrosa. ¿Qué le pasaba a su mano?


Usando el codo para mantenerse alzada, se arrastró hasta la mesita auxiliar donde había dejado el teléfono móvil. Intentó alcanzarlo, pero solo logró tirarlo al suelo, así que ahora solo le quedaba rezar para que no lo hubiera roto.


Con su mano izquierda buscó torpemente el botón para abrir su agenda de contactos. Luego cambió de idea y le dio al de llamadas recientes porque la suya habría sido la última. Le dio a su nombre y rezó para que descolgara.




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