jueves, 11 de febrero de 2016

CAPITULO 42 (TERCERA PARTE)




Pedro se encontraba sentado en la reunión con Gabriel y sus ejecutivos, pero su mente estaba más bien lejos de esa habitación. Tenía una resaca del demonio por haberse emborrachado la noche anterior.


Gabriel y Juan lo metieron en un coche y luego lo llevaron a casa antes de soltarlo en su cama. Se había despertado a la mañana siguiente sintiéndose como si un camión lo hubiera atropellado, pero el dolor de cabeza no era nada comparado con el dolor por haber perdido a Paula.


No, no la había perdido. Todavía no. No se permitiría pensar así. Ella estaba enfadada —y con razón— y él le había dado toda la noche anterior para pensar. Le había dado tiempo para estar separada de él y con suerte para decidir cuando se le pasara el enfado que esta situación la podían resolver.


En cualquier caso, le había dado ya todo el tiempo que le había prometido. Tan pronto como esta maldita reunión terminara, iba a salir escopeteado de aquí. Iba a ir al apartamento de Paula y, si hacía falta, se arrodillaría ante ella. Haría lo que fuera para hacer que volviera a casa. Al apartamento de ambos. A sus brazos y a su cama. Y después no volvería a dejarla escapar nunca más.


Su teléfono vibró y él bajó la mirada. El corazón le dio un vuelco cuando vio que era Paula la que llamaba. Sin decir ni una palabra, se levantó de un modo abrupto y salió de la reunión con el teléfono ya pegado a la oreja.


—¿Paula? ¿Nena? —se adelantó a decir antes de que ella pudiera soltar nada.


Hubo un largo silencio y al principio pensó que había colgado. Pero luego escuchó algo y el sonido le congeló la sangre en las venas. Un quejido en apenas un hilo de voz. 


De dolor. El corazón se le subió a la boca de la garganta.


—Paula, háblame —exigió—. ¿Qué pasa? ¿Dónde estás?


Pedro


Su nombre salió en apenas un susurro y era evidente que Paula estaba sufriendo mucho dolor.


—Estoy aquí, nena. Dime qué ha pasado. ¿Dónde estás?


—Te necesito —susurró—. Duele. Es grave.


El pánico lo paralizó. No podía pensar, no podía moverse, no podía procesar nada más que la agonía en su voz.


—¿Dónde estás? —exigió.


—Mi apartamento.


—Voy de camino, nena. Espérame, ¿de acuerdo? Estaré allí en un par de minutos.


Se dio la vuelta en el pasillo, ya que no se había alejado mucho de la puerta donde estaban manteniendo la reunión, y se tropezó de forma abrupta con Gabriel.


—¿Qué pasa? —exigió Gabriel—. Te he escuchado al teléfono hablando con Paula. ¿Qué ha pasado?


—No lo sé —contestó con voz estrangulada—. Está herida. Tengo que irme. Está en su apartamento.


—Vamos. Iré contigo —dijo Gabriel gravemente mientras recorría el pasillo para encaminarse hacia el ascensor.


Sin discutir, Pedro se apresuró tras él con el corazón martilleándole en el pecho.


—¿Te dijo lo que había pasado? —preguntó Gabriel cuando se subieron al coche.


—No —dijo Pedro simplemente—. ¡Joder!


—No pasa nada, tío. Iremos a por ella. Estará bien. Tienes que creer eso.


—Dijiste que Melisa y Vanesa iban a almorzar con ella. ¿Has tenido noticias de Melisa? ¿Qué podría haber pasado? No pueden haber terminado de comer hace mucho.


Gabriel empalideció y marcó inmediatamente el número de Melisa en el teléfono.


—¿Estás bien? —le preguntó de sopetón.


Luego sus hombros se relajaron y el alivio se apoderó de ellos. Melisa debía de estar bien. Pero Paula no lo estaba. ¿Qué demonios podría haber pasado?


—¿Cuándo dejasteis tú y Vanesa a Paula? —preguntó Gabriel.


Él escuchó durante un momento y luego le dijo adiós sin contarle nada de Paula.


—¿Y bien? —exigió Pedro, urgiéndole en silencio al conductor a que fuera más rápido. Ya de por sí estaban conduciendo de un modo bastante temerario.


—Dijo que Paula se fue andando hasta su apartamento cuando terminaron de comer. Eso fue hace una hora.


Pedro cerró los ojos. Debería haber seguido vigilándola. ¿Y si Martin se había acercado a ella? Se había negado a ponerle ningún guardaespaldas porque no quería enfadarla más de lo que ya estaba. Le había prometido espacio y ahora ese espacio le había costado caro.


Unos pocos minutos más tarde, el coche pegó un frenazo y se paró frente al apartamento de Paula.


Pedro salió de inmediato con Gabriel pisándole los talones. 


Lo primero que registraron cuando entraron por la puerta fue el olor a sangre. La suya propia se le heló en las venas. 


Irrumpió bruscamente en el salón y el corazón se le encogió cuando vio la imagen que tenía frente a él.


—Virgen santa —dijo con voz estrangulada.


Paula yacía acurrucada y llena de sangre frente a la mesita auxiliar. La sangre manchaba el suelo por donde obviamente se había arrastrado hasta llegar al teléfono.


—Llama a una ambulancia —ladró Pedro en dirección a Gabriel.


Dios, debería haber llamado ya a una, pero no había podido pensar. Su único pensamiento había sido llegar hasta ella lo más rápido posible. Quizás, en el fondo, se había estado convenciendo de que no era tan grave.


Corrió hacia ella y se arrodilló a su lado. Tenía tanto miedo de tocarla porque, Dios, había mucha sangre. Su rostro era un poema. Sus ojos estaban hinchados, los labios, partidos y sangrando.


—Paula. Paula, cariño. Estoy aquí. Soy yo, Pedro. Háblame, nena. Por favor. Abre los ojos y habla conmigo.


Le estaba suplicando al mismo tiempo que llevaba un dedo tembloroso hasta su cuello para sentir su pulso.


Ella se movió y emitió un leve gemido que abrasó su corazón y le llegó directamente al alma.


—¿P… Pedro?


Sus palabras salieron mal pronunciadas, distorsionadas por culpa de sus labios hinchados. Él pasó una mano por su frente porque era el único lugar que no estaba amoratado ni sangrando.


—Sí, nena, soy yo. Estoy aquí. Cuéntame lo que ha pasado, Paula. ¿Quién te ha hecho esto?


—M… me d… duele re… respirar —dijo, pero luego paró. Tosió y se atragantó mientras un flujo de sangre chorreaba por la comisura de sus labios.


Ay, dios. Ay, dios. La habían herido gravemente. Alguien le había pegado hasta hartarse. La ira explotó dentro de su pecho hasta que él tampoco pudo respirar. Su visión se emborronó; la cabeza estaba a punto de explotarle. Se estaba desmoronando. Deshaciendo. Sus manos temblaban tanto que tuvo que apartarlas de su piel para evitar hacerle daño.


Intentó levantarle la mano izquierda y vio que sostenía algo. 


Se lo quitó suavemente y frunció el ceño cuando vio que era una fotografía. La bilis ascendió por su garganta mientras miraba la imagen con incredulidad. Era una fotografía de Melisa. Dios santo. Estaba desnuda, atada y tumbada sobre una mesita auxiliar. El hombre de la fotografía era Charles Willis y estaba intentando meterle la polla en la boca.


Se metió la foto rápidamente en el bolsillo antes de que Gabriel pudiera verla. Gabriel se volvería loco, y ahora mismo lo único que le preocupaba era Paula y que tenían que llevarla a un hospital. Ya se enfrentaría a lo de la fotografía más tarde.


—¿Está bien? —preguntó Gabriel mientras se arrodillaba junto a Pedro—. Dios. Obviamente no está bien. La ambulancia está de camino. Estará aquí en cinco minutos. ¿Qué demonios ha pasado?


—No lo sé —dijo Pedro con la voz aún llena de furia.


Se inclinó hacia ella y depositó un beso sobre la frente de Paula ya que tenía demasiado miedo de hacer lo que más quería, que era estrecharla entre sus brazos. Era evidente que tenía lesiones internas y él no quería causarle más daño.


—¿Quién te ha hecho esto, nena? ¿Me lo puedes decir? —le preguntó amablemente.


Las lágrimas se acumularon en los ojos de Paula y se deslizaron silenciosamente por sus mejillas.


Cada una de ellas le rompía el corazón. Pedro quería llorar con ella, pero se negó a venirse abajo. Ella necesitaba que se mantuviera fuerte. Y lo sería. No iba a volver a decepcionarla.


—Tenía un mensaje —susurró Paula—. Para ti. Y Gabriel y Juan.


Gabriel y Pedro intercambiaron una rápida mirada de incredulidad y sorpresa.


—¿Cuál era el mensaje, Paula? Pero no intentes hablar si te duele. Tenemos tiempo de sobra para hablar luego cuando no estés sufriendo.


Ella se relamió los labios con la lengua llena de sangre. 


Ahora Pedro estaba temblando de pies a cabeza mientras decidía cómo reaccionar. Era grave. Si tosía sangre significaba que estaba mal por dentro. ¡La gente moría de lesiones internas!


—Dijo que… —se paró y se atragantó con más sangre que chorreaba por sus labios. Pedro estaba ahora entrando en pánico. ¿Dónde estaba la maldita ambulancia?


Ella se quedó callada durante un rato y por un segundo Pedro pensó que se había quedado inconsciente.


—Paula. ¡Paula! Quédate conmigo, nena. Lucha. Mantente despierta. ¿Puedes hacer eso por mí?
Abre los ojos, nena. Estoy aquí. No me voy a ninguna parte. La ambulancia está de camino. Estarán aquí pronto y cuidarán de ti. Yo cuidaré de ti —dijo con voz estrangulada y con un nudo en la garganta debido a las lágrimas.


Ella parpadeó y posó sus borrosos ojos sobre él; el dolor estaba bien presente en sus pozos aguamarina.


—Dijo que nada de lo que tengáis en alta estima… está a salvo. D… di… dijo que lo a… arruinasteis… y ahora él os va a arruinar a vo… vosotros.


Gabriel empalideció mientras cogía su teléfono móvil.


Retrocedió y se alejó de Paula y Pedro, pero Pedro pudo escucharlo hablando con Juan, diciéndole que se asegurara de que Melisa y Vanesa estuvieran a salvo. Luego le dijo a Juan que se reuniera con él y con Pedro en el hospital.


El sonido de una sirena hizo que el alivio empezara a correr por sus venas. Se puso en pie de un salto, pero Gabriel lo detuvo.


—Yo iré a por ellos. Tú quédate con Paula —soltó Gabriel.


Pedro se volvió a arrodillar y se inclinó sobre ella para que supiera que estaba aquí.


—La ambulancia está aquí, nena —la tranquilizó—. Van a llevarte al hospital y yo estaré contigo en todo momento. Te pondrás bien, cariño. Yo me ocuparé de ello. Quédate conmigo. Te quiero. Te quiero mucho.


Ella intentó levantar su mano derecha, pero luego gimió de dolor.


—L… la m… mano du… duele. ¿Qué le pasa?


Él miró con horror los dedos que, evidentemente, estaban partidos. ¡Hijo de puta! ¡Le habían roto los dedos! Estaba a punto de perder la compostura. Quería ponerles las manos encima a esos malditos cabrones que le habían hecho esto; los mataría con sus propias manos.


Obligándose a centrarse en ella y en apartar todo lo demás de su mente, le agarró la muñeca y la sostuvo con delicadeza para que ella no la dejara caer al suelo otra vez y se hiciera incluso más daño.


Luego le besó los dedos inflamados con tanta delicadeza que las lágrimas se le acumularon en los ojos.


—Solo tienes unos cuantos dedos rotos —dijo agitadamente—. Nada que el médico no pueda arreglar.


—La mano con la que pinto —dijo mientras más lágrimas caían de sus ojos hinchados.


—Shhh, no pasa nada, nena. Volverás a pintar antes de que te des cuenta.


Mientras hablaba, su mirada recayó sobre las dos pinturas que se encontraban pegadas contra la pared. Oscuras. Llenas de confusión. Él le había hecho eso a ella. Le había quitado su vitalidad, la esencia de su trabajo. Esos cuadros no describían a la Paula que él conocía y amaba. Esta era la Paula destrozada expresando sus sentimientos del único modo que conocía.


Los médicos del servicio de urgencias entraron por la puerta y se adentraron en el salón para evaluar de inmediato el estado en el que se encontraba Paula. Pedro retrocedió para no interferir, pero se quedó cerca y los observó con ansiedad mientras comenzaban a evaluarla.


—Descenso de sonidos respiratorios en el lado izquierdo —dijo el médico gravemente mientras apartaba el estetoscopio—. Trae oxígeno —le gritó a su compañero.


—¿Es muy grave? —preguntó Pedro.


El paramédico sacudió la cabeza.


—No hay forma de saberlo sin radiografías. Así a primera vista me atrevería a decir que tiene varias costillas rotas. Y probablemente un pulmón perforado.


—Tenga cuidado con su mano —dijo Pedro—. Está rota.


—Está echa un Cristo —dijo el médico sin rodeos—. Necesitamos meterla en la ambulancia e irnos. Le pondré un collarín y le aplicaremos el oxígeno de camino.


Pedro empalideció. Las palabras sonaban muy graves y completamente serias.


—¿Vivirá? —susurró Pedro dándole voz a su miedo más oscuro.


—No me corresponde a mí decirlo, pero no morirá mientras esté bajo mi cuidado.


Trajeron una camilla y los médicos trabajaron con rapidez. Le pusieron primero el collarín y luego el oxígeno. La sacaron y metieron en la ambulancia igual de rápido. Pedro apenas tuvo tiempo de subirse a la parte trasera de la misma antes de que salieran corriendo entre sirenas y luces.


Se metió la mano en el bolsillo y tocó la fotografía que Paula había tenido en su mano. Gabriel tenía que darle muchas explicaciones, y luego Pedro iba a ir tras el hijo de puta que le había puesto las manos encima a Paula.





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