sábado, 23 de enero de 2016
CAPITULO 27 (SEGUNDA PARTE)
Pedro sujetó a Paula junto a su costado mientras se precipitaban hacia el frío y el coche que los esperaba. Ella no le había mirado a los ojos ni una vez desde que le había dicho que se iban. Melisa y Gabriel, Dios, incluso Alejandro —especialmente Alejandro— habían sido considerablemente amables con ella, abrazándola y besándola para despedirse y actuando como si nada hubiera pasado.
Pero Paula se había sentido avergonzada. Era evidente en la rigidez de su cuerpo y en la angustia de sus ojos.
La guio hasta el interior del coche y la mantuvo cerca de él mientras avanzaban entre el tráfico. Ya le había dicho al conductor adónde ir cuando lo había llamado para que los recogiera del apartamento de Gabriel. Paula no se percató siquiera de que no estaban yendo en la dirección de ninguno de sus apartamentos. Quizás incluso pensara que iba a quedarse a pasar la noche con ella en el suyo.
Como si se fuera a quedar en otro lugar que no fuera su apartamento en la noche de Navidad.
Se estaba impacientando cada vez más con la distancia que se había creado entre ellos. Él la quería en su apartamento, en su espacio. En su cama todas las noches. No, no había habido ni una sola noche que hubieran pasado separados desde que la instaló en el de Melisa, pero muchas de esas noches las habían pasado allí y no en el apartamento de Pedro.
Su mente le decía que no fuera tan deprisa, que no la presionara tanto, que el resultado final podría ser desastroso. Pero su corazón solo la quería… a ella. En sus brazos, en su cama, en su vida. De cualquier forma que pudiera.
Cuando se pararon frente al almacén Saks de la Quinta Avenida, Paula por fin se dio cuenta de que no habían vuelto a su apartamento. Levantó la cabeza y miró a su alrededor con consternación.
—¿Dónde estamos?
Él se inclinó para silenciarla con un beso. Luego abrió la puerta y tiró suavemente de ella para sacarla del coche.
—Pedro, ¿qué estamos…?
Su voz se apagó cuando su mirada se posó en el árbol de Navidad que se alzaba por encima de la pista de patinaje. Las lágrimas llenaron inmediatamente sus ojos e hicieron que a Pedro se le encogiera el corazón de dolor.
—Oh, Pedro.
Ella se quedó en silencio con los ojos embelesados y rebosantes de felicidad. Se quedó allí, quieta, mirando fijamente el árbol y con su respiración saliendo de entre sus labios como nubes de vaho debido al frío.
—Vine aquí una vez —susurró—. Fueron mis primeras Navidades en la ciudad. Las mías y las de Jeronimo. Caminamos cuarenta manzanas bajo la lluvia porque quería ver esto aunque fuera una vez.
Pedro luchó por respirar al escuchar el dolor en su voz. Sus manos se llenaron de tensión y las cerró en puños.
—¿Cuánto tiempo hace de eso, Paula?
Ella tenía veintitrés. Tan joven y a la vez parecía mucho mayor. El tiempo la había endurecido con el cinismo de alguien con mucha más edad que sus tiernos años. Pedro no estaba seguro de querer saber cuánto tiempo había estado en las calles.
—Cuatro años —murmuró.
Pedro reprimió una maldición que se le había formado en los labios. Había estado viviendo en las calles de Nueva York durante cuatro malditos años. Apenas tendría diecinueve años. Una edad en la que la mayoría de las chicas estaban deseosas de empezar sus vidas. Recién salidas del instituto, en la universidad. Divirtiéndose. Comiéndose el mundo.
Ahora estaba más decidido que nunca a protegerla de todo lo malo que había en su vida. No permitiría que nada más la tocara. Solo quería que estuviera rodeada de buenas cosas.
Recuerdos felices. Tenía que darle eso.
—Acerquémonos —dijo ella con la voz temblándole de la emoción.
Ella le cogió la mano y tiró de él hacia delante. Pedro no pudo evitar sonreír de emoción. A Paula los ojos le bailaban y el rostro entero le brillaba tanto como el árbol de Navidad.
Estaba tan preciosa cuando sonreía que hizo que el corazón se le encogiera. Y cada vez que sonreía siempre se le venía a la cabeza el hecho de que lo hacía muy ocasionalmente.
Era otra de las cosas que estaba decidido a conseguir de ella. Quería darle una razón para sonreír cada mísero día.
Paula se abrió paso entre la pequeña multitud y luego se detuvo en un lugar donde no tuvieran que encontrarse codo con codo con nadie más. Se quedó mirando el árbol en silencio y le soltó la mano para llevársela junto a la otra en su pecho.
Maldita sea, debería haberse asegurado de que traía los guantes consigo. Tenía las manos heladas.
Y, además, no estaba vestida apropiadamente para estar en la calle con este frío. Paula llevaba abrigo, pero era el más ligero de los dos que le había comprado. Había pensado que solo iban a ir del coche al apartamento y luego de vuelta.
Pero ella parecía que no se hubiera dado cuenta del frío. Su centro de atención se había desviado a los patinadores y sus labios presumían de una pequeña sonrisa llena de placer.
De repente su rostro se alzó y sus labios se abrieron de la felicidad.
—¡Pedro, está nevando otra vez!
Levantó las manos al cielo y capturó los lentos copos de nieve que caían en sus palmas. Se derretían al instante pero ella seguía capturando más.
Se giró, riendo mientras le caían sobre la nariz y las mejillas y se quedaban atrapados en su pelo.
Pedro estaba paralizado ante la imagen de Paula feliz.
Estaba tan encantadora que lo dejaba sin aliento.
—¿Sabes que esta es la primera vez que he estado emocionada por la nieve? —dijo con melancolía —. Antes, sabía que si nevaba tendría frío y estaría empapada y nunca entraría en calor. Pero ahora puedo disfrutar de la belleza y la elegancia de una nevada porque sé que estaré seca y caliente después.
Esas simples palabras le llegaron hasta lo más profundo. Le dolió físicamente saber que había tenido una existencia solitaria y de lucha constante. Pedro no sabía cómo había sobrevivido. Si pensaba demasiado en lo que le podría haber pasado, se sentía destrozado. Intentó centrarse en el hecho de que el pasado ya no importaba. De que estaba aquí con él ahora y que no la iba a dejar marchar. Que nunca tendría que volver a esa vida.
Pero no era tan simple, porque esa vida la había marcado, la había hecho ser quien era hoy. Tenía heridas que nunca se habían curado. Cicatrices que le llegaban hasta lo más hondo del alma. Inseguridades que solo el tiempo aplacaría.
La quería sentir pegada a él, así que la estrechó fuertemente entre sus brazos más para tranquilizarse a sí mismo que a ella. Paula era mucho más tolerante con sus circunstancias pasadas que él.
—Gracias —susurró—. Nunca olvidaré esta noche. El árbol es precioso. Y he podido verlo con alguien que se preocupa por mí…
¿Preocuparse? A él no le preocupaba. Él la amaba. Con cada parte de su ser. Era descabellado. Una locura.
Lunático, incluso. Cosas como esta no ocurrían en la vida real. Uno no conocía a una mujer y se enamoraba completamente de ella al instante tras haberla conocido hacía unas pocas semanas.
Pero sí que ocurría y a él le había pasado.
Señor.
—¿Pedro?
Su voz preocupada se filtró entre sus pensamientos.
—¿Pasa algo?
Él deslizó una mano sobre su mejilla y luego inclinó el cuello para besarla.
—No pasa nada, nena. Las cosas no podrían ser mejores.
Ella sonrió y los ojos se le iluminaron y reflejaron el brillo de las luces. Luego se puso de puntillas y lo besó. Era raro que ella tomara la iniciativa en las muestras de afecto hacia él, no porque no lo quisiera, sino porque era reticente. Siempre insegura de hacer algo mal en el momento menos adecuado.
Pedro vivía para momentos como este, cuando ella se olvidaba de preocuparse de hacer algo mal y se dejaba llevar.
Sus labios se movieron cálidos sobre los de él, un gran contraste con el frío del ambiente. Era increíblemente dulce. Pedro le rodeó la cintura con los brazos y la alzó para que sus bocas quedaran a la misma altura. Ella se rio de felicidad cuando sus pies despegaron del suelo. Apoyó los brazos en sus hombros, le rodeó la nuca con las manos y luego lo besó otra vez.
—Esta ha sido la mejor Nochebuena de mi vida.
Él sonrió.
—Me alegro.
La expresión del rostro de Paula se volvió más seria y la luz de sus ojos se apagó.
—Siento haber estropeado la velada en el apartamento de tu hermana.
—No has estropeado nada, cielo —le dijo con delicadeza—. Era pedirte mucho. Debería habértelos presentado por separado antes de lanzarte a los lobos en Nochebuena. No estaba pensando. Estaba demasiado ilusionado con la idea de que los conocieras y pasaras tiempo con ellos.
Ella presionó su frente en la de él y suspiró suavemente sobre sus labios.
—Estoy en ello, Pedro. Te lo juro. Estoy intentando no pensar tanto las cosas y no asustarme. Quiero ser alguien de la que te sientas orgulloso.
Ante ese comentario Pedro frunció el ceño con rapidez y fiereza.
—Estoy orgulloso de ti, maldita sea —gruñó—. No hay nada de ti de lo que me sienta avergonzado.
—De acuerdo, está bien, entonces quizá quiero ser alguien de la que yo me sienta orgullosa — susurró.
Pedro la apretó contra sí y luego lentamente la volvió a depositar en el suelo.
—Un día te verás como yo te veo a ti, cielo. Aunque sea lo último que haga, voy a conseguirlo.
Ella volvió su rostro y luego sacó la lengua para capturar un copo de nieve. Su risa se oyó cuando este se derritió en su boca.
De repente no quería nada más que colocar su miembro justo donde el copo de nieve había estado.
Derritiéndose en su lengua. Corriéndose por toda su boca.
A pesar del frío y de la nieve, el calor comenzó a apoderarse de su cuerpo. El sudor lo bañó.
—Nos vamos —dijo con esfuerzo.
—Está bien —susurró ella.
—A mi apartamento.
—De acuerdo.
—Voy a follarte hasta que pierdas el sentido, Paula.
—Vale.
Su respuesta salió temblorosa y apagada pero sus ojos le contaron la verdadera historia. Estaba excitada. Y eso era todo el aliento que necesitaba.
La cogió de la mano y tiró de ella en la dirección donde habían dejado el coche. Le llevaría toda su fuerza de voluntad no poseerla en el asiento trasero del coche. Esta noche la tendría a su manera. Y no es que la semana pasada no hubiera sido también a su manera; definitivamente había marcado el ritmo, el cómo y el dónde, pero aun así había sido… conservador.
Incluso tras saber claramente que ella estaba más que dispuesta a participar en lo que fuera que él quisiera hacerle, se había contenido porque estaba mortalmente asustado de cagarla.
Pero ya había tenido suficiente. Quizá si fuera más duro no estaría todavía tan insegura. Ella era una mujer que necesitaba estabilidad y seguridad por encima de todo.
Necesitaba estructura. Una rutina. Todas las cosas que le habían sido negadas.
Necesitaba amor.
Su amor.
Entraron en el coche y todo el camino hasta su apartamento estuvo lleno de tensión y silencio. La tensión sexual vibraba y chispeaba en el ambiente, un aura tangible que los rodeaba. Los ojos de Paula brillaban bajo la tenue luz que entraba de la calle. Su pelo estaba exquisitamente despeinado y sus labios hinchados por sus besos. Justo como a él le gustaban.
Dios, tenía que dejar de mirarle los labios. Su polla estaba a punto de explotar dentro de los pantalones. Tenía que centrarse en algo diferente porque todo lo que podía imaginarse eran esos labios rodeando su pene…
Paula se pasó la lengua por el labio superior, un gesto nervioso que lo hizo gemir en voz alta.
Ella pegó un bote cuando el sonido explotó de su garganta y él de inmediato alargó la mano automáticamente para tranquilizarla.
—Dios, nena, si supieras lo que estaba imaginándome con esos labios justo antes de que te pasaras la lengua por encima de ellos… Tengo un límite.
Un brillo especial se apoderó de sus ojos.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
Él frunció el ceño.
—¿Cuánto necesitas?
Paula deslizó una mano entre las piernas de Pedro.
—Creo que eso depende de ti.
Pedro balbució algo por el interfono.
—Toma la ruta larga.
—Sí, señor.
La mano de Paula ya se había deslizado dentro de sus pantalones y de sus bóxers. Pedro dejó escapar la respiración en un siseo cuando ella le rodeó el rígido miembro con los dedos. Luego se inclinó hacia delante y acercó su boca a la de él.
—¿Tengo permiso para chupártela?
Pedro casi se corrió en el sitio. El aliento de Paula colisionaba en su boca cálidamente y le llevó cada resquicio del propio control que tenía no tumbarla bocarriba en el asiento y poseerla hasta que ambos se quedaran sin fuerzas.
—Joder, sí —soltó en voz baja.
—Ayúdame —murmuró mientras tiraba de su cremallera.
—Encantado de hacerlo.
Se bajó de un tirón los pantalones y escuchó cómo la tela se desgarraba. Se los bajó por los muslos y dejó que su verga hinchada y erecta saliera disparada hacia arriba.
—Dime cómo lo quieres —susurró ella.
Su mirada encontró la de él y Pedro vio inseguridad en ella.
Su corazón se ablandó. Paula estaba intentándolo pero también estaba asustada e insegura. Ella quería su dominancia. La necesitaba. Tal como él la necesitaba a ella.
Enredó una mano en su pelo y la empujó hacia abajo hasta acercarla a la punta de su erección.
—Hasta el fondo —dijo.
Su lengua vacilante encontró la abertura donde su líquido preseminal ya goteaba y Pedro gimió cuando ella trazó una senda alrededor del glande. Apretó los dedos en la nunca de Paula, y la masajeó y acarició para alentarla en silencio.
Paula deslizó la boca por toda su extensión y centímetro a centímetro fue cubriéndola con su cálida y húmeda garganta. El placer era intenso. Casi insoportable. Increíblemente exquisito.
—Cuando te diga que pares, lo haces inmediatamente, ¿de acuerdo? —dijo él.
Ella levantó la mirada, lo que provocó que su pene se le escapara de entre los labios. Asintió.
—Eres increíble, nena. Pero si me corro ahora, voy a mandar a la mierda los planes que tengo para luego. Te dejaré que me chupes hasta que lleguemos al apartamento. Pero luego te voy a llevar directa a la cama para atarte, te mantendré ahí y te follaré hasta que grites mi nombre.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Las pupilas se le dilataron y los labios se le abrieron para dejar salir un leve jadeo. Su pulso se aceleró contra los dedos que le sujetaban las muñecas. Pedro sonrió ante su reacción. Claramente ya era hora de soltarse la melena. Ella estaba preparada. Y él estaba más que eso.
Pero aun así, le daría una última oportunidad para echarse atrás. Para decirle que no estaba lista. Él nunca la presionaría tanto ni tan rápido.
—Si no estás preparada para eso, tienes que decírmelo ahora, nena. Tienes que entender qué es lo que va a pasar esta noche. Me he contenido porque no quería ir demasiado rápido contigo. No quería abrumarte ni asustarte. Esta noche, no obstante, va a ser una historia muy diferente. Voy a usar una fusta contra ese precioso culo que tienes. Voy a marcarte. Voy a poseerte. Voy a follarte como nunca antes te hayan follado. ¿Lo entiendes? ¿Puedes aceptarlo? Esta noche entras de lleno en mi mundo.
Ella asintió lentamente mientras abría desmesuradamente los ojos.
—Estate segura, Paula. Estate segura de esto. Y si en cualquier momento ya no es lo que quieres, solo tienes que decirme que no. Es así de simple. Dime que no y me detendré. Inmediatamente.
—De acuerdo —susurró.
—¿Estás asustada?
Ella sacudió la cabeza.
—¿Es esto lo que quieres?
Ella asintió.
—Nena, háblame. Estás empezando a preocuparme.
Ella sonrió entonces y el alivio que Pedro sintió casi lo dejó sin respiración. No estaba asustada. De verdad lo deseaba.
—Te quiero, Pedro. Al verdadero tú. No quiero que te contengas. Lo que tú quieres me excita. Solo espero que no te decepcione yo a ti.
Él gimió.
—Dios, nena, tienes que dejar ya esas tonterías. No me vas a decepcionar. El hecho de que te estés entregando a mí tan dulcemente, de que confíes en mí, de que me dejes hacerte todo lo que quiera, es un maravilloso sueño. Joder, no. No me vas a decepcionar. No sería posible.
Paula se echó hacia delante para besarlo y envolvió los dedos alrededor de su erección una vez más.
—¿Cuánto tiempo tenemos ahora? —murmuró contra su boca.
CAPITULO 26 (SEGUNDA PARTE)
La ansiedad de Paula estaba por las nubes. Se había vestido con extremo cuidado porque no quería decepcionar a Pedro frente a su familia. Había podido elegir multitud de conjuntos de entre los de su armario; muchos, tal como le había dicho a Pedro, aún llevaban la etiqueta, sin estrenar todavía.
Había elegido un vestido plateado de noche porque parecía festivo y apropiado para Nochebuena, y tras debatir y sentir una inmensa culpa por dentro, había ido a comprar unos zapatos con tacones plateados y brillantes para que hicieran juego con él.
Pedro había sentido su ansiedad y la había intentado tranquilizar de muchísimas maneras. Mientras había estado en el cuarto de baño recogiéndose el pelo con una pinza plateada del mismo color que el vestido, él había entrado y le había colocado un precioso collar de diamantes alrededor del cuello antes de abrochárselo. Paula se quedó mirando al espejo con la boca abierta.
—¡Pedro! —protestó—. ¡Esto es demasiado!
Él sonrió, le dio un pequeño beso en el cuello justo debajo de la oreja y luego le rodeó la cintura con los brazos con una cajita que contenía unos zarcillos a juego en la mano.
—Entonces pensarás que esto sí que es demasiado, pero acostúmbrate, nena. No puedo dejar que mi mujer vaya a la cena de Nochebuena con mi familia y que ellos piensen que no te mimo con locura. Perdería toda credibilidad. Así que póntelos. Me gusta verte con mis joyas puestas. Y estás preciosa sin ellas, pero quiero que te sientas tan guapa como yo te veo. No hay mujer en el mundo a la que no le
gusten los diamantes. No puedes ser una excepción.
Visto de esa manera, no había mucho más que pudiera decir.
Pedro la besó otra vez y luego le dio una palmadita llena de afecto en el trasero.
—Nos tenemos que ir en cinco minutos, así que termina de arreglarte.
Ella suspiró cuando él se fue y luego volvió a mirar su reflejo en el espejo mientras sujetaba torpemente la caja para poder ponerse los pendientes en las orejas. Estaba sonriendo. Feliz. Sus ojos brillaban llenos de cariño. Pedro siempre sabía cómo hacerla sentir más cómoda. Aunque aún seguía
hecha un manojo de nervios.
Las Navidades no eran fechas importantes en su calendario.
Al principio, particularmente el primer año que Jeronimo y ella habían vivido en la calle, Jeronimo había intentado y dado lo mejor de sí mismo para hacer que las festividades tuvieran espíritu navideño. Había conseguido un arbusto, que decoró y colocó en la esquina de un parque desierto usando papel de regalo que había desechado una tienda cercana.
Habían creado arcos, pequeñas estrellas y otras pocas figuras que no podían clasificarse exactamente como símbolos navideños, pero Paula había querido a Jeronimo por el esfuerzo que había hecho. También se las arregló para traer la cena, aunque nunca le dijo cómo y ella tampoco lo preguntó.
¿Dónde estaría hoy? Hacía frío y la nieve había comenzado a caer y a cubrir las aceras con un manto blanco. ¿Tendría algún lugar donde quedarse? ¿Estaría calentito? ¿Tendría algo de comer?
Se sintió extremadamente culpable mientras Pedro la guiaba hasta el coche que los estaba esperando, calentito y cómodo, para llevarlos al apartamento de Gabriel donde comerían, disfrutarían de la compañía de los seres queridos de Pedro y celebrarían la Nochebuena. Paula estaba bien cuidada.
Pedro se había preocupado de cada detalle y necesidad que tuviera. Y Jeronimo estaba por ahí, solo, por primera vez después de todos los años que él y Paula habían estado juntos.
Se llevó una mano al pelo por sexta vez desde que hubieron dejado el apartamento, preocupada de que el peinado se le fuera a caer en cualquier momento.
Pedro le pasó un brazo por la cintura y la acercó a él para poder darle un beso en la sien.
—Estás preciosa —murmuró—. Deja de preocuparte. Te van a encantar, y a ellos les encantarás.
Paula sonrió, o mejor dicho, intentó hacerlo. Ya era bastante malo conocer a su hermana, su prometido, que resultaba ser el otro mejor amigo de Pedro y socio, y los padres de este último, como para saber que Alejandro iba a estar allí también. Esta sería la primera vez que lo viera desde la noche del trío y tenía un nudo enorme en el estómago.
¿Cuán raro sería saludar educadamente a un hombre con el que se había acostado junto a Pedro?
Pedro no podía estar más cómodo que ella en ese aspecto.
Le había dejado muy claros sus sentimientos sobre el tema.
No quería siquiera hablar de ello, así que Paula evitaba el tema y adoptó la firme negación de que nunca había ocurrido.
Todo eso cambiaría esta noche.
Entonces otro pensamiento le cruzó la mente. Uno que la aterrorizó. ¿Qué pasaba si los otros sabían que se había acostado tanto con Pedro como con Alejandro?
—Nena.
La voz suave de Pedro se filtró entre sus pensamientos y ella se giró hacia él.
—Estás haciendo una montaña de un granito de arena.
Pedro le dio un apretón en la mano y luego se la llevó a los labios para darle un beso. Besó todos y cada uno de los dedos para que se relajara y abriera el puño que había formado antes. —Es Nochebuena. Quiero que disfrutes de la velada. Es nuestra primera celebración juntos — añadió con una sonrisa.
—Estoy aterrorizada —soltó de repente.
Pedro suavizó su mirada y se deslizó por el asiento del coche para acercarse más a ella.
—No hay por qué estarlo. Te lo juro. Son excelentes personas. Son mi familia. No te pondría en ninguna situación que pensara que te va a hacer mal.
—Alejandro estará ahí.
Los ojos de Pedro titilaron, pero se recuperó rápidamente.
No obstante, ella había visto su reacción y sabía que no le hacía ni la más mínima gracia tener que verlos juntos, a Alejandro y a ella.
—Cariño, escúchame. Es inevitable que tú y Alejandro os relacionéis. Ambos sois importantes para mí. Lo que pasó, pasó. No podemos cambiarlo a pesar de lo mucho que me gustaría. Así que lo único que podemos hacer es enfrentarnos a ello y seguir hacia delante. Él no es un cabrón. No va a hacer que las cosas sean incómodas. Alejandro es el mejor amigo que tengo. Sabe lo que significas para mí. Por favor, Paula, confía en mí cuando digo que todo va a ir bien.
Paula bajó la mirada.
—Lo siento. Te estoy arruinando la Nochebuena antes de haberla empezado. Estoy asustada. No quiero decepcionarte. No quiero defraudarte. Y no quiero avergonzarte frente a la gente que quieres. En todo lo que puedo pensar es en que me van a mirar y lo van a saber todo. Sabrán que no soy lo bastante buena para ti. Sabrán que puedes encontrar a alguien mejor. Y no puedo soportar ver esas miradas en sus caras. Cómo te mirarán a ti, preguntándose que qué demonios estás haciendo.
El gruñido que soltó Pedro fue instantáneo.
—Ahora me estás cabreando. Todo eso son tonterías, y te juro por Dios, Paula, aunque sea lo último que haga, que voy a sacarte de la cabeza esos pensamientos estúpidos.
Ella cerró los ojos con fuerza, decidida a no hacer algo estúpido. Como llorar. Le estropearía el maquillaje que con tanto esmero se había aplicado. Maquillaje que Pedro le había tenido que ayudar a elegir porque ella no tenía ni idea de lo que debía comprar o de cómo aplicárselo siquiera. Una
maquilladora profesional muy paciente fue explicándole paso a paso y le mostró cómo y qué tenía que aplicarse y en qué orden. Luego se fue a casa con una bolsa entera de cosméticos, la mitad de los cuales Paula no recordaba siquiera para qué se usaban.
—Nena, mírame.
No era una petición. Era una orden perfectamente articulada.
Una que obedeció al instante. Aunque Pedro aún se estaba conteniendo para hacer que ella se ajustara a la relación, los días posteriores a su larga conversación emocional sobre el curso que iba a tomar su relación, comenzó a mostrarse más y más cómodo demostrando su dominancia.
De forma gradual se había vuelto más contundente, no solo en la cama, sino también en su día a día. Al principio se preguntaba de verdad si soportaría su autoridad, pero, sin embargo, la había recibido con los brazos abiertos. Paula se deleitaba en su existencia tan bien ordenada. Tan pronto
como Pedro hubo dado ese paso para demostrar su dominancia, una parte de ella había suspirado de alivio. Se había vuelto muy liberador pasarle toda la responsabilidad a alguien que se preocupaba de ella. Alguien que la cuidaba y que era increíblemente protector.
Le daba una sensación de seguridad que no había tenido el placer de disfrutar hasta ahora. La hacía sentirse… a salvo.
—No les estás haciendo ningún favor a Gabriela, Melisa y Alejandro pensando que van a sentirse así hacia ti.
No son personas que juzguen, ni tampoco son unos esnobs. No les va a importar tu pasado o de dónde vengas. Todo lo que les preocupará será que me hagas feliz porque se preocupan por mí. Y por esa misma regla de tres, porque se preocupan por mí, te adorarán. Todo lo que te pido es que les des una oportunidad.
De repente se sintió avergonzada porque Pedro tenía razón.
No les estaba dando una oportunidad. Ya los había juzgado.
Algo que era lo que más le asustaba que hicieran con ella.
—Estoy siendo una esnob a la inversa —dijo quedamente—. Tienes razón. No estoy siendo justa.
Él la abrazó otra vez y la besó en la sien.
—Estás comprensiblemente nerviosa. No te culpo por ello. Pero lo que estoy diciendo es que todo va a ir bien. ¿Confías en mí?
Ella asintió y él pareció aliviado.
Llegaron unos pocos minutos después y Pedro la ayudó a salir del coche. Pasó un brazo con firmeza alrededor de su cintura y se aseguró de que no resbalara mientras se apresuraban a llegar a la entrada del edificio donde Gabriel tenía su apartamento.
Las mariposas se apoderaron de ella, revoloteando en su estómago mientras subían en el ascensor hasta la última planta. Cuando las puertas se abrieron, un montón de olores deliciosos la asaltaron.
Una mezcla de comida y lo que olía como a velas navideñas. ¿Menta y pino?
El interior del apartamento estaba iluminado con velas y en la esquina del salón se encontraba un árbol enorme de Navidad brillando con cientos de lucecitas. Todo el salón estaba decorado de acuerdo con la festividad y la chimenea estaba encendida.
—¡Pedro!
Una mujer pequeña y de pelo moreno se precipitó hacia ellos e inmediatamente los envolvió en un enorme abrazo. La sonrisa de Pedro apareció al instante mientras le devolvía el abrazo. Luego ella se apartó y le dedicó una cálida sonrisa a Paula.
—Tú debes de ser Paula. Soy Melisa, la hermana de Pedro. He oído hablar mucho de ti. ¡Estoy tan feliz de que estés aquí!
Paula empezó a tender la mano pero Melisa la estrechó en un abrazo similar al que le había dado a Pedro. Paula, incómoda, se lo devolvió.
—Gracias por invitarme —murmuró Paula.
—Eh, estáis ahí.
Paula levantó la mirada y vio a un hombre alto y guapísimo acercarse por detrás de Melisa y deslizar su brazo alrededor de su cintura. Lo recordaba de la fiesta. En realidad, los recordaba a ambos. Se los había quedado mirando melancólicamente mientras bailaban y pensó que se les veía
muy enamorados. Sin embargo, no iba a atraer la atención al hecho de que había formado parte del servicio de su fiesta de compromiso, así que le devolvió una brillante sonrisa e hizo como si esta fuera la primera vez que los veía a ambos.
Gabriel le dio una palmada a Pedro en la espalda y luego se volvió hacia Paula.
—Hola, Paula. Soy Gabriel, amigo de Pedro y su socio. A punto de convertirme en su cuñado si la novia me hiciera el gran favor de dejar de torturarme y fijara por fin una fecha para la boda.
—Hola, Gabriel —consiguió decir ahogadamente.
Los brazos de Pedro le rodearon la cintura y la estabilizaron al mismo tiempo que le ofrecían apoyo en silencio. En ese momento lo quiso por eso.
—Ven a la cocina —dijo Melisa—. Ahí es donde está todo el mundo congregado, bebiendo vino y picoteando de las bandejas de fruta y queso.
Cogió a Paula por el brazo de manera que esta estuviera flanqueada por Pedro y por ella y luego los condujo hacia la cocina.
El estómago se le encogió cuando se encontró con Alejandro en el marco de la puerta. Casi se dio de bruces con él mientras se apartaba hacia un lado para quitarse de en medio.
—Eh, tío —dijo Alejandro—. Me alegro de que pudierais venir.
Luego se inclinó hacia delante y besó a Paula en la mejilla.
—Hola,Paula. Estás preciosa.
Ella estaba segura de que se había ruborizado. Aunque lo intentó, no pudo controlar el inmediato terror que se apoderó de ella cuando se lo quedó mirando. Alejandro estaba actuando como si nada. Pedro igual. Ella era la única que estaba comportándose como una idiota.
—Gracias —dijo mientras se obligaba a dibujar una sonrisa en los labios.
Alejandro le sonrió cálidamente y luego le cogió la mano para darle un pequeño apretón. Se volvió a inclinar hacia delante como si fuera a besarle la otra mejilla a modo de saludo y susurró algo para que solo ella pudiera oírlo.
—Todo va a ir bien, Paula. No estés nerviosa.
Con ese simple gesto, Paula se relajó y se permitió respirar hondo por primera vez desde que hubo dejado el apartamento de Pedro. Esta vez su sonrisa fue genuina y le devolvió el apretón a Alejandro para darle las gracias.
Pedro le envió una mirada de gratitud a Alejandro y la tensión se disipó. Pedro le pasó un brazo a Alejandro por
encima de los hombros y los dos se enzarzaron en un combate de lucha libre en broma.
—No han cambiado mucho las cosas por aquí —dijo una mujer mayor mientras se abría paso. Su sonrisa era indulgente y era obvio que miraba tanto a Pedro como a Alejandro con afecto—. Estos muchachos aún se comportan como lo hacían de adolescentes.
Pedro sonrió y la estrechó entre sus brazos.
—Hola, Mamá H. —La besó en la sien y luego se dirigió a Paula—. Paula, me gustaría que conocieras a la madre de Gabriel. Señora H., esta es Paula Chaves.
Cuando la envolvieron en otro abrazo, Paula sintió que la reserva que la había inundado antes se derretía lentamente ante el contagioso encanto de la familia de Pedro.
—Es un placer conocerte, querida.
—Oh, hola. Aquí está el señor H. —dijo Pedro.
Paula miró más allá de la señora Hamilton y vio a un hombre mayor acercarse.
—Encantado de conocerte, jovencita —dijo con voz ronca—. Pedro es muy afortunado.
Paula se sonrojó y extendió su mano. Ignorándola, el señor Hamilton la envolvió en otro abrazo.
Paula nunca había estado alrededor de tanta gente tan espontánea y cariñosa. Era raro, pero al mismo tiempo le hacía sentirse… bien.
—¿Así que has cocinado tú, Melisa, o has hecho trampa y lo has encargado a un catering? —preguntó Pedro con voz provocadora.
Melisa lo fulminó con la mirada.
—Hemos cocinado yo y la madre de Gabriel. Y tengo que decirte que nos ha salido genial, aunque sea yo quien lo diga.
—Huele de maravilla —añadió Paula rápidamente.
Melisa sonrió.
—Gracias. Está bueno, lo prometo.
Luego Melisa se volvió y comenzó a hacer gestos con las manos para echarlos de la habitación.
—Ya está bien, chicos, fuera de la cocina. Estáis en medio. Id al salón y hacer lo que sea que hagáis los hombres. Necesito otra media hora y luego podremos comer. —Miró a Paula—. ¿Quieres quedarte con nosotras en la cocina? Siempre puedes ir con Pedro, pero no mordemos.
Paula se encontró sonriendo en respuesta a la abierta calidez y cariño de la otra muchacha.
—Me quedo.
Pedro la avergonzó cuando se inclinó hacia delante y posó sus labios en los de ella.
—No estaré lejos —murmuró.
Ella se sonrojó porque todos lo habían visto besarla. ¿Cómo podrían no haberse dado cuenta?
Melisa sonrió e intercambió una mirada cómplice con la señora Hamilton. Ambas parecían estar encantadísimas.
Los hombres salieron de la cocina y dejaron a las mujeres solas.
—Está bien, siéntate, Paula —ordenó Melisa—. Usted también, señora H. Esto no me llevará mucho tiempo. Solo tengo que hacer la salsa. Lo demás está todo hecho.
—¿Estás segura de que no necesitas ayuda? —preguntó Paula vacilante.
Melisa sacudió la cabeza.
—Sentaos, sentaos. Tendremos una charla de chicas. Que por cierto, ya se lo he dicho a Pedro, pero conociéndolo seguro que no te ha pasado la información. Tienes que salir de fiesta conmigo y mis amigas. Te encantarán. Están totalmente locas. Salimos de vez en cuando, nos lo pasamos genial y luego dejamos que Gabriel nos lleve de vuelta a casa. Ya cometí el error de coger un taxi sola una vez para volver y digamos que Gabriel no estuvo muy contento conmigo.
Los ojos de Paula la miraron con asombro ante la invitación y el hecho de que Gabriel hubiera estado enfadado con Melisa.
Melisa se rio.
—Se cogió un buen cabreo pero lo superó. Como ofrenda de paz, dejé que se saliera con la suya y ahora uno de los conductores que tenemos nos lleva a casa. Gabriel está feliz, así que no hay problema.
—Yo no bebo, pero me encantaría ir.
La expresión de Melisa se llenó de compasión y esta alargó la mano para coger la de Paula.
—Tú y yo podemos beber agua. Yo no tolero el alcohol muy bien. Tuve una resaca terrible la última vez y ya ni lo pruebo.
Había algo en la mirada de Melisa que molestaba a Paula.
Casi como si lo supiera… Por supuesto.
Pedro se lo habría dicho. De pronto el calor se apoderó de su rostro mientras un rubor se extendió por sus mejillas. La vergüenza lo siguió muy de cerca. Bajó la mirada y los hombros en un gesto protector e instintivo.
—¿Paula?
La suave voz de Melisa llenó el silencio.
—Lo siento. ¿Ha sido algo que he dicho? —preguntó Melisa.
Paula levantó la mirada y se encontró de cara con la preocupación que destilaban los ojos de Melisa.
—Ha sido tu cara. Lo decía todo. »Pedro te lo ha contado, ¿verdad? —dijo Paula de repente. Estaba impresionada por lo valiente que estaba siendo al soltarlo como si nada. No era típico de ella porque siempre evitaba los conflictos
a toda costa, y tampoco había instigado uno nunca.
Fue entonces cuando Paula se percató de que la señora Hamilton había abandonado la cocina en silencio. Melisa rodeó la barra y se sentó en el taburete al lado de Paula.
—Sí, me lo ha contado —admitió Melisa calmadamente—. No creo que me lo hubiera dicho, pero cuando le sugerí lo de salir con nosotras, me advirtió. Es obvio que es protector contigo y sabe cómo somos mis amigas y yo cuando salimos. No quería que te presionáramos a hacer nada. Pero, Paula, tienes que entender que lo que me dijo no me hace pensar mal de ti. No me hace pensar en nada más
que en que mi hermano ha encontrado a una mujer por la que se preocupa profundamente y eso me hace feliz. Tú lo haces feliz a él. Así que me vas a gustar sea cual sea tu pasado.
Paula tragó saliva y un nudo se le estaba formando en la garganta.
—Espero que sí lo esté haciendo feliz —susurró—. No tengo nada que ofrecerle.
Melisa sonrió.
—¿Y tú crees que yo tengo algo que ofrecerle a un hombre como Gabriel? Como si él no tuviera ya todo lo que pudiera querer o necesitar. Parece que solo me quiere a mí y es feliz solo con eso. Tengo la sensación de que Pedro es igual.
Paula le devolvió la sonrisa. Era difícil no querer a Melisa.
Era sincera; no había ni una pizca de falsedad en ella.
—Está bien, déjame que acabe con la salsa —dijo Melisa mientras se acercaba a la cocina—. Los hombres empezarán a ponerse nerviosos y de mal humor.
Veinte minutos más tarde, todo el mundo estaba sentado en la mesa para cenar. El centro de mesa era precioso. Un hermoso centro navideño de color rojo vibrante con velas a cada lado. Elaborados candelabros se encontraban en el aparador y las luces otorgaban una iluminación íntima por toda la mesa.
Gabriel y su padre ocupaban los dos extremos de la mesa con la señora Hamilton a la izquierda de su marido y Melisa a la izquierda de Gabriel. Paula estaba sentada frente a Melisa y tenía a Gabriel y a Pedro sentados a su lado. Alejandro estaba colocado al lado de Melisa y frente a Pedro.
La comida estaba deliciosa, pero Paula se encontró perdida en el flujo de la conversación. El problema de no tener donde vivir ni dinero hacía que no tuviera nada en común con esta gente. No tenían intereses comunes, ni tampoco estaba al día de los eventos recientes. No tenía ni idea de deportes, ni del mundo de las finanzas, y mucho menos de gestiones empresariales.
Cuanto más avanzaba la cena, más insegura se sentía Paula por su prolongado silencio. Los otros estaban empezando a mirarla con preocupación, pero ella sonreía abiertamente, asentía y actuaba como si se estuviera concentrando en su comida. Y lo hacía. Incluso tras haber estado con Pedro todo ese tiempo, aún tenía automatizado el no malgastar ni un bocado. Aún vivía con la idea de no saber cuándo podría volver a comer y por ello tenía que sacarle el máximo partido a la que estaba disfrutando ahora.
Como si finalmente sintiera lo incómoda que estaba, Pedro alargó la mano por debajo de la mesa y le acarició el muslo antes de darle un pequeño apretujón en la rodilla.
Se acercó más a ella con la excusa de coger algo de la mesa y murmuró:
—Relájate, nena.
Paula se quedó petrificada cuando pareció que Gabriel lo había oído. Este miró en su dirección y suavizó la mirada.
Ella solo quería que el suelo se abriera y se la tragara la tierra. O mejor aún, solo quería volver a su apartamento.
Sufría una sobrecarga sensorial. Había demasiada gente.
Demasiada conversación.
Paula no estaba acostumbrada a asistir a eventos sociales.
No es que ellos fueran horribles o que no les gustara.
Simplemente que era incómodo y se salía de sus límites. Se sentía completamente inadecuada a pesar de los repetidos intentos de Pedro de hacer que de verdad sintiera que pertenecía a este lugar.
Y eso se lo hacía ella solita. Ni Pedro, ni su familia, ni nadie la había hecho sentirse así. Era únicamente ella y su propia inseguridad.
—Me encanta vuestro árbol —dijo Paula quedamente dirigiéndose a Melisa.
Ella sonrió animadamente.
—A mi también. Adoro los árboles de Navidad. Pedro siempre solía llevarme al Rockefeller Center para ver cómo encendían el árbol. Era una tradición por la que me moría de ganas. Fue donde Gabriel me pidió matrimonio.
El corazón de Paula le dio un vuelco ante el cariño instantáneo que se reflejó en el rostro de Gabriel. Su mirada estaba fija en Melisa.
—A mí también me gustan los árboles de Navidad —dijo Paula tristemente—. Yo nunca tuve uno. Uno de verdad, me refiero. Ni un hogar de verdad.
Tan pronto como las palabras se escaparon de su boca, quiso morirse. No pudo contener su expresión horrorizada. No se podía creer que hubiera soltado eso así, sin más. No podía soportar ver las reacciones de los otros ante lo que había dicho.
Antes de decir nada más que la humillara, se levantó de su asiento. Pedro alargó la mano para sujetarla, pero ella ya estaba fuera de su alcance. Abandonó la mesa y se dirigió ciegamente hacia la cocina.
—Dios… —murmuró Alejandro—. ¿Nunca ha tenido un árbol de Navidad?
Pedro estaba de pie, dividido entre ir tras ella o darle un momento para que recuperara la compostura. Miró a su amigo y luego las expresiones serias de los rostros de Gabriel y Melisa y la dulce compasión en los ojos de la señora Hamilton.
—Esto ha sido una tortura para ella —dijo Pedro con voz queda—. Todo el día. Maldita sea, no debería haberla hecho venir.
—¿Hemos dicho algo malo? —preguntó Melisa con ansiedad.
—No, peque, habéis estado bien. Os lo agradezco. Es solo que esto es difícil para ella. No está acostumbrada a todas las cosas que nosotros damos por hechas. No está acostumbrada a estar rodeada de gente, y mucho menos de gente que se preocupa por ella. Estaba atacada de los nervios por conoceros a todos. No quiere avergonzarme. —Terminó con una risa seca—. No piensa que sea lo bastante buena para mí.
—Mierda —murmuró Gabriel—. Espero que pongas fin a esa estupidez.
—Creo que deberíamos irnos —mencionó Pedro enviándoles una mirada de disculpa.
Melisa asintió y Gabriel se levantó y colocó una mano en el hombro de Pedro.
—Si necesitas algo, háznoslo saber.
—Lo haré. Gracias por la exquisita comida, Melisa. Te has superado.
—Dale a Paula nuestro amor —añadió Melisa suavemente.
Pedro sonrió.
—Lo haré.
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