sábado, 23 de enero de 2016
CAPITULO 26 (SEGUNDA PARTE)
La ansiedad de Paula estaba por las nubes. Se había vestido con extremo cuidado porque no quería decepcionar a Pedro frente a su familia. Había podido elegir multitud de conjuntos de entre los de su armario; muchos, tal como le había dicho a Pedro, aún llevaban la etiqueta, sin estrenar todavía.
Había elegido un vestido plateado de noche porque parecía festivo y apropiado para Nochebuena, y tras debatir y sentir una inmensa culpa por dentro, había ido a comprar unos zapatos con tacones plateados y brillantes para que hicieran juego con él.
Pedro había sentido su ansiedad y la había intentado tranquilizar de muchísimas maneras. Mientras había estado en el cuarto de baño recogiéndose el pelo con una pinza plateada del mismo color que el vestido, él había entrado y le había colocado un precioso collar de diamantes alrededor del cuello antes de abrochárselo. Paula se quedó mirando al espejo con la boca abierta.
—¡Pedro! —protestó—. ¡Esto es demasiado!
Él sonrió, le dio un pequeño beso en el cuello justo debajo de la oreja y luego le rodeó la cintura con los brazos con una cajita que contenía unos zarcillos a juego en la mano.
—Entonces pensarás que esto sí que es demasiado, pero acostúmbrate, nena. No puedo dejar que mi mujer vaya a la cena de Nochebuena con mi familia y que ellos piensen que no te mimo con locura. Perdería toda credibilidad. Así que póntelos. Me gusta verte con mis joyas puestas. Y estás preciosa sin ellas, pero quiero que te sientas tan guapa como yo te veo. No hay mujer en el mundo a la que no le
gusten los diamantes. No puedes ser una excepción.
Visto de esa manera, no había mucho más que pudiera decir.
Pedro la besó otra vez y luego le dio una palmadita llena de afecto en el trasero.
—Nos tenemos que ir en cinco minutos, así que termina de arreglarte.
Ella suspiró cuando él se fue y luego volvió a mirar su reflejo en el espejo mientras sujetaba torpemente la caja para poder ponerse los pendientes en las orejas. Estaba sonriendo. Feliz. Sus ojos brillaban llenos de cariño. Pedro siempre sabía cómo hacerla sentir más cómoda. Aunque aún seguía
hecha un manojo de nervios.
Las Navidades no eran fechas importantes en su calendario.
Al principio, particularmente el primer año que Jeronimo y ella habían vivido en la calle, Jeronimo había intentado y dado lo mejor de sí mismo para hacer que las festividades tuvieran espíritu navideño. Había conseguido un arbusto, que decoró y colocó en la esquina de un parque desierto usando papel de regalo que había desechado una tienda cercana.
Habían creado arcos, pequeñas estrellas y otras pocas figuras que no podían clasificarse exactamente como símbolos navideños, pero Paula había querido a Jeronimo por el esfuerzo que había hecho. También se las arregló para traer la cena, aunque nunca le dijo cómo y ella tampoco lo preguntó.
¿Dónde estaría hoy? Hacía frío y la nieve había comenzado a caer y a cubrir las aceras con un manto blanco. ¿Tendría algún lugar donde quedarse? ¿Estaría calentito? ¿Tendría algo de comer?
Se sintió extremadamente culpable mientras Pedro la guiaba hasta el coche que los estaba esperando, calentito y cómodo, para llevarlos al apartamento de Gabriel donde comerían, disfrutarían de la compañía de los seres queridos de Pedro y celebrarían la Nochebuena. Paula estaba bien cuidada.
Pedro se había preocupado de cada detalle y necesidad que tuviera. Y Jeronimo estaba por ahí, solo, por primera vez después de todos los años que él y Paula habían estado juntos.
Se llevó una mano al pelo por sexta vez desde que hubieron dejado el apartamento, preocupada de que el peinado se le fuera a caer en cualquier momento.
Pedro le pasó un brazo por la cintura y la acercó a él para poder darle un beso en la sien.
—Estás preciosa —murmuró—. Deja de preocuparte. Te van a encantar, y a ellos les encantarás.
Paula sonrió, o mejor dicho, intentó hacerlo. Ya era bastante malo conocer a su hermana, su prometido, que resultaba ser el otro mejor amigo de Pedro y socio, y los padres de este último, como para saber que Alejandro iba a estar allí también. Esta sería la primera vez que lo viera desde la noche del trío y tenía un nudo enorme en el estómago.
¿Cuán raro sería saludar educadamente a un hombre con el que se había acostado junto a Pedro?
Pedro no podía estar más cómodo que ella en ese aspecto.
Le había dejado muy claros sus sentimientos sobre el tema.
No quería siquiera hablar de ello, así que Paula evitaba el tema y adoptó la firme negación de que nunca había ocurrido.
Todo eso cambiaría esta noche.
Entonces otro pensamiento le cruzó la mente. Uno que la aterrorizó. ¿Qué pasaba si los otros sabían que se había acostado tanto con Pedro como con Alejandro?
—Nena.
La voz suave de Pedro se filtró entre sus pensamientos y ella se giró hacia él.
—Estás haciendo una montaña de un granito de arena.
Pedro le dio un apretón en la mano y luego se la llevó a los labios para darle un beso. Besó todos y cada uno de los dedos para que se relajara y abriera el puño que había formado antes. —Es Nochebuena. Quiero que disfrutes de la velada. Es nuestra primera celebración juntos — añadió con una sonrisa.
—Estoy aterrorizada —soltó de repente.
Pedro suavizó su mirada y se deslizó por el asiento del coche para acercarse más a ella.
—No hay por qué estarlo. Te lo juro. Son excelentes personas. Son mi familia. No te pondría en ninguna situación que pensara que te va a hacer mal.
—Alejandro estará ahí.
Los ojos de Pedro titilaron, pero se recuperó rápidamente.
No obstante, ella había visto su reacción y sabía que no le hacía ni la más mínima gracia tener que verlos juntos, a Alejandro y a ella.
—Cariño, escúchame. Es inevitable que tú y Alejandro os relacionéis. Ambos sois importantes para mí. Lo que pasó, pasó. No podemos cambiarlo a pesar de lo mucho que me gustaría. Así que lo único que podemos hacer es enfrentarnos a ello y seguir hacia delante. Él no es un cabrón. No va a hacer que las cosas sean incómodas. Alejandro es el mejor amigo que tengo. Sabe lo que significas para mí. Por favor, Paula, confía en mí cuando digo que todo va a ir bien.
Paula bajó la mirada.
—Lo siento. Te estoy arruinando la Nochebuena antes de haberla empezado. Estoy asustada. No quiero decepcionarte. No quiero defraudarte. Y no quiero avergonzarte frente a la gente que quieres. En todo lo que puedo pensar es en que me van a mirar y lo van a saber todo. Sabrán que no soy lo bastante buena para ti. Sabrán que puedes encontrar a alguien mejor. Y no puedo soportar ver esas miradas en sus caras. Cómo te mirarán a ti, preguntándose que qué demonios estás haciendo.
El gruñido que soltó Pedro fue instantáneo.
—Ahora me estás cabreando. Todo eso son tonterías, y te juro por Dios, Paula, aunque sea lo último que haga, que voy a sacarte de la cabeza esos pensamientos estúpidos.
Ella cerró los ojos con fuerza, decidida a no hacer algo estúpido. Como llorar. Le estropearía el maquillaje que con tanto esmero se había aplicado. Maquillaje que Pedro le había tenido que ayudar a elegir porque ella no tenía ni idea de lo que debía comprar o de cómo aplicárselo siquiera. Una
maquilladora profesional muy paciente fue explicándole paso a paso y le mostró cómo y qué tenía que aplicarse y en qué orden. Luego se fue a casa con una bolsa entera de cosméticos, la mitad de los cuales Paula no recordaba siquiera para qué se usaban.
—Nena, mírame.
No era una petición. Era una orden perfectamente articulada.
Una que obedeció al instante. Aunque Pedro aún se estaba conteniendo para hacer que ella se ajustara a la relación, los días posteriores a su larga conversación emocional sobre el curso que iba a tomar su relación, comenzó a mostrarse más y más cómodo demostrando su dominancia.
De forma gradual se había vuelto más contundente, no solo en la cama, sino también en su día a día. Al principio se preguntaba de verdad si soportaría su autoridad, pero, sin embargo, la había recibido con los brazos abiertos. Paula se deleitaba en su existencia tan bien ordenada. Tan pronto
como Pedro hubo dado ese paso para demostrar su dominancia, una parte de ella había suspirado de alivio. Se había vuelto muy liberador pasarle toda la responsabilidad a alguien que se preocupaba de ella. Alguien que la cuidaba y que era increíblemente protector.
Le daba una sensación de seguridad que no había tenido el placer de disfrutar hasta ahora. La hacía sentirse… a salvo.
—No les estás haciendo ningún favor a Gabriela, Melisa y Alejandro pensando que van a sentirse así hacia ti.
No son personas que juzguen, ni tampoco son unos esnobs. No les va a importar tu pasado o de dónde vengas. Todo lo que les preocupará será que me hagas feliz porque se preocupan por mí. Y por esa misma regla de tres, porque se preocupan por mí, te adorarán. Todo lo que te pido es que les des una oportunidad.
De repente se sintió avergonzada porque Pedro tenía razón.
No les estaba dando una oportunidad. Ya los había juzgado.
Algo que era lo que más le asustaba que hicieran con ella.
—Estoy siendo una esnob a la inversa —dijo quedamente—. Tienes razón. No estoy siendo justa.
Él la abrazó otra vez y la besó en la sien.
—Estás comprensiblemente nerviosa. No te culpo por ello. Pero lo que estoy diciendo es que todo va a ir bien. ¿Confías en mí?
Ella asintió y él pareció aliviado.
Llegaron unos pocos minutos después y Pedro la ayudó a salir del coche. Pasó un brazo con firmeza alrededor de su cintura y se aseguró de que no resbalara mientras se apresuraban a llegar a la entrada del edificio donde Gabriel tenía su apartamento.
Las mariposas se apoderaron de ella, revoloteando en su estómago mientras subían en el ascensor hasta la última planta. Cuando las puertas se abrieron, un montón de olores deliciosos la asaltaron.
Una mezcla de comida y lo que olía como a velas navideñas. ¿Menta y pino?
El interior del apartamento estaba iluminado con velas y en la esquina del salón se encontraba un árbol enorme de Navidad brillando con cientos de lucecitas. Todo el salón estaba decorado de acuerdo con la festividad y la chimenea estaba encendida.
—¡Pedro!
Una mujer pequeña y de pelo moreno se precipitó hacia ellos e inmediatamente los envolvió en un enorme abrazo. La sonrisa de Pedro apareció al instante mientras le devolvía el abrazo. Luego ella se apartó y le dedicó una cálida sonrisa a Paula.
—Tú debes de ser Paula. Soy Melisa, la hermana de Pedro. He oído hablar mucho de ti. ¡Estoy tan feliz de que estés aquí!
Paula empezó a tender la mano pero Melisa la estrechó en un abrazo similar al que le había dado a Pedro. Paula, incómoda, se lo devolvió.
—Gracias por invitarme —murmuró Paula.
—Eh, estáis ahí.
Paula levantó la mirada y vio a un hombre alto y guapísimo acercarse por detrás de Melisa y deslizar su brazo alrededor de su cintura. Lo recordaba de la fiesta. En realidad, los recordaba a ambos. Se los había quedado mirando melancólicamente mientras bailaban y pensó que se les veía
muy enamorados. Sin embargo, no iba a atraer la atención al hecho de que había formado parte del servicio de su fiesta de compromiso, así que le devolvió una brillante sonrisa e hizo como si esta fuera la primera vez que los veía a ambos.
Gabriel le dio una palmada a Pedro en la espalda y luego se volvió hacia Paula.
—Hola, Paula. Soy Gabriel, amigo de Pedro y su socio. A punto de convertirme en su cuñado si la novia me hiciera el gran favor de dejar de torturarme y fijara por fin una fecha para la boda.
—Hola, Gabriel —consiguió decir ahogadamente.
Los brazos de Pedro le rodearon la cintura y la estabilizaron al mismo tiempo que le ofrecían apoyo en silencio. En ese momento lo quiso por eso.
—Ven a la cocina —dijo Melisa—. Ahí es donde está todo el mundo congregado, bebiendo vino y picoteando de las bandejas de fruta y queso.
Cogió a Paula por el brazo de manera que esta estuviera flanqueada por Pedro y por ella y luego los condujo hacia la cocina.
El estómago se le encogió cuando se encontró con Alejandro en el marco de la puerta. Casi se dio de bruces con él mientras se apartaba hacia un lado para quitarse de en medio.
—Eh, tío —dijo Alejandro—. Me alegro de que pudierais venir.
Luego se inclinó hacia delante y besó a Paula en la mejilla.
—Hola,Paula. Estás preciosa.
Ella estaba segura de que se había ruborizado. Aunque lo intentó, no pudo controlar el inmediato terror que se apoderó de ella cuando se lo quedó mirando. Alejandro estaba actuando como si nada. Pedro igual. Ella era la única que estaba comportándose como una idiota.
—Gracias —dijo mientras se obligaba a dibujar una sonrisa en los labios.
Alejandro le sonrió cálidamente y luego le cogió la mano para darle un pequeño apretón. Se volvió a inclinar hacia delante como si fuera a besarle la otra mejilla a modo de saludo y susurró algo para que solo ella pudiera oírlo.
—Todo va a ir bien, Paula. No estés nerviosa.
Con ese simple gesto, Paula se relajó y se permitió respirar hondo por primera vez desde que hubo dejado el apartamento de Pedro. Esta vez su sonrisa fue genuina y le devolvió el apretón a Alejandro para darle las gracias.
Pedro le envió una mirada de gratitud a Alejandro y la tensión se disipó. Pedro le pasó un brazo a Alejandro por
encima de los hombros y los dos se enzarzaron en un combate de lucha libre en broma.
—No han cambiado mucho las cosas por aquí —dijo una mujer mayor mientras se abría paso. Su sonrisa era indulgente y era obvio que miraba tanto a Pedro como a Alejandro con afecto—. Estos muchachos aún se comportan como lo hacían de adolescentes.
Pedro sonrió y la estrechó entre sus brazos.
—Hola, Mamá H. —La besó en la sien y luego se dirigió a Paula—. Paula, me gustaría que conocieras a la madre de Gabriel. Señora H., esta es Paula Chaves.
Cuando la envolvieron en otro abrazo, Paula sintió que la reserva que la había inundado antes se derretía lentamente ante el contagioso encanto de la familia de Pedro.
—Es un placer conocerte, querida.
—Oh, hola. Aquí está el señor H. —dijo Pedro.
Paula miró más allá de la señora Hamilton y vio a un hombre mayor acercarse.
—Encantado de conocerte, jovencita —dijo con voz ronca—. Pedro es muy afortunado.
Paula se sonrojó y extendió su mano. Ignorándola, el señor Hamilton la envolvió en otro abrazo.
Paula nunca había estado alrededor de tanta gente tan espontánea y cariñosa. Era raro, pero al mismo tiempo le hacía sentirse… bien.
—¿Así que has cocinado tú, Melisa, o has hecho trampa y lo has encargado a un catering? —preguntó Pedro con voz provocadora.
Melisa lo fulminó con la mirada.
—Hemos cocinado yo y la madre de Gabriel. Y tengo que decirte que nos ha salido genial, aunque sea yo quien lo diga.
—Huele de maravilla —añadió Paula rápidamente.
Melisa sonrió.
—Gracias. Está bueno, lo prometo.
Luego Melisa se volvió y comenzó a hacer gestos con las manos para echarlos de la habitación.
—Ya está bien, chicos, fuera de la cocina. Estáis en medio. Id al salón y hacer lo que sea que hagáis los hombres. Necesito otra media hora y luego podremos comer. —Miró a Paula—. ¿Quieres quedarte con nosotras en la cocina? Siempre puedes ir con Pedro, pero no mordemos.
Paula se encontró sonriendo en respuesta a la abierta calidez y cariño de la otra muchacha.
—Me quedo.
Pedro la avergonzó cuando se inclinó hacia delante y posó sus labios en los de ella.
—No estaré lejos —murmuró.
Ella se sonrojó porque todos lo habían visto besarla. ¿Cómo podrían no haberse dado cuenta?
Melisa sonrió e intercambió una mirada cómplice con la señora Hamilton. Ambas parecían estar encantadísimas.
Los hombres salieron de la cocina y dejaron a las mujeres solas.
—Está bien, siéntate, Paula —ordenó Melisa—. Usted también, señora H. Esto no me llevará mucho tiempo. Solo tengo que hacer la salsa. Lo demás está todo hecho.
—¿Estás segura de que no necesitas ayuda? —preguntó Paula vacilante.
Melisa sacudió la cabeza.
—Sentaos, sentaos. Tendremos una charla de chicas. Que por cierto, ya se lo he dicho a Pedro, pero conociéndolo seguro que no te ha pasado la información. Tienes que salir de fiesta conmigo y mis amigas. Te encantarán. Están totalmente locas. Salimos de vez en cuando, nos lo pasamos genial y luego dejamos que Gabriel nos lleve de vuelta a casa. Ya cometí el error de coger un taxi sola una vez para volver y digamos que Gabriel no estuvo muy contento conmigo.
Los ojos de Paula la miraron con asombro ante la invitación y el hecho de que Gabriel hubiera estado enfadado con Melisa.
Melisa se rio.
—Se cogió un buen cabreo pero lo superó. Como ofrenda de paz, dejé que se saliera con la suya y ahora uno de los conductores que tenemos nos lleva a casa. Gabriel está feliz, así que no hay problema.
—Yo no bebo, pero me encantaría ir.
La expresión de Melisa se llenó de compasión y esta alargó la mano para coger la de Paula.
—Tú y yo podemos beber agua. Yo no tolero el alcohol muy bien. Tuve una resaca terrible la última vez y ya ni lo pruebo.
Había algo en la mirada de Melisa que molestaba a Paula.
Casi como si lo supiera… Por supuesto.
Pedro se lo habría dicho. De pronto el calor se apoderó de su rostro mientras un rubor se extendió por sus mejillas. La vergüenza lo siguió muy de cerca. Bajó la mirada y los hombros en un gesto protector e instintivo.
—¿Paula?
La suave voz de Melisa llenó el silencio.
—Lo siento. ¿Ha sido algo que he dicho? —preguntó Melisa.
Paula levantó la mirada y se encontró de cara con la preocupación que destilaban los ojos de Melisa.
—Ha sido tu cara. Lo decía todo. »Pedro te lo ha contado, ¿verdad? —dijo Paula de repente. Estaba impresionada por lo valiente que estaba siendo al soltarlo como si nada. No era típico de ella porque siempre evitaba los conflictos
a toda costa, y tampoco había instigado uno nunca.
Fue entonces cuando Paula se percató de que la señora Hamilton había abandonado la cocina en silencio. Melisa rodeó la barra y se sentó en el taburete al lado de Paula.
—Sí, me lo ha contado —admitió Melisa calmadamente—. No creo que me lo hubiera dicho, pero cuando le sugerí lo de salir con nosotras, me advirtió. Es obvio que es protector contigo y sabe cómo somos mis amigas y yo cuando salimos. No quería que te presionáramos a hacer nada. Pero, Paula, tienes que entender que lo que me dijo no me hace pensar mal de ti. No me hace pensar en nada más
que en que mi hermano ha encontrado a una mujer por la que se preocupa profundamente y eso me hace feliz. Tú lo haces feliz a él. Así que me vas a gustar sea cual sea tu pasado.
Paula tragó saliva y un nudo se le estaba formando en la garganta.
—Espero que sí lo esté haciendo feliz —susurró—. No tengo nada que ofrecerle.
Melisa sonrió.
—¿Y tú crees que yo tengo algo que ofrecerle a un hombre como Gabriel? Como si él no tuviera ya todo lo que pudiera querer o necesitar. Parece que solo me quiere a mí y es feliz solo con eso. Tengo la sensación de que Pedro es igual.
Paula le devolvió la sonrisa. Era difícil no querer a Melisa.
Era sincera; no había ni una pizca de falsedad en ella.
—Está bien, déjame que acabe con la salsa —dijo Melisa mientras se acercaba a la cocina—. Los hombres empezarán a ponerse nerviosos y de mal humor.
Veinte minutos más tarde, todo el mundo estaba sentado en la mesa para cenar. El centro de mesa era precioso. Un hermoso centro navideño de color rojo vibrante con velas a cada lado. Elaborados candelabros se encontraban en el aparador y las luces otorgaban una iluminación íntima por toda la mesa.
Gabriel y su padre ocupaban los dos extremos de la mesa con la señora Hamilton a la izquierda de su marido y Melisa a la izquierda de Gabriel. Paula estaba sentada frente a Melisa y tenía a Gabriel y a Pedro sentados a su lado. Alejandro estaba colocado al lado de Melisa y frente a Pedro.
La comida estaba deliciosa, pero Paula se encontró perdida en el flujo de la conversación. El problema de no tener donde vivir ni dinero hacía que no tuviera nada en común con esta gente. No tenían intereses comunes, ni tampoco estaba al día de los eventos recientes. No tenía ni idea de deportes, ni del mundo de las finanzas, y mucho menos de gestiones empresariales.
Cuanto más avanzaba la cena, más insegura se sentía Paula por su prolongado silencio. Los otros estaban empezando a mirarla con preocupación, pero ella sonreía abiertamente, asentía y actuaba como si se estuviera concentrando en su comida. Y lo hacía. Incluso tras haber estado con Pedro todo ese tiempo, aún tenía automatizado el no malgastar ni un bocado. Aún vivía con la idea de no saber cuándo podría volver a comer y por ello tenía que sacarle el máximo partido a la que estaba disfrutando ahora.
Como si finalmente sintiera lo incómoda que estaba, Pedro alargó la mano por debajo de la mesa y le acarició el muslo antes de darle un pequeño apretujón en la rodilla.
Se acercó más a ella con la excusa de coger algo de la mesa y murmuró:
—Relájate, nena.
Paula se quedó petrificada cuando pareció que Gabriel lo había oído. Este miró en su dirección y suavizó la mirada.
Ella solo quería que el suelo se abriera y se la tragara la tierra. O mejor aún, solo quería volver a su apartamento.
Sufría una sobrecarga sensorial. Había demasiada gente.
Demasiada conversación.
Paula no estaba acostumbrada a asistir a eventos sociales.
No es que ellos fueran horribles o que no les gustara.
Simplemente que era incómodo y se salía de sus límites. Se sentía completamente inadecuada a pesar de los repetidos intentos de Pedro de hacer que de verdad sintiera que pertenecía a este lugar.
Y eso se lo hacía ella solita. Ni Pedro, ni su familia, ni nadie la había hecho sentirse así. Era únicamente ella y su propia inseguridad.
—Me encanta vuestro árbol —dijo Paula quedamente dirigiéndose a Melisa.
Ella sonrió animadamente.
—A mi también. Adoro los árboles de Navidad. Pedro siempre solía llevarme al Rockefeller Center para ver cómo encendían el árbol. Era una tradición por la que me moría de ganas. Fue donde Gabriel me pidió matrimonio.
El corazón de Paula le dio un vuelco ante el cariño instantáneo que se reflejó en el rostro de Gabriel. Su mirada estaba fija en Melisa.
—A mí también me gustan los árboles de Navidad —dijo Paula tristemente—. Yo nunca tuve uno. Uno de verdad, me refiero. Ni un hogar de verdad.
Tan pronto como las palabras se escaparon de su boca, quiso morirse. No pudo contener su expresión horrorizada. No se podía creer que hubiera soltado eso así, sin más. No podía soportar ver las reacciones de los otros ante lo que había dicho.
Antes de decir nada más que la humillara, se levantó de su asiento. Pedro alargó la mano para sujetarla, pero ella ya estaba fuera de su alcance. Abandonó la mesa y se dirigió ciegamente hacia la cocina.
—Dios… —murmuró Alejandro—. ¿Nunca ha tenido un árbol de Navidad?
Pedro estaba de pie, dividido entre ir tras ella o darle un momento para que recuperara la compostura. Miró a su amigo y luego las expresiones serias de los rostros de Gabriel y Melisa y la dulce compasión en los ojos de la señora Hamilton.
—Esto ha sido una tortura para ella —dijo Pedro con voz queda—. Todo el día. Maldita sea, no debería haberla hecho venir.
—¿Hemos dicho algo malo? —preguntó Melisa con ansiedad.
—No, peque, habéis estado bien. Os lo agradezco. Es solo que esto es difícil para ella. No está acostumbrada a todas las cosas que nosotros damos por hechas. No está acostumbrada a estar rodeada de gente, y mucho menos de gente que se preocupa por ella. Estaba atacada de los nervios por conoceros a todos. No quiere avergonzarme. —Terminó con una risa seca—. No piensa que sea lo bastante buena para mí.
—Mierda —murmuró Gabriel—. Espero que pongas fin a esa estupidez.
—Creo que deberíamos irnos —mencionó Pedro enviándoles una mirada de disculpa.
Melisa asintió y Gabriel se levantó y colocó una mano en el hombro de Pedro.
—Si necesitas algo, háznoslo saber.
—Lo haré. Gracias por la exquisita comida, Melisa. Te has superado.
—Dale a Paula nuestro amor —añadió Melisa suavemente.
Pedro sonrió.
—Lo haré.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario