domingo, 24 de enero de 2016
CAPITULO 30 (SEGUNDA PARTE)
Paula se removió en la cama cuando Pedro se deslizó bajo las sábanas. Le dio un beso en la frente y murmuró:
—Duerme, nena. Yo tengo que ir a trabajar hoy, pero te puedes quedar aquí.
Ella se sentó y levantó la sábana para taparse los pechos.
Era una idea absurda pensar que debía intentar cubrirse.
Había pasado la mayor parte del día de Navidad desnuda.
En los brazos de Pedro. Le había hecho el amor hasta que ambos se habían quedado dormidos del cansancio.
Pero ahora se sentía insegura y un poco nerviosa. Su mano voló hasta la gargantilla que le había regalado y trazó las líneas del diseño de cuero con los dedos.
No se sentía cómoda quedándose en el apartamento de Pedro todo el día cuando él no estaba allí.
Ninguna de sus cosas estaban ahí. Era la casa de Pedro. Definitivamente un piso de soltero. Olía a hombre. Y aunque ella no tuviera mucho, al menos el apartamento de Melisa era muy femenino. Se sentía cómoda allí. Estaba empezando a sentirlo como algo suyo.
—En realidad, había pensado que podría volver a mi apartamento si vas a ir a trabajar —dijo quedamente.
Él frunció el ceño pero se recuperó rápidamente.
—Si eso es lo que quieres. Me pasaré por allí cuando acabe lo que tengo pendiente en la oficina. Podemos pasar la noche allí si quieres.
Ella asintió. A pesar de tener distintos lugares donde dormir, no había habido ni una noche que hubieran pasado separados desde que se conocieron. De hecho, quitando las horas en las que Pedro estaba en el trabajo, habían sido inseparables.
—Si quieres te dejo allí de camino al trabajo.
—¿No haré que llegues tarde?
Él sonrió.
—Soy el jefe, ¿recuerdas? Puedo llegar cuando quiera.
—De acuerdo. En ese caso, sí.
—Dame cinco minutos para una ducha y luego ya es toda tuya.
Ella lo observó caminar desnudo hacia el cuarto de baño con toda esa belleza y rasgos masculinos expuestos ante sus ojos. Su pelo, que estaba totalmente revuelto debido al sexo, solo lo hacía más delicioso, si cabía.
Se paró en el marco de la puerta y la volvió a mirar con ojos ardientes, casi como si supiera qué dirección habían tomado sus pensamientos. Luego sonrió y su expresión cambió. A Paula se le cortó la respiración porque su sonrisa era extraordinaria. Él no solía sonreír muy a menudo. Tenía una
mirada más oscura. Casi siempre estaba serio. Pensativo.
Pero cuando sonreía, Paula no encontraba el aire para respirar.
Se sentó cuando él desapareció dentro del cuarto de baño.
Sin embargo, había dejado la puerta entreabierta. ¿Era una invitación? Se relamió los labios cuando de repente sintió la boca reseca.
Si se duchaban juntos tardarían la mitad. O a lo mejor no.
Porque si entraba en la ducha con él, estaba claro que iban a hacer de todo menos ducharse.
Que no tenía por qué ser necesariamente algo malo.
No, sería algo muy, muy bueno.
Lanzó las sábanas a un lado y se bajó de la cama, momento en el que le entró un escalofrío al haber dejado la calidez del lecho. Su calor aún estaba presente de cuando había estado tumbado en la cama con ella.
Vaciló por un momento sin dejar de mandarle miradas al cuarto de baño mientras esperaba a que el vapor de agua comenzara a salir de la ducha. Después de unos pocos minutos, Paula oyó cómo el agua empezaba a correr y en silencio comenzó a dirigirse a la puerta.
La ducha era enorme. Lo bastante grande como para acomodar a dos personas. O incluso a tres.
Estaba rodeada por completo de mamparas con múltiples grifos: uno encima de la cabeza y dos en la pared. El perfil de su cuerpo era visible a través del cristal empañado y pudo verlo enjabonarse mientras bajaba las manos más… y más…
Paula abrió la mampara y entró en la ducha antes de perder el coraje. Pedro abrió de repente los ojos y se rodeó el miembro con una mano. Parpadeó de sorpresa, pero rápidamente esa sorpresa se transformó en deseo. Sus ojos se derritieron y su mano comenzó a moverse a lo largo de su sexo.
Pasó de estar semiflácido a totalmente erecto en dos segundos. Si todavía quedaba alguna duda en su mente de que no la quisiera con él en la ducha, se esfumó cuando su cuerpo volvió a la vida frente a sus propios ojos.
—Eso me corresponde a mí —murmuró ella mientras deslizaba la mano sobre su erección y apartaba la suya en el proceso.
—Totalmente de acuerdo —contestó él.
El agua caía por su espalda y se deslizaba por su hermoso cuerpo. El pelo lo tenía empapado y Paula pudo ver que era más largo de lo que parecía. Con el peso del agua no había ningún rizo rebelde que se alzara. Le caía por el cuello hasta llegar a los hombros.
—Eres guapísimo —susurró mientras se acercaba hasta que sus cuerpos se tocaran.
El agua la golpeó y la mojó también. El calor se extendía como una tentación exquisita.
El cuerpo de Pedro se tensó y sus ojos se volvieron más rudos y oscuros. Le rodeó la cintura con los brazos y la acercó a su cuerpo mientras ella seguía acariciándolo con la mano.
—Tú eres la guapísima, Paula. Nunca me cansaré de mirarte.
Ella sonrió y se puso de puntillas para poder besarlo.
—Nunca he tenido sexo en la ducha —dijo con voz ronca sobre sus labios.
—Entonces tendremos que remediar eso inmediatamente.
Ella se deslizó por el cuerpo de Pedro hasta ponerse de rodillas mientras el agua seguía cayéndoles por encima. Levantó la mirada para ver que Pedro tenía su mirada fija en ella. Luego la bajó para mirarse la entrepierna, donde Paula lo había estado acariciando hasta conseguir que estuviera completamente duro.
Tan ligera como una pluma, acercó su boca a la cabeza de su miembro y le pasó la lengua por la sensible parte inferior.
Algunas gotas de agua cayeron sobre su lengua y llenaron su boca mientras lo chupaba con más ímpetu.
Un gemido torturado sonó por encima del torrente de agua.
Pedro llevó las manos hasta el pelo de Paula, que ya estaba empapado y echado hacia un lado de su cabeza. Le rodeó el rostro con las palmas de las manos y la sostuvo con fuerza mientras se introducía dentro de su boca.
Sus rasgos eran duros y se le habían formado arrugas en la comisura de los labios y en la sien.
Paula pudo ver cómo su pecho subía y bajaba mientras respiraba irregularmente y ella lo hundía más en su interior, hasta la campanilla.
Succionándolo ligeramente, lo metió incluso más adentro y le hizo el amor con valentía. Llegó hasta la parte trasera de su garganta y ella tragó. Esta vez Pedro emitió un siseo. La violenta expulsión de aire se escuchó más alto que el agua al caer.
Le acarició la cabeza, luego las mejillas y las líneas de su rostro mientras su boca lo acogía. Sus caricias eran infinitamente suaves, tan tiernas que el corazón de Paula le dio un vuelco a modo de respuesta.
Él era su adicción. Había reemplazado a todo lo demás. Con él, no había necesidad de echar mano a los mecanismos del pasado para lidiar con su vida. Él era su ancla. Él era lo que el sexo y las pastillas solían ser para ella. Un lugar seguro dentro de un mundo lleno de inseguridades.
¿Había simplemente intercambiado una adicción por otra?
El pensamiento se instaló en su mente. Una sombra que la hizo parar por un momento. Pero luego lo apartó, decidida a no dejar que el pasado arruinara lo que tenía con Pedro justo aquí y ahora. Ya había terminado de vivir en el pasado, ¿no? Pedro le había regalado una vida nueva. Le había hecho creer que estaban empezando de cero, que lo que había sido hasta ahora no importaba. Que lo que estaba por
venir era lo importante.
Con todo lo demás que le había dado por Navidad, este era el regalo más preciado que ella hubiera podido desear recibir nunca.
Inspiró profundamente otra vez y vertió cada pedacito de su corazón y sus sentimientos por él en los movimientos.
Esperaba que pudiera ver, que pudiera sentir lo que le estaba dando. Era lo único que tenía para darle. Esperaba que fuera suficiente.
El agarre de Pedro se hizo más fuerte en su rostro.
Luego bruscamente deslizó las manos por debajo de sus brazos. La alzó y su boca se encontró con la de ella en un choque pasional que la dejó jadeando en busca de aire.
Luego la elevó entre sus brazos y en un rápido movimiento se giró y la pegó contra la pared de la ducha.
—Rodéame la cintura con las piernas —gruñó.
La rotundidad de su deseo le provocó un escalofrío que le recorrió toda la espalda. Su vientre se encogió y las mariposas comenzaron a revolotear en su estómago. Su miembro ya había encontrado su abertura, así que cuando ella juntó los tobillos en la parte baja de su espalda, él se impulsó hacia delante y se hundió por completo en ella con una sólida embestida.
Hincó los dedos en las nalgas de su trasero. Las masajeó, las amoldó y las abrió mientras volvió a introducirse en ella.
Le pasó la boca de forma tentadora por el cuello y luego hundió los dientes en la sensible piel, lo que provocó que otro jadeo se escapara de su garganta.
La lamió mientras se abría paso dentro de ella una y otra vez y la hacía rebotar contra la pared de la ducha. Sus manos parecían estar en todas partes y su boca la estaba volviendo loca de lujuria.
Tendría una marca en el cuello luego, evidencia de su posesión y de la violenta fuerza con la que la estaba poseyendo. Y aun así quería más. Más fuerza. Más ferocidad. Nunca sería suficiente.
—No voy a durar mucho más, nena —dijo bruscamente. Su voz sonaba tensa e incoherente—. ¿Cuánto te queda? Te quiero a punto.
Ella movió un brazo de los que tenía alrededor del cuello de Pedro, donde se estaba agarrando con fuerza, y lo deslizó entre sus cuerpos hasta llegar a su clítoris. Tan pronto como se tocó, el cuerpo se le tensó como si sus músculos se hubieran enredado los unos con los otros.
—Estoy cerca —jadeó.
—Bien. Sigue así.
Se inclinó hacia ella y atrapó su mano entre ambos cuerpos. Paula apenas tenía espacio para acariciar ese erecto bulto de nervios que tenía entre las piernas. Pedro siguió embistiéndola, haciéndola rebotar contra la pared de la ducha e introduciéndose más profundamente en ella.
Paula se sentía agitada y llena de moretones. La fuerza con la que la poseía era abrumadora.
Era suya. Le pertenecía de verdad. A él.
Sus muslos se sacudieron y todo el cuerpo le tembló. El deseo subió por su vientre, intenso y provocador. Abrumador. Su clímax fue creciendo a una velocidad que era casi atronadora. Un gruñido penetró sus oídos. Los latidos de su corazón pegaban contra su caja torácica. Gritó roncamente y luego el gemido de triunfo de Pedro se unió a los de Paula.
Enterrado hasta lo más hondo, y con el pecho subiéndole y bajándole del esfuerzo, la besó en el cuello. En la mandíbula. Luego en los labios y su aliento se mezcló con el de ella.
Vagamente Paula se percató del agua que aún seguía cayendo sobre ellos. Del vapor de agua que los estaba ahogando, del aire tan húmedo que era difícil de respirar.
—Dios —murmuró Pedro—. Me vuelves loco, Paula. ¿Cómo demonios voy a conseguir moverme ahora y mucho menos terminar de ducharme e ir al trabajo?
Ella sonrió contra su cuello y luego se deslizó por la pared de la ducha para sostenerse sobre sus temblorosas piernas.
—Supongo que tendré que terminar de lavarte yo —murmuró ella.
—Oh, no —se quejó—. Voy a lavarte el pelo a ti y luego te voy a echar de aquí. Si me vuelves a poner las manos encima, nunca vamos a salir del cuarto de baño.
Su sonrisa se hizo más grande y se inclinó hacia delante para besarlo en su firme mentón.
—No voy a discutir con un hombre que quiere lavarme el pelo.
CAPITULO 29 (SEGUNDA PARTE)
Pedro se levantó en silencio de la cama con sumo cuidado de no despertar a Paula, quien estaba profundamente dormida. No se había movido desde que la había desatado y la había llevado al cuarto de baño para bañarla y mimarla antes de dejarla en la cama para que descansara. En el mismo instante en que su cabeza tocó la almohada, se quedó dormida. Lo cual era bueno, porque le otorgaba el tiempo necesario para poder prepararle la sorpresa matutina navideña, para lo cual era necesario que Paula estuviera completamente ausente.
Le había dolido escuchar que Paula nunca había tenido un árbol de Navidad, pero lo que más le atormentó fue que él no había puesto uno en su apartamento. En su casa. No había puesto siquiera uno en el apartamento de Melisa donde había estado pasando bastante tiempo. Los árboles siempre habían sido un detalle que no había olvidado cuando Melisa estaba creciendo. La había llevado a ver cómo encendían el árbol del Rockefeller Center. Sin embargo, cuando fue haciéndose mayor y comenzaron a vivir en residencias distintas, no se había molestado siquiera en decorar su apartamento. No tenía mucho sentido ya que solo estaba él, y por esa misma razón no había pensado siquiera en poner uno para Paula.
Después de llegar a casa y de que Paula se hubiera quedado dormida tras haber hecho el amor, Pedro había hecho algunas llamadas de emergencia y Gabriel, Melisa y Alejandro se presentaron con un árbol artificial y todo lo necesario para su ornamentación. En silencio lo decoraron en el salón. Pedro dejó las luces encendidas para que Paula las viera cuando se despertara y entrara en el salón a la mañana siguiente. Se moría de ganas de ver su rostro.
Además, se aseguraría a partir de ahora de que todos los
años no le faltara el árbol.
Fue hacia el armario y abrió el cajón superior para sacar el pequeño regalo que tenía envuelto para Paula. Luego volvió a la cama y miró la ventana mientras los primeros rayos de luz iluminaban la habitación.
Estaba preciosa bajo la pálida luz del amanecer. Su pelo estaba desparramado sobre la almohada y los dedos asían suavemente las sábanas. Estaba en su cama, donde de verdad pertenecía.
Se subió a la cama y puso el regalo entre ellos mientras se quedaba tumbado sobre un codo, contento con poder observarla mientras dormía. Podía esperar. Le encantaba verla despertarse con los ojos adormilados y llenos de felicidad. Enturbiada a causa del sueño y con una leve sonrisa en el rostro. Así era cómo se despertaba cada mañana. Como si estuviera agradecida por cada momento que pasaba alejada de su antigua vida.
Le dolía que hubiera tenido que vivir así. Daría lo que fuera por poder eliminarlo de su vida. Pero no podía cambiar el pasado. Aunque estaba más que seguro de que el futuro sí lo cambiaría.
Después de unos momentos, sin poder contener más la tentación, alargó la mano para delinear con un dedo las suaves líneas de su rostro. Siguió la curva de sus pómulos y disfrutó del tacto sedoso de su piel.
Los párpados de Paula se abrieron e inmediatamente sus miradas se encontraron. Los ojos de Paula eran suaves y muy dulces, nublados pero cálidos como si fuera la mujer más feliz del mundo.
¿A qué hombre no le encantaría que su mujer se despertara con esa mirada en el rostro? Como si no hubiera otro lugar en la tierra donde le gustaría más estar.
—Feliz Navidad —murmuró mientras se inclinaba para besarla.
—Feliz Navidad —le respondió.
Pedro empujó el paquete a través de la cama para que estuviera justo frente a ella.
—Tengo un regalo para ti. Bueno, este solo es uno de todos los regalos que tengo para ti.
Ella abrió los ojos con sorpresa.
—Pedro, dijimos que nada de regalos.
Sonaba genuinamente angustiada y a Pedro el pecho se le encogió. Le puso un dedo sobre los labios para callarla.
—No, fuiste tú quien dijo que nada de regalos. Yo nunca dije nada —dijo amablemente.
—Pero yo no tengo nada para ti —soltó ella, agitada.
Pedro sonrió y el corazón se le ablandó.
—Después de lo que me has regalado esta noche pasada, ¿de verdad puedes decir eso ahora?
Ella se ruborizó y bajó la mirada. Sin embargo, él no lo iba a permitir. Le puso un dedo debajo de la barbilla y la obligó a volverlo a mirar.
—Paula, me diste algo más preciado de lo que yo podré darte jamás. Me diste tu confianza. Te entregaste a mí.
Sus mejillas estaban coloradas pero el placer relampagueó en sus ojos.
—Ahora abre el regalo. Te quería dar este por separado.
Paula se impulsó hacia arriba de manera que pudiera sentarse con las piernas cruzadas frente a la caja. Se la quedó mirando como si le fuera a morder. Luego, vacilante, deshizo el lazo que tenía en la parte superior y rasgó el papel de regalo.
Le llevó dos intentos antes de poder abrir la caja y luego sacó una compleja gargantilla de piel con un enorme diamante en forma de lágrima justo en medio, diseñado para que descansara en el hueco de su garganta.
Pedro había pasado bastante tiempo buscando la pieza de joyería adecuada. No era un simple collar.
Estaba bastante lejos de eso. Era un sello de su posesión.
Una señal de propiedad. No es que le fuera a decir eso ahora, claro. Más tarde, cuando estuviera más cómoda en su relación. Por ahora, estaba contento con saber que él sabía lo que era y que ella lo iba a llevar puesto.
Había buscado gargantillas de diamantes. Había mirado piedras preciosas en una selección bastante variada de diseños decorativos. Pero nada había encontrado que le pegara a Paula. Hasta que vio ese diseño rústico con cuero. Él encargó que añadieran la lágrima de diamantes porque elevaba la gargantilla de simple a elegante y cara.
Algo más digno de la mujer que consideraba suya.
—Pedro, es preciosa —susurró—. ¿Me la pones?
Mientras hablaba le tendió la gargantilla. Él la cogió mientras ella se daba la vuelta y le ofrecía su espalda. Paula se recogió el pelo con una mano y él le colocó la pieza de joyería alrededor del cuello antes de cerrar la gargantilla por detrás. Le quedaba perfectamente. Totalmente ceñida a su
delgado cuello.
Cuando se volvió a girar, Pedro pudo ver el efecto completo y era magnífico. Su miembro se sacudió y su cuerpo volvió a la vida al ver el collar alrededor de su cuello. Era suya y ahora el mundo entero lo sabría.
Las bandas de cuero fluían en un diseño delicado, entrecruzándose mientras recorrían toda la longitud de su cuello. El diamante quedaba enredado en el centro y lograba que el collar pareciera refinado y delicado. Justo como Paula. Era increíblemente perfecto. De hecho, ella era perfecta.
—Quiero que lo lleves siempre —le dijo en voz baja—. Nunca te lo quites, prométemelo.
Ella lo miró asombrada, pero su rostro ardía de felicidad.
—Te lo prometo.
Pedro se inclinó y tomó posesión de su boca. La abrió y la saqueó con su lengua hasta que ambos estuvieron jadeando en busca de aire.
—Ponte una de mis batas para no coger frío. Iré a encender la chimenea y luego puedes seguir abriendo el resto de regalos.
Sus labios se fruncieron tristemente.
—Desearía que no me hubieras comprado regalos.
Él sonrió.
—Sé fuerte, nena. Tienes que acostumbrarte al hecho de que te voy a mimar cada vez que tenga la oportunidad de hacerlo. Darte regalos por Navidad es mi regalo. Verte feliz es el mejor regalo que haya podido pedir nunca. Verte abrir las cosas que he comprado para ti hará que estas Navidades sean las mejores que haya tenido en mi vida.
Ella lo sorprendió lanzándose a sus brazos. Lo derribó y lo tiró de espaldas sobre la cama. Lo abrazó con fuerza y le llenó el rostro de besos.
—Gracias. No sabes lo que esto significa para mí —susurró.
Él sonrió tiernamente mientras le apartaba el pelo del rostro.
—No tanto como lo que tú significas para mí. Te lo garantizo.
Pedro le dio una palmadita en el trasero y luego dijo:
—Ahora ya es hora de levantarse. Tienes una sorpresa en el salón.
Ella soltó un suspiro exagerado.
—Pedroooo. —Su nombre salió como un lastimero quejido pero él simplemente sonrió y se la quitó de encima.
—Vamos. Es la mañana de Navidad. Ya es hora de que saques ese culo de la cama para que podamos celebrarlo.
Ella sonrió y se le iluminaron los ojos de emoción. A pesar de que había insistido en que no le comprara regalos, estaba más que claro que iba a sacarle el mayor provecho posible a sus primeras Navidades juntos.
Pedro le acercó una bata para que no cogiera frío. No la quería vestida porque tenía planeado pasar todo el día en la cama justo después de que viera el árbol de Navidad y abriera los regalos.
Tras haberse parado solo a ponerse los pantalones de pijama, tiró de la mano de Paula y la guio hasta el salón.
Ella se quedó completamente paralizada cuando vio el árbol con cientos de luces blancas y los regalos apilados debajo.
Las lágrimas inmediatamente llenaron sus ojos y la boca se le abrió de la sorpresa.
Se giró hacia él con una expresión llena de felicidad y sorpresa.
—¿Cómo lo has hecho? Oh, Pedro, ¡es precioso! ¡Me encanta!
Él la estrechó entre sus brazos y la besó en la frente.
—Feliz Navidad, nena. Ahora ve a abrir los regalos.
Paula se acercó al árbol corriendo como una niña ansiosa y emocionada en la mañana de Navidad. A Pedro le dolía el corazón pensar que ella nunca había tenido esta experiencia, pero se alegraba muchísimo de ser él el primero que se la otorgara.
—Son tan bonitos que no quiero abrirlos —dijo con un tono de voz recogido y reverente.
Él se rio.
—La diversión está en romper el papel tan rápido como puedas.
Sin necesitar más aliento, ella comenzó a arrancar el papel de los paquetes y a exclamar de felicidad mientras los abría uno a uno. Su regalo favorito fueron los zapatos. Le había comprado una selección con tacones altos, brillantes y sugerentes. De todas las cosas que a ella le habían gustado esa primera vez que la había llevado de compras, los zapatos eran lo que más le había llamado la atención.
Había mirado varios pares con tristeza y seguidamente se le paró el corazón al ver el precio que marcaba la etiqueta.
El segundo en su lista de favoritos fue la gran cesta de chocolates selectos de varios sabores.
Tras haber abierto todos los regalos, se lanzó a sus brazos y ambos terminaron en el suelo con él de espaldas y riéndose mientras ella le llenaba el rostro entero de besos una vez más.
Pedro levantó la mirada hacia ella y se deleitó en esa preciosa sonrisa y en la felicidad que brillaba con fuerza en sus ojos.
—Tengo que decir que estas son mis mejores Navidades —dijo él suavemente.
—Espera, esa es mi frase —protestó ella—. ¿Y cómo puedes decir eso? ¡No has tenido ningún regalo!
Él sacudió la cabeza solemnemente.
—Todo lo que quería está aquí entre mis brazos. Tú sonriéndome y mirándome como si te acabara de dar el mundo. Nunca habrá un regalo mejor que este, nena.
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