sábado, 2 de enero de 2016

CAPITULO 3 (PRIMERA PARTE)




—Déjame ver si lo he pillado bien. Nos dejaste tiradas a mí y a las chicas en la discoteca para poder ir a esa aburrida gran inauguración del hotel de tu hermano, y, mientras estabas allí, Pedro Alfonso te arrastró hasta la terraza, te besó, y luego te envió derechita a casa con explícitas instrucciones de que estuvieras en su oficina esta mañana a las diez.


Paula se repantigó en el sofá que estaba enfrente de su compañera de piso y mejor amiga, Carolina, y se restregó los ojos en un intento de deshacerse de esa niebla que la acechaba. No había dormido nada en toda la noche. ¿Cómo podía? Pedro le había dado la vuelta a todo su mundo y, ahora, las diez de la mañana se le estaban echando encima y no tenía ni idea de qué era lo que se suponía que debía hacer.


—Sí. Básicamente, eso fue —respondió Paula.


Carolina hizo una mueca exagerada con los labios y se dio aire con una mano.


—Y yo que pensaba que no podía ser posible que te lo pasaras tan bien como nosotras. Pero vamos, yo te puedo asegurar que a mí no me ha besado ningún multimillonario buenorro.


—Pero ¿por qué? —preguntó Paula con voz inquieta debido a la frustración. Era una pregunta que se había hecho a sí misma repetidas veces durante su vigilia. ¿Por qué la había besado? ¿Por qué la quería ver ahora cuando parecía haber pasado tanto tiempo evitándola?


No había sido una petición. Aunque, bueno, había que tener en cuenta que Pedro Alfonso nunca pedía nada. Él daba órdenes y esperaba resultados. Paula no sabía qué decía eso de ella pero encontraba ese rasgo de su personalidad excitante. La estremecía y la ponía muy caliente por dentro.


Carolina puso los ojos en blanco.


—Te desea, nena. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Eres joven y estás buenísima. Me apuesto lo que quieras a que has estado en sus fantasías una o dos veces a lo largo de todos estos años —Paula arrugó la nariz—. Haces que suene muy mal.


—Oh, por el amor de Dios. ¿Acaso no lo has deseado desde que eras una adolescente? Y es cierto que él nunca se dejó llevar por sus deseos. Pero tienes veinticuatro años ahora, no dieciséis. Hay una gran diferencia.


—Ojalá supiera lo que quiere —dijo Paula con la preocupación haciéndose evidente en su voz.


—Si todavía te estás preguntando eso después de que te amenazara con follarte en la terraza, es que no hay esperanza para ti —dijo Carolina con exasperación. Miró entonces su reloj de manera exagerada y luego levantó la vista en dirección a Paula para dedicarle a su amiga una mirada mordaz.


—Cariño, tienes menos de una hora para arreglarte antes de que te tengas que ir. Te sugiero que te levantes del sofá y vayas a ponerte estupenda.


—No sé ni siquiera qué ponerme —murmuró Paula.


Carolina sonrió.


—Yo sí. Vamos, que tienes a un hombre al que deslumbrar.


¿Deslumbrar? Paula se quería reír. Si alguien estaba deslumbrada, era ella. Estaba tan confundida por los hechos de la noche anterior que iba a ser un completo desastre andante cuando entrara, o si lograba entrar, en la oficina de Pedro.



****


Pedro manoseó con los dedos el contrato que había sacado y se quedó con la mirada fija en la primera página mientras contemplaba mentalmente en silencio el camino exacto que quería tomar con Paula. Era nuevo para él pasar tiempo reflexionando sobre cómo iba a hacerse cargo de la situación. Pedro solo hacía las cosas de una manera: iba directo al grano. Trataba todas sus relaciones personales de la misma manera que dirigía su negocio. No había espacio para las emociones, ni siquiera en una relación. Ya lo habían pillado con los pantalones bajados una vez —completamente por sorpresa, si quería ser cruelmente honesto consigo mismo— y se había jurado que ya no volvería a pasar ni una vez más.


No había nada como volverse un completo idiota por una mujer cuando se había confiado en ella para asegurarse de que nunca más volvería a tropezar en la misma piedra. Eso no significaba que se hubiera propuesto no volver a acercarse a una mujer; le gustaban demasiado. Le encantaba tener a una mujer sumisa entre sus manos y bajo su tutelaje. Pero su estrategia había cambiado. La forma en que lidiaba con ellas había cambiado. No había tenido elección.


Pero Paula…


No podía pretender que no era diferente a cualquier otra mujer que hubiera tenido antes, porque lo era. No era otra cara femenina a la que podía mirar con afecto en la distancia y sin implicarse demasiado.


Las mujeres con las que él elegía estar sabían bien de qué iba el tema. Sabían qué era lo que se esperaba de ellas y lo que podían esperar a cambio.


Paula era la hermana pequeña de Juan. Y yendo mucho más allá, era la muchacha a la que había visto crecer. Joder, había asistido a su graduación del instituto. Recordaba cómo le había gruñido a su pareja para el baile cuando el capullo fue a recogerla a casa. También recordaba lo mucho que había disfrutado al ver cómo el chico se asustó cuando él, Juan y Alejandro le habían dicho claramente lo que podría pasar si no la respetaba en todo momento.


La había visto cuando había visitado a Juan en vacaciones y cuando terminó el instituto. Había ido incluso a su graduación de la universidad.


Esa vez había sido un infierno para él ya que Paula se había convertido en una mujer deslumbrante. Ya no tenía ese aspecto de niña joven e inocente y no se quería ni imaginar cuántos amantes había tenido, eso solo conseguiría cabrearlo. Pero bueno, no es que estuviera preocupado por ellos de todas formas, porque estaban en su pasado y ahí es donde se iban a quedar.


Paula no lo sabía todavía pero iba a ser suya. Él aún no tenía muy claro en su mente lo directo que debería comunicarle su proposición. Ella era. diferente. Más joven, sí, pero también más callada, y quizás hasta más cándida. O a lo mejor solo era su percepción. ¿Quién sabía realmente lo que hacía cuando no estaba bajo el ojo controlador de Juan?


Sin importar cómo decidiera dirigirse a ella, tenía que ser con finura y de manera que no la agobiara por completo ni la asustara sin que pudiera siquiera explicárselo todo bien. 


Porque ni por asomo iba a rendirse o a aceptar un «no». por respuesta cuando por fin había decidido mover ficha.


Y luego también estaba el maldito problema llamado Juan. 


Ese era un factor que aún no había solucionado pero en el que no tenía sentido preocuparse ahora cuando todavía no había captado la atención de Paula. Tendría que lidiar con Juan más tarde.


Un golpe en la puerta hizo que Pedroe levantara la mirada furiosamente. Sus instrucciones para la recepcionista de ACM habían sido claras: no quería que nadie lo molestara. Y aún quedaba todavía más de una hora para que Paula llegara.


Juan y Alejandro entraron tranquilamente por la puerta y el enfado de Pedro solo aumentó. ¿Qué narices estaban haciendo hoy en la oficina? Se suponía que tenían que estar subidos en un avión en dirección a California para reunirse con un contratista y discutir los planes para un nuevo resort.


Los tres hombres viajaban mucho, y a menudo se repartían las tareas de supervisión de proyectos nacionales e internacionales. Tenían varios en diferentes fases de trabajo en este momento, incluido el hotel del que iban a hablar en California, otro que aún estaba en fase de planificación en París y un posible lugar en el Caribe para un resort de lujo. 


Sin embargo, últimamente, Pedro se había quedado en
Nueva York supervisando los últimos detalles del Bentley, su nuevo hotel de lujo en Union Square. Él era el que cerraba las ventas. Era demasiado obsesivo como para confiarles siquiera a sus mejores amigos esa tarea.


Juan y Alejandro eran los intermediarios, como Pedro los llamaba. Y aunque los tres trabajaban conjuntamente en la sociedad anónima, Pedro se encargaba de iniciar los proyectos, de sacarlos a licitación y de obtener hasta el último detalle a su gusto. Luego Juan y Alejandro supervisaban y se aseguraban de que la construcción comenzara y de que las cosas funcionaran bien sin problemas. Y entonces Pedro volvía de nuevo para darle los últimos retoques.


Era un acuerdo que los beneficiaba a los tres bastante bien. 


Además, todos lidiaban con las operaciones diarias y la gerencia de los hoteles y resorts.


Los tres habían sido amigos desde la universidad. Si lo pensaba bien, no estaba siquiera seguro de qué fue lo que los unió además del alcohol, las fiestas de fraternidad y la cantidad de chicas que los perseguían. Simplemente habían congeniado bien desde el principio e hicieron buenas migas.


Las cosas se le habían complicado a Juan cuando sus padres murieron en un accidente de coche y había tenido que asumir la responsabilidad de una hermana mucho más pequeña que él, pero Pedro y Alejandro se unieron a él y le ofrecieron su apoyo. Nunca hubieran permitido que lo hiciera solo.


Un tiempo después, fueron Alejandro y Juan los que lo apoyaron a él durante su público y conflictivo divorcio.


Quizá, de alguna manera, Paula era bastante responsable del fuerte vínculo que había entre los tres. Lo cual era irónico puesto que también podría ser el fin de la relación si Pedro no sabía lidiar bien con la situación.


—¿Qué es lo que te ha puesto de mala leche esta mañana? —dijo Alejandro arrastrando las palabras mientras se dejaba caer en una de las sillas ante la mesa de Pedro.


Juan se sentó en la otra, más callado y ligeramente menos irreverente que Alejandro.


Sí, Juan y Alejandro eran las dos únicas personas que consideraba amigas en el verdadero sentido de la palabra. Confiaba en ellos —las únicas personas en las que confiaba— y tenían su lealtad, que era algo que no ofrecía tan ciegamente a nadie.


Juan era el más callado de los dos, mientras que Alejandro era el guaperas encantador que atraía a las mujeres como moscas. Pedro estaba convencido de que era la combinación de los dos la que hacía que las mujeres se volvieran un poco locas. Desde luego había una larga cola de mujeres que se mostraban dispuestas para hacer un trío con los dos.


Alejandro siempre estaba en la vanguardia. Al ser abierto y el rey del flirteo, hacía que las mujeres se quedaran sin aliento y revoloteando a su alrededor. Pedro sabía de primera mano cómo funcionaba el encanto de Alejandro y cómo las afectaba. Juan, no obstante, simplemente se quedaba detrás, observándolas con esos ojos oscuros y ese comportamiento retraído. Las mujeres lo encontraban un reto y quizá porque consideraban a Alejandro una conquista medianamente fácil, siempre iban tras Juan con determinación solo para descubrir que era inalcanzable.


Los tres hombres tenían sus perversiones y no sentían remordimientos por ello, lo cual fue otro de sus descubrimientos durante sus años de universidad. 


Habían conseguido el suficiente dinero y habían llegado a tal nivel de éxito que habían ido más allá de lo que ninguno de ellos se podía haber llegado a imaginar nunca. No tenían ningún problema en encontrar compañeras de sexo dispuestas, o incluso para una relación más larga, siempre y cuando las mujeres supieran de qué iba el asunto.


Era un acuerdo sobreentendido entre los tres. Ellos jugaban duro pero vivían libres, especialmente tras la debacle del matrimonio de Pedro.


De la misma forma que Pedro y Alejandro habían apoyado a Juan cuando este tuvo que hacerse cargo de Paula, Alejandro y Juan habían sido una ilimitada fuente de ayuda y sostén para Pedro cuando Lisa se divorció de él. También habían sido sus acérrimos defensores cuando Lisa había lanzado acusaciones sin fundamento contra él, que habían dañado su reputación tanto personal como profesional para siempre. Hasta el día de hoy, Pedro aún no entendía qué era lo que había hecho que Lisa se volviera contra él, pero siempre les estaría agradecido a Juan y a Alejandro por su apoyo incondicional durante los peores meses de su vida.


¿Había sido el mejor marido? A lo mejor no, pero sí que le había dado a Lisa todo lo que él pensó que quería y deseaba. Sus perversiones sexuales eran consensuadas, él nunca la había forzado a hacer nada que ella no deseara hacer también, así que el simple hecho de recordar las acusaciones de Lisa aún lo ponía furioso.


Lo habían crucificado en los medios de comunicación y en el juicio por su divorcio, mientras que Lisa había salido de todo el asunto como la víctima de un cabrón manipulador y abusador.


Desde entonces, no había entrado en ninguna otra relación sin tener documentos legales y de completa privacidad firmados por ambas partes. Era posible que algunos lo vieran un tanto extremo, o incluso ridículo, pero tenía demasiado que perder como para volver a arriesgarse a tener otra Lisa yendo detrás de él. —Se suponía que vosotros dos teníais que estar en un avión de camino a California —dijo Pedro con impaciencia. Juan entrecerró los ojos.


—Nos vamos dentro de media hora. El piloto nos llamó diciendo que había un problema mecánico con el avión. Lo más temprano que podemos despegar es a las once, cuando el hombre pueda conseguir otro avión con combustible y haya presentado los planes de vuelo.


Pedro hizo un cálculo mental. Los dos se habrían ido mucho antes de que Paula llegara. Solo esperaba que ella no fuera del tipo de mujer superpuntual que llegaba temprano a todas partes. Por mucho que él fuera un maniático del tiempo y odiara a la gente que no era puntual, esta era una excepción que estaba dispuesto a pasar por alto.


Bajo el escritorio, los puños de Pedro se abrían y cerraban en puños una y otra vez. Paula había sido lo único que había ocupado su mente desde que había entrado en el gran salón del hotel la noche anterior.


Ahora que se estaba permitiendo pensar en ella como algo más que la hermana pequeña de su mejor amigo, una crispación que desafiaba a la lógica lo consumía.


Pedro solo podía describir lo que sentía como… impaciencia. Expectación. La adrenalina recorría sus venas; Paula había revuelto su mundo perfectamente ordenado y le estaba dando la vuelta sin parar.


Apenas podía esperar a tenerla bajo su mano y dirección; la sangre se le calentaba solo de pensar en ello.


Dios, se ponía duro solo de pensar en ella y estaba sentado justo enfrente de sus dos mejores amigos.


El concepto de peligroso no empezaba siquiera a describirlo. 


Solo esperaba que los dos se quedaran justo donde estaban y no se dieran cuenta.


Y sabiendo que, si no sacaba el tema, Juan le haría muchas más preguntas sobre por qué no lo había mencionado antes, lo miró directamente a los ojos y dijo:
—Te perdiste a Paula anoche en la inauguración.


Juan se enderezó en la silla con el ceño fruncido.


—¿Estuvo allí?


Pedro asintió.


—Te quería dar una sorpresa. Llegó un poco más tarde de que desaparecierais con la morena. 
Juan soltó una maldición y suspiró exageradamente con disgusto.


—Mierda. No tenía ni idea de que tuviera planeado ir. Ojalá me lo hubiera dicho. Me habría asegurado de estar allí. ¿Qué pasó? ¿Hablaste con ella? ¿Se quedó mucho tiempo?


—Me hice cargo de ella —dijo Pedro de forma casual—. Le dije que te tuviste que ir. Bailé una pieza con ella y luego la mandé a casa en coche. Habrías tenido un ataque al corazón de haberla visto con lo que llevaba puesto.


Las comisuras de los labios de Alejandro se arquearon en una sonrisa.


—Nuestra pequeña Paula está creciendo. 
Juan le gruñó.


—Cierra la puta boca, tío —entonces volvió a mirar a Pedro—. Gracias por cuidar de Paula. No es el mejor sitio para ella, especialmente si tienes razón sobre lo que llevaba puesto. Entre toda la panda de viejos verdes que están buscando alejarse de sus mujeres, Paula habría sido como el Santo Grial. Ni de coña van a apuntarse otro tanto con ella.


Pedro debería haberse sentido culpable, pero él ya sabía que iba a ir al infierno por todo lo que tenía planeado hacerle a Paula y por lo que había pensado para ella. Ella no iba a ser otra más en su vida, así que podía dejar de lado toda inquietud que el comentario enfadado de Juan le hubiera provocado.


El interfono de Pedro sonó.


—Señor Alfonso, una tal señorita Houston acaba de llegar y pregunta por el señor Chaves y el señor McIntyre.


Pedro arqueó las cejas.


—¿Os lleváis a la morena a California?


Alejandro sonrió.


—Joder, claro. Hará que el viaje se haga mucho más corto —Pedro sacudió la cabeza—. Déjala entrar, Eleanora.


Un momento después, la preciosa morena con la que Pedro había visto a Juan y a Alejandro la noche anterior entró en la oficina. Los altos tacones que llevaba repiqueteaban en el suelo de mármol hasta que se silenciaron una vez hubo pisado la alfombra.


Alejandro estiró uno de sus brazos y la mujer se sentó cómodamente en su regazo con las piernas rozando a Juan. Juan posó una mano en su pantorrilla y la deslizó posesivamente en dirección norte hasta llegar a su rodilla sin mirarla en ningún momento. Era como si solo le estuviera recordando que, al menos por el momento, ella era suya.


Pedro no pudo evitar hacer comparaciones entre la mujer que estaba sentada en el regazo de Alejandro y Paula, lo cual era estúpido dado que una no estaba a la misma altura de la otra. Esta mujer era mayor, tenía más experiencia y sabía muy bien cuál era el tema que tenía con Juan y Alejandro. Paula no tenía ni idea de lo que Pedro estaba pensando para ella, y tendría suerte si no salía corriendo y gritando de su oficina.


En el pasado, a Pedro no le habría importado lo más mínimo la escena que tenía ahora mismo frente a él. No era nada raro que Juan y Alejandro trajeran a una mujer a sus oficinas. Pero hoy estaba desesperado por que se fueran. No quería que Paula estuviera más incómoda de lo necesario y estaba más que claro que no quería a Juan al tanto de lo que tenía en mente para su hermana pequeña.


Pedro deslizó la mirada exageradamente a su reloj y luego volvió a alzarla para mirar a Alejandro, que tenía el brazo alrededor de la voluptuosa mujer. Joder, ni siquiera se habían molestado en presentársela, lo cual era señal de que no tenían previsto tenerla con ellos durante mucho tiempo.


—¿El coche os recoge aquí? —preguntó Pedro.


—¿Te estamos molestando? —inquirió Juan.


Pedro se reclinó hacia su silla y se obligó a poner cara de aburrimiento.


—Solo tengo muchos correos electrónicos y mensajes que debo atender y me gustaría ponerme al día. Ayer no pude terminar de hacer absolutamente nada con todos los detalles de última hora de los que me tuve que hacer cargo para la inauguración.


Alejandro resopló.


—Haces que suene como si nos estuvieras intentando echar en cara que Juan y yo estuviéramos notablemente ausentes y no tuvieras más remedio que hacerte cargo de todo tú solo. Pero ya sabemos lo controlador que eres, así que no tenía mucho sentido que Juan o yo intentáramos ayudarte cuando el universo se desmorona si no lo tienes todo organizado como tú quieres.


—Cabrón obsesivo —dijo Juan mostrándose de acuerdo con Alejandro.


La morena se rio tontamente y el sonido molestó a Pedro


Ella podría ser mayor que Paula, y podría tener más experiencia, pero él no recordaba que Paula se hubiera reído nunca como una estúpida adolescente.


—Salid de mi despacho de una puta vez —dijo Pedro con el ceño fruncido—. A diferencia de vosotros dos, yo tengo trabajo que hacer. Llevad vuestros culos hasta California y planificarlo todo con el contratista. Tenemos que estar seguros de que empezamos a construir a tiempo. No quiero tener una bandada de inversores enfadados detrás de mí cuando me he pasado los últimos meses lamiéndoles el culo para traerlos a nuestro terreno.


—¿He fallado alguna vez? —le preguntó Alejandro en tono burlón.


Pedro movió su mano en un gesto despectivo. No, Alejandro nunca había fallado, y Pedro no estaba preocupado por eso. Los tres formaban un buen equipo. Sus puntos fuertes y débiles se los complementaban unos a otros muy bien.


ACM no era solamente un negocio. Era una sociedad anónima que había nacido de la amistad de los tres hombres y de una increíble lealtad. Justo lo que Pedro iba a poner a prueba porque estaba obsesionado con la hermana pequeña de Juan. Que lo ahorcaran si eso no estaba mal.


Por suerte, Juan se levantó y deslizó la mano por la pierna de la mujer. La levantó del regazo de Alejandro y la colocó cómodamente entre los dos mientras caminaban a la vez hasta la puerta del despacho de Pedro.


Juan se detuvo y se dio la vuelta un momento. Tenía el ceño fruncido.


—Intentaré llamar a Paula antes de irme, ¿pero puedes echarle un ojo mientras estoy fuera? Asegúrate de que esté bien y de que no necesita nada. Siento mucho no haber estado anoche allí con ella —Pedro asintió ligeramente con cuidado de mantener controlada la expresión de su rostro.


—Me ocuparé de ello.


—Gracias, tío. Ya hablaremos cuando estemos en la otra costa.


—Mantenme informado de cómo van yendo las cosas —dijo Pedro. Alejandro sonrió—. Loco controlador.


Pedro le enseñó el dedo corazón y, a continuación, él y Juan salieron de la oficina con su última conquista situada entre ambos. Pedro se reclinó de nuevo en su silla y volvió a bajar la mirada hacia su reloj. El alivio tomó posesión de su cuerpo cuando vio que aún tenía media hora más antes de que Paula llegara.


Y Juan y Alejandro ya estarían bien lejos para entonces.








CAPITULO 2 (PRIMERA PARTE)




Pedro Alfonso iba a arder en el infierno y no le importaba una mierda. Desde el momento en que Paula Chaves entró en el gran salón del hotel Bentley, donde ACM Global Resorts y Hoteles estaba celebrando su gran inauguración, no había podido dejar de mirarla.


Al ser la hermana pequeña de su mejor amigo se encontraba en terreno prohibido. Pero ya no era tan pequeña y él claramente se había percatado de ello. Se había convertido en una perversa obsesión contra la que había intentado luchar, pero que había terminado haciéndole ver que era incapaz de resistir su poderoso atractivo.


Y ya no iba a combatirlo más.


El hecho de que ella estuviera aquí esta noche y Juan no se encontrara cerca solo le puso las cosas más fáciles a Pedro para tomar la decisión de que ya era hora de que empezara a mover ficha.


Le dio un sorbo a la copa de vino que tenía en la mano y escuchó educadamente al grupo de personas con las que estaba conversando. O mejor dicho, con las que se estaba mezclando, ya que él raramente se paraba a hablar de nada que no fuera casual y cortés mientras caminaba entre toda la multitud.


No tenía ni idea de que ella fuera a estar allí. Juan no le había dicho ni una palabra. Aunque, ¿acaso lo sabía él? 


Pedro pensó que lo más seguro era que no, ya que no habían pasado ni cinco minutos desde que Juan y Alejandro habían escoltado a una morena alta, de piernas largas, hacia una de las lujosas suites de la última planta.


Juan no se hubiera marchado —ni siquiera por una mujer— de haber sabido que Paula iba a estar aquí.


Pero el que Juan no estuviera solo hacía las cosas mucho más fáciles.


Pedro observó a Paula mientras la joven recorría la sala con la mirada. Tenía el ceño fruncido y se la veía concentrada, como si estuviera buscando a alguien entre el gentío. Un camarero se detuvo a su lado y le ofreció una copa de vino, y, aunque cogió una de las elegantes y largas copas de cristal, no se la llevó a los labios.


Llevaba puesto un vestido arrebatador que realzaba su figura justo en los lugares que hacían falta y unos zapatos que gritaban que la hicieran suya en cualquier momento. 


Además, para completar el modelito, llevaba un peinado alto que prácticamente estaba pidiendo en voz alta que le desataran el recogido de un tirón. Unos rizos oscuros caían suavemente por encima de sus hombros y guiaban la atención de todo hombre hasta ese fino cuello que estaba suplicando que lo besaran. Pedro se sentía bastante tentado de atravesar el salón y de ponerle su abrigo sobre los hombros para que nadie pudiera ver lo que él ya consideraba como suyo. Dios, que lo colgaran si eso no hacía que toda la situación fuera mucho más descabellada. 


Ella no era nada de él; aunque, bueno, eso también iba a cambiar pronto.


Su vestido de noche dejaba los hombros al descubierto y estaba atrayendo la atención de todo el mundo hacia sus pechos. Para entonces Pedro ya sabía con toda seguridad que no quería a nadie más mirándola. Pero nada podía hacer para evitar las miradas. Paula era el centro de atención de todo un salón repleto de hombres que se la estaban comiendo, tal y como él lo hacía, con ojos depredadores.


Llevaba una delicada gargantilla de un solo diamante y, a juego, unos pendientes también de diamantes. Se los había regalado la Navidad del año anterior. Por eso le llenaba de satisfacción verla lucir las joyas que él mismo había comprado especialmente para ella, ya que, para Pedro, eso solo significaba estar un paso más cerca del inevitable destino que la haría suya.


Ella aún no lo sabía, pero Pedro ya había esperado más que suficiente. Había soportado durante mucho tiempo sentirse como si fuera un delincuente de la peor calaña por haber deseado a la hermanita pequeña de su mejor amigo. 


Cuando Paula cumplió los veinte, la forma en que Pedro la miraba cambió considerablemente. Pero aun así, él tenía treinta y cuatro años y sabía perfectamente que ella todavía
seguía siendo demasiado joven para lo que él esperaba de ella.


Así que había esperado.


Paula era su obsesión, y, pese a que le incomodaba reconocerlo, también era una droga que corría por sus venas y de la que no quería desintoxicarse. Ahora que ella tenía veinticuatro, la diferencia de edad no parecía ser tan infranqueable. O eso se decía a sí mismo. Juan se pondría hecho un basilisco igualmente — al fin y al cabo, Paula siempre sería su hermanita pequeña—, pero Pedro estaba dispuesto a correr el riesgo. Por fin probaría un pedacito de su fruta prohibida.


Oh, sí. Pedro tenía planes para ella, ahora solo tenía que ponerlos en práctica.


Paula le dio un cauto sorbo a su copa de vino —la cual había cogido con el único fin de no sentirse tan fuera de lugar entre la inmensa marea de gente rica y atractiva— y recorrió la habitación con la mirada en busca de Juan. Le dijo que estaría en la fiesta y al final había decidido darle una sorpresa presentándose en la gran inauguración del nuevo hotel de la cadena ACM.


El moderno y exuberante edificio estaba situado en Union Square y estaba destinado a albergar a una clientela de lo más exclusiva. Juan y sus dos mejores amigos se relacionaban y vivían en ese mundo.


Habían trabajado muy, muy duro para llegar a donde estaban; habían tenido más éxito de lo que nadie se podía imaginar y lo habían conseguido cuando llegaron a los treinta.


Con treinta y ocho años eran conocidos como los hoteleros con más éxito del mundo. Aun así, seguían siendo su hermano mayor y sus mejores amigos. Bueno, menos Pedro


Aunque quizá ya iba siendo hora de que superara las bochornosas fantasías de adolescente en lo que a él se refería. A los dieciséis era comprensible; con veinticuatro, solo la hacía parecer desesperada e ingenua.


Alejandro y Pedro habían nacido rodeados de riqueza. Ella y Juan, no. Y ella aún seguía sin sentirse completamente cómoda en los círculos en los que su hermano se movía. 


Aun así, estaba extremadamente orgullosa de Juan por haber conseguido tanto éxito en la vida, especialmente al haberse visto de repente con una hermana pequeña a la que cuidar tras la inesperada muerte de sus padres.


Pedro tenía buena relación con sus padres, o al menos así era mientras estaban casados. Pero sin que nadie lo esperase, su padre se divorció de su madre justo después de su trigésimo noveno aniversario.


Con respecto a Alejandro, su situación, en el mejor de los casos, podía considerarse como interesante, diplomáticamente hablando. Alejandro no se llevaba bien con su familia… con ninguno de ellos. 
Se independizó cuando era muy joven y de este modo rechazó el negocio de la familia, y, por tanto, también su dinero. Probablemente su éxito era de lo más irritante para su familia porque lo había conseguido él solo y no gracias a ellos.


Paula sabía que Alejandro nunca pasaba tiempo con ninguno de ellos. Pasaba la mayor parte de su tiempo con Juan y Pedro, aunque más precisamente con Juan. Este le había dejado claro a Paula que los miembros de la familia de Alejandro eran, según sus palabras, unos gilipollas, y ella lo había dejado ahí… No es que hubiera tenido la oportunidad de conocerlos tampoco. Ellos hacían como que ACM no existía.


Paula quería darse la vuelta y desaparecer cuando dos hombres comenzaron a acercársele sonriendo como si fueran a llevarse el premio de la noche. Pero todavía no había encontrado a Juan y no se iba a ir tan rápidamente cuando se había tirado tanto tiempo arreglándose para la inauguración. Especialmente, por si daba la casualidad de que se encontraba con Pedro.


Patético, sí. Pero qué se le iba a hacer…


Sonrió y se preparó para enfrentarse a ellos. Estaba determinada a no avergonzar a su hermano actuando como una imbécil en su gran noche.


Pero entonces, para su sorpresa, Pedro apareció caminando entre la multitud con el ceño fruncido y una mala cara que estropeaba sus perfectas facciones. Adelantó a los dos hombres que se le estaban acercando y la sujetó del brazo para llevársela de allí eficazmente antes de que los tipos llegaran hasta ella.


—Hola a ti también, Pedro —dijo con voz temblorosa.


Había algo en él que la volvía estúpida. No podía hablar, no podía pensar, no podía formar ni un solo pensamiento coherente. Pedro seguramente creería que era un milagro que hubiera acabado la carrera universitaria y se hubiera graduado con matrícula de honor. Incluso aunque tanto él como Juan pensaran que era una carrera completamente inútil. Juan hubiera preferido que Paula hubiera estudiado
Empresariales y que se hubiera involucrado en el «negocio familia».. Pero ella no sabía todavía qué era lo que quería hacer, y esa era otra fuente de exasperación para su hermano.


Esa situación le hacía sentirse culpable porque se había podido permitir el lujo de tardar en tomar decisiones. Juan siempre le había proporcionado todo tipo de cosas… un apartamento, todo lo que necesitaba, aunque después de graduarse Paula había intentado no depender de él.


Toda la gente con la que se había graduado ya había encontrado trabajo, se estaba labrando un futuro.


Ella aún estaba trabajando a tiempo parcial en una pastelería y seguía dándole vueltas a qué era lo que
quería hacer con su vida.


Y esas dudas tenían mucho que ver con las ingenuas fantasías referentes al hombre que la tenía cogida del brazo. Realmente tenía que superar esa fijación que tenía con él y pasar página. No podía pasarse la vida entera con la ridícula idea de que algún día se fijaría en ella y decidiría que tenía que hacerla suya.


Se embebió en su imagen con ansia, como una adicta a la espera de su siguiente dosis o como si hubiera pasado demasiado tiempo sin tomarla. Él era el hombre cuya presencia llenaba cualquier habitación en la que se encontrara. Su pelo negro y corto estaba arreglado con los mínimos productos, solo los justos para darle ese aspecto caro y sofisticado.


Tenía esa presencia de chico malo que volvía locas a todas las mujeres, además de esa actitud de «todo me importa una mierda».. Todo lo que Pedro quería lo conseguía. La seguridad en sí mismo y su arrogancia eran dos cosas que le atraían de él. Bueno, que siempre le habían atraído de él. 


Era incapaz de luchar contra la atracción que sentía y Dios sabía que lo había intentado durante años, pero su obsesión
parecía no mostrar ningún signo de rendición.


—Paula —dijo con voz grave—. No sabía que vendrías. Juan no me dijo nada.


—No lo sabe —contestó ella con una sonrisa—. Decidí darle una sorpresa. Por cierto, ¿dónde está que no lo veo?


Un ligero desasosiego se instaló en los ojos de Pedro—se tuvo que ir. No estoy seguro de si volverá.


Su sonrisa desapareció.


—Oh —bajó la mirada tímidamente—. Supongo que he desperdiciado un precioso vestido para nada.


Pedro deslizó la mirada vagamente por todo su cuerpo. Ella se sintió como si la hubiera desnudado sin apenas esfuerzo — Es un vestido precioso.


—Probablemente debería irme. No tiene mucho sentido que me quede si Juan no está.


—Te puedes quedar conmigo —soltó él de repente.


Los ojos de Paula se abrieron como platos. Pedro nunca había hecho nada por pasar tiempo con ella.


De hecho, parecía como que intentaba evitarla, y eso era más que suficiente para acomplejarla. Aunque también había sido atento con ella. Le enviaba regalos en ocasiones especiales y se aseguraba de que tuviera todo lo que necesitaba —que no era porque Juan la hubiera descuidado alguna vez—, pero nunca había intentado pasar más de unos pocos momentos en su presencia.


—¿Quieres bailar? —le preguntó él.


Ella se le quedó mirando perpleja mientras se preguntaba dónde estaba el verdadero Pedro Alfonso.


Pedro no bailaba. Bueno, sabía bailar, pero raramente lo hacía.


La pista de baile estaba abarrotada de parejas. Algunas eran mayores y otras de la edad de Pedro. No vio a nadie de su misma edad, aunque si lo pensaba fríamente la mayoría de los invitados eran de una clase superrica y muy elegante a la que la mayoría de los jóvenes de veinticuatro años ni siquiera pertenecía.


—Eh, claro —dijo ella. ¿Por qué no? Se hallaba en la fiesta tras haberse pasado dos horas arreglándose. ¿Por qué desperdiciar un vestido maravilloso y unos zapatos increíbles?


Él colocó la mano en su espalda, gesto que para Paula fue como si la hubiera marcado. Apenas pudo reprimir un escalofrío mientras la guiaba hasta el área reservada para bailar. Bailar con él era una muy mala idea lo mirara como lo mirase. ¿Cómo se suponía que iba a superar su encaprichamiento si continuaba buscando su compañía? 


Pero vamos, ni soñando iba a desperdiciar la oportunidad de estar entre sus brazos aunque solo fuera por unos pocos minutos. Unos pocos minutos que serían impresionantes y gloriosos.


La sensual melodía del saxofón mezclado con la vibración del piano y los graves sonidos de un contrabajo conformaban la música que invadía las venas de Paula cuando Pedro la deslizó entre sus brazos.


Era embriagadora y cautivadora, y la hacía sentir como si estuviera en medio de un sueño de lo más vívido.


La mano de Pedro se deslizó por su espalda hasta colocarla justo en la parte que no cubría la tela del vestido por su corte escotado. El tejido desaparecía justo encima de sus nalgas, lo que ella consideraba una provocación seductora que no había estado muy segura de llevar. Ahora se alegraba
considerablemente de haberlo hecho.


—Es una maldita suerte que Juan no esté aquí —dijo Pedro.


Ella ladeó la cabeza y alzó la mirada confusa.


—¿Por qué lo dices?


—Porque le daría un ataque al corazón si te viera con ese vestido. Que no es que tenga tela suficiente como para llamarlo vestido, de todos modos —ella sonrió y el hoyuelo se le marcó mucho más en la mejilla


—Bueno, pero como Juan no está aquí, no puede decirme nada, ¿verdad?


—No, pero yo sí —soltó inopinadamente. Su sonrisa entonces desapareció.


—No necesito tener dos hermanos mayores, Pedro. Te aseguro que con uno tengo más que suficiente.


Él entrecerró los ojos y sus labios quedaron sin expresión.


—No tengo ninguna intención de ser tu maldito hermano mayor.


Ella le lanzó entonces una mirada herida. Si pasar tiempo con ella era tanta lata, ¿por qué se le había acercado? ¿Por qué no había continuado con lo que había estado haciendo durante todo ese maldito tiempo y la había ignorado?


Paula retrocedió y provocó que el cálido hormigueo que sentía en la piel por haber estado tan cerca de él, por haber tenido sus brazos rodeándola y por haber sentido sus manos encima de su cuerpo lentamente se fuera disipando. No tendría que haber ido a la inauguración. Había sido estúpido y poco inteligente.


Lo único que tendría que haber hecho era llamar a Juan y ahora no se encontraría de pie, en el centro de la pista de baile, avergonzada por culpa del rechazo de Pedro.


Los ojos de Pedro se entrecerraron de nuevo mientras asimilaba su reacción. Luego suspiró, se giró de repente y casi se la llevó a rastras hasta la terraza. Las puertas estaban abiertas, por lo que el aire fresco de la noche entraba en la estancia. Entonces Pedro salió y la arropó bajo su brazo de forma protectora.


Estaba de nuevo entre sus brazos, envuelta en su calor. Paula podía hasta olerlo, y, dios, olía increíblemente bien.


Él no dejó de andar hasta que estuvieron bien alejados de la puerta y entre las sombras que proporcionaba el saliente. 


Las luces de la ciudad titilaban y deslumbraban el cielo, y los sonidos del tráfico en la distancia rompían el silencio y la calma.


Durante un largo momento se dedicó simplemente a mirarla fijamente, y ella se preguntó qué era lo que había hecho que lo había ofendido tanto.


Su olor, un toque a especias pero sin ser muy fuerte, la provocaba. La colonia que llevaba armonizaba con su personalidad, complementaba su olor natural a la vez que le daba ese toque tentador a hombre, a fuerza, a bosque, a aire libre y a sofisticación.


—A la mierda —murmuró Pedro. Era un sonido de resignación, como si estuviera rindiéndose a alguna fuerza desconocida.


Antes de que ella pudiera responder, él la atrajo hasta atraparla contra su duro pecho. La boca de Paula se entreabrió de la sorpresa y soltó un pequeño suspiro. Sus labios estaban tan cerca de los de él que era más bien un tormento. Podía sentir su respiración y advertir el latido que se le había formado en la sien.


Tenía la mandíbula fuertemente apretada como si se estuviera conteniendo a sí mismo. Pero entonces pareció perder la batalla.


Estampó su boca en la de ella de forma firme y acalorada… realmente exigente. Y, oh, Dios, a ella le encantaba. La lengua de Pedro presionó contra sus labios de forma sensual y ardiente y se deslizó sobre la de ella al mismo tiempo que le acariciaba el paladar juguetonamente y se arremolinaba alrededor de su lengua en un delicado baile a dos. Él no solo la besó, sino que la devoró. La poseyó con solo un beso. En
ese pequeño período de tiempo, ella pertenecía por completo a Pedro Alfonso. Cualquier otro hombre que la hubiera besado se había quedado inevitablemente entre las sombras.


Paula suspiró y se permitió derretirse por entero entre sus brazos. De repente no sentía ninguna estructura ósea en su cuerpo, solo buscaba más. Más. Más de él. Más de su calor, de sus caricias y de su boca pecaminosa. Era todo lo que ella había podido soñar y más. Sus fantasías e imaginación no eran nada en comparación con la realidad.


Pedro le rozó los labios con los dientes y los mordió con ganas. La punzada de dolor que sintió era suficiente como para decirle quién era el que estaba a cargo de la situación. Pero entonces él suavizó sus movimientos y reemplazó sensualmente los dientes por la lengua, a lo que le siguieron pequeños y suaves besos sobre todo el arco de su boca.


—Que me cuelguen, pero he querido hacer esto desde hace muchísimo tiempo —dijo con voz rasposa.


Paula estaba estupefacta. Sus piernas le temblaban y rezó para que no se desplomara contra el suelo por culpa de los tacones que llevaba. Nada la podía haber preparado para lo que acababa de pasar. Pedro Alfonso la había besado. 


Bueno, no solo la había besado, sino que la había arrastrado literalmente hasta la terraza y la había arrollado allí mismo.


Los labios aún le hormigueaban debido a la sensual invasión. Estaba mareada. Completamente borracha. Era como estar totalmente intoxicada. Colocada. Y ella no había bebido tanto, por lo que supo perfectamente bien que no estaba reaccionando al alcohol. Era a él, simple y llanamente. Pedro era letal para sus sentidos.


—Deja de mirarme así, como si esto te fuera a meter en serios problemas —gruñó Pedro.


Si se refería a la clase de problemas excitantes que ella sospechaba, no le importaría lo más mínimo.


—¿Cómo te estoy mirando? —le preguntó ella con voz ronca.


—Como si quisieras que te arrancara del cuerpo ese vestido que llevas por excusa, y te follara aquí mismo en la terraza.


Paula tragó saliva con fuerza. Probablemente era mejor no decir nada, aún no estaba completamente segura de lo que acababa de pasar. Sus sentidos se tambaleaban y no terminaba de hacerse a la idea de que Pedro Alfonso la acababa de besar y había hablado de tirársela allí mismo en la terraza del hotel.


Él se acercó de nuevo a Paula hasta que su calor la consumió y la engulló. El latir de su corazón en el cuello era inusual y su respiración, irregular y tensa.


—Ven a verme mañana, Paula. A mi oficina. A las diez.


—¿P-por qué? —tartamudeó Paula.


Su expresión era dura y sus ojos brillaban con una fiereza que ella no supo interpretar.


—Porque te he dicho que lo hagas.


Los ojos se le abrieron como platos, pero él, a continuación, la cogió de la mano y la guio hasta la entrada del salón. No se paró ni una vez, sino que continuó andando hasta que llegaron al vestíbulo del hotel. Paula hizo esfuerzos sobrehumanos por mantener el ritmo de sus decididos pasos mientras sus tacones repiqueteaban contra el pulido suelo de mármol.


Su mente era un completo frenesí.


Pedro, ¿adónde vamos?


Salieron y él hizo un gesto a su portero, que se precipitó hacia donde ellos se encontraban nada más ver a Pedro. Unos segundos más tarde, un coche negro y elegante se detuvo justo en la entrada y Pedro la metió dentro.


Él se quedó de pie, inclinado hacia delante de manera que pudiera ver el interior del coche mientras agarraba la puerta con fuerza.


—Te vas a ir a casa y te vas a quitar ese maldito vestido —le dijo—. Y mañana vas a venir a mi oficina a las diez —Pedro comenzó a cerrar la puerta pero entonces cambió de parecer y volvió a inclinarse para mirarla fijamente otra vez—. Y, Paula, espero por tu bien que estés allí.