sábado, 30 de enero de 2016
CAPITULO 3 (TERCERA PARTE)
Pedro se adentró en la pequeña galería y rápidamente miró en derredor. Daba la impresión de que se trataba de un marchante pequeño con no muchos artistas reconocidos en la exposición. Probablemente trabajara solo con artistas independientes. Esos que aún tenían que ser descubiertos.
Esos que exponían sus trabajos con esperanzas de ser descubiertos.
Sus ojos se posaron inmediatamente en una pintura de la pared y supo sin lugar a dudas que se trataba de uno de los trabajos de Paula. Mostraba su estilo. Brillante. Vibrante.
Despreocupado. La sentía a ella cuando miraba su cuadro.
La veía, le recordaba el modo en que le había sonreído, ese
océano que eran sus ojos en el que podría hundirse. Sí, era de ella, estaba claro. No había ninguna duda.
—¿Puedo ayudarle?
Pedro se giró y vio a un hombre mayor sonreírle. Estaba vestido con un traje viejo y unos zapatos desgastados y llevaba unas gafas que atraían la atención de las arrugas de su frente y del contorno de sus ojos.
—Paula Chaves —dijo Pedro de sopetón—. ¿Expone su trabajo aquí?
El hombre pareció sorprenderse pero luego sonrió de nuevo y se volvió hacia la pared.
—Sí. Es buena. No muy centrada, no obstante. Creo que esa es la razón por la que no ha vendido. Es muy generalista y su estilo no ha emergido todavía. Uno que sea identificable, si sabe a lo que me refiero.
—No, no lo sé —dijo Pedro con impaciencia—. Me gusta. Me gusta su trabajo. ¿Es todo lo que tiene de ella expuesto?
Las cejas del hombre se alzaron.
—No. Para nada. Tengo varias piezas suyas. Solo expongo unas pocas a la vez. Tengo que utilizar el espacio para exponer lo que vende, y solo he vendido uno o dos de sus cuadros, desafortunadamente. En realidad he reducido su número de obras expuestas solo porque no se mueve bien.
—Los quiero todos.
La sorpresa aún era evidente en el rostro del hombre pero se precipitó inmediatamente a la pared para bajar el cuadro que primero había llamado la atención de Pedro. Estaba enmarcado. No muy bien, así que claramente iba a reemplazarlo por otro que fuera más merecedor de su talento. Pero primero tenía que comprar todos sus cuadros y hacerle saber al hombre que cualquier otra cosa que Paula
trajera era suyo.
Tras unos pocos minutos, el hombre había bajado la última pintura y se dirigía hasta la mesa que había frente a la galería. Luego se paró y se giró, en su rostro se dibujaba una expresión pensativa.
—Tengo uno más. Detrás. Lo trajo hace dos días. No tenía espacio para colgarlo, pero no tuve tan mal corazón de decirle que no. No cuando ya le había dicho que no podría cogerle nada más hasta que vendiera algo.
—También lo quiero —soltó Pedro.
—¿Sin verlo?
Pedro asintió.
—Si ella lo pintó, lo quiero. Quiero cada cuadro de ella que tenga.
La expresión del hombre se iluminó.
—Bueno, entonces perfecto. ¡Estará encantada! Me muero por contárselo.
Pedro levantó la mano para parar al hombre antes de que fuera a la trastienda para sacar la pintura.
—Dígale lo que quiera, pero no le dé mi nombre ni ninguna otra información sobre mí. Quiero completo anonimato o rompo el trato, ¿entendido? Y lo que es más, voy a dejarle mi tarjeta. Si trae algo más, llámeme. Quiero todo lo que traiga. Le pagaré el doble por todo lo que actualmente tiene,
siempre y cuando se asegure de que ella se lleva su parte. Y averiguaré si la ha timado, así que no piense en ello siquiera. Pero ese dinero extra además me asegura ser la primera opción para cualquier cosa que le traiga —y voy a comprar todo lo que traiga—, así que sería lo mejor para sus intereses que la deje traer todo lo que sea que quiera.
—P… por su… supuesto —tartamudeó el hombre—. Lo haré como usted quiera. No sabrá nada más que a alguien le gustó su trabajo y quería todo lo que tenía. Estará encantada. Yo, por supuesto, le diré que es libre de traer lo que quiera.
Pedro asintió.
—Bien. Entonces nos entendemos.
—Absolutamente. Déjeme traer la pintura de la trastienda. ¿Le gustaría llevárselos hoy, o que se los entreguen en casa?
—Me llevaré este conmigo —murmuró Pedro haciéndole un gesto al primer cuadro que había visto en la pared—. Los otros que me los envíen a mi apartamento.
El hombre asintió y luego se apresuró a entrar en la trastienda para volver un momento después con un cuadro sin enmarcar envuelto en una funda protectora.
Un momento después, Pedro le entregó al vendedor su tarjeta de crédito y observó cómo el hombre sumaba el importe de todos los cuadros. No estaba seguro de cuánta comisión habría, pero con lo que había pagado, Paula debería tener suficiente para solventar cualquier problema de dinero que tuviera a corto plazo.
¿A largo plazo? Pedro no estaba preocupado por eso, porque aunque Paula no tuviera ni idea de sus intenciones —todavía—, él las tenía todas puestas en que el largo plazo lo incluyera a él.
CAPITULO 2 (TERCERA PARTE)
Pedro se encontraba sentado en su oficina, con la puerta cerrada, pensando en el informe que tenía frente a él. No era un documento para la empresa. No era ninguna tabla financiera. Ningún correo electrónico que tuviera que responder. Era un documento sobre Paula Chaves.
Había actuado rápido y le había pedido un favor a la misma agencia a la que había recurrido para investigar a Vanesa, que había cabreado a Juan seriamente por entonces. Eran buenos y, más importante aún, eran rápidos.
Tras su encuentro con Paula en el parque, no había podido quitársela de la cabeza. No había podido hacer desaparecer esa fijación que tenía con ella. No estaba siquiera seguro de cómo llamarlo, solo sabía que estaba actuando como Juan cuando conoció a Paula por primera vez, y Pedro no había
tardado ni un segundo en hacerle saber a su amigo de su estupidez y de la precipitación de sus acciones entonces.
¿Qué pensaría Juan si supiera que Pedro estaba básicamente acosando a Paula?
Juan pensaría que había perdido la cabeza por completo. Tal y como Pedro había pensado que Juan había perdido la suya —y realmente la había perdido por completo— con Vanesa.
Según el informe, Paula tenía veintiocho años. Una estudiante de arte ya graduada que vivía en un estudio en el primer piso de un edificio de arenisca en el Upper East Side.
El apartamento estaba alquilado a su nombre, y no a otro hombre. De hecho, había poca evidencia en el informe de la
presencia de este otro hombre más que cuando llegaba a recogerla en diferentes intervalos de tiempo.
El informe solo reflejaba unos pocos días, ya que era justo el tiempo que había pasado desde que Pedro conociera a Paula e inmediatamente pidiera la información.
Pasaba tiempo en el parque con bastante frecuencia, dibujando y pintando. Algunos de sus trabajos estaban expuestos en una pequeña galería de arte en Madison, pero no había vendido nada al menos durante el tiempo que Pedro había tenido gente vigilándola. También diseñaba joyería hippie y tenía una página web y una tienda online donde la gente podía comprar sus artículos hechos a mano.
Todas las pruebas apuntaban a que era un espíritu libre. No tenía horario fijo de trabajo; iba y venía cuando quería.
Aunque solo habían pasado unos pocos días, parecía que también era una solitaria. Este tipo no la había visto con nadie más que con el hombre que Pedro suponía que era su
dominante.
No tenía sentido para él. Si Paula fuera suya, estaba claro que él no pasaría tan poco tiempo con ella, ni ella estaría sola tanto tiempo. Le daba la sensación de que Paula era otra más en la lista de ese tío y que, o bien él, o ella, no se tomaba la relación tan en serio.
¿Era todo un juego?
No es que Pedro tuviera nada en contra de que la gente hiciera lo que le diera la real gana, pero en su mundo la sumisión no era un juego. Lo era todo. Él no jugaba juegos. No tenía tiempo para ellos, y, simplemente, lo cabreaban. Si una mujer no estaba segura de lo que hacía, entonces no estaría con él.
Si querían jugar a ser sumisas, y a un juego de rol mono donde solo lo iban a sacar de quicio para poder ganarse un castigo, cortaba la relación de raíz.
Aunque la mayoría de las mujeres con las que se había acostado había sido con Juan. Ellos tenían sus reglas. Las mujeres sabían dónde se estaban metiendo desde el principio. Vanesa había sido la que había cambiado el juego por completo, y la que había roto las reglas. Juan no la había querido compartir, y Pedro lo entendía. No lo hizo al principio, pero ahora sí. Sin embargo, eso no significaba que no echara de menos esa conexión que tenía con su mejor amigo.
Por otro lado, con Juan fuera del mapa, Pedro estaba única y exclusivamente al mando. No tenía que preocuparse de arrollar a su amigo, de enfadarlo ni de jugar bajo las reglas de otro que no fueran las suyas propias.
Eso se le antojaba atractivo. Muchísimo. Siempre había sabido que la gente malentendía su personalidad. Al mirarlos a los tres, a Gabriel, Juan y Pedro, la gente asumía que Pedro era el despreocupado. Un tío al que todo le daba igual. Relajado.
Quizás incluso hasta un pelele.
Todos estaban equivocados.
De todos ellos, él era el más intenso, y eso lo sabía de buena tinta. Se había contenido cuando él y Juan estaban con la misma mujer, porque sabía que él lo llevaría todo mucho más lejos de lo que Juan lo haría nunca. Así que jugaba bajo las normas de Juan y mantenía esa parte de sí bajo control. Esa parte que tomaría las riendas por completo.
Aunque nunca había habido ninguna mujer que lo hubiera
tentado tanto como para dejar esa parte de sí libre.
Hasta ahora.
Y era estúpido. No conocía a Paula. Sabía sobre ella, sí. El informe era detallado, pero no la conocía realmente. No sabía siquiera si ella respondería a lo que Pedro le quería dar.
A lo que pretendía tomar de ella.
Eso era lo importante. Lo que él iba a coger de ella. Porque iba a ser mucho. Él daría mucho, pero sus exigencias podrían parecer extremas hasta a alguien bien versado en el estilo de vida que él llevaba.
Volvió a mirar el informe y ponderó cuál iba a ser su siguiente movimiento. Ya tenía un hombre vigilándola. La idea de que estuviera sola tanto tiempo le molestaba. No es que no creyera que estuviera bien que una mujer hiciera todo lo que quisiera sola en la ciudad. Pero le molestaba porque era Paula. Y mucho. ¿Tendría una mínima idea su supuesto dominante de dónde estaba ella durante el día? ¿Le ofrecía su protección? ¿O simplemente quedaba con ella cuando quería tener a alguien a quien follarse?
Un ligero gruñido se apoderó de su garganta y él se lo tragó.
Necesitaba calmarse y recuperar su concentración. Esa mujer no era nada para él. Pero, incluso al mismo tiempo que lo pensaba, sabía que era mentira. Ella era algo. Solo que él no tenía claro el qué todavía.
Su teléfono móvil sonó y bajó la mirada. Luego frunció el ceño cuando vio el contacto. Era el hombre que vigilaba a Paula.
—Pedro —respondió rápidamente.
—Señor Alfonso, soy Jonathan. Solo quería comunicarle lo que acabo de observar. Con lo que me dijo, me imaginé que querría saber lo que ocurre.
Pedro se irguió en su silla y frunció aún más el ceño.
—¿Qué pasa? ¿Está herida?
—No, señor. Solo acaba de salir de una casa de empeños. Ha vendido algunas joyas. Estuve en la tienda y la escuché hablar con el prestamista. Dijo que necesitaba el dinero para pagar el alquiler. Él le preguntó si quería vender las joyas o solo empeñarlas y ella dijo venderlas porque dudaba de que
tuviera el dinero necesario para volver a recuperarlas a menos que algo cambiara. No dijo a qué cambio se refería, pero pensé que querría saber lo que ha hecho.
La ira nubló su mente. ¿Qué demonios estaba haciendo Paula vendiendo joyas en una maldita casa de empeños? Si necesitaba dinero, ¿por qué no estaba su dominante ayudándola? ¿Por qué no la protegía mejor? Y una mierda iba a estar ella en una casa de empeños si le perteneciera a él.
—Cómpralas —ordenó Pedro—. Cada pieza. No me importa el precio. Y tráemelas.
—Sí, señor —dijo Jonathan.
Pedro colgó y volvió a recostarse en la silla mientras su mente comenzaba a trabajar frenéticamente.
Luego se levantó de forma abrupta con el teléfono pegado a la oreja y llamó a su chófer para que lo esperara a la entrada del edificio de oficinas.
Casi atropelló a Gabriel en el pasillo.
—Pedro, ¿tienes un segundo? —preguntó Gabriel cuando Pedro continuó andando por el pasillo.
—Ahora no —sentenció Pedro—. Tengo cosas que hacer. Te llamo luego, ¿de acuerdo?
—¿Pedro?
Pedro se detuvo un instante; mientras se giraba para mirar a su amigo, la impaciencia se apoderaba de él. Gabriel, concentrado, frunció el ceño, y la preocupación se reflejó en sus ojos.
—¿Va todo bien?
Pedro asintió.
—Sí, va bien. Mira, tengo que irme. Te veo luego.
Gabriel asintió, pero había duda en sus ojos. Ni loco iba a compartir Pedro lo que tenía en la cabeza.
Gabriel ya tenía suficiente con la boda para mantenerse ocupado. Mierda, era mañana. Lo que significaba que Gabriel probablemente quería hablar con él de algo de la boda y la ceremonia.
Se paró justo al final del pasillo y llamó a Gabriel.
—¿Todo bien con la boda? ¿Melisa está bien? ¿Necesitas algo?
Gabriel se paró justo en la puerta de su oficina y sonrió.
—Todo va bien. O al menos lo estará cuando la maldita ceremonia haya acabado y sea mía. ¿Aún estás libre esta noche? Juan está decidido a montarme una despedida de soltero, lo cual no tiene muy contenta a Melisa. Dudo de que Vanesa esté muy contenta tampoco, pero él jura y perjura que solo serán unas copas en Rick’s y nada que haga enfadar a las chicas.
Mierda. Pedro se había olvidado de todo. Con toda su preocupación con Paula, se le había ido de la cabeza todo lo relacionado con la boda y la despedida de soltero con Gabriel y Juan.
—Sí, ahí estaré. A las ocho, ¿verdad? Nos vemos allí directamente.
Gabriel asintió.
—De acuerdo. Te veré entonces. Espero que todo se solucione.
Gabriel estaba intentando sonsacarle información otra vez, pero Pedro lo ignoró y se dio la vuelta para llamar al ascensor.
No tenía mucho tiempo si quería llegar a la galería de arte antes de que cerrara.
CAPITULO 1 (TERCERA PARTE)
Pedro A se encontraba en el paseo asfaltado de Bryant Park, de pie y con las manos en los bolsillos de sus pantalones mientras respiraba el aire primaveral de Nueva York.
Todavía hacía fresco, pese a que el invierno se acababa y la primavera tomaba su lugar. A su alrededor la gente estaba sentada en los bancos y en las sillas que había junto a unas pequeñas mesas mientras tomaban un café,
trabajaban con sus portátiles o escuchaban música con sus iPod.
Era un día precioso, aunque él no solía deleitarse en cosas vanas como pasear por un parque, o incluso simplemente estar en un parque, sobre todo durante horas de trabajo cuando solía estar atrincherado en su oficina, al teléfono o mandando correos electrónicos o preparando algún viaje. Él
no era de ese tipo de hombre que se «para a oler las rosas», pero ese día se sentía inquieto y reservado, tenía muchas cosas en la cabeza y al final había llegado allí sin siquiera darse cuenta de que había terminado en el parque.
La boda de Melisa y Gabriel sería en unos pocos días y su socio estaba que se subía por las paredes con todos los preparativos para asegurarse de que Melisa tuviera la boda de sus sueños. ¿Y Juan? Su otro mejor amigo y socio estaba comprometido con su novia, Vanesa, lo que significaba que sus dos amigos estaban más que ocupados.
Cuando no trabajaban, se encontraban con sus mujeres, y eso quería decir que Pedro no los veía excepto en la oficina y en las pocas ocasiones en que todos se reunían después del trabajo. Aún eran cercanos, y Gabriel y Juan se habían asegurado de que su amistad continuaba siendo sólida al incluirlo a él en sus ahora diferentes vidas. Pero no era lo mismo. Y aunque era bueno para sus amigos, Pedro aún
no había terminado de asumir lo rápido que todas sus vidas habían cambiado en los últimos ocho meses.
Era raro y condicionante, aunque no fuera su vida la que hubiera cambiado. No es que no se alegrara por sus amigos.
Ellos eran felices, y eso lo hacía feliz a él, pero por primera vez desde el comienzo de su amistad ahora era él el que parecía un intruso.
Sus amigos se lo discutirían con vehemencia. Ellos eran su familia, mucho más que su propia familia de locos a los que se pasaba la mayor parte de su tiempo evitando. Gabriel, Melisa, Juan y Vanesa, pero sobre todo y especialmente Gabriel y Juan, negarían que Pedro fuera un intruso. Ellos eran sus hermanos en lo que de verdad importaba. Más que la sangre. Su vínculo era irrompible. Pero eso había cambiado, así que en realidad se sentía como un intruso. Aún formaba parte de sus vidas, pero de una manera mucho más pequeña y diferente.
Durante años su lema había sido juega duro y vive libre.
Estar en una relación cambiaba a un hombre. Cambiaba sus prioridades. Pedro lo entendía, lo pillaba. Tendría peor opinión de Gabriel y Juan si sus mujeres no fueran su prioridad, pero eso dejaba a Pedro solo. La tercera rueda de una bicicleta. Y no era demasiado cómodo.
Era especialmente difícil porque, hasta Vanesa, Pedro y Juan habían compartido a la mayoría de las mujeres. Casi siempre se habían tirado a las mismas mujeres. Sonaba estúpido decir que Pedro no sabía cómo comportarse fuera de una relación a tres, pero era así.
Se sentía tenso e inquieto, como en busca de algo, solo que no tenía ni idea de qué. No era que quisiera tener lo que Gabriel y Juan tenían, o a lo mejor sí y se negaba a reconocerlo. Solo sabía que no parecía él y que no le gustaba ese hecho.
Él era una persona centrada. Sabía exactamente lo que quería y tenía el poder y el dinero necesarios para conseguirlo. No había mujer que no estuviera más que dispuesta a darle a Pedro lo que quería o necesitaba. ¿Pero de qué servía cuando no tenía ni idea de lo que era?
Paseó su mirada por el parque y se fijó en los carritos de bebés que empujaban las madres o sus niñeras. Intentó imaginarse a sí mismo con niños y casi le entraron escalofríos de solo pensarlo. Tenía treinta y ocho años, a punto de cumplir treinta y nueve, edad en la que la mayoría de los hombres ya habían sentado la cabeza y tenido descendencia. Pero él se había pasado todos sus veinte y una gran parte de sus treinta trabajando duro con sus socios para hacer que su negocio llegara a donde ahora se encontraba. Sin recurrir al dinero de su familia ni sus contactos y, especialmente, sin su ayuda.
Quizás esa era la razón por la que lo odiaban tanto, porque les había sacado el dedo y básicamente les había dicho que se fueran a tomar por culo. Pero su mayor pecado fue tener más éxito sin ellos.
Tenía incluso más dinero y poder que el viejo, su abuelo. Y siguiendo esa misma línea, ¿qué había hecho el resto de su familia además de vivir de la riqueza del viejo? Su abuelo vendió su negocio cuando Pedro aún era un niño. Nadie de su familia había trabajado un solo día de sus vidas.
Sacudió la cabeza. Todos ellos eran unas asquerosas sanguijuelas. No los necesitaba. Estaba convencido de que no los quería en su vida. Y ahora que los había superado —y a su abuelo— estaba más seguro aún de que no iba a dejar que volvieran a su vida para que pudieran vivir a costa de sus beneficios.
Se dio la vuelta para marcharse porque tenía cosas que hacer que no incluían precisamente estar de pie en un maldito parque reflexionando como si necesitara un psicólogo. Tenía que recuperar los hilos de su vida y empezar a centrarse en lo único que no había cambiado, el negocio. HCA Global Resorts tenía proyectos en diferentes etapas de trabajo. El del hotel de París ya estaba cerrado tras haber tenido que trabajar rápido para reemplazar a los inversores que se habían echado atrás. Las cosas se
estaban moviendo y progresaban bien. Ahora no era el momento de relajarse, especialmente cuando Gabriel y Juan no le podían dedicar al trabajo el mismo tiempo que le habían dedicado en el pasado. Pedro era el único al que su vida personal no le distraía, así que tenía que hacerse cargo del chiringuito.
Tenía que hacer el trabajo extra de sus amigos para que ellos pudieran disfrutar y tener una vida fuera del trabajo.
Cuando volvía en la misma dirección por la que había venido vio a una mujer joven sentada, sola, en una de las mesas que había fuera en la acera de una de las calles principales.
Pedro se paró a medio camino y dejó que su mirada se posara más aún en ella y en su físico. Tenía el pelo largo y rubio, que se movía con la brisa y revelaba un rostro asombrosamente precioso con unos ojos arrebatadores que
podía ver incluso desde la distancia a la que se encontraba.
Llevaba una falda larga que se arremolinaba con el viento y dejaba a la vista gran parte de su pierna. Unas sandalias con piedrecitas adornaban sus pies y Pedro pudo ver la laca de uñas rosa que llevaba además de un anillo que brillaba cuando movía el pie para cambiar de postura. El sol se
reflejaba en la tobillera plateada que portaba, que no hacía otra cosa que atraer más la atención hacia su pierna esbelta.
Estaba ocupada dibujando; el ceño lo tenía fruncido de la concentración mientras su lápiz volaba sobre la página, y a su lado descansaba una enorme bolsa llena hasta arriba con un montón de papeles encima.
Pero lo que más llamó su atención fue la gargantilla que llevaba alrededor del cuello. No le pegaba. E hizo esa deducción al instante. La llevaba ajustada y caía en el hueco de su delicada garganta. Pero no le pegaba. No la reflejaba a ella para nada.
Resultaba ordinaria en ella. Una gargantilla de diamante, obviamente cara y probablemente no de imitación, pero no iba con su apariencia. Destacaba, no encajaba. Le picaba la curiosidad porque, cuando veía una pieza de joyería como esa en una mujer, para él significaba algo totalmente diferente que para el resto de la gente y se moría de curiosidad por saber si era un collar de sumisa o si era simplemente un adorno que ella misma había elegido. Si era un collar, el hombre que lo había elegido para ella había hecho un pésimo trabajo. El hombre no la conocía, o quizás no le importaba que tal significativo ornamento fuera con la mujer a la que llamaba suya.
Si Pedro podía hacer tal juicio tras haberla estudiado apenas un momento, ¿cómo narices no podía ver lo mismo el hombre que le hacía el amor? Quizás el collar era más un reflejo de su dominante, lo cual era estúpido y arrogante. Un collar debería representar su afecto y cuidado hacia su sumisa, lo compenetrado que estuviera con ella, y debería ir con la mujer que lo llevaba.
Estaba haciendo un montón de suposiciones. Podría ser una simple gargantilla que la mujer hubiera elegido para ella misma. Pero para un hombre como Pedro, esa pieza de joyería significaba mucho más y no era un simple accesorio.
No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba observándola, pero, como si ella hubiera sentido su mirada, levantó la cabeza para encontrarse con ella y abrió los ojos como platos al mismo tiempo que algo parecido al miedo se apoderaba de la expresión de la joven. Luego cerró el bloc de dibujo apresuradamente y comenzó a meterlo en la bolsa.
Se medio levantó, aún metiendo cosas en esa bolsa enorme, y Pedro se dio cuenta de que se estaba yendo.
Antes de que fuera consciente de ello, se precipitó hacia delante, intrigado. La adrenalina le recorría las venas. La caza. Curiosidad. Reto. Interés. Quería saber quién era esa mujer y qué significaba ese collar que llevaba.
E incluso mientras se acercaba a ella con paso largo sabía que si efectivamente significaba lo que pensaba, estaba entrando en el territorio de otro hombre, pero no le importaba en lo más mínimo.
Cazar a la sumisa de otro dominante era una de esas normas no escritas del mundillo, pero a Pedro nunca se le habían dado bien las normas. Al menos las que él no había escrito. Y esta mujer era preciosa. Intrigante. Y quizás exactamente lo que él estaba buscando. ¿Cómo iba a saberlo si no hablaba con ella antes de que se fuera?
Estaba casi encima de ella cuando la joven se dio la vuelta, con la bolsa en la mano, obviamente preparada para alejarse, y casi lo atropelló. Sí, estaba invadiendo su espacio. Tendría suerte si no salía gritando por el parque; probablemente parecería un loco acosador a punto de atacar.
Oyó la rápida respiración de la mujer mientras daba un paso hacia atrás, lo que provocó que la bolsa se estrellara con la silla que había dejado libre. La enorme bolsa se abrió, soltándose del cierre que la mantenía cerrada y el contenido se desparramó por el suelo. Los lápices, pinceles y papeles
salieron volando por todas partes.
—¡Mierda! —murmuró ella.
Se agachó de inmediato para recoger los papeles y él persiguió uno que había salido volando con el viento y se encontraba a unos metros de distancia.
—Yo los cogeré —dijo ella—. Por favor, no se moleste.
Pedro cogió el dibujo y se lo devolvió.
—No es ninguna molestia. Siento haberla asustado.
Ella soltó una risotada nerviosa a la vez que extendía el brazo para coger el papel.
—Sí que lo hizo.
Pedro bajó la mirada y observó el dibujo mientras empezaba a tendérselo a ella, pero luego parpadeó cuando se vio a sí mismo en él.
—¿Qué demonios es esto? —murmuró, ignorando sus apresurados intentos por hacerse con el dibujo.
—Por favor, devuélvamelo —dijo con una voz suave y apremiante.
Sonaba asustada, como si él fuera a perder los papeles, pero Pedro estaba más fascinado con el pequeño trozo de piel del costado que había quedado a la vista cuando había alargado la mano para coger el papel.
En su costado derecho, Pedro entrevió un tatuaje vibrante y lleno de colores, como ella. El breve vistazo que había echado le decía que era floral, casi como una vid, y que se extendía muchísimo más por su cuerpo. Ojalá hubiera podido verlo más, pero ella bajó el brazo y el borde de su camiseta volvió a colocarse junto a la cinturilla de la falda, privándolo de una vista más a fondo.
—¿Por qué me estabas dibujando? —preguntó con curiosidad.
El color invadió sus mejillas y se sonrojó. Tenía una piel clara, apenas bronceada por el sol, pero con su pelo y esos increíbles ojos azul aguamarina era preciosa. Esa mujer era preciosa. Y evidentemente tenía mucho talento.
Lo había dibujado perfectamente. No había tenido dificultad ninguna en reconocerse a sí mismo en el dibujo a lápiz. Su expresión pensativa, la mirada distante de sus ojos. Lo había dibujado mientras había estado de pie en el parque, con las manos metidas en los bolsillos. Ese momento de reflexión era más que evidente en el dibujo. El que una extraña hubiera podido capturar su estado de ánimo en unos pocos segundos lo hizo sentirse vulnerable. Sobre todo, que lo hubiera captado en ese momento y que hubiera reconocido lo que Pedro le escondía al resto del mundo.
—Fue un impulso —se defendió—. Dibujo a un montón de gente. Cosas. Lo que sea que llame mi atención.
Él sonrió sin apartar su mirada de la de ella en ningún momento. Sus ojos eran tan expresivos, tan capaces de dejar sin sentido a un hombre. Y esa maldita gargantilla lo miraba, tentándolo con un montón de posibilidades.
—Así que estás diciendo que te he llamado la atención.
Ella se sonrojó otra vez. Era un sonrojo lleno de culpabilidad, pero que decía mucho más. Lo había estado examinando tanto como él lo había hecho con ella. Quizás de forma más sutil, aunque la sutileza nunca había sido uno de sus puntos fuertes.
—Parecías fuera de lugar —soltó de repente—. Tienes unos rasgos fuertes. Me moría por plasmarlos en un papel. Tienes un rostro interesante y era obvio que tenías muchas cosas en la cabeza. Encuentro a la gente mucho más abierta cuando creen que nadie los está observando. Si hubieras
estado posando, la imagen no habría sido la misma.
—Es muy bueno —contestó lentamente mientras bajaba la mirada una vez más hasta el dibujo—. Tienes mucho talento.
—¿Me lo puedes devolver? —preguntó—. Llego tarde.
Él volvió a levantar la mirada y arqueó las cejas a modo de interrogación.
—No parecías tener prisa hasta que me viste acercarme a ti.
—Eso era hace unos minutos, y no llegaba tarde entonces. Ahora sí.
—¿Adónde llegas tarde?
Ella frunció el ceño con consternación y luego sus ojos reflejaron enfado.
—No creo que eso sea de tu incumbencia.
—Pedro —dijo cuando ella se paró al final—. Me llamo Pedro.
Ella asintió pero no repitió su nombre. En ese momento Pedro habría dado lo que fuera por escuchar su nombre en sus labios.
Alargó una mano y pasó los dedos por encima del collar que adornaba su cuello.
—¿Tiene esto algo que ver con lo de llegar tarde?
Ella retrocedió y frunció con más ahínco el ceño.
—¿Tu dominante te está esperando?
Ella abrió los ojos como platos y posó los dedos automáticamente en el collar, justo en el mismo sitio donde los dedos de Pedro habían estado segundos antes.
—¿Cómo te llamas? —preguntó al ver que ella seguía en silencio—. Yo me he presentado. Lo cortés sería que tú hicieras lo mismo.
—Paula —dijo en apenas un susurro—. Paula Chaves.
—¿Y a quién perteneces, Paula?
Ella entrecerró los ojos y agarró la bolsa al mismo tiempo que echaba dentro el resto de lápices que quedaba.
—A nadie.
—Entonces, ¿he malinterpretado el significado del collar que llevas?
Paula se llevó los dedos hasta el collar otra vez y eso impacientó a Pedro. Quería quitárselo. No era el adecuado para ella. Un collar debería ser minuciosamente escogido para una sumisa. Algo que fuera con su personalidad. Algo que estuviera hecho especialmente para ella. Y no para cualquier mujer.
—No lo has malinterpretado —dijo con una voz ronca que le provocó unos escalofríos que le recorrieron la espalda. Solo con su voz podría seducir a un hombre en cuestión de segundos—. Pero no pertenezco a nadie, Pedro.
Y ahí estaba. Su nombre en sus labios. Le llegó muy adentro y le invadió de una satisfacción inexplicable. Quería oírlo otra vez, cuando estuviera dándole placer, cuando tuviera sus manos y su boca sobre su cuerpo y le sonsacara toda clase de suspiros.
Él arqueó una ceja.
—¿Entonces eres tú quien malinterpreta el significado de ese collar?
Ella se rio.
—No, pero yo no le pertenezco. Yo no pertenezco a nadie. Era un regalo, uno que yo elegí llevar.Nada más.
Pedro se inclinó hacia delante y esta vez ella no retrocedió.
Fijó su mirada en él, llena de curiosidad e incluso de excitación. Ella lo sentía también. Esa atracción magnética que había entre ellos. Tendría que estar ciega o en una fase de negación absoluta para no sentirlo.
—Si llevaras mi collar, sabrías más que de sobra que me perteneces —gruñó—. Y lo que es más, no te arrepentirías de ningún momento en el que te ofrecieras a mí por completo. Si estuvieras bajo mi cuidado, claramente me pertenecerías. No cabría ninguna duda. Y tú no dudarías siquiera un segundo en responder quién es tu dominante. Ni siquiera dirías que es un regalo como si no fuera nada más que una pieza de joyería escogida con prisas. Significaría algo, Paula. Joder, lo significaría todo, y tú lo sabrías.
Ella abrió los ojos como platos y luego se volvió a reír. Un brillo se instaló en sus ojos.
—Entonces es una pena que no te pertenezca.
Dicho eso, dio media vuelta y se alejó apresuradamente con la bolsa colgada del hombro dejándolo ahí de pie aún con el dibujo que había hecho de él.
La observó mientras se marchaba. El pelo se le deslizaba por la espalda y se levantaba debido al viento, y las sandalias y la pulsera del tobillo brillaban cuando se movía.
Luego bajó la mirada hacia el dibujo que tenía en la mano.
—Sí que es una pena, sí —murmuró.
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