viernes, 29 de enero de 2016

CAPITULO FINAL (SEGUNDA PARTE)





Pedro, ¿adónde me llevas?


Él se rio entre dientes y guio a Paula por el brazo mientras seguían internándose en lo desconocido.


—Lo averiguarás muy pronto. La venda está puesta, ¿verdad? No quiero fastidiar la sorpresa.


—Sí, está puesta —contestó con exasperación—. ¡No puedo ver nada! ¡Voy a matarme con estos zapatos!


—No pasará, nena. No dejaré que te caigas. Además, estás impresionante con esos tacones. Después te follaré con ellos puestos y nada más.


Un cálido rubor la recorrió de pies a cabeza. Sus pezones se endurecieron y su clítoris tembló de la anticipación. Pedro le había comprado los zapatos más increíbles. Llenos de brillantitos con tacones tan altos que no había estado del todo segura de poder andar con ellos. Sin embargo, supo al instante que esos eran los zapatos con los que le haría el amor más tarde, así que iba a caminar con ellos sí, o sí.


—Te gusta la idea, ¿eh? —murmuró Pedro.


—No es justo —se quejó—. ¡Me estás torturando!


Pedro se rio de nuevo y luego se paró. Ella escuchó atentamente para intentar obtener alguna pista de dónde se encontraban, pero solo había silencio. Le había tapado los ojos con una venda antes de dejar el apartamento y la había guiado hasta el coche, que estaba esperando abajo. La ayudó a entrar y la obligó a llevar la venda durante todo el trayecto hasta llegar a donde fuera que la quisiera llevar.


Las últimas semanas habían sido increíbles, dignas de soltar suspiros de felicidad por doquier.


Desde que le habían dado el alta en el hospital, Pedro la había tratado como si fuera la cosa más preciada del planeta. Se había tomado una semana de vacaciones en el trabajo, dejando a Gabriel y a Alejandro solos para solucionar el problema de París, que afortunadamente se había salvado gracias a un inversor que Gabriel había localizado. Y se pasó cada minuto de cada día mimándola sin parar.


Alimentándola. Haciéndole el amor. Consintiéndola a más no poder. Y ella no se había quejado ni un poquito. Esas semanas habían sido como obtener un pedacito de cielo.


Lo único malo durante todo ese tiempo había sido Jeronimo. 


Pero incluso él tenía su lado positivo. Fiel a su palabra, Pedro contrató a un abogado para él y este logró llegar a un acuerdo con el fiscal. Noventa días de rehabilitación y luego libertad condicional. Pedro le había asegurado un trabajo cuando saliera y ya todo dependería de Jeronimo si quería darle un cambio radical a su vida.


Paula no tenía ni idea de si Jeronimo seguiría igual, pero él era el único que podía cambiar su vida.


Nadie más podía hacerlo por él.


—¿Preparada para ver tu sorpresa? —preguntó Pedro.


—¡Sí!


Pedro alargó las manos para quitarle la venda y, en el mismo momento, apareció la imagen de Melisa, Chessy, Trish, Gina, Carolina, Brandon, Gabriel y Alejandro, todos alrededor de una mesa con una tarta enorme de cuatro pisos.


—¡Sorpresa! —todos gritaron—. ¡Feliz cumpleaños, Paula!


Ella abrió la boca y se los quedó mirando absolutamente conmocionada. Luego se volvió hacia Pedro al mismo tiempo que empezaron a cantar una versión desafinada del «Cumpleaños Feliz».


—¿Cómo lo has sabido? —susurró—. Ni siquiera yo me acordaba de que era mi cumpleaños.


—Tengo mis recursos —dijo con suficiencia—. No podía dejar pasar tu cumpleaños sin celebrarlo, nena.


Luego se inclinó hacia ella y le dio un beso lujurioso y con lengua. Con las carcajadas y los gritos de los otros de fondo incluidos.


Cuando por fin la soltó, se sintió aturdida y se quedó con una sonrisa estúpida dibujada en la cara.


Se volvió hacia los demás con una sonrisa tonta y la felicidad llenó cada resquicio de su corazón.


—¡Chicos! ¡No me lo puedo creer! —exclamó.


—Feliz cumpleaños, cariño —dijo Alejandro acercándose para abrazarla.


Uno a uno, todos vinieron a desearle un cumpleaños feliz y la abrazaron y besaron hasta que estuvo exuberante de felicidad.


Pedro la cogió de la mano y tiró de ella hacia la mesa.


—Hay otra razón por la que celebrar esta fiesta, pero primero tienes que abrir el regalo que te he comprado para que podamos llegar a esa parte —dijo Pedro con una enorme sonrisa.


Había un brillo malicioso en sus ojos y se lo veía emocionado… y feliz. Entones le tendió un regalo, una caja cuadrada con un impresionante lazo en la parte superior.


—¡Ábrelo! —gritó Chessy—. Ay, Dios. ¡Me muero por ver lo que es!


Los otros corearon gritos de aliento y Paula rompió el precioso papel sintiéndose más emocionada que una niña en Navidad. Cuando abrió la caja y encontró otra pequeña cajita de joyería, su corazón empezó a latir con fuerza. Con dedos temblorosos, abrió la caja más pequeña y luego ahogó un grito cuando vio la sortija de brillantes que había dentro.


Cuando miró a un lado en busca de Pedro, él ya se había arrodillado sobre una única rodilla y su mano fue en busca de la suya. Le quitó la caja de las manos y sacó la sortija de su estuche.


—Te amo, Paula. Más de lo que nunca me pude imaginar que pudiera amar a una mujer. Estás en mi corazón y en mi alma y quiero pasar el resto de mi vida contigo. ¿Quieres casarte conmigo?


Ella se lo quedó mirando boquiabierta; el corazón iba a salírsele por la boca. Las lágrimas empapaban sus ojos; lágrimas de felicidad esta vez, cuando durante tanto tiempo solo habían sido señal de tristeza. Quería que este momento durara para siempre. Siempre estaría grabado a fuego en
sus recuerdos.


—Oh, Pedro—dijo en voz baja—. Yo también te amo. Y sí, ¡por supuesto que quiero casarme contigo!


La habitación estalló en gritos cuando deslizó el anillo por su dedo. Las manos de Pedro temblaban.


La de ella temblaba. Era una maravilla que incluso hubieran podido sujetar el anillo sin tirarlo al suelo. Luego Pedro se puso de pie, la estrechó contra él y le rodeó la cintura con los brazos. La levantó del suelo y comenzaron a dar vueltas y vueltas antes de parar y dejar que su cuerpo se deslizara para que sus labios se encontraran con fervor.


—Te quiero tanto —susurró—. Siempre te querré, Paula.


—Yo también te quiero —le respondió con emoción. Luego puso los brazos firmemente alrededor de su cuello y lo apretujó tanto como pudo.


Pedro se rio y dio vueltas de nuevo con ella.


—¡Cortemos la tarta! —alguien gritó.


Allí, rodeada de amigos y de su nueva familia, Paula celebró su vigésimo cuarto cumpleaños. El mejor cumpleaños que había tenido nunca.


Tan pronto como partieron la tarta y la devoraron, la cortina del salón de fiestas del hotel Bentley se abrió y una orquesta que habían contratado comenzó a tocar.


Después de dos horas de fiesta, Paula estaba rebosante de Amaretto Sours y estaba sonriendo tanto que hasta las mejillas le dolían. Bailó con todos: Gabriel, Alejandro, Melisa, Chessy, Brandon, Gina, Trish y Carolina. Incluso Kevin y Samuel se acercaron para desearle un feliz cumpleaños y para reclamar sus bailes también.


Pero luego Pedro reclamó el suyo y la estrechó entre sus brazos al tiempo que la música empezaba a ralentizarse y a volverse más sensual.


Se besaron en medio de la sala, sin importarles los que estaban a su alrededor, y se miraron fijamente a los ojos.


—¿Puedo pedir otro regalo de cumpleaños? —preguntó vacilante.


Pedro la miró con curiosidad.


—Nena, puedes pedir todo lo que quieras. Si está en mi mano dártelo, considéralo tuyo.


Paula bajó la cabeza tímidamente pero él la obligó a volver a subir el mentón con sus dedos.


—Nena, ¿qué es? —le preguntó con suavidad.


Ella respiró hondo y luego lo soltó.


—Quiero estudiar, ir a clase. A la universidad. Graduarme. Siempre lo he querido pero no podía siquiera empezar a soñar con permitírmelo. Quiero sacar algo de provecho de mi vida. Sé que siempre vas a cubrirme las espaldas, que siempre me vas a proteger y a dar todo lo que deseo. Pero quiero hacer más que simplemente quedarme en casa y ser la señora de Pedro Alfonso. Quiero hacer algo. Quiero marcar una diferencia.


Los ojos de Pedro se llenaron de cariño y le dedicaron una mirada tan llena de amor que Paula se derritió al instante.


—Creo que es una idea maravillosa —susurró—. Puedes ser todo lo que quieras ser, nena. Solo prométeme que siempre serás mía sin importar lo que seas profesionalmente.


—Siempre —susurró.


Sus bocas se encontraron y él la besó con tanta ternura que unas lágrimas de felicidad brillaron en sus pestañas una vez más.


Los cuentos de hadas sí que existían para chicas como ella.


 Y había encontrado a su propio príncipe azul. 


Mientras Pedro y ella daban vueltas por toda la pista de baile,Paula bajó la mirada hacia los brillantes y sugerentes tacones de aguja que le había regalado.


Incluso tenía los zapatos que lo probaban.




CAPITULO 46 (SEGUNDA PARTE)




Pedro entró en la sala de espera a tiempo para ver al oficial de policía esposar a Jeronimo con las manos en la espalda. Se acercó a ellos, olvidándose al momento de que había vuelto para informar a Melisa, Gabriel y Alejandro de que Paula se había despertado.


—¿Puedo hablar con él un momento? —le preguntó al policía.


El oficial vaciló, pero luego dijo:
—Dos minutos. Tengo que llevármelo a comisaría.


Pedro asintió y el policía retrocedió un paso, aunque seguía estando cerca y vigilaba a Jeronimo.


—Quería que supieras que Paula está despierta y que está bien —dijo Pedro en voz baja—. También sabe lo que pasó y cómo.


El rostro de Jeronimo se volvió serio y el arrepentimiento pareció torturar sus ojos. Luego miró a Pedro directamente a los suyos.


—Cuida de ella por mí.


—Lo haré —dijo con sequedad.


—Y dile que lo siento —añadió con voz queda—. Dile que la quiero. Que siempre la querré.


—Si la quieres, aprovecharás esta oportunidad para enderezar tu vida —dijo Pedro—. Si te comprometes, contrataré a un abogado para ti. Intentaré llegar a un acuerdo para que puedas ir a rehabilitación y tener la libertad condicional en vez de una sentencia de cárcel. No te garantizo nada. No quiero que estés cerca de Paula. Ella ya ha salido demasiado mal parada con todo esto. Si todo
sale bien, no me opondré a que mantengas el contacto con ella.


Jeronimo se quedó mirando a Pedro durante un buen rato.


—¿Harías eso por mí?


—Lo haré por Paula —dijo Pedro de forma envarada—. Solo por ella.


Jeronimo asintió.


—Gracias, entonces. Lo haré. Ya es hora de que haga algo… diferente. Mejor. Casi mato a la persona que más significa para mí. No puedo siquiera empezar a decir lo que eso le hace a un hombre. No tocaré esa mierda otra vez. Jamás.


—Espero que estés diciendo la verdad. Espero que te reformes y te desintoxiques.


—Ya ha terminado el tiempo —dijo el oficial mientras se acercaba para guiar a Jeronimo hasta fuera.


—Haré que un abogado vaya a verte —dijo Pedro.


Iba en contra de cada instinto el no dejar que Jeronimo se pudriera en la cárcel. Aunque no era que no lo fuera a hacer por un tiempo, igualmente. Sin embargo, esto lo hacía por Paula, porque sería ella la que lo pasaría mal sabiendo que Jeronimo había ido a la cárcel por sus estúpidas acciones. Y él haría todo lo que estuviera en su mano para ahorrarle más dolor. Aunque significara ayudar al hombre que casi había acabado con su vida.


Era retorcido lo mirara como lo mirase. Su fuero interno le decía que se vengara. Que hiciera a Jeronimo sufrir por lo que había hecho. Pero Paula sufriría todavía más y Pedro no lo soportaría.


—Eres un buen hombre —dijo Jeronimo—. Serás bueno para mi Pau. Quiero que sea feliz.


—Ella es mía —corrigió Pedro.


—Pero fue mía primero —rebatió Jeronimo suavemente.


Y luego el oficial se lo llevó y Pedro se lo quedó mirando mientras este se alejaba arrastrando los pies como si se tratara de un hombre mucho mayor que el veinteañero que de verdad era.


—¿Pedro?


Se giró y vio a Melisa de pie a unos pasos de distancia, flanqueada por Gabriel y Alejandro.


—¿Es verdad? ¿Está despierta? Te oí cuando hablabas con Jeronimo.


Pedro se relajó y luego sonrió a su familia.


—Sí, se despertó hace un rato. Hablamos. Estaba desorientada. No tenía ni idea de lo que había pasado. —Su sonrisa se esfumó—. Tuve que contarle lo de Jeronimo.


La compasión se reflejó en los ojos de Melisa.


—¿Cómo se lo tomó? —preguntó Gabriel bruscamente.


—No muy bien. Está molesta —contestó Pedro con un suspiro—. Pero es fuerte y se da cuenta de que ha hecho todo lo que podía por él.


—¿Podemos verla? —preguntó Melisa.


—Sí, peque. Pero primero necesito ver si le permiten comer. Tiene hambre y le prometí una buena comida si la dejaban. Nada de comida asquerosa de hospital para ella.


—Ya me encargo yo y traeré también para todos —se ofreció Alejandro.


—Eso sería genial. Gracias. Estoy seguro de que todos tenemos hambre. Habéis estado aquí toda la maldita noche. Quizás sería mejor que os fuerais a casa y descansarais.


—Nos iremos a casa cuando veamos a Paula. Quiero que sepa que tiene a gente que la quiere — dijo Melisa.


Pedro la abrazó.


—Gracias, peque.


Ella le dio un abrazo y luego se separó.


—Averigua si puede comer algo. Solo sé que yo sí que estoy famélica y que me encantaría hincarle el diente a parte de esa comida tan fantástica que le has prometido.


Paula levantó la mirada cuando la puerta se abrió y Gabriel, Melisa y Alejandro entraron. Unas sonrisas llenas de alivio se dibujaron en sus rostros cuando la vieron sentada en la cama. Pedro le dio un apretón en la mano y sonrió.


—Parece que la comida ya está aquí.


Alejandro se adelantó con varias bolsas y cajas en las manos. Las esparció por la cama y luego caminó hasta el otro extremo para acercarse y darle un beso.


—Menudo susto nos hemos llevado, cariño.


Ella le sonrió y luego se vio apretujada entre sus brazos.


Tan pronto como Alejandro la soltó, Gabriel le dio otro fuerte abrazo y luego Melisa se lanzó sobre ella y la abrazó y comenzó a hablar sin parar hasta que a Paula le dio vueltas la cabeza.


—Te he traído la cena. Bueno, la he traído para todos. No hemos comido mucho durante la vigilia —dijo Alejandro.


—Gracias a todos por estar aquí —dijo con suavidad—. Significa muchísimo para mí tener a gente que se preocupa por mí. Nunca antes había tenido ese apoyo.


Pedro apretó su mano. Alejandro suavizó su mirada mientras Melisa parecía que iba a ponerse a llorar. Gabriel le dio otro rápido abrazo y luego la besó en la parte superior de la cabeza.


—Eres de la familia —declaró Gabriel—. Quizás no somos la familia más normal del mundo, pero tendrás que apechugar con nosotros.


Ella sonrió.


—No puedo imaginarme una familia mejor a la que pertenecer.


Alejandro le alcanzó una caja pequeña de cartón con comida que olía de maravilla. La abrió y se dio cuenta de que la había llenado de comida para picar. Queso frito, pequeños rollitos de cangrejo, costillas a la barbacoa, patatas fritas, fideos asiáticos y sushi. Era tan increíblemente perfecto que no podía hacer más que quedársela mirando mientras su estómago protestaba por el hecho de que no hubiera hincado el diente todavía.


Sin embargo, cuando le dio una botella de zumo de naranja, perdió la batalla y rompió a llorar. Alejandro parecía horrorizado. Melisa y Gabriel intercambiaron miradas nerviosas y Pedro se inclinó hacia ella con la preocupación patente en los ojos.


—Nena, ¿qué pasa? ¿No es lo que querías? Te traeré lo que quieras.


—Es perfecto —dijo sorbiéndose la nariz—. Son mis platos favoritos y, además, se ha acordado del zumo de naranja.


Alejandro sonrió y Pedro se volvió a echar hacia atrás, el alivio inundaba sus ojos. Luego Melisa y Gabriel rompieron a reír y Alejandro se les unió. No mucho más tarde Pedro empezó a reír entre dientes y Paula igual, limpiándose las lágrimas de las mejillas.


—Dios, soy una idiota —dijo—. Tengo la mejor comida del mundo y va y empiezo a llorar como una tonta.


—Estoy contigo —dijo Melisa, cogiendo un plato de esa deliciosa comida enviada del cielo—. ¡La mejor comida del mundo mundial!


Alejandro se sentó al final de la cama, su muslo pegando contra los pies de Paula.


—¿Te han dicho cuándo puede volver a casa?


Pedro suspiró.


—En casos como este, bueno, debería decir, cuando un suicidio se intenta de verdad, ponen al paciente bajo evaluación psiquiátrica, llaman al psiquiatra y esperan que dé el visto bueno, etcétera, etcétera. Pero en este caso, dadas las circunstancias, si todas las pruebas salen bien, se podrá ir a casa mañana. La policía ya ha tomado declaración a Kevin y se quedarán por aquí dando vueltas para verse
con Paula hoy un poco más tarde, pero ella no se acuerda de mucho, así que solo puede dar información de los acontecimientos que ocurrieron antes de perder el conocimiento.


Paula suspiró y masticó uno de los palitos de queso mientras la tristeza se arremolinaba en su pecho. Pedro le dio un apretón en la rodilla y continuó hablándoles a los otros sobre todo lo que el médico había dicho.


—¿Está en la cárcel? —preguntó cuando Pedro terminó.


Pedro le dedicó una mirada llena de compasión.


—Sí, nena. Se lo llevaron justo después de que dejara tu habitación para ir a preguntar lo de la comida. Ha accedido a ir a rehabilitación. Le he ofrecido un abogado si iba a rehabilitación y si se reformaba. Si el abogado puede llegar a un acuerdo con el fiscal, obtendrá la libertad condicional con
la condición de ir a rehabilitación.


—Gracias —dijo—. No tenías por qué hacerlo. Sé que estás enfadado y que tienes todo el derecho del mundo a estarlo. Pero gracias por hacer esto por él.


—Lo hice por ti, nena.


—Lo sé —susurró—. Y te amo por eso.


Los ojos de Pedro se suavizaron como el chocolate al derretirse.


—Yo también te amo, nena.


Paula contuvo un bostezo y se metió un rollito de cangrejo en la boca antes de saborear su exquisito sabor. Lo siguieron los fideos y luego se manchó los dedos de salsa barbacoa cuando devoró una costilla. Para cuando se zampó una cantidad considerable de la comida que Alejandro le había traído, los bostezos venían más rápido de lo que podía comer.


—Nos vamos a ir ya —dijo Gabriel—.Paula está cansada y todos nosotros estamos exhaustos también. Nos vamos a casa a descansar.


—Gracias por estar aquí —dijo Paula otra vez—. Significa mucho para mí. Gracias por preocuparos.


Gabriel sonrió y le revolvió el pelo antes de doblarse para darle un beso en la mejilla. Melisa le dio un abrazo gigantesco y luego Alejandro la besó en la frente y le dio otro fuerte abrazo también.


—Te veo luego, cariño. Descansa para que puedas irte a casa mañana.


—Eso haré —dijo con una sonrisa.


Todos abandonaron la habitación y Paula se relajó de nuevo en la cama con la caja de comida aún descansando sobre su regazo. Pedro se la quitó y la dejó a un lado, y luego manipuló el mando de la cama para que estuviera completamente reclinada.


—Ya es hora de que te vayas a dormir, nena.


—¿Te vas a quedar? —preguntó, preocupada porque fuera a irse y ella se quedara sola.


Él frunció el ceño.


—No me voy a ir a ningún lado. Voy a acurrucarme contigo en la cama y vas a dormir entre mis brazos.


Ella suspiró de alegría.


—Bien. No quiero estar sola esta noche. Los hospitales me dan repelús.


—No volverás a estar sola otra noche más en tu vida —le dijo con ternura y con los ojos llenos de amor y promesa.


Se acomodó en la cama con ella, completamente vestido, y se colocó de costado justo antes de tirar de ella para pegarla contra su pecho tal como había hecho antes. La besó en la sien y luego posó su mejilla en su frente.


—Te quiero —susurró ella.


—Yo también te quiero, nena. He estado a punto de perderte. No voy a volver a pasar por eso otra vez.


Ella sonrió y se acurrucó más en su abrazo; quería sentir la seguridad y la comodidad que su fuerte cuerpo le proporcionaba. Se encontraba donde de verdad realmente pertenecía.