martes, 12 de enero de 2016

CAPITULO 35 (PRIMERA PARTE)





Pedro se adentró en el apartamento y frunció el ceño cuando vio que no había ninguna luz encendida.


¿Había malinterpretado Paula su conversación y se había ido a su propio apartamento?


Desde que habían vuelto de París, ella había pasado todas las noches con él, excepto esa vez cuando Juan la llevó a cenar y luego la acercó hasta su piso. Solo esa noche que no estuvo con ella lo puso inquieto y de mal humor, e incluso fue al trabajo a la mañana siguiente con el mismo humor de perros.


Entró en el salón y la tensión cedió de inmediato cuando la vio acurrucada en el sofá, profundamente dormida. La chimenea estaba encendida y ella tapada de la cabeza a los pies con varias mantas.


Frunció el ceño. ¿Habría cogido algún virus? Si lo pensaba bien, había estado perfectamente bien antes de salir a por el almuerzo. Alegre, feliz y sonriente. Animada. Tan guapa como siempre. Lo asustaba a más no poder saber lo dependiente que se había vuelto de su presencia en la oficina, y saber que ella ahora ocupaba una parte fundamental de su día a día. La mayoría de la gente necesitaba café por las mañanas, él simplemente necesitaba a Paula.


Cuando se inclinó hacia delante con intención de tocarle la frente para ver si tenía fiebre, se percató de que los ojos los tenía enrojecidos e hinchados. Como si hubiera estado… llorando. ¿Qué demonios ocurría?


¿Qué podría haber pasado? ¿Qué era lo que no le estaba contando? Estuvo muy tentado de despertarla y exigirle saber qué narices le pasaba, pero no la quiso molestar. Se la veía cansada. Además de que tenía unas ojeras muy marcadas. ¿Había estado así de cansada la noche anterior? ¿Había sido demasiado duro con ella? ¿Demasiado exigente? ¿Era él la razón por la que estaba enferma?


El miedo se le aposentó en la boca del estómago. ¿Estaba siendo su relación demasiado absobernte para ella? Pedro no podía prometerle ir más despacio o darle más espacio. En vez de ir distanciándose conforme el tiempo pasaba, por cada día que pasaba, Paula se iba convirtiendo en una necesidad más abrumadora dentro de sí. El tiempo solo iba a conseguir que su desesperación por ella se intensificara y no se aliviara. Sería estúpido volver a pensar que permitir que otro hombre la tocara iba a demostrar, de
alguna manera, que no era emocionalmente dependiente de ella. Que no le molestaba.


Él aún quería suplicarle que lo perdonara cada vez que su mente volvía a aquella noche en París. Ella ya lo había perdonado, pero, solo con recordar el momento, no podía evitar caerse de rodillas al suelo.


No la merecía. Y eso Pedro lo sabía muy bien. Pero no tenía la fuerza suficiente para hacer lo correcto y alejarla de él. 


Eso solo lo destrozaría.


Volvió otra vez a fruncir el ceño cuando bajó la mirada hacia el reloj. Había vuelto a casa más tarde de lo que había pretendido en un principio. Ya casi era la hora de cenar y Pedro se preguntó si ella siquiera se habría tomado algo para comer. Se dirigió entonces a la cocina y encontró la respuesta en la encimera. La bolsa estaba intacta, y la caja de comida sin abrir. Pedro maldijo para sus adentros.


Necesitaba comer.


Rebuscó entre los armarios de la cocina hasta encontrar una lata de sopa. Su ama de llaves le dejaba siempre las provisiones esenciales a mano, y él le daba todos los viernes una lista de la compra por si tenía pensado cocinar algo durante el fin de semana. Pero él no estaba tan a menudo en casa como para tener la despensa siempre llena.


Tras decidir que no tenía nada adecuado, cogió el teléfono y llamó al conserje para decirle lo que necesitaba. Tras haberle asegurado que se encargaría de ello de inmediato, Pedro colgó y buscó en el mueble de medicinas un termómetro y la pertinente medicación.


El único problema era que no estaba seguro de qué le podría pasar. Ni siquiera sabía si tenía fiebre.


Podría ser un simple resfriado. Podría ser un virus estomacal. ¿Cómo iba a saberlo hasta que no le preguntara?


Decidió que podía esperar hasta que se despertara —Pedro quería que ella descansara todo lo que necesitara— y volvió silenciosamente al salón. La manta se había movido y le había destapado la parte superior del cuerpo, así que él se la subió hasta la barbilla y luego volvió a arroparla. A continuación, la besó en la frente para ver si tenía fiebre.


Estaba caliente, pero no demasiado. Y la respiración parecía estar normal.


Se encaminó hasta la chimenea, avivó las llamas y luego se fue al dormitorio para cambiarse y ponerse una Paula llegara.


Tenía mucho trabajo por hacer —Pedro se había marchado justo al acabar la reunión y aún tenía varios informes financieros que mirar para preparar su reunión con Juan y Alejandro donde discutirían las ofertas de construcción—, pero, en vez de ponerse con ello, cogió su tableta y se acomodó en el sofá que había frente al que estaba Paula.


Ella lo hacía sentir cómodo. Le hacía pensar en más cosas además del trabajo y la empresa. Le gustaba estar simplemente en su compañía haciendo algo que disfrutara hacer, como leer un libro en silencio.


Paula se había emocionado muchísimo cuando le regaló un lector nuevo —la última versión— además de una colección entera digital de sus libros favoritos ya metidos en el lector. Le rodeó el cuello con los brazos, lo abrazó y lo besó tan efusivamente que él no pudo evitar reírse. Aunque, bueno, en realidad siempre se reía mucho cuando estaba con ella.


Tenía algo un tanto irresistible. Su encanto era contagioso. 


Ella era su… luz. Pedro se avergonzó de sí mismo por lo cursi que había sonado. Estaba actuando y pensando como un adolescente melodramático.


Gracias a Dios que nadie podía leer sus pensamientos, nunca podría volver a ser capaz de mantener la cabeza en alto en ninguna reunión de negocios.


Los hombres como él se suponía que tenían que ser intimidantes. Fríos. Distantes. Temidos, incluso.


Si alguien tuviera la menor idea de que una morena menuda con una sonrisa de oro era su total y absoluta kriptonita, sería el hazmerreír de toda la ciudad.


Su móvil pitó, así que Pedro hundió la mano en el bolsillo, lo cogió y vio que el portero le había mandado un mensaje para avisarle de que iba a subir de inmediato con lo que había pedido. Pedro se levantó del sofá para recibir al hombre en las puertas del ascensor. Estas se abrieron justo cuando él
llegó al recibidor, luego le dio las gracias y se llevó la bolsa a la cocina.


La sopa aún humeaba de lo caliente que estaba, así que Pedro no la calentó más en el microondas.


Luego la vertió en un tazón, tostó dos rebanadas de pan y cogió de la nevera el refresco preferido de Paula: el de cereza, producto que le había dicho a su ama de llaves que comprara a menudo porque Paula era adicta a él.


Había muchas cosas que compraba ahora con frecuencia según sus preferencias. Se las había aprendido de memoria y ahora se estaba asegurando de tener todo lo que a ella le gustaba. Pedro no quería darle ninguna razón por la que no quisiera quedarse con él.


Puso la sopa, las tostadas y la bebida en una bandeja y luego se la llevó al salón y la dejó encima de la mesita que tenía frente a ella. Aún no le hacía demasiada gracia despertarla, pero necesitaba comer y él necesitaba saber cómo se encontraba. Si era necesario, llamaría a su médico personal y le diría que viniera para que la examinara en su apartamento.


—Paula —le dijo en voz baja—, Paula, despierta, cariño. Te he traído algo para comer.


Ella se movió y, adormilada, soltó un gemido de protesta.


 Luego giró la cabeza hacia el otro lado, parpadeó y volvió a cerrar los ojos otra vez.


Pedro se rio entre dientes. A Paula nunca le había gustado que la molestaran cuando dormía. Le tocó la mejilla y la acarició hasta llegar al mentón mientras disfrutaba del tacto suave y sedoso de su piel bajo sus dedos.


—Paula. Despierta, nena. Vamos. Abre esos ojitos tan bonitos por mí.


Ella los abrió y su mirada borrosa se encontró con la de Pedro. Para su sorpresa, pudo observar el miedo reflejado en ella, y algo más que no pudo terminar de identificar. ¿Preocupación? ¿Ansiedad? ¿Qué narices estaba pasando?


Paula bostezó y se restregó los ojos con las manos mientras se sentaba para así poder evitar su mirada.


Luego se pegó las mantas contra sí como si su vida dependiera de ello.


Pedro se tuvo que morder la lengua para no pedirle respuestas en esos precisos momentos. Sabía que ahora mismo se encontraba en un estado de infinita fragilidad, estado en el que no la había visto desde que pasara aquella noche en París. Las entrañas se le encogieron de solo pensar en ello.


—Hola, dormilona —le dijo con voz suave—. Te he traído algo de sopa. He visto que no te has comido el almuerzo.


Ella hizo un mohín con los labios.


—Tenía frío y lo único que quería era entrar en calor. No tenía ganas de comer.


—¿Te sientes bien? ¿Estás enferma? Puedo decirle a mi médico que venga a verte.


Ella se relamió los labios y negó con la cabeza.


—Estoy bien, de verdad. En el momento en que entré en calor tenía tanto sueño que no me pude quedar despierta. Pero me siento bien, te lo prometo.


Pedro no la terminó de creer y no estuvo seguro de por qué. 


Había algo distinto en ella aunque no estuviera enferma. Y también estaba el hecho de que parecía como si hubiera estado llorando. Quizás estaba exagerando. A lo mejor se había refregado los ojos justo antes de quedarse dormida.


—¿Ahora tienes hambre? —la animó.


Ella desvió la mirada hasta la bandeja que estaba en la mesita y luego asintió.


—Me muero de hambre.


Cuando empezó a levantarse y a moverse hacia delante, Pedro le tendió la mano para ayudarla. Paula
entrelazó los dedos con los de él y se quedó sentada en el borde del sofá.


—Gracias —le dijo con voz ronca—. Eres muy bueno conmigo, Pedro.


No era la primera vez que le había dicho tal cosa, pero cada vez que lo hacía, la culpa lo invadía. Si hubiera sido bueno con ella como debería haber sido, nunca habría permitido que otro hombre abusara de ella.


Pedro la observó mientras comía, la necesidad de tocarla y de protegerla de lo que fuera que la hubiera molestado crecía en su interior a cada segundo que pasaba. Era una urgencia insaciable de la que no tenía ningún control. Su fuerza de atracción hacia ella desafiaba toda lógica. Pero bueno, en lo que a ella se refería, estaba más que claro que Pedro no hacía más que perder la razón. Y la cordura. 


No era capaz de mantener ninguna distancia entre ellos.


Cuando terminó de comer, se volvió a tapar con la manta que tenía sobre las piernas y, para sorpresa —y deleite— de Pedro, se acurrucó en el sofá con él y lo rodeó con todo su cuerpo.


Él la rodeó con un brazo y luego alargó la mano para coger la manta que se había quedado por el suelo. La colocó de forma que los tapara a ambos y luego movió a Paula para que lo tapara a él con su suave y cálido cuerpo.


Escondió el rostro en su pelo, contento de poder tenerla acurrucada y pegada contra él tanto como fuera posible.


—Gracias por la cena —le dijo—. Ahora mismo solo quiero que me abraces. Eso es lo único que necesito para sentirme mejor.


Sus palabras le llegaron directas al corazón. Estaban dichas con completa honestidad. Qué fácil hacía que sonara. Paula nunca le había pedido nada a él, era muy poco exigente. No le importaba una mierda el dinero que tuviera o lo que pudiera comprarle. Las únicas cosas que le había pedido habían sido muy simples: abrazarla, tocarla, reconfortarla.


La idea de tener tanto poder sobre ella debería contentarlo. 


Era lo que quería, ¿no? Un control absoluto, que se doblegara a su voluntad. Pero, en cambio, solo hacía que fuese realmente consciente del hecho de que también tenía el poder para destruirla.


—¿Quieres quedarte aquí frente al fuego o quieres que te lleve a la cama? —le preguntó mientras le acariciaba el pelo.


—Mmmm… —musitó con una voz adormilada y contenta—. Aquí durante un rato, creo. Se está bien frente al fuego. Me pregunto si ya está nevando.


Él se rio entre dientes.


—Si lo está, me imagino que no será mucho. Nunca tenemos demasiada nieve en esta época del año.


—Me duele la cabeza —murmuró Paula mientras se pegaba más contra el hueco de su hombro. Pedro frunció el ceño.


—¿Por qué no lo has dicho antes? ¿Te duele mucho?


Ella se encogió de hombros.


—Lo suficiente. Me tomé un ibuprofeno cuando llegué. Tenía esperanzas de que cuando me levantara ya se me hubiera pasado.


Pedro la apartó suavemente a un lado y luego se separó de ella y de la manta antes de levantarse del sofá. Se encaminó hacia la cocina, cogió uno de los botes con calmantes y regreso de nuevo a su lado.


Ella frunció el ceño.


—Esas pastillas me desorientan.


—Es mejor que el dolor —le dijo con paciencia —. Tómatela y yo cuidaré de ti. Nos sentaremos en el sofá hasta que te entre sueño y luego nos iremos a la cama. Si no te sientes mejor por la mañana, te quedarás en casa.


—Sí, señor —le dijo mientras sonreía y un hoyuelo se le formaba en la mejilla.


Él le dio la pastilla y luego le tendió la botella medio vacía del refresco de cereza y la observó mientras se tragaba la medicina. Después se echó hacia atrás en el sofá e inmediatamente la volvió a estrechar entre sus brazos. Le puso la manta por encima y la rodeó con los dos brazos para mantenerla en su abrazo de forma segura.


Paula soltó un suspiro de satisfacción a la vez que escondía el rostro contra su cuello.


—Me alegro de estar contigo, Pedro. No me arrepiento de esa decisión ni por un instante.


Paula pronunció las palabras tan flojitas que él no pudo casi escucharlas. Pero cuando se dio cuenta de lo que había dicho, la satisfacción lo golpeó de lleno con tanta fuerza que no pudo responderle de inmediato. Sin embargo, había algo raro en su afirmación. Casi como si fuera un adiós anticipado. Él ya no consideraba esa posibilidad, Pedro haría todo lo que fuera para asegurarse de que ella no se fuera a
ninguna parte y se quedara con él, a su lado.


—Yo también me alegro de que estés aquí, Paula —le contestó con suavidad.





CAPITULO 34 (PRIMERA PARTE)




Por muy traumática que hubiera sido la experiencia en París para Paula, esa noche jugó, de muchas maneras, un papel crucial con respecto al avance de su relación. Pedro era incluso más protector con ella, y mostraba un cariño —emocional— que no había estado presente antes.


Eso le infundó ánimos. La hizo atreverse a soñar con que al final podrían ser más que un contrato.


Ella amaba a Pedro y no hacía más que seguir cayendo bajo su hechizo cada día que pasaba. El amor le hacía ser paciente. Le hacía tener esperanzas.


Lo único de lo que se arrepentía era de que su relación fuera secreta para todo el mundo, y para Juan.


Especialmente para Juan.


Juan había notado el malestar de su hermana cuando Pedro y ella volvieron de París. Paula odió haber
tenido que mentirle cuando le preguntó qué le pasaba. Le dijo que tenía un simple dolor de estómago además de jet lag. Por suerte, gracias a la pericia de Carolina con el maquillaje, había sido capaz de disimular el moratón como si ni siquiera estuviera ahí.


El Día de Acción de Gracias se acercaba y a Pedro lo habían invitado sus padres para la ocasión. Por mucho que hubiera llorado su separación, también parecía tener problemas con que volvieran juntos. La traición se veía reflejada en sus ojos cuando miraba a su padre, y aún se comportaba increíblemente protector con su madre. Pedro culpaba a su padre por hacerle daño a su madre.


Paula no estaba segura de cuáles iban a ser sus planes para el Día de Acción de Gracias. Pedro había estado indeciso entre pasar la festividad con sus padres o quedarse con ella. Paula le había insistido en que aceptara la invitación, solo era un día, y era bastante probable que ella lo pasara con Juan, ya que planeaba quedarse en la ciudad. Si no, se iría con Caro y su familia.


A él no le gustaba la idea de pasar un día lejos de ella, ¿pero qué podía hacer? A menos que quisiera que su relación se hiciera pública, no había otra salida. Y por ahora él seguía estando firmemente en contra de esa solución.


—¿Has terminado de hacer la presentación de las ofertas para la reunión que tengo con Juan y Alejandro? —le preguntó Pedro desde el otro lado de la habitación.


Paula levantó la mirada y se percató de que él la estaba mirando fijamente con los ojos llenos de cariño y ternura. Sí, estaba claro que había cambiado su forma de actuar con ella. Ahora se había vuelto más… humano. Alguien que ella creía fielmente que podía devolverle el amor que le profesaba.


—Lo estoy terminando —le informó—. Están los huecos de las otras dos ofertas. En cuanto las reciba, añadiré la información.


Pedro asintió con aprobación.


—Haremos la selección esta semana. Es posible que necesite volver a París cuando estemos más cerca de las Navidades. ¿Te gustaría venir?


Esa era otra de las cosas que habían cambiado. Antes, nunca le habría preguntado qué quería hacer o si quería viajar con él a algún lado. Siempre le decía dónde esperaba que estuviera; y ella no tenía ni voz ni voto en la decisión.


¿Ahora? Ahora nunca se lo ordenaba. Aunque podía distinguir con bastante frecuencia qué respuesta era la que él quería oír, ya nunca decidía por ella.


—Me encantaría ir a París en Navidad —dijo con una nota de emoción reflejada en la voz. Él sonrió y dejó que el alivio se apoderara de sus ojos.


—Haré los arreglos pertinentes y además incluiré un día extra para que puedas ver todo lo que te perdiste la primera vez.


Si Paula se había sentido ridículamente mimada y consentida antes, ahora llegaba al punto de lo absurdo. Pedro era como un sueño. Estaba absolutamente atento a sus necesidades, completamente
receptivo a cualquier cosa que sintiera que ella quería o necesitaba.


Era una experiencia que estaba disfrutando a conciencia. 


Estaba saboreando cada caricia, cada mirada de preocupación, cada una de las atenciones que le dedicaba por todo lo que ella necesitaba o quería.


El teléfono de Pedro sonó, y él lo cogió. Paula se dio cuenta rápidamente de que era su madre. Todo su
comportamiento cambiaba radicalmente cuando hablaba con ella.


Y se iba a tirar un buen rato. Él y su madre habían estado hablando cada vez más estos últimos días mientras la mujer navegaba por las peligrosas aguas de su reconciliación con el padre de Pedro. Su madre confiaba muchísimo en Pedro para que le diera apoyo moral.


Paula entonces miró su reloj. Había pasado ya la hora del almuerzo, y Pedro había estado ocupado toda la mañana. Dudaba que fuera a tomarse siquiera un descanso para comer, seguramente se quedaría trabajando hasta que tuviera que marcharse a la reunión de la tarde.


Tomando una decisión, Paula se puso en pie y cogió el bolso. Pedro alzó la mirada y arqueó las cejas a modo de interrogación mientras ella se encaminaba hacia la puerta.


—Almuerzo —le articuló con la boca—. Te traeré algo.


Él asintió con la cabeza y luego se apartó el móvil de la barbilla para tener la boca libre.


—Ponte un jersey, Paula. Hace frío fuera y hay riesgo de nieve, así que ten cuidado con la acera.


Ella sonrió y se animó de inmediato al escuchar su preocupación. Entonces volvió a su mesa, se puso el suéter que dejaba allí solo para emergencias y le mandó un beso con la mano que hizo que los ojos de Pedro se iluminaran.


Cuando puso un pie fuera del edificio, una excitante felicidad se apoderó de todas sus terminaciones nerviosas. Casi podía oler la nieve en el aire. Hacía un frío intenso y había bastante humedad, y el cielo estaba nublado y gris. El tiempo perfecto para las festividades que se aproximaban.


Paula bajó la calle prácticamente bailando hasta llegar al restaurante delicatessen donde ella y Pedro pedían el almuerzo con bastante frecuencia. Le encantaba esta época del año. Le encantaba el cambio de las estaciones, y siempre se moría por que llegaran las Navidades.


Apenas a una semana del Día de Acción de Gracias, muchas tiendas ya estaban decorando sus escaparates con las luces de Navidad y con exposiciones.


Se abrazó a sí misma cuando una ráfaga de viento sopló justo encima de ella. Consiguió meterse dentro del restaurante y pidió la comida para llevar.


Cinco minutos después, recogió sus bolsas de plástico y se abrió paso a través de la multitud que llenaba el restaurante para volver a salir a la calle. Una gota de lluvia le cayó entonces en la nariz, así que apretó el ritmo cuando vio que empezaba a chispear. No había caído en traer paraguas ya que solo tenía pensado estar fuera durante unos pocos minutos.


En fin, tenía que empezar a llover ahora. ¿No se podía haber esperado cinco minutos más para que le hubiera dado tiempo a volver al complejo de oficinas?


Iba con la cabeza agachada al doblar la esquina que daba a la entrada del edificio de Pedro cuando de repente tropezó con otra persona. Se le cayó una de las bolsas al suelo, así que se agachó para recogerla al tiempo que se disculpaba. 


Con suerte, la comida aún seguiría intacta. Cuando se enderezó, la persona contra la que había chocado seguía estando ahí de pie.


Las náuseas comenzaron a apoderarse de su estómago cuando consiguió distinguir bien a esa persona.



Charles. El hombre que la había asaltado sexualmente en París, en la suite de Pedro. No podía ser coincidencia que hubiera chocado con él justo en la puerta de las oficinas.


Paula retrocedió, cautelosa, pero él la agarró del brazo y la empujó hacia la pared del edificio para alejarla de la atención de los peatones. Todavía se encontraba a unos pasos de la entrada. Su mirada automáticamente se desplazó hasta los alrededores para ver cuál sería la mejor manera de escapar de su agarre.


—No me toques —le soltó con mordacidad—. Pedro te hará pagar por esto.


El rostro de Charles se transformó en un gruñido.


—Gracias a tu exageración, Pedro montó en cólera. Está intentando dejarme fuera del acuerdo por completo. No va a hacer negocios conmigo, y eso dañará mi imagen para hacer negocios con otros.Necesito este acuerdo, y tú me lo has jodido.


—¿Que yo te lo he jodido? —gritó Paula—. Imbécil, ¡tú abusaste de mí! ¿Y yo te lo he jodido? ¡Eres un cerdo!


—¡Cierra la puta boca! —siseó al mismo tiempo que se acercaba más a ella y la agarraba de los brazos con más fuerza.


—Suéltame —le advirtió—. Aléjate de mí.


Su agarre era cruel y fuerte, y Paula supo que le dejaría marcas. Ella solo quería alejarse de ese gilipollas y volver con Pedro, donde estaría a salvo. Donde él nunca dejaría que le pasara nada.


La lluvia caía con fuerza y se deslizaba por su rostro, así que Paula tuvo que parpadear para aclarar la visión. Hacía frío y le estaba entrando mucho más al filtrarse el agua por su ropa y su pelo.


—Tú y yo tenemos algo que discutir —le soltó—. Quiero información confidencial sobre las ofertas.Sé que tienes acceso a ellas. Mi única oportunidad es ser capaz de dar un precio sustancialmente más bajo que el de mis competidores para que ACM no tenga más remedio que elegirme a mí. Puede que pierda dinero con este acuerdo, pero me posicionaría muy bien en el futuro. Necesito conseguir el
acuerdo, Paula, y tú lo vas a hacer por mí.


—¡Estás loco! No te voy a decir ni una mierda; Pedro me mataría y también mi hermano. No traicionaré a ninguno de los dos, y menos por un gilipollas como tú. Ahora, suéltame o empezaré a gritar hasta que se me escuche en toda la manzana.


—Yo no lo haría si fuera tú —le advirtió en voz baja.


Charles le puso el móvil en la cara, la pantalla estaba delante de sus narices antes de que ella pudiera siquiera enfocar la vista. Entonces ahogó un grito, horrorizada por lo que mostraba la pantalla. Esto no estaba pasando. ¡No podía estar pasando!


—Oh, Dios —susurró.


Las náuseas le habían formado un nudo en la boca del estómago. Estaba completamente asqueada por lo que acababa de ver. Era ella. Atada y de rodillas con la polla de Pedro metida en la boca. Las mejillas las tenía abultadas mientras se tragaba toda su extensión.


Charles presionó un botón y la siguiente imagen que vio era también de ella, atada en la mesa pequeña, con los ojos y los labios cerrados con fuerza mientras Charles se encontraba de pie, con una mano enredada en su pelo y la otra agarrándose la verga en un intento de metérsela en la boca. Lo que significaba que uno de los otros había hecho las fotos. ¿Qué clase de enfermo cabrón hacía esa clase de
cosas?


Necesitó cada resquicio de fuerza que le quedaba para no dar una arcada y vomitar ahí mismo en la calle. —¡Cabrón enfermo! —siseó.


No había necesidad ninguna de preguntarle cómo había conseguido las fotos. Las habían hecho en la suite de París. La idea de que alguien tuviera esas fotos, de que las miraran, la aterrorizaba.


—Este es el trato, Paula —dijo Charles. La mano que tenía agarrado su brazo la apretó con más fuerza como si supiera lo mucho que Paula quería alejarse de él—. Vas a darme esa información que quiero o haré públicas las fotos. ¿Crees que a tu hermano le gustará ver fotos de su hermanita pequeña colgadas por Internet? Serás famosa, pero no de la forma que a todos vosotros os gustaría.


El frío le caló tanto los huesos que su cuerpo parecía un cubito de hielo. Ella se le quedó mirando, ausente, mientras un inmenso pesar se apoderaba de ella.


Ese maldito bastardo sería capaz de hacerlo. Podía ver la resolución y la desesperación reflejadas en sus ojos.


—¡Hijo de puta! —le dijo con voz rota —. ¡Tú me hiciste esto! ¿Y ahora me vas a amenazar con fotos en las que estás abusando de mí?


—Piénsalo —le dijo con seriedad—. Esperaré tu llamada antes del fin de semana. Si no me das la información, me aseguraré de que todo el mundo vea estas fotos.


Le soltó entonces el brazo y se alejó para desaparecer entre la marea de paraguas y peatones que se precipitaban para poder cobijarse de la lluvia.


Paula se quedó ahí parada durante un buen rato, todavía conmocionada por las ilícitas fotos que él había hecho. La lluvia seguía empapándole el rostro y la ropa, pero ella no sentía ya nada. Estaba completamente absorta por lo que acababa de sucederle y porque estaba en una posición insostenible.


Si traicionaba a Pedro, lo perdería para siempre. La alejaría de su vida sin pensárselo dos veces y sin ningún remordimiento. Si no lo traicionaba, esas fotos saldrían a la luz. Juan las vería. El mundo entero las vería. No solo la amistad de Juan con Pedro terminaría, sino que también podría significar el final de su relación en los negocios. Y la reputación de Pedro volvería, una vez más, a sufrir las acusaciones de que había abusado de otra mujer. Una vez podría no ser muy grave, ¿pero dos? La gente haría una
montaña de un grano de arena.


Paula se pegó las bolsas empapadas al pecho y se fue tambaleando hasta la entrada del edificio de oficinas. El pánico la hacía moverse con torpeza. El corazón le estaba latiendo a tanta velocidad que hasta le dolía, e incluso se veía incapaz de procesar ningún pensamiento.


Subió entonces en el ascensor con el miedo aumentándole cada vez que respiraba. ¿Qué era lo que se suponía que tenía que hacer?


Sí, tenía acceso a las ofertas. Sería simple cuestión de pasarle la información a Charles. Aunque eso no facilitaría las cosas tampoco, porque, incluso aunque este diera un precio más bajo que el de sus competidores, Pedro nunca optaría por él. Y entonces, aunque hubiera hecho lo que Charles le había pedido, estaría enfadado y se vengaría publicando las fotos de todas formas.


¿Qué debería hacer?


Cuando llegó a la oficina de Pedro, él ya había colgado el teléfono. Nada más entrar por la puerta, este se puso de pie y la miró con una expresión preocupada dibujada en el rostro.


—Paula, ¿qué diablos ha pasado? ¡Estás empapada! ¿No has cogido el paraguas?


Pedro se precipitó hacia ella, y cuando tocó la ropa mojada que llevaba puesta soltó un taco. Le quitó las bolsas de las manos y las dejó caer al suelo sin prestarles atención.


—¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? Parece como si hubieras visto un fantasma.


—S-solo t-tengo f-frío —tartamudeó—. Me pilló la lluvia. No es para tanto, Pedro. De verdad.


—Estás congelada —murmuró—. Vamos, te llevaré a casa para que te pongas ropa seca. Vas a coger un resfriado.


Ella sacudió la cabeza y retrocedió; su resistencia era tan insistente que él pareció sorprenderse.


—Tienes una reunión que no te puedes perder —le dijo—. No hay necesidad de que vengas conmigo.


—Que le den a la reunión —soltó con brusquedad—. Tú eres más importante.


Ella volvió a sacudir la cabeza.


—Haz que el chófer me lleve a casa. Me daré una ducha caliente y me pondré ropa seca. Te lo prometo. Puedo volver en una hora y media.


Ahora era el turno de Pedro para sacudir la cabeza.


—No. No quiero que vuelvas. Vete a casa y entra en calor. Espérame allí. Iré en cuanto salga de la reunión.


Ella asintió con el frío calándole los huesos. Ahora que estaba a salvo de la lluvia y calentita en su oficina fue cuando empezó a temblar de forma descontrolada. Tenía que controlarse o si no él notaría que algo iba terriblemente mal.


Entonces sonrió abiertamente y le señaló las bolsas.


—La comida aún está bien. Necesitas comer, Pedro. No has pegado bocado en todo el día.


Él le rozó la mejilla y le acarició el rostro con una mano antes de echar la cabeza hacia delante para darle un beso en los labios, que tenía congelados.


—No te preocupes por mí. Llévate la comida a casa y tómate con calma el resto del día. Estaré allí para cuidar de ti en un ratito.


Sus palabras hicieron que el corazón le diera un vuelco, pero no eran suficientes para llevarse el miedo por la dimensión de la situación a la que se enfrentaba. Necesitaba tiempo para pensar.


El inicio de un dolor de cabeza había tardado poco en aparecer. Las ligeras pulsaciones en la sien junto al enorme catarro que había pillado estaban empezando a apoderarse de ella por completo.


Él fue hasta su mesa y cogió su abrigo, luego se lo puso a Paula por los hombros y le frotó los brazos con las manos.


—Vamos —le dijo con seriedad—. Te acompañaré abajo y te ayudaré a entrar en el coche. Llámame si necesitas algo, lo que sea, ¿de acuerdo?


La sonrisa que le regaló ella fue débil, forzada.


— Estaré bien, Pedro.


Cómo odiaba tener que mentirle.