martes, 12 de enero de 2016
CAPITULO 33 (PRIMERA PARTE)
Paula se sentó en la cama vestida con una de las camisetas de Pedro que le llegaba casi hasta las rodillas. Pedro estaba en la ducha y ella estaba esperando, nerviosa, a que volviera a la cama. Le había llevado su tiempo decidir exactamente qué era lo que quería decir. No había querido reaccionar
demasiado rápido cuando sus emociones eran tan difusas.
No había querido decir o hacer nada de lo que luego pudiera arrepentirse. La situación era demasiado importante.
Pero ahora ya había reunido todo el coraje que necesitaba y estaba lista para enfrentarse a Pedro. No con un ultimátum, sino con la verdad.
La puerta se abrió y él salió con una toalla enrollada en la cintura. El pelo lo tenía mojado y el torso brillante por la humedad de su piel. Era… guapísimo. No había otra palabra para describirlo.
La toalla se deslizó por sus piernas cuando él se agachó para sacar la ropa interior de la maleta, así que Paula obtuvo un primer plano de su culo, y, cuando se giró, de su miembro, que era impresionante incluso estando completamente relajado.
Ella apartó la mirada; se sentía culpable de estar comiéndoselo con los ojos así como si nada. No se quería distraer.
Cuando Pedro se acercó a la cama, ella cogió aire y se lanzó al ataque. Si no lo soltaba ya, nunca le iba a decir todo lo que necesitaba para desahogarse. Era mejor decirlo ya sin importar lo poco elegantes que fueran sus palabras.
—Odié la noche de ayer —dijo abruptamente, las palabras sonaron suaves y vacilantes. Él cerró los ojos por un momento y se quedó quieto en la cama sin tumbarse. Estaba sentado en el borde, manteniendo una pequeña distancia entre los dos.
—Lo sé —le respondió él en voz baja.
Ella continuó, sabía que aún tenía mucho más que decir.
Mucho más que necesitaba sacar.
—Odié que me tocara. Sé a lo que accedí, Pedro. Sé que firmé un contrato. Y sé que dije que no me oponía completamente a la idea, o al menos a experimentar. Pero no quiero que nadie excepto tú me toque. Me sentí violada. Me sentí sucia. Y no quiero volver a sentirme así en la relación que tengo contigo.
—Dios, cariño, no —le susurró.
Su rostro estaba afligido y su mirada se veía herida.
Pero, aun así, ella continuó. No quería dejarlo hablar todavía.
—Me importa un comino lo que el contrato diga —le dijo con la voz rota—. Lo odio. Ahora mismo, el único hombre que quiero que me mire eres tú. No quien tú decidas que quieres dejar que me use como su juguete sexual.
Un sonido ahogado salió de la garganta de Pedro, pero Paula alzó la mano y lo hizo callar. Estaba decidida a sacárselo todo de encima. Dios, no le podía dejar que la interrumpiera ahora o nunca volvería a tener el coraje suficiente para decir todo lo que tenía que decir.
—No lo volveré a hacer —Paula negó con la cabeza con firmeza para reafirmar su declaración. Para que supiera que iba muy en serio—. Sé que accedí a ello, pero no lo quiero. Nunca lo voy a querer. Odié cada minuto que pasé. Y si vuelve a ocurrir de nuevo, se acabó. Me iré y nunca regresaré.
Como si no se pudiera contener ni un minuto más, Pedro se echó hacia delante y la estrechó entre sus brazos y mantuvo contra su pecho. La abrazó tan fuerte que Paula apenas podía respirar.
—Lo siento, Paula. Lo siento muchísimo. Nunca más volverá a ocurrir. Jamás. Nadie te tocará. Dios, yo también odié cada minuto de lo que pasó. Iba a parar la escena, pero entonces te oí gritar. Escuché el miedo en tu voz y te oí decir que no. Y yo te juré que esa era la única palabra que ibas a necesitar
pronunciar para que yo u otra persona paráramos. Y luego ese hijo de la gran puta te pegó antes de que yo pudiera llegar a ti. Por todos los santos, nunca me perdonaré por eso, Paula. Nunca. Por ese miedo, por ese cabrón que quería obligarte a hacer cosas que tú no querías.
Pedro tembló abrazado a ella. Las manos le acariciaban la espalda desde los hombros recorriéndole la espalda con agitación. Entonces le separó el rostro y le puso las manos en las mejillas para mirarla atentamente a los ojos.
—Lo siento mucho, cariño. No sé siquiera si llegaré a perdonarme a mí mismo por lo que hice. Lo odio de verdad, Paula.
—Entonces, ¿por qué lo hiciste?
Él bajó la mirada y luego la apartó, las manos también se alejaron de su rostro. Entonces cerró los ojos, el disgusto se estaba haciendo bastante evidente en su rostro.
—Porque soy un maldito cobarde.
La voz con la que lo dijo era tan bajita que ella casi no entendió lo que dijo, y por ello no estaba segura de que Pedro hubiera dicho lo que ella pensaba que había dicho.
¿Qué leches significaba eso?
Entonces él la cogió de la mano y le dio un fuerte apretón.
Se la llevó a la boca y le dio un beso en la palma.
—Escucha bien esto, Paula. No volverá a pasar nunca más. Te estoy pidiendo que perdones lo imperdonable. Sí, firmaste un acuerdo, pero no era lo que tú querías. Ni anoche, ni cualquier otra noche.
Y creo que incluso yo sabía eso antes. Lo sabía y, aun así, le di a ese cabrón permiso para que te tocara.
Y me odio por ello. Es mi responsabilidad conocer tus deseos y tus necesidades y ponerlas por encima de las mías. Y anoche no lo hice.
A Paula no le entraba en la cabeza por qué lo había hecho.
No tenía mucho sentido. Aunque ellos habían planteado la posibilidad de experimentarlo, ella nunca había creído que él fuera a hacerlo de verdad.
Se preguntó entonces qué era lo que andaba por su mente cuando invitó a aquellos hombres a la suite.
Pedro había estado pensativo y callado desde antes de que abandonaran Nueva York. ¿Tuvo eso algo que ver con su decisión? ¿Estaba intentando probar algo de lo que ella no tenía ni idea? ¿O no era nada que tuviera que ver con ella?
—Lo siento, cariño —su voz se volvió incluso más grave. Las palabras estaban llenas de arrepentimiento—. Por favor, perdóname. Por favor, di que no te vas a alejar de mí. Es lo que deberías hacer, sin ninguna duda. No te merezco. No merezco tu dulzura ni tu comprensión. Pero las quiero. Ya ni
siquiera estoy seguro de poder vivir sin ellas.
Eso había sido lo más cerca que había estado de admitir que ella significaba más que sexo para él.
Paula se inclinó hacia delante para ponerse de rodillas y le puso las manos a cada lado del rostro.
—No tienes que vivir sin ellas, o sin mí —le susurró—. Estoy aquí, Pedro. No me voy a ninguna parte. Pero tiene que ser solo nosotros. Tú y yo. Sin otros hombres —ella apenas podía contener el escalofrío que amenazaba con apoderarse de su cuerpo.
Los ojos de Pedro ardían de alivio. A continuación, la acercó a él y la abrazó con fuerza. La besó en la sien, en la cabeza, en el pelo; era como si no pudiera hacer nada más que tocarla de una forma u otra.
—Solo nosotros —le susurró al oído—. Lo juro.
Entonces se separó lo suficiente para apoyar la frente contra la de ella.
—Volvamos a casa, Paula. Quiero que dejemos esto atrás. Quiero que seas capaz de olvidarlo y de borrártelo de la cabeza. Sé que te he hecho un daño terrible. Te juro que te voy a recompensar.
Paula saboreó la ferviente promesa y se aferró a ella. Pedro estaba hablando como si tuvieran un futuro,
como si quisiera más que simple sexo contractual. ¿Era una tonta por creer eso?
Entonces le rodeó el cuello con los brazos.
—Hazme el amor, Pedro. Haz que nuestra última noche en París sea especial.
—Oh, cariño —le dijo con la voz entrecortada—. Voy a amar cada centímetro de tu cuerpo esta noche. Y luego te abrazaré todo el vuelo hasta Nueva York mientras descansas en el avión.
Paula se despertó en medio de la noche y parpadeó para adaptar la vista a la luz tan tenue que había.
Tan solo una rendija de luz que venía del cuarto de baño iluminaba las facciones adormiladas del rostro de Pedro.
Se encontraba pegada firmemente a su costado, y Pedro además tenía las piernas colocadas encima de
las de ella para atraparla junto a él de una manera eficaz. El brazo también lo tenía firmemente a su alrededor. Incluso durmiendo era posesivo a más no poder.
Pero si había estado dispuesto a dejar que otros hombres la tocaran, ¿cómo de posesivo era en realidad?
Aunque era imposible fingir el verdadero arrepentimiento y la agonía que se había reflejado en su rostro cuando le había pedido perdón de una forma tan profusa. Paula aún no estaba segura de las razones, pero sabía que era por algo que le había pasado. Algo profundo. Algo que quizá ni el mismo entendía. Intentó deshacerse de su agarre, pero Pedro se despertó y la miró con ojos adormilados.
—Voy al baño —le susurró.
—Date prisa —murmuró él soltándola para que pudiera levantarse.
Paula se metió en el cuarto de baño y, después de hacer pis, se contempló en el espejo. Hizo una mueca al ver la comisura de la boca todavía inflamada y el color oscuro de un moratón ya bien formado. ¿Cómo narices se lo iba a explicar a Juan? Le iba a hacer un interrogatorio en cuanto la viera.
Caro tendría que conseguir hacer maravillas con el maquillaje.
Todo el cuerpo lo tenía sensible, aunque no por las razones de siempre. Pedro había sido extremadamente delicado con ella. Una situación bastante sorprendente ya que siempre parecía estar muy descontrolado y loco de deseo por ella, lo que hacía que Paula también estuviera loca de deseo por él.
Pero hoy había sido diferente.
Se había tomado su tiempo. La había provocado y estimulado con suavidad y con muchísimo cariño.
Dentro del estómago aún le revoloteaban mariposas por lo bonito que había sido hacer el amor con él.
Por primera vez, Paula no había sentido que fuera simplemente sexo.
Sabiendo que Pedro iría en su busca si lo dejaba esperando en exceso, Paula volvió al dormitorio y se subió a la cama. Pedro levantó los párpados y la contempló con los ojos medio abiertos y adormilados. Él alargó la mano hacia ella, pero Paula no se acercó a sus brazos. En cambio, se sentó sobre los talones y lo estudió en la penumbra.
Era increíblemente guapo. Paula se moría por poder tocarlo y explorarlo desde el primer día, pero nunca había podido permitírselo porque Pedro, siempre, siempre, era el que llevaba la batuta de lo que pasaba.
El hombre frunció el ceño y se impulsó hacia arriba para apoyarse en el codo. El movimiento hizo que la sábana se le deslizara por el cuerpo, dejándole el torso al descubierto, y que se le quedara arrugada a la altura de la cadera mientras la miraba con la preocupación grabada en la cara.
—¿Paula?
Había inseguridad en su voz, un deje de miedo que la sorprendió.
—¿Qué pasa? —le preguntó con suavidad.
—Nada —contestó Paula con voz ronca. Él entrecerró los ojos.
—Entonces, ¿por qué no estás aquí? —Pedro dio unas palmaditas al lugar donde su cuerpo había estado unos momentos antes.
Ella se echó hacia delante y gateó hasta acercarse más a él.
Entonces le puso las manos en el pecho y midió cautelosamente la reacción que estaba teniendo a sus insinuaciones.
El cuerpo de Pedro era un imán para sus manos. Paula se moría por tocarlo, por explorar cada músculo y delinear su figura.
—Quiero tocarte, Pedro. ¿Puedo? —le susurró.
A él le brillaron los ojos con fuerza en la penumbra. Inspiró hondo y luego el pecho se le relajó al exhalar con tanta fuerza.
—Joder, sí.
Paula se inclinó hacia delante hasta que el pelo rozó la piel de Pedro y su rostro se quedó justo encima del suyo.
—Quiero hacer más que tocar.
Pedro levantó la mano para tocar su mejilla, y con el pulgar le acarició el moratón que le había salido en la comisura de los labios.
—Nena, haz lo que quieras. No me voy a quejar.
—Bueno, entonces vale —le dijo en voz baja.
Ahora que lo tenía exactamente donde quería, no estaba del todo segura de saber por dónde empezar.
Dejó que las manos deambularan por su pecho hasta llegar a los hombros, y luego a los brazos, y finalmente a sus tersos abdominales. Pasó el dedo por todas y cada una de las líneas que marcaban su tableta de chocolate y luego acercó la boca para seguir el mismo patrón con la lengua.
Pedro enredó con brusquedad una de las manos en el cabello de Paula, extendió los dedos a lo largo de su cuero cabelludo y la mantuvo ahí para que sus labios siguieran en contacto con su piel.
Envalentonada por su aparente visto bueno, Paula empezó a crecerse mucho más. Le quitó de un tirón la sábana de encima y lo dejó completamente desnudo. Su pene se encontraba, grande y grueso, en un estado de semierección que sobresalía del oscuro vello púbico.
Ella emitió un sonido de excitación y Pedro soltó un gemido en voz alta.
—Por el amor de Dios, Paula.
La joven lanzó las piernas por encima de sus muslos para sentarse a horcajadas justo sobre su miembro, que crecía por momentos. Estaba erecto y pegado contra su firme abdominal. Incapaz de poder resistirse a la tentación, Paula movió las manos y las colocó alrededor de su gruesa erección.
En el mismo momento en que Paula lo tocó, Pedro se sacudió repetidas veces y arqueó las caderas hacia arriba en busca de más contacto.
Entonces Paula se echó hacia delante para apoderarse de su boca y dejó que su miembro quedara preso entre sus cuerpos. Era como tener un hierro candente pegado a la piel, duro y rígido latiendo contra su vientre. Ella deslizó la lengua dentro de la boca de Pedro y comenzó a batirse en duelo con la de él en un baile cuanto menos provocador.
Paula siguió probando para ver hasta dónde llegaban sus límites y le colocó las manos, tal y como una vez él se las puso a ella, a cada lado de la cabeza y lo mantuvo aprisionado contra la cama.
Pedro sonrió contra su boca.
—La gatita se ha vuelto agresiva y se ha convertido en una leona.
—Sí, es verdad —corroboró con un gruñido—. Esta noche soy yo quien lleva las riendas.
—Me gusta esta faceta tuya —murmuró Pedro—. Me pone a cien, Paula. Eres una tigresa, y eres feroz.
—No me digas —le contestó en un susurro.
Y luego lo silenció con un beso. Le devoró la boca como tantas veces él se la había devorado a ella en el pasado. Lo besó hasta que estuvo luchando por conseguir aire. El pecho le subía y le bajaba y cada exhalación era errática e irregular. Le encantaba.
Pedro estaba loco por ella. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, y no dejaba de estremecerse bajo el suyo. Los ojos le brillaban con fiereza, pero aún no había intentado mover las manos. Incluso tras levantar con cuidado las palmas de las manos de las de él, Pedro no hizo esfuerzo alguno por moverlas del sitio donde ella se las había colocado.
Estaba feliz de dejarle tener el control esta vez.
Excitada, Paula comenzó a dejarle un rastro de besos que llevaba hasta su pecho, mientras que el pelo se deslizaba lentamente por su piel. Retrocedió un poco sobre sus piernas hasta posarse encima de las rodillas. Le rodeó el miembro con las manos una vez más y, por un momento, paró y se quedó simplemente con su pene en ellas.
Levantó la mirada hacia él, y se encontró con que Pedro tenía ya fija su mirada en ella. El deseo y la
lujuria se reflejaban en las profundidades de sus ojos.
Con una sonrisa de satisfacción, Paula acercó la boca hasta donde sus manos tenían agarrada su erección y la deslizó por la punta. Dejó que la lengua danzara por alrededor del glande y que se arrastrara por el lado donde su vena hinchada recorría toda la longitud de su verga.
Un largo siseo se escapó de sus labios y se volvió a arquear hacia arriba en busca de más contacto con su boca.
—Dios, Paula.
Su voz sonaba tan forzada que las palabras apenas podían comprenderse.
Ella sonrió con una seguridad y una confianza que dejaban claro que sabía que, por una vez, las tornas habían cambiado y ahora ella tenía el poder. Pedro estaba justo donde Paula lo quería: derretido por el contacto de sus manos.
La deseaba con desesperación, y parecía contento de dejarle hacer lo que quería.
Todo lo que quería.
Era como invitar a una mujer con síndrome premenstrual a un bufé solo de chocolates. Paula lo succionó hasta lo más profundo y lo llevó hasta la entrada de la garganta. A continuación hizo amago de tragar alrededor del glande, lo
estrujó e incluso le provocó unas ligeras arcadas.
El gemido que Pedro soltó se escuchó fuerte en sus oídos.
Luego este enredó las manos en su pelo y Paula sonrió. No había tardado mucho en mover las manos de donde ella se las había colocado en un principio. Pero no importaba porque sentirlas hundidas en su pelo era increíble. Le encantaba la urgencia con la que sus dedos se agarraban a ella y le tiraban de los cabellos.
Aunque siguió dejando que ella llevara las riendas de la situación, no la forzó a que volviera a introducirse el pene en la boca. Simplemente dejó las manos enredadas en su pelo como si necesitara hacer algo con ellas o si no fuera a volverse loco.
Paula volvió a introducírselo por completo y luego se deslizó hacia arriba para dejar un rastro húmedo sobre la sedosa piel.
—Joder —dijo Pedro en voz baja—. Joder, Paula. Eso es, nena. Hasta el fondo. Me encanta cuando tragas saliva conmigo en tu interior, así.
Ella volvió a metérselo entero hasta que la nariz le tocaba la piel del vientre y luego soltó un leve gemido de satisfacción que vibró por toda su erección. Pedro se agarró con más fuerza a su pelo y, por primera vez, se encorvó hacia delante. El cuerpo entero lo tenía tan tenso que Paula podía sentir cómo sus músculos se sacudían sin parar.
Cuando ya no pudo aguantar la respiración más tiempo, se sacó el pene de la boca y dio grandes bocanadas de aire mientras lo agarraba con la mano, los dedos rodeando su tallo, y lo masturbaba con la mirada fija en sus ojos.
Los ojos azules de Pedro ardían con muchísimo calor, deseo y aprobación. Le encantaba lo que Paula le estaba haciendo.
Con una sonrisa en los labios, ella siguió moviendo la mano sobre él hasta que se deslizó por sus muslos y acunó la base de su miembro entre las piernas.
A continuación, Paula se alzó un poco y se llevó la punta de su verga a la entrada de su cuerpo, y, sin siquiera esperar, se deslizó sobre ella y lo encajó bien en su interior de un solo movimiento suave.
Pedro soltó un sonido ahogado y llevó las manos a las caderas de Paula. Clavó los dedos en su piel al mismo tiempo que ella se colocaba más cómodamente alrededor de su miembro.
—Dios, eres preciosa —dijo mirándola de arriba abajo.
Sus manos abandonaron las caderas de Paula y se alzaron hasta llegar a sus pechos. Los amoldó bien en las palmas de las manos mientras los pulgares acariciaban los pezones enhiestos. Pero esto no era para ella. No es que Paula no estuviera disfrutando también, pero esto era para él. Solo para él.
Ella quería sacudir todo su universo. Quería meterle bien en la cabeza que nunca más volvería a querer que otro hombre la tocara. O, ya puestos, que nadie más la tocara.
Con un suspiro y echando la cabeza hacia atrás, ella se empezó a mover una y otra vez hacia arriba y hacia abajo. Podía sentir la tensión en todo su cuerpo. Podía ver lo tenso y firme que estaba su cuerpo, lo apretada que tenía la mandíbula y el esfuerzo que desprendían su boca y sus ojos.
Y entonces, Pedro cerró los ojos.
—Los ojos —le dijo con la voz ronca, imitando la orden que él le daba tan a menudo—. Quiero ver tus ojos cuando te corras.
Él abrió los ojos de inmediato. Las pupilas las tenía dilatadas, los orificios nasales abiertos y la mandíbula bien apretada, pero su mirada nunca la abandonó.
—Todo por ti, cariño.
Y eso la hizo feliz. Increíblemente feliz. Un suspiro de felicidad se deslizó por sus labios y Paula se derritió con él en su interior.
Aumentó la velocidad y la fuerza de sus movimientos. Lo llevó a más y más altura hasta que la mandibula se le hinchó, los ojos comenzaron a brillarle y algo ininteligible se escapó entrecortadamente de sus labios.
Paula vio el momento en que se corrió. Incluso antes de sentir el semen en su interior, pudo verlo en sus ojos. Las inmensas llamaradas de fuego, la forma en que se le quedaron momentáneamente inexpresivos. A continuación, Pedro llevó las manos a la cintura de Paula y la agarró con tanta fuerza que seguramente le dejaría marcas.
Entonces deslizó una de las manos hacia abajo hasta que un dedo se internó entre los labios vaginales hasta llegar al clítoris, y comenzó a acariciarlo mientras ella continuaba moviéndose encima de él.
Cuando Paula empezó a cerrar los ojos, la orden le llegó de inmediato. Por primera vez, Pedro se estaba reafirmando.
—Los ojos sobre mí, Paula. Cuando te corres, tus ojos son míos.
Ella fijó la mirada en él al mismo tiempo que el orgasmo comenzaba a formársele e iba aumentando con una intensidad atroz. Su cuerpo no dejaba de moverse salvajemente encima de él. Ahora era el turno de Pedro para sujetarla y quedarse quieto a su merced. Le recorrió el cuerpo con la otra mano al mismo tiempo que suavemente le acariciaba con los dedos el clítoris.
Era abrumador. Paula no tenía siquiera la fuerza para permanecer en vertical cuando comenzó a desmoronarse.
Se tensó y se desplomó hacia delante. Pedro la atrajo hacia sus brazos y la acunó contra su pecho mientras el orgasmo la atravesaba como una repentina y fuerte tormenta.
Pedro la abrazó contra sí mientras le daba vueltas en la cabeza a lo que acababa de experimentar.
Estaba impresionado. Conmovido y lleno de humildad. Pero sobre todo, estaba completamente agradecido.
No tenía palabras para describir lo que ella acababa de hacer por él. Le había hecho el amor.
Después de lo que él le había hecho a ella, que aún tuviera su confianza y que incluso se entregara a él tan generosamente no tenía palabras.
Se sintió derrotado por la mujer que tenía entre sus brazos.
Un sentimiento tan fuerte de posesividad se instaló en él que no podía siquiera comprenderlo. Se odiaba por lo que había heho. Y aun así, ella se había entregado. Eso era más de lo que podía soportar.
Paula había tocado una parte de él que había pensado que era inaccesible. Una parte que había estado celosamente guardada durante años. Y ella había llegado hasta allí sin esfuerzo. Se había adentrado en su vida y en su corazón como si de verdad ese fuera el sitio donde debiera estar.
Y lo peor de todo era que él estaba convencido de que sí lo era.
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