miércoles, 13 de enero de 2016
CAPITULO 40 (PRIMERA PARTE)
Cuando Paula entró en su apartamento vestida solamente con una bata, y con Alejandro y Juan escoltándola a ambos lados de forma protectora, Carolina se precipitó hacia ella con una expresión llena de preocupación en el rostro.
—¿Paula? ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
Paula abrazó a su amiga y, para su horror, se deshizo en lágrimas. Ya no podía seguir manteniendo la compostura.
Caroline la abrazó con fuerza y luego estalló contra Alejandro y Juan, exigiéndoles saber qué es lo que le
habían hecho.
—Solo haz que se vayan, Caro —dijo Paula entrecortadamente—. Ahora que estoy contigo, ya estoy
bien.
Carolina la llevó hasta el sofá, la ayudó a sentarse y luego se quedó de pie para mirar fríamente a Juan y a Alejandro.
—Ya la habéis oído. Fuera. Yo me encargo de la situación.
Juan gruñó y luego se acercó al sofá donde Paula estaba sentada. Se la quedó mirando durante un buen rato y luego suspiró al tiempo que la estrechaba entre sus brazos.
—Lo siento, peque. Sé que esto te ha hecho daño. Te juro por Dios que no teníamos ninguna intención de que pasara. No teníamos ni idea de que tú y Pedro estabais juntos. Él me mandó un mensaje al móvil y me dijo que tenía algo importante que discutir conmigo cuando volviera. Esa es la razón por la que fui a su apartamento y entré sin más. Alejandro y yo tenemos copias de la llave que lleva a su planta. Joder, asumí que serían negocios. Parecía urgente, así que fuimos tan pronto como llegamos a la ciudad.
Paula se aferró a su hermano mayor y dejó que le cayeran las lágrimas, tal y como había hecho tantas otras veces mientras crecía.
—No estoy enfadada contigo —susurró—. Estoy furiosa con él. Si no tiene los huevos para enfrentarse a ti o a Alejandro por mí, entonces no lo quiero. Me merezco a alguien mejor.
Juan le acarició el pelo con la mano.
—Sí que te mereces a alguien mejor, peque. Pedro es (o era) mi amigo, pero no lo estoy excusando. Él hace lo que le da la gana en lo que se refiere a mujeres, y o todo va a su manera, o a la mierda.
—¿Y tú eres diferente? —le dijo de forma acusadora mientras se separaba. Juan suspiró y desvió la mirada hacia Alejandro, que parecía estar igual de incómodo.
—No quiero discutir esto contigo —dijo Juan con suavidad—. No tiene ninguna relevancia en lo que ha pasado esta noche.
Paula puso los ojos en blanco. Típico de los tíos dejar de lado las cosas. Si hubiera sido otra mujer a la que hubieran visto con Pedro al entrar en el apartamento, ambos se hubieran ido en silencio, o, quién sabe, a lo mejor se hubieran quedado a mirar. No le habrían dedicado ni un solo pensamiento a la mujer y casi seguro que le habrían dado una palmadita a Pedro en la espalda.
Pero ella no era cualquier mujer. Era Paula. La hermana de Juan y, en la práctica, de Alejandro también. Lo que significaba que las reglas cambiaban.
—Idos los dos —le dijo en voz baja—. Caro está aquí, así que estaré bien.
Juan paseó la mirada entre las dos mujeres.
—No quiero que estés sola, Paula.
—No está sola —dijo Carolina con exasperación—. ¿De verdad crees que la podría dejar sola ahora mismo?
—Pero tienes que trabajar —añadió Alejandro frunciendo el ceño.
Paula sacudió la cabeza.
—Por el amor de Dios. ¿Pensáis que me voy a cortar las venas o algo? Estoy enfadada y molesta, pero no soy estúpida ni una suicida.
—Vendré a ver cómo estás mañana —sentenció Juan—. Y vas a pasar el Día de Acción de Gracias conmigo y con Alejandro. ¿Entendido? No vas a estar como un alma en pena alrededor de Pedro.
Paula suspiró.
—Como tú digas. Solo vete. Quiero llorar sola y no con vosotros dos agobiándome. La situación ya es lo suficientemente humillante. He sentido suficiente humillación esta noche como para que me dure para el resto de mis días.
Alejandro se sintió avergonzado.
—Estoy de acuerdo.
Reacio, Juan se levantó del sofá y se encaminó hacia la puerta. Pero luego se paró y se dio la vuelta.
—Vendré mañana y cenaremos. Alejandro y yo planearemos algo para el Día de Acción de Gracias y ya te informaremos con lo que sea.
Paula asintió, cansada. Ella solo quería que se fueran para poder estar a solas con Carolina y contarle todas sus penas.
Nada más salieron por la puerta, Carolina se sentó junto a Paula en el sofá y la estrechó entre sus brazos. Mierda, se iba a poner a llorar otra vez.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Carolina mientras mecía a Paula una y otra vez—. ¿Llamo a las chicas para que vengan?
Paula aspiró y se secó la nariz mientras se apartaba. Dios, aún estaba desnuda bajo la bata —la bata de Pedro—; y, de repente, no le entraron más ganas que de quitársela del cuerpo.
—Deja que vaya a ducharme —le dijo—. Y entonces te lo contaré todo. Necesito ponerme algo de ropa encima, y preferiblemente que no sea de Pedro.
—Prepararé chocolate caliente —añadió Carolina con el rostro lleno de pena y preocupación.
—Eso suena genial —comentó Paula con una lánguida sonrisa dibujada en el rostro—. Gracias, Caro. Eres la mejor.
Paula se fue, agotada, hasta el cuarto de baño y se quitó la bata. Tras un momento de vacilación, la metió en su armario en vez de tirarla a la basura. Probablemente haría algo tan patético como llevarla puesta por su apartamento ya que era de Pedro. No tenía el valor suficiente como para deshacerse de ella.
Al menos, no todavía.
Después de la ducha de agua caliente con la que casi se abrasa, se puso un pijama y se lio una toalla en el pelo sin importar si este se le enredaba o no.
Carolina la estaba esperando en el salón con dos tazas de chocolate caliente, así que Paula se dejó caer en el sofá junto a ella. Carolina le tendió una de las tazas y ella, agradecida, la agarró con las dos manos, envolviéndolas alrededor del recipiente.
—¿Cómo van las cosas entre tú y Brandon? —le preguntó.
Se sentía horriblemente culpable porque últimamente había pasado todo el tiempo con Pedro. Cada minuto. Cada hora. No había hablado siquiera con Carolina en una semana. Ella sonrió.
—Bien. Aún nos estamos viendo. Es difícil debido a nuestros horarios de trabajo, pero estamos intentando que funcione.
—Me alegro —dijo Paula.
—¿Qué ha pasado, Paula? —preguntó Carolina con suavidad—. Es obvio que te ha hecho mucho daño.
¿Cómo narices han terminado Juan y Alejandro envueltos en la situación y por qué demonios has vuelto a casa con solo una bata puesta?
Paula soltó la respiración.
—Es una larga historia. No fui totalmente sincera contigo sobre mi relación con Pedro. Es mucho más complicado que eso.
Carolina frunció el ceño.
—Te escucho.
Entonces le contó toda la historia, sin dejarse nada. Cuando llegó a lo que había pasado esa noche, los ojos de Carolina estaban abiertos como platos, aunque luego los entrecerró, disgustada.
—No me puedo creer que te dejara sola de esa manera. Ya estabais planeando contárselo todo a Juan.
Ella asintió lentamente.
—Se quedó ahí, de pie, y me mintió, Caro. Yo sé que siente cosas por mí. Y se quedó ahí y me soltó todo ese rollo de que estaba mezclando demasiado los sentimientos y bla, bla, bla. Quería estrangularlo.
—Qué gallina —soltó Carolina con rudeza—. Tú te mereces a alguien mejor que él, Paula. Te mereces a alguien que te apoye y que lo arriesgue todo tal y como tú lo has hecho.
—Estoy de acuerdo —acordó Paula —. Le dije que, si algún día despertaba y se daba cuenta del error que había cometido, tendría que arrastrarse y venir de rodillas si quería recuperarme.
Carolina se rio.
—Esa es mi chica. Y debería tener que arrastrarse.
Paula levantó la taza como en un brindis.
—Exactamente.
Entonces la expresión en el rostro de Carolina se ensombreció.
—¿Y qué crees que va a pasar entre Juan y Pedro? Son socios además de ser mejores amigos. Juan parecía estar verdaderamente enfadado.
—No lo sé —confesó Paula con honestidad —. Por eso no quería que Juan se enterara. Quizás estaba siendo muy tonta, o a lo mejor no esperaba que las cosas entre yo y Pedro fueran tan en serio. Yo pensé que sería fácil ocultárselo a Juan. Supongo que pensé que Pedro me querría un par de veces a la semana y el resto del tiempo seguiríamos como si no pasara nada. Esa también es parte de la razón por la que queríamos contarle a Juan lo nuestro, para no tener que esconderlo durante más tiempo.
Una nueva oleada de rabia la embargó y le corrió por las venas hasta que las mejillas se le colorearon de rojo.
—Maldita sea. ¿Es que has visto qué mala pata? Lo único que necesitábamos era un solo día más. Si Juan hubiera llamado a Pedro para avisarle de que ya había vuelto a la ciudad, se lo habríamos dicho juntos y todo habría ido bien. Pedro se estaba enamorando de mí, Caro. Se estaba enamorando y eso lo asustaba muchísimo. Y entonces Juan irrumpió en el apartamento y le dijo todas esas cosas horribles. Podía ver la culpa reflejada en su cara. Especialmente después de lo que pasó en París.
Carolina arrugó su rostro con compasión.
—Lo siento, Paula. Es una putada. Pero te mereces a alguien mejor que Pedro Alfonso.
—Sí —dijo en voz baja —. No hay duda. Pero yo lo quería a él… Lo amo, Caro. Y no hay nada que pueda hacer para cambiar eso.
CAPITULO 39 (PRIMERA PARTE)
Pedro salió disparado hacia atrás a la vez que Paula pegaba un grito. Se cayó al suelo con Juan encima de él. Su expresión era homicida y la furia inundaba sus ojos. Y entonces volvió a darle otro puñetazo.
El dolor comenzó a palpitarle en la nariz. Sintió cómo rodaba por el suelo, pero no luchó contra Juan.
No podía.
Alejandro se inclinó sobre Paula con preocupación e intentó desatarla frenéticamente. Pedro habría ido hacia ella, la habría ayudado para que ambos pudieran explicárselo, pero Juan se lanzó sobre Pedro y lo agarró de la camisa. Lo levantó del suelo mientras él se acercaba a su rostro.
—¿Cómo has podido? —gritó Juan—. ¡Lo sabía! Maldito cabronazo hijo de puta. No me puedo creer que le hayas hecho esto a ella.
—Juan, por el amor de Dios —soltó Pedro—. Déjame que te lo explique.
—Cállate. ¡Solo cállate! ¿Qué narices quieres explicar? ¡Por Dios! ¿Cómo has podido hacer esto, Pedro? ¿Así es como quieres que piense que funcionan las relaciones? ¿Quieres que piense que todos tus deseos retorcidos son normales? ¿Y qué pasa cuando te canses de ella tal y como te cansas de todas las mujeres? ¿Entonces qué, eh? ¿Que se vaya con otro tío en busca de algo como esto y deje que el cabrón
abuse de ella?
La culpa se apoderó de Pedro hasta tal punto que no pudo ni devolverle la mirada. Cada palabra, cada acusación, era como sentirse apuñalado en el alma. La fatiga lo asaltó porque gran parte de lo que había dicho Juan era verdad. Se había aprovechado de Paula. La había presionado. Se había adueñado de su vida y había permitido que soportara un dolor y una humillación inimaginables. Sin mencionar el estrés emocional de mantener en secreto algo tan grande como esto de su única familia.
Dios, no la merecía. No se merecía su dulzura. No merecía bañarse en su luz, ni que le iluminara el mundo entero con su preciosa sonrisa.
Desde el principio lo había hecho mal con ella. El maldito contrato. Los secretos. La forma en que la había tratado. Y ahora era responsable del enorme distanciamiento que se había formado entre Juan y ella, y también entre Juan y él.
Un distanciamiento del que podrían no recuperarse nunca.
¿Era alguna sorpresa que Juan se hubiera puesto hecho un basilisco? Pedro se puso en la piel de Juan y Alejandro durante un breve instante y se imaginó en la cabeza la escena en la que habían irrumpido. Se imaginó lo que debería parecer para ellos. La hermanita pequeña de Juan, atada y amarrada, indefensa mientras Pedro usaba una fusta contra su trasero.
Había líneas y marcas rojas por todo su culo.
Se encogió porque sabía que no había forma de que ellos entendieran lo que de verdad estaba pasando. Reconoció que estaba ya crucificado ante sus ojos. Y no los podía culpar. Se sentía avergonzado por haber puesto a Paula en una posición en la que podía parecer que estaba abusando de ella y tratándola mal.
Paula se merecía mucho más. Se merecía a alguien que la tratara como una princesa, como el gran tesoro que era. No a un cabrón retorcido y ensimismado como él.
—¿Cómo has podido aprovecharte de ella de esa forma? —soltó Juan encolerizado—. ¿Cómo has podido ofrecerle un trabajo y ponerla en la situación en la que se piense que tiene que hacer todo lo que quieras porque tienes más poder que ella? Te mataré por esto. Ya no tienes respeto por ella, ni por nuestra amistad. No eres el hombre que pensé que conocía, Pedro.
Pedro cerró los ojos, se sentía enfermo hasta decir «basta».. Juan estaba metiendo el dedo en la llaga, cada palabra que había soltado lo había golpeado en las entrañas. Sabía que Juan tenía razón. No tenía nada con lo que defenderse.
Nada.
Pedro sabía que no la había tratado bien. No le había mostrado el respeto que se merecía. Dios, ¿y si se había sentido como si tuviera que aceptarlo todo porque simplemente trabajaba para él? ¿Porque su obsesión con ella era tan fuerte e intensa que no le dejaba elegir por sí misma? Se había adueñado de su vida, y de su cuerpo. La había consumido hasta que no había quedado nada.
Lo que más había temido —coger tanto de ella que un día terminara por no haber nada, o cambiarla por entero solo para complacerle— estaba ocurriendo.
Ella había estado totalmente disgustada y traumatizada por lo que había pasado en París. Y todo había sido por su culpa. Paula en un principio había accedido a todo ello en vez de negarse porque había firmado ese maldito contrato y le había cedido todos sus derechos.
Se había sentido obligada a ello. Como si no tuviera elección. Sí, le había dicho que podría decirle «no»., ¿pero a coste de qué?
¿A qué más cosas la iba a tener que forzar?
—Te juro por Dios que nunca te voy a perdonar por esto —le dijo Juan con voz ronca—. Me la voy a llevar de aquí y tú te vas a mantener bien alejado de ella. Ni se te ocurra volver a intentar contactar con ella. Olvídala. Olvida que existe siquiera.
Alejandro terminó de desatar a Paula y luego la estrechó entre sus brazos antes de que ella pudiera hacer o decir algo. Se la llevó al dormitorio y allí la rodeó con una de las sábanas de la cama.
Se precipitó hacia el cuarto de baño para coger, finalmente, una bata y la tapó con ella, para luego atarle el cinturón con un doble nudo.
—Por todos los santos, Paula. ¿Estás bien? —le exigió Alejandro.
No, no estaba bien. Era una pregunta estúpida. Se sentía apaleada y humillada porque Alejandro y su hermano habían irrumpido sin aviso alguno en el apartamento de Pedro, y la habían visto desnuda y atada.
Era algo que había salido de sus peores pesadillas. Y para empeorar más la cosa, Juan le estaba pegando una paliza a Pedro y este no estaba haciendo nada para defenderse. Absolutamente nada.
Ella se obligó a quedarse sentada allí y a respirar profundamente para recuperar la compostura cuando lo único que quería hacer era correr hacia Pedro y entonces explicarle a Juan la verdad. Tal y como habían planeado hacer una vez volvieran a casa de su viaje de negocios. Solo habrían necesitado un día más.
Estaba conmocionada por completo. Tanto que no podía ni procesar la cosa más simple. Lo único que sabía era que tenía que llegar hasta Pedro. Tenía que poner fin a esto.
Tenía que arreglarlo! Dios, tenía que hacer que todo fuera bien. Todos sus miedos se habían hecho realidad y ahora los dos hombres que habían sido mejores amigos durante casi tantos años como su misma edad estaban inmersos en una pelea terrible.
Las lágrimas se le acumularon en los ojos, pero las contuvo.
Estaba decidida a mantenerse calmada.
El problema era que no dejaba de sacudirse con violencia.
Lo último que quería era que Alejandro y Juan la vieran mal y pensaran que era por lo que fuera que Pedro le hubiera hecho.
—Alejandro, estoy bien —dijo Paula con voz temblorosa—. Preferiría que fueras a asegurarte de que no se están matando el uno al otro.
La expresión en el rostro de Alejandro era sombría.
—No voy a detener a Juan porque quiera pegarle una paliza a Pedro. El cabrón se lo merece por lo que nos hemos encontrado. Dios, Paula, ¿estás llorando? ¿Te ha hecho daño? ¿Te ha forzado? ¿Estás bien? ¿Necesitas ir al hospital?
Paula se limpió apresuradamente las lágrimas, estaba horrorizada por la dirección que Alejandro estaba tomando con sus preguntas. ¿De verdad pensaban él y Juan que lo que estaba pasando no era consensuado? Supuso que podría haber parecido tal cosa, pero seguro que estaban lo suficientemente familiarizados con las preferencias de Pedro como para saber que practicaba y se deleitaba con esas cosas.
O quizás era porque ella era su hermanita pequeña y todos la habían visto desnuda, atada a una otomana y siendo flagelada. Se encogió de dolor ante la imagen que debía de haber mostrado. Podía entender por qué Juan se había vuelto loco. ¿Quién no lo hubiera hecho si hubiera irrumpido en la escena que ellos habían presenciado?
Pero tenía que hacerles entender que había sido consensuado.
Se puso de pie, decidida a volver al salón, pero entonces Juan entró de golpe en el dormitorio con los ojos echando humo. Se acercó a ella de inmediato y la estrechó entre sus brazos.
—¿Estás bien? —exigió.
Había un deje en su voz que le dijo lo enfadado y agitado que estaba. Esto se estaba yendo de las manos a una velocidad vertiginosa y ella no tenía ni idea de qué hacer para que parara. De cómo hacerles entender la situación.
Ambos estaban alterados, no había forma alguna de que ninguno de los dos entrara en razón.
—Juan, estoy bien —le dijo, forzándose a mantener el nivel de voz para no empeorar la situación—. ¿Qué le has hecho a Pedro?
—Nada que no se mereciera —dijo este con seriedad—. Vámonos. Te voy a sacar de aquí de una vez.
Juan la cogió de la mano y la arrastró hasta la puerta del dormitorio. Ella no tuvo más remedio que seguirlo. Y no le importó, porque ella solo quería ir con Pedro.
Tan pronto como entró en el salón, Paula lo vio sentado en el borde del sofá con la cabeza escondida entre las manos.
La preocupación se apoderó de ella, así que comenzó a ir hacia él, pero Juan la ató en corto. —Nos vamos, Paula —soltó con mordacidad. Ella frunció el ceño y se soltó de su agarre.
—Yo no me voy a ninguna parte.
Pedro alzó la cabeza entonces, aunque sus ojos estaban distantes y ausentes, revestidos de hielo mientras le devolvía la mirada.
Paula se precipitó hacia él y se arrodilló frente al sofá donde él estaba sentado. Alargó una mano y lo tocó con vacilación, pero él se encogió y se la apartó.
—¿Estás bien? —le preguntó Paula con suavidad. El miedo inundaba su pecho y su corazón de tal manera que hasta le costaba respirar.
—Estoy bien —le dijo con un tono formal y firme.
—Habla con ellos —le susurró—. Explícales lo que hay entre nosotros. No te voy a dejar, Pedro.Tenemos que hacerles entender todo esto. No puedes dejar que piensen lo que están pensando. Arréglalo. Se lo íbamos a decir igualmente. Haz que lo comprenda.
Le estaba suplicando, ¿pero qué más podía hacer? El miedo la estaba desesperando. La estaba volviendo irracional. Y por Pedro merecería la pena perder el orgullo. Merecería la pena todo.
Pedro se puso de pie con rigidez y puso distancia entre él y Paula. Ella se puso en pie, confusa por su comportamiento y estado de humor. El temor estaba hecho un nudo en su garganta. No le gustaba la forma en que la estaba mirando, la resignación de su rostro. La aceptación. ¿La aceptación de qué? ¿De lo que Juan le había dicho? ¿Qué le había dicho él a Juan?
Y entonces, cuando habló, la sangre se le heló en las venas.
Se quedó paralizada, demasiado impresionada como para hacer más que quedarse con la boca abierta de la sorpresa.
—Deberías irte —dijo con brusquedad—. Es mejor así. Estabas empezando a mezclar demasiados sentimientos. No quiero hacerte daño. Y será más difícil si esperamos. Cortar por lo sano ahora es más fácil, y menos… problemático… para luego.
—¿Qué narices estás diciendo? —exigió Paula. Su pregunta, llena de sorpresa, irrumpió y acalló el silencio tan forzado que había en la habitación.
—Paula, vámonos, cariño —le dijo Alejandro amablemente.
Ella pudo escuchar la compasión en su voz. Sabía que sentía pena por ella y que pensaba que estaba haciendo el ridículo. Estaban viendo a otra mujer en la vida de Pedro ser rechazada, y despachada.
Abandonada para que él pudiera pasar página.
A la mierda con ello. No se iba a ir sin una explicación. Sin intentar llegar al hombre que había tras esa máscara tan fría e imponente. Ella conocía al verdadero Pedro. Había sentido su cariño y su ternura.
Sabía que se preocupaba por ella sin importar lo mal que estuviera la situación en la que se hallaran inmersos en esos momentos.
Paula sacudió la cabeza, su negativa era firme.
—No me voy a ir a ninguna parte hasta que Pedro me diga qué es esa gilipollez que acaba de soltar.
Este la miró directamente a los ojos, la expresión de su rostro y su mirada eran completamente indiferentes. Fríos y distantes. Paula estaba segura de que era una mirada que muchas mujeres habían recibido por su parte cuando llegaba la hora de partir por diferentes caminos. Era una mirada que decía «Ya no te quiero conmigo. No hagas el ridículo».
A la mierda. Ella ya había sacrificado el poco orgullo que le quedaba por este hombre. No había nada más humillante que tu propio hermano entrara en la habitación mientras estabas practicando sexo bondage. Ya no había nada mucho peor con lo que humillarse ni hacer el ridículo.
—¿Pedro? —susurró. La voz le sonó más forzada conforme el nudo en la garganta aumentaba.
Odiaba ese deje suplicante en su voz. Odiaba que no pudiera salvar su orgullo siempre que este hombre estuviera involucrado. Estaba a punto de ponerse directamente a suplicar, y no le importaba lo más mínimo.
—Se acabó, Paula. Sabías que era solo cuestión de tiempo. Te dije al principio que no te enamoraras de mí. Que no quería hacerte daño. Tendría que haberlo terminado antes. Estás mezclando sentimientos y eso solo lo hace peor a la larga. Vete con Juan y olvídame. Te mereces algo mejor.
—Tonterías —soltó Paula, sorprendiendo a los tres hombres con la vehemencia de su reproche—. Eres un puto cobarde, Pedro. Tú eras el que te estabas pillando hasta las trancas, y eres un maldito cobarde como intentes negarlo.
—Paula —dijo Juan con suavidad.
Ella lo ignoró y centró toda su rabia en Pedro.
—Lo arriesgué todo por ti. Todo. Es una pena que tú no estés dispuesto a hacer lo mismo por mí. Un día te levantarás y te darás cuenta de que yo he sido lo mejor que te ha pasado nunca y de que has cometido el error más grande de tu vida. Y adivina qué, Pedro. Entonces será demasiado tarde. Yo ya no estaré ahí.
El brazo de Juan la rodeó por la cintura, abrazándola y pegándola contra su cuerpo mientras la alejaba de allí apresuradamente. Paula apenas podía ver por culpa de las lágrimas. Estaba tan enfadada y molesta que hasta temblaba. Juan le murmuró algo en el oído y entonces Alejandro apareció al otro lado al mismo tiempo que ambos la guiaban hacia el ascensor.
A mitad de camino se giró para mirar a Pedro, que la estaba observando con esa expresión distante y ausente en el rostro, y solo consiguió enfadarse mucho más.
Se limpió las lágrimas que le caían por las mejillas y luego levantó la barbilla, decidida a no derramar ni una lágrima más por él. Había creído que merecía la pena. Su orgullo. Todo. Pero estaba equivocada.
—Si algún día despiertas y ves la luz y decides que me quieres recuperar, vas a tener que arrastrarte y venir de rodillas.
Esta vez se giró y se soltó de los brazos de Juan y Alejandro. Se fue por su propio pie y se metió en el ascensor sin siquiera mirar cómo las puertas se cerraban a su espalda.
Bajó la mirada y, horrorizada, vio que solo llevaba puesta la bata con la que Alejandro la había tapado.
—No te preocupes, Paula —dijo Juan con voz tranquilizadora—. Haré que el coche se acerque hasta la
misma entrada. Alejandro y yo te rodearemos y saldremos rápido hasta el coche. Te llevaré a mi casa.
Ella sacudió la cabeza.
—Quiero irme a casa. A mi apartamento.
Alejandro y Juan intercambiaron una corta y preocupada mirada.
Cuando el ascensor se abrió, Juan se bajó y dejó que Alejandro y ella lo siguieran a un ritmo más lento.
Para cuando llegaron a la salida, Juan ya estaba de vuelta, y, como prometió, la taparon tan bien que era complicado ver quién era o lo que llevaba puesto.
La rodearon mientras ella se metía en el coche, y, luego, la siguieron con rapidez antes de cerrar la puerta a sus espaldas.
Para gran alivio de Paula, Juan le facilitó su dirección al conductor para que la llevara a su apartamento.
—¿Cuánto tiempo habéis estado juntos? —le exigió Juan.
—No es de tu incumbencia —contestó Paula fríamente.
La expresión en el rostro de Juan se volvió tempestuosa.
—Y una mierda. Ese hijo de puta ha abusado y se ha aprovechado de ti.
—Oh, por favor. No lo hizo. Era una relación completamente consensuada, Juan. Deja ya ese papel de puritano por un segundo. Pedro no me ha hecho nada que yo no quisiera. Me dejó muy claro a lo que estaba accediendo cuando empezamos esta relación. Todo lo que has soltado por esa boca han sido gilipolleces. Soy una mujer adulta, lo quieras tú o no. Una mujer adulta que sabe exactamente lo que
quiere, y yo quiero a Pedro.
—No me puedo creer que te hiciera esto. No me puedo creer que te hiciera pensar que esto era normal. ¿Qué pasará cuando te quieras ir con otra persona y empieces a buscar la misma mierda? ¿Qué pasará si te lías con un cabrón que te trata mal y que abusa de ti?
Paula puso los ojos en blanco; la furia se estaba adueñando de ella.
—Vosotros dos no sois más que unos malditos hipócritas.
Alejandro parpadeó, sorprendido al verse incluido en el insulto.
—¿Vosotros queréis que las mujeres piensen que es normal que se la tiren dos tíos, o que vosotros dos siempre queráis compartir la misma tía? ¿Y qué pasa con sus expectativas? ¿Qué pasa cuando ellas quieran empezar otra relación? ¿Se supone que tienen que pensar que está bien que dos hombres se la quieran follar al mismo tiempo?
—Por qué dices eso, Paula. ¿Dónde has escuchado todo eso? —le exigió Alejandro.
Ella se encogió de hombros.
—Es de dominio público en la oficina. Y tras esa cena que tuvimos juntos una noche cuando la morena esa sacó esas garras suyas, ya me quedó más que confirmado.
—No estamos hablando de Alejandro y de mí —gruñó Juan—. Estamos hablando de ti y de Pedro. Te saca catorce años, Paula. Hace firmar un maldito contrato a todas las mujeres con las que se acuesta. ¿Esa es la clase de relación que quieres? ¿No crees que te mereces algo mejor?
—Sí que me merezco algo mejor —dijo con suavidad, la traición y el dolor se le estaban agolpando tanto en la garganta que la estaban hasta asfixiando. Cada respiración dolía. Cada respiración la sentía como si se fuera a morir. Y lo estaba haciendo, al menos por dentro. Nunca había sentido un dolor como este. Era devastador. Podía sentir cómo se rompía en pedacitos.
Se aferró a la bata con más fuerza mientras sus labios temblaban y miraba a los ojos a su hermano y a Alejandro. —Me merezco un hombre que no se amilane y que luche por mí, un hombre que siempre me defienda.
Pedro no ha hecho ninguna de esas cosas. Estábamos planeando contarte lo nuestro cuando volvieras esta
semana. Irónico, ¿verdad? Me pregunto lo diferentes que serían las cosas si hubiéramos podido decírtelo bajo nuestros términos en vez de que irrumpieras en su apartamento así. Supongo que ya nunca lo sabremos.
A Alejandro se lo veía inquieto, y luego hizo una mueca con los labios. Juan simplemente estaba enfadado.
Ella se rio con amargura.
—Supongo que tendré que buscarme un nuevo trabajo también. Qué pena, porque de verdad que me gustaba el que tenía.
—Puedes trabajar para mí —dijo Juan con severidad—. Es lo que deberías haber hecho desde el primer momento.
Ella sacudió la cabeza con vehemencia.
—Oh, no. No voy a volver a poner un pie en ACM. No me voy a torturar diariamente al tener que ver a Pedro.
—¿Qué vas a hacer entonces? —le preguntó Alejandro con amabilidad.
Ella quitó toda expresión de sus labios y el rencor se le arremolinó en el pecho.
—No lo sé ahora mismo. Supongo que tengo tiempo de sobra para pensarlo.
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