jueves, 28 de enero de 2016
CAPITULO 44 (SEGUNDA PARTE)
Pedro paseaba agónico de un lado a otro de la sala de espera, sin saber cómo iba Paula. Lo habían mantenido alejado de la habitación donde estaba mientras los médicos trabajaban en limpiarle el sistema circulatorio de las drogas que había ingerido. No sabía cómo o por qué Jeronimo la había obligado a tomárselas, y no lo sabría hasta que el cretino apareciera. Sería un milagro si Pedro no lo mataba antes de que pudiera sonsacarle una explicación.
Pero una cosa tenía clara: se habían acabado las contemplaciones. No iba a permitir que la situación continuara. Le importaba un comino lo enfadada que Paula se pusiera, pero Jeronimo iba a desaparecer del mapa. De hecho, iba a salir de sus vidas. Si Jeronimo le había dado las drogas, Pedro presentaría cargos y haría que lo arrestaran.
Por lo que a él le importaba, se podía pudrir en la cárcel.
Melisa había salido disparada hacia el hospital en el mismo momento en que Gabriel la llamó, y se mantuvo atenta, expectante, con todos los demás. Se preocupaba de forma incesante por el estado de Pedro, pero le dejó cierto espacio cuando Gabriel le sugirió que dejara a su hermano tranquilo.
Él le envió a Gabriel una mirada de agradecimiento. Lo último que quería era pagarlo todo con su hermana cuando
ella simplemente estaba intentando ayudar. Y apreciaba que todos estuvieran allí. Apreciaba su inquebrantable apoyo, aunque solo Dios sabía que no se lo merecía después de haberlos tratado como lo había hecho. Especialmente a Alejandro.
Sin embargo, Alejandro no se había movido de la sala de espera en ningún momento. Estaba sentado igual de preocupado que el resto, temiendo continuamente por el estado en que se encontrara Paula.
Entonces Kevin entró por la puerta y tiró de Jeronimo a empujones para ponerlo delante de los demás.
Kevin levantó una mano cuando Pedro estaba más que dispuesto a lanzarse contra él, y llevó a Jeronimo al interior de una sala de espera privada para las familias. Pedro lo siguió justo detrás, con Alejandro y Gabriel pisándole los talones.
Ellos más que nada querían asegurarse de que no fuera a cometer un homicidio en un edificio público.
Tan pronto como cerraron la puerta detrás de ellos, Pedro estampó a Jeronimo contra la pared y acercó su rostro al de él.
—¿Qué hostias le has hecho, gilipollas?
El semblante de Jeronimo se deformó de dolor. Estaba demacrado y ojeroso. Completamente derrotado.
Sus ojos estaban inyectados en sangre y ni siquiera intentó defenderse.
—¿Qué le has dado? —rugió Pedro—. Ella está ahí luchando por su vida y necesitamos saber qué diablos fue lo que ingirió para que puedan ayudarla.
—Narcóticos —dijo Jeronimo con voz temblorosa—. Una botella entera. Creo que había unas cuarenta o así. No lo sé exactamente.
—Iré a decírselo —informó Gabriel en voz baja.
—¿Por qué se los diste? ¿Cómo narices se los tomó sin saberlo? Ella nunca se habría metido esa mierda.
—No eran para ella —añadió ahogadamente—. Nunca tendría que habérselos tomado. Cogió la taza equivocada. Era chocolate caliente. Se bebió la taza que no era.
—¿Qué? —rugió Pedro.
—Se suponía que iba a ser yo el que me los iba a tomar —dijo Jeronimo con resignación—. No esperaba que Paula fuera a aparecer por el apartamento. No tendría que haberlo hecho. No tenía ni idea de que lo tenías vigilado.
—¿Qué diablos estás diciendo? ¿Que ibas a suicidarte?
—Sí, eso es lo que estoy diciendo. Eché las pastillas en el chocolate caliente. Iba a dejarle una nota y luego me las iba a tomar sin dar mucho la lata.
—Estúpido idiota. ¿Dices que te preocupas por ella y pretendías hacerle pasar ese mal trago? ¿No has pensado en que la destrozarías si eligieras el camino fácil para quitarte de en medio y te mataras? Eres increíblemente egoísta y cobarde. ¿Te paraste siquiera a pensar en las consecuencias de semejante acto?
—Mira, te estaba haciendo un favor —contestó Jeronimo, enfurecido—. Deberías alegrarte de que desapareciera del mapa.
—Me das asco —musitó hirviéndole la sangre en las venas—. Increíble. Esto no tiene nada que ver conmigo. A mí no tienes que gustarme, pero Bethany te quiere y yo la quiero a ella. Quiero que sea feliz. Eso es todo lo que me importa. Y que tú estés muerto no la va a hacer feliz.
El dolor y los remordimientos se apoderaron de los ojos de Jeronimo.
—No era mi intención que pasara esto. Tienes que saber que yo nunca haría nada que le hiciera daño.
—¡Pero si el otro día le ofreciste drogas!
—Eso fue distinto. Ella nunca hubiera sufrido una sobredosis con ellas. Nunca había ingerido más de la cuenta. Solo tomaba algunas cuando las necesitaba. Y yo solo quería asegurarme de que tenía lo que necesitaba.
—Ella ya no las necesita. Nunca más —rugió Pedro.
—¿Va a salir de esta? —preguntó Jeronimo con miedo.
—Pedro, tío, tienes que venir —dijo Gabriel desde la puerta—. Ha entrado en parada cardíaca. Están intentando recuperarla ahora mismo.
Pedro cayó de rodillas al suelo con el dolor atravesándole el corazón.
—¡No! —gritó—. ¡No! ¡No puedo perderla! Maldita sea, ¡no es posible!
Alejandro estaba triste y pálido. Melisa apareció de repente y lo rodeó con sus brazos, pero él estaba insensibilizado. No sentía nada más que una devastación abrumadora. Jeronimo retrocedió cuando Kevin tiró de él hasta una silla y le ordenó bruscamente que no se moviera. Gabriel se adelantó, su rostro era una máscara de dolor y compasión.
—No —susurró Pedro, el sonido terminó ahogado en un sollozo.
Luego se puso de pie con el único pensamiento de que tenía que ir con ella. No dejaría que se fuera de esta manera.
¡Tenía que luchar! Por ella. Por él. Por ambos.
Se apartó del fuerte abrazo de Melisa. Cuando llegó a la puerta, tanto Alejandro como Gabriel intentaron retenerlo. Él los apartó de su camino contundentemente, desesperado por llegar hasta Paula. No podía morir. No moriría sola rodeada de médicos. Rodeada de gente que no la quería como él.
Corrió hacia su habitación y abrió la puerta con ímpetu, ignorando las órdenes urgentes de las enfermeras para que se fuera.
—¡Paula! —gritó. La sangre se le heló en las venas cuando los vio intentando resucitarla—. ¡No te rindas! —dijo con ferocidad—. No te atrevas a rendirte, nena. ¡Lucha, maldita sea! ¡Lucha!
Su mirada se quedó fija en el tubo que habían reinsertado en sus pulmones. En el médico haciendo las compresiones. En el oxígeno que forzaban a penetrar en su cuerpo. En la medicación que le estaban inyectando en vena.
Pero en lo único que se centró hasta el punto de dejar todo lo demás excluido fue en la línea horizontal que transcurría en el monitor cardíaco, que solo saltaba con las compresiones que le estaban aplicando en el pecho.
—No me dejes —dijo con angustia—. Nena, por favor, no me dejes.
—Señor, tiene que irse —le dijo una de las enfermeras en una voz baja cargada de compasión y comprensión—. Sé que quiere estar con ella, pero tiene que dejar que la recuperemos. Está estorbando aquí.
—No la voy a dejar sola —insistió Pedro ferozmente—. Necesito estar con ella para que lo entienda. Para que sepa lo mucho que la amo. No dejaré que muera sola. No dejaré que muera, punto.
—Si quiere que viva, entonces márchese de aquí para que podamos hacer nuestro trabajo —espetó uno de los médicos—. Eso es lo que puede hacer por ella: dejarnos trabajar.
—Tío, vamos, dejemos que hagan su trabajo —dijo Alejandro con voz queda—. Lograrán recuperarla. Tienes que creer en eso. Lo mejor que puedes hacer es dejarles que hagan su trabajo.
Tanto Alejandro como Gabriel agarraron a Pedro y lo sacaron de la habitación a la fuerza.
—¡Paula! —rugió Pedro justo cuando la puerta se cerraba—. ¡No te atrevas a rendirte! Te quiero, maldita sea. ¡Lucha!
La tensión en la pequeña sala de espera estaba por las nubes. Pedro estaba sentado, con la cabeza escondida en sus manos y los hombros hundidos. Había reproducido en su mente todos y cada uno de los recuerdos que tenía de Paula desde aquella primera vez que la vio al otro lado de la sala donde se celebraba la fiesta de compromiso de Melisa.
Cada sonrisa. Cada risa. Cada vez que habían hecho el
amor. Cuando le puso la gargantilla esa segunda vez. La noche en que había estado borracha y tan adorable y la forma en que le había hecho el amor con tantos ánimos. Y el dolor y la pena en sus ojos la noche anterior cuando le había herido los sentimientos de forma imperdonable.
—Pedro.
Levantó la mirada y vio que Melisa se había sentado a su lado. Envolvió sus brazos alrededor de él y lo abrazó con fuerza.
—Se pondrá bien. Ella es fuerte. Ya ha salido de muchas situaciones complicadas. Es imposible que vaya a rendirse en esta.
Pedro la estrechó entre sus brazos y la abrazó con la misma fuerza. Escondió el rostro en su pelo y simplemente se quedó así durante un rato. Con cada minuto que pasaba sin saber nada, ni una palabra, se moría por dentro un poco más.
—No puedo perderla, Melisa. No puedo perderla.
—Y no lo harás —contestó Melisa con ferocidad—. Ella es mucho más fuerte que todo eso, Pedro. Saldrá de esta.
Pedro levantó la cabeza por encima del hombro de Melisa y fijó su mirada en Jeronimo, que estaba sentado en la esquina con el rostro escondido entre sus manos. La ira volvió a apoderarse de él. Le llevó todo el autocontrol que tenía no lanzársele encima y destrozarlo con sus propias manos. Estaba furioso porque Jeronimo hubiera sido tan descuidado con Paula. No importaba que no hubiera tenido la intención de hacerle daño. Lamentablemente, había ocurrido y ahora podía perderla. Si eso pasaba, Pedro no descansaría hasta que Jeronimo hubiera pagado por lo que había hecho.
—Te quiero, peque —susurró Pedro contra su pelo—. Gracias por estar aquí y por creer en Paula.
—Yo también te quiero, Pedro. —Su voz estaba cargada de tristeza y pena—. Y quiero a Paula. Es perfecta para ti, y tú eres perfecto para ella.
—No soy perfecto para ella —rebatió en un tono apagado—. He hecho muchas cosas mal, Melisa. Me mata saber todo lo que he hecho mal con ella. Si sale de esta, solo espero y rezo para que me perdone.
—Cariño, escúchame —dijo Melisa, apartándose un poco. Le colocó una mano en el rostro, sobre el mentón. Sus ojos estaban llenos de amor y comprensión—. Todos cometemos errores. Mira los que cometió Gabriel. ¡Estaba tan enfadada con él! Me destrozó cuando me apartó de su lado. Nunca he
sentido tanto dolor como entonces en toda mi vida. Lo sabes. Me viste. Tú y Alejandro me llevasteis de viaje el Día de Acción de Gracias y viste cómo estaba todo el tiempo. Pero ¿sabes qué? Hizo lo que tenía que hacer. Y a pesar de lo que hiciera, eso no cambió el hecho de que lo amaba. Puede que me hubiera hecho daño y que estuviera cabreada, pero eso no quería decir que no lo quisiera. Ella te
quiere —dijo Melisa con suavidad—. Y eso no ha cambiado porque le hayas hecho daño. Tendrás la oportunidad de hacer las cosas bien, Pedro. Tienes que creer en eso. Es lo que ella necesita ahora más que cualquier otra cosa. Fe. Tenemos que creer en que va a salir de esta y necesitas creer en tu amor.
—Gracias —pronunció Pedro con un hilo de voz—. Tienes razón. Sé que tienes razón. Va a salir de esta. Es una luchadora. Está clarísimo que no se va a rendir o si no ya lo habría hecho hace bastante tiempo. Y yo voy a estar con ella en cada momento. No voy a rendirme, igual que ella tampoco lo hará.
Melisa sonrió y luego se echó hacia delante para darle un beso en la mejilla.
—Me gusta que estés enamorado, Pedro. Te hace bien. Me alegro de que hayas encontrado a alguien tan especial. Te lo mereces por todos los años que sacrificaste por cuidar de mí.
Pedro la agarró de la mano y la sostuvo entre las suyas mientras se dejaba apoyar por la familia y por el amor incondicional que lo rodeaba.
—Nunca fue un sacrificio, Melisa. No me arrepiento de nada. He estado esperándola toda mi vida y ahora la he encontrado. Solo me alegro de que ambos seamos felices ahora y de que tengamos un futuro brillante que recibir con los brazos abiertos. Tengo muchísimas ganas de que me des sobrinas y sobrinos a los que mimar y malcriar. También tengo muchísimas ganas de tener yo mis propios hijos para poder hacer lo mismo.
La sonrisa de Melisa era hermosa, le iluminaba todo el rostro.
—Es un pensamiento maravilloso, ¿verdad? El que vayamos a construir nuestras familias juntos. Seremos una gran familia.
—Sí que lo es —le respondió Pedro con suavidad.
—¿Señor Alfonso?
Pedro se giró y vio al doctor en la puerta.
—Puede entrar y quedarse con ella si lo desea.
Pedro se puso de pie al instante, temiendo la respuesta a su propia pregunta.
—¿Está bien? ¿Lo… han conseguido?
La expresión del doctor era de alivio, pero seguía siendo seria.
—La reanimamos y conseguimos extraerle la mayor parte de las drogas que tenía en sangre. Está descansando ahora. Probablemente no se despertará hasta dentro de un buen rato, pero puede quedarse con ella si quiere.
No había más que decir. Se quedaría con ella hasta que se volviera a despertar y no la dejaría sola en ningún momento.
Antes de irse desvió su atención hacia Kevin y con ojos duros asintió en la dirección de Jeronimo.
—Asegúrate de que no se va a ningún sitio. Todavía no he decidido lo que haré con él.
—Sí, señor.
Pedro se apresuró a llegar a la habitación de Paula. Estaba mucho más silenciosa que antes. Se le cortó la respiración en la garganta cuando caminó a través de la puerta y la vio en la cama tan pálida y quieta.
Se sentó junto a la mesa de noche y arrastró la silla hasta estar a la altura de su cabeza. Se la veía extremadamente frágil, como una muñeca de porcelana, tan quieta y callada.
Levantó la mano para apartarle un mechón de pelo del rostro y dejó que sus dedos le acariciaran la piel.
El único sonido que se escuchaba era el monitor cardíaco y el ritmo estable de su corazón. Aún llevaba las gafas de oxígeno que la ayudaban a respirar por la nariz. Aparte de eso, ya no tenía nada más. Su respiración era tan ligera y suave que tuvo que inclinarse hacia delante para asegurarse de que aún lo hacía.
Pegó los labios sobre su frente y cerró los ojos mientras saboreaba el tranquilizador sonido que provenía del monitor cardíaco. Estaba viva. Respiraba. Su corazón latía. Era suficiente. A pesar de lo que pudiera ocurrir de ahora en adelante, siempre sería suficiente que estuviera viva y en su vida.
—Vuelve a mí, Paula —susurró—. Te quiero mucho
CAPITULO 43 (SEGUNDA PARTE)
—Señor Alfonso, siento interrumpirle, pero tiene una llamada urgente de Kevin Ginsberg. Le dije que estaba de reuniones pero insistió en hablar con usted de inmediato.
Pedro se levantó rápidamente de su asiento y salió de la oficina donde él, Gabriel y Alejandro estaban manteniendo una conferencia internacional con el grupo de inversores de su hotel en París. Tanto Gabriel como Alejandro se levantaron, preocupados, pero Pedro se fue raudo a su despacho sin pronunciar ninguna otra palabra.
—Alfonso al habla —ladró Pedro cuando cogió el teléfono.
—Señor Alfonso, tiene que ir al hospital Roosevelt lo más rápido posible —soltó Kevin sin preámbulos.
La sangre se le heló en las venas y tuvo que sentarse antes de que las piernas le cedieran.
—¿Qué demonios ha pasado?
—Es la señorita Chaves. La llamé esta mañana para decirle que Kingston había vuelto al apartamento. La escolté yo mismo hasta arriba y me quedé con ella. Me quedé justo fuera del apartamento para que ambos pudieran hablar en privado. Cuando volví a entrar, estaba inconsciente en el suelo del salón.
—¿Qué cojones ha pasado? —explotó Pedro.
—Señor, no pinta bien. Ella no está bien. Parece ser un caso de sobredosis —dijo Kevin con voz queda.
A Pedro se le encogió el corazón y el pánico se instaló en su cerebro, dejándolo incapacitado para hablar o pensar.
¿Sobredosis? Oh, Dios. ¿Había intentado matarse? ¿La había llevado él a hacerlo?
—¿Sobredosis? —graznó—. ¿Estás seguro?
—No estoy seguro de nada. Llamé a una ambulancia pero su respiración era muy débil y apenas pude detectarla. Me asusté mucho. Le hice el boca a boca. Aún tenía un pulso muy débil. Cuando los médicos llegaron, le pusieron una mascarilla de respiración asistida y la metieron en la ambulancia tan pronto como pudieron. En estos momentos estamos de camino al hospital. Deberíamos llegar en un par de minutos.
—Voy para allá —dijo Pedro secamente.
Colgó y se levantó de la silla. Se tropezó con Gabriel y Alejandro, que estaban ambos en la puerta, escuchando.
—¿Qué narices ha pasado? —exigió Alejandro.
—Paula va de camino al hospital. No pinta bien —les comunicó con la voz ahogada—. Parece una sobredosis.
—Mierda —soltó Gabriel en voz baja.
—Tengo que ir con ella —dijo Pedro intentando apartar a sus amigos.
—Joder, no. No estás en condiciones de conducir a ningún lado —rebatió Alejandro agarrándolo del brazo.
—Gabriel y yo te llevaremos.
—No me importa una mierda quién conduzca. Tengo que llegar allí cuanto antes —rugió Pedro.
—Tranquilízate, tío —dijo Gabriel—. Contrólate. Lo último que necesitas en estos momentos es perder la cabeza. Respira hondo. Sé fuerte por Paula. Te llevaremos. Alejandro, llama al chófer. El mío estaba pendiente de que le avisara. Había planeado llevar a Melisa a comer después de las reuniones, así que está a la espera. Dile que se dirija a la entrada principal de inmediato.
—¿Cómo puedo relajarme cuando yo he sido el cabrón que le ha hecho esto? —preguntó Pedro con voz atormentada.
—Dios —juró de nuevo Gabriel.
—Vamos, estamos perdiendo tiempo —los cortó Alejandro.
Salieron del edificio y corrieron hasta el coche cuando el vehículo estacionó en la entrada. Gabriel se sentó delante y dirigió al conductor mientras Pedro se acomodaba con Alejandro en el asiento trasero.
Su mente estaba en blanco. Su corazón desgarrado. Lo único que podía sentir era un miedo paralizador que le ahogaba y no le dejaba respirar. Estaba completamente destrozado. En todo lo que podía pensar era en la última noche, en la mirada que denotaba su rostro, en la desolación de sus ojos y la acusación de que no confiaba en ella, de que nunca lo había hecho. En que le había dicho que quería cortar, irse. En que le había dicho que no quería dormir a su lado.
Los recuerdos lo invadieron. Paula la primera noche que la había visto. Sus preciosos ojos. Su sonrisa arrebatadora.
Cómo había respondido a sus caricias. Y ahora todo eso podía desaparecer de un plumazo porque había sido el peor de los cretinos. Podría haber evitado esta situación si se hubiera quedado con ella esta mañana. Debería haber aclarado las cosas con ella. Debería haberse asegurado
de que le quedara claro que ella era lo más importante de su vida. Pero no lo había hecho y ahora Paula se encontraba en una camilla dentro de una ambulancia luchando por su vida.
—Pedro, tío, respira —murmuró Alejandro—. Mantente arriba. Tienes que ser fuerte por ella.
Alzó la mirada y se encontró con la de Alejandro. El frío y el atontamiento se habían apoderado de su cuerpo hasta llegar a bloquear todo lo demás.
—Yo le he hecho esto. Joder, yo la llevé a hacerlo. Tú estabas allí. Sabes lo que hice. Lo que os hice a ambos.
—Eso no lo sabes —espetó Alejandro—. Cálmate hasta que no sepamos qué ha ocurrido.
—Kevin dijo que apenas podía respirar. Tuvo que hacerle el boca a boca. Los médicos tuvieron que ponerle respiración asistida. Kevin dijo que tenía pinta de tratarse de una sobredosis. Ahora dime. Después de la escena que presenciaste anoche cuando os acusé a ambos, de lo molesta y devastada que ella estaba porque fui un completo imbécil, dime que no he tenido nada que ver con lo que ha pasado.
Esto es por mi culpa, tío. Me fui esta mañana cuando debería haberme quedado con ella para arreglar las cosas. Pero me fui porque quería dejarle un poco de espacio. Prioricé el trabajo, un acuerdo empresarial, en vez de estar por Paula y de atender lo que ella necesitaba de mí. La dejé pensando que todavía no confiaba en ella. Tú no la viste. Sus ojos estaban hinchados de haber llorado toda la
puta noche. Nos fuimos a la cama y ella me dio la espalda toda la noche. Maldita sea, me quería dejar anoche y yo no se lo permití. Ella quería dormir separada de mí y yo no lo permití tampoco. Así que se tumbó en la cama a mi lado y lloró porque soy un gilipollas arrogante que perdió los papeles por nada.
—Tío, tienes que calmarte —dijo Gabriel con seriedad. Se giró en el asiento delantero y lo miró con dureza.
—No sabes qué ha ocurrido. Ninguno de nosotros lo sabe. Hasta que lleguemos allí y ella nos explique lo que ha pasado, no debemos precipitarnos con conclusiones infundadas. No puedes hacerle esto a ella.
—Apenas estaba respirando —soltó Pedro —. Puede que ni siquiera siga viva cuando llegue. Dios, no puedo perderla. No así. Maldita sea, no soy lo suficientemente bueno para ella. Ella intentó decírmelo. Yo sabía lo que nuestra relación le estaba haciendo. Ya casi ocurrió una vez. Casi se tomó
una pastilla cuando la hice enfadar la última vez. Pero me aferré a ella porque fui demasiado egoísta como para hacer lo contrario. Yo solo estaba mirando por mis deseos y necesidades y la necesitaba a ella más de lo que necesito respirar.
—Pisa el freno —ordenó Alejandro—. Hasta que no tengamos la historia completa, no puedes estar tomando decisiones estúpidas y precipitadas. Ella te necesita, tío. Te necesita más que a nada ahora mismo. Lo que sea que haya ocurrido, no es bueno y te va a necesitar a ti como apoyo. Sea lo que sea, lo arreglarás. Pero no será posible si ya te estás echando las culpas y diciendo que estaría mejor sin ti.
¿De verdad piensas que ella está mejor en la calle con el maldito Kingston, a quien obviamente no le importa una mierda la clase de vida que lleva? Joder, que le estaba dando drogas. ¿Te suena eso a la clase de hombre con la que Paula tiene que estar?
—Yo le puedo dar una vida mejor. Pero yo no tengo por qué estar necesariamente en ella —dijo desoladamente—. Le hice daño. Le he hecho daño día sí, y día también. Nadie debería soportar esas tonterías. Le puedo dar una vida mejor y luego desaparecer. Dejarla tomar sus propias decisiones. Me aseguraré de que siempre tenga todo lo que necesite, pero quizás lo que menos necesite es… a mí.
—Te juro por Dios que te voy a partir la cara como no cierres esa bocaza —gruñó Gabriel—. Ahora no es el mejor momento para rajarse. Échale un par de huevos y estate ahí con ella. Averigua lo que ha pasado y luego arréglalo. Paula es frágil, pero ahora lo va a ser incluso más. No sabemos qué la llevó a hacer esto. Hay muchas preguntas para las que no tenemos respuesta. Y hasta que no consigamos esas respuestas, a quien ella más necesita es a ti. Que estés allí a su lado, apoyándola y queriéndola.
Pedro se quedó callado. Cerró los ojos y se torturó con imágenes del cuerpo sin vida de Paula. De su rostro pálido, muerta, con manchas negras bajo los ojos que aún mantendría de forma permanente de la noche anterior. De ella muriendo pensando que no la amaba ni confiaba en ella, o pensando que no era lo más importante de su vida. De ella muriendo sin haberle dicho cuán arrepentido estaba y lo
mucho que la amaba.
Ella lo era todo para él y se iba a asegurar de que le quedara bien claro.
Gabriel tenía razón. No importaba lo que hubiera pasado o por qué Paula había hecho esto. Ella lo necesitaba. No iba a dejarla marchar a menos que lo convenciera de que de verdad no lo quería ni a él ni a su amor. E incluso entonces se aseguraría de que siempre tuviera todo lo que necesitara o le hiciera falta. Aunque le rompiera el corazón y el alma no formar parte de su vida.
—Voy a casarme con ella tan pronto como sea posible —declaró Pedro con voz ronca—. Juro por Dios que si sobrevive a esto, voy a casarme con ella y a pasar el resto de los días asegurándome de que sabe dónde se encuentra mi corazón.
—Eso está mejor —dijo Alejandro.
Pedro alzó su atormentada mirada hacia Alejandro.
—Lo siento, tío. Más de lo que puedas imaginar. No pensé que de verdad estuvieras flirteando con ella. Tuve un día horrible y hablé sin pensar. Quería pagarlo con alguien y tú y Paula resultasteis estar allí a la hora menos adecuada.
Alejandro hizo un ruido de impaciencia con la boca.
—Ya hemos pasado por eso. Ya dijiste lo que tenías que decir anoche. Ya está. No te diré que vaya a tolerar esas tonterías otra vez, pero es agua pasada. Ahora solo tienes que arreglar las cosas con Paula.
—Sí —susurró Pedro—. Ojalá tenga la oportunidad. Dios, no la dejes morir. Tiene que vivir. Tenemos que seguir adelante. Por favor no la dejes morir.
La pena era asfixiante, lo dejaba sin aire. Era un peso que recaía sobre cada parte de su pecho hasta ser completamente insoportable. No podía perderla. No así.
Nunca así. Pedro no sobreviviría si ella moría.
—Necesitará ayuda —dijo Gabriel en voz baja—. Terapia. Si intentó suicidarse, va a necesitar ayuda profesional.
—Tendrá todo lo que necesite —dijo Pedro—. Y todo el tiempo que lo necesite. Pero yo estaré con ella en cada momento. Nunca volverá a estar sola otra vez.
El conductor frenó de golpe justo en la entrada de Urgencias y Pedro salió del coche y entró corriendo. Encontró a Kevin de inmediato. Pedro agarró al hombre mucho más grande y alto que él de la camisa y se acercó a su rostro.
—¿Dónde está?
—Están atendiéndola ahora —contestó Kevin con seriedad—. El médico salió brevemente para preguntar por su familia. Le dije que estabas de camino. Dijo que se trataba de una sobredosis pero no pueden hacer que recupere la consciencia lo suficiente como para preguntarle qué ha tomado y cuánto.
—¡Joder! —explotó Pedro.
Soltó a Kevin y luego caminó hacia el mostrador y hacia la recepcionista de ojos recelosos.
—Paula Chaves —soltó con vehemencia—. Quiero verla ahora.
Ella se levantó y rodeó la mesa al mismo tiempo que Gabriel y Alejandro se acercaban por detrás de Pedro.
—Señor, los médicos están con ella ahora mismo. Tendrá que esperar aquí.
—¡Y una mierda! Lléveme hasta ella. Tengo que verla. No va a morir sola. Tengo que verla.
Con gesto desesperado, la recepcionista miró a Gabriel y a Alejandro, como si estuviera pidiéndoles ayuda para calmarlo. Menos mal que ninguno de los dos se movió ni emitió una sola palabra. Al contrario, se la quedaron mirando para demostrarle que Pedro contaba con todo su apoyo.
—Belinda, déjelo pasar —dijo un médico que se hallaba a pocos pasos de distancia.
Pedro inmediatamente se volvió hacia el médico.
—¿Está bien? —Su corazón latía frenético y su respiración era irregular; luchaba por permanecer erguido. Un miedo atroz se apoderó de él. ¿Y si el doctor había salido para decirle que había muerto?
—Venga conmigo —dijo el médico con voz queda.
Pedro lo siguió, cada paso lleno de un temor atroz. Lo acompañó hasta una habitación donde Paula yacía pálida y silenciosa en una cama. Alrededor de ella había varios médicos y enfermeras.
Tenía un tubo metido por la garganta y otro por la nariz. Le estaban administrando algo que no tenía muy buena pinta por el tubo de la nariz.
—¿Está… todavía viva? —preguntó ahogadamente.
—Estamos intentando estabilizarla pero aún no ha recuperado la consciencia —informó el doctor —. No sabemos qué ingirió ni en qué cantidad, así que estamos trabajando a ciegas. Hemos intentado despertarla para que nos diga qué ocurrió, pero hasta ahora no hemos tenido suerte. Quizás usted pueda obtener una respuesta de ella.
Pedro se precipitó hacia la cama y una de las enfermeras se apartó de en medio para que pudiera llegar junto a Paula.
Le levantó una mano y la rodeó con las suyas. Se la acercó a los labios y presionó la boca contra sus dedos. Las lágrimas le ardían en los ojos y Pedro tragó saliva con dificultad, respirando hondo para no perder la compostura.
—Paula, nena, tienes que despertarte —dijo con un hilo de voz.
—Tiene que hablar más fuerte —le aconsejó el doctor—. Sé que su instinto es ser suave, pero necesita recuperar la consciencia.
Pedro se inclinó y la besó en la frente al mismo tiempo que le pasaba una mano por el pelo empapado.
—Paula, nena, ¿puedes oírme? Tienes que despertar y hablar con nosotros. Estamos muy preocupados por ti, princesa. Vuelve a mí. Por favor, vuelve a mí.
Dejó de hablar cuando un sollozo se abrió paso en su garganta. Paula yacía inmóvil, con todos esos tubos por todas partes.
—¿Qué pasa con el tubo de la garganta? —exigió Pedro—. Si se despierta, le entrará el pánico. No podrá hablar con esa cosa.
—Ahora mismo esa es la única forma de que respire —comentó la enfermera amablemente—. Si empieza a despertarse, podremos quitárselo. Pero necesitamos averiguar qué se tomó y en qué cantidad.
Pedro cerró los ojos cuando las lágrimas comenzaron a caerle libremente por las mejillas.
—Nena, por favor —dijo ahogadamente—. Despierta y háblame. Tienes que volver conmigo, Paula. Estoy perdido sin ti.
Pegó su frente a la de ella y sus lágrimas se deslizaron sobre su piel.
—Por favor, vuelve a mí. Te amo. Podemos arreglarlo, nena. Solo, por favor, abre los ojos por mí. Te lo suplico. No me dejes. Por Dios santo, no me dejes.
Cuando se separó, los ojos de Paula parpadearon lentamente. Pedro podía ver lo difícil que era para ella abrir los ojos. Y luego vio el brillo azul de sus pupilas. Estaba claramente desorientada, y, seguidamente, el pánico apareció en su mirada.
La felicidad inundó a Pedro y se volvió emocionado para decírselo a la enfermera, pero todos ellos ya estaban en marcha, monitorizando sus constantes vitales antes de sacarle el tubo. Paula luchó contra ello, atragantándose y sintiéndose aterrorizada. Pedro le agarró una mano y la apretó hasta que, estaba seguro, le estaba haciendo daño.
—No luches contra ello, nena. Dales unos minutos. Se habrá acabado pronto, te lo juro. Te tuvieron que intubar para ayudarte a respirar.
Las lágrimas llenaron sus ojos. Los abrió desmesuradamente y luego se centró en él.
—Eso es, nena. Concéntrate en mí. Mírame y respira. Respira por mí —dijo con tono angustiado.
Unos minutos después, cuando el tubo desapareció, Pedro tuvo que retroceder durante un rato lo
bastante largo para que los médicos pudieran asegurarse de que Paula podía respirar por sí misma.
Le colocaron unas gafas de oxígeno en los orificios nasales para remplazar la bolsa de aire que acompañaba al tubo en el pecho. Y luego finalmente se apartaron para dejar que Pedro pudiera acercarse una vez más.
Paula luchó por mantener los ojos abiertos. Pedro pudo ver el esfuerzo que eso implicaba.
Parpadeó varias veces con dificultad como si se fuera a quedar inconsciente otra vez, pero él avanzó y le ordenó que se quedara despierta, con él.
—¿Pedro? —susurró, su voz sonaba casi ida.
—Sí, nena, estoy aquí.
Le cogió la mano y acercó el rostro al de ella para que pudiera verlo y sentirlo.
Paula débilmente levantó una mano y le tocó la húmeda mejilla justo donde sus lágrimas habían caído y frunció el ceño.
—No entiendo. ¿Qué ha pasado? —susurró.
La confusión que reflejaban sus ojos era intensa. Le echó una mirada rápidamente al lugar donde se encontraba y distinguió el ambiente hospitalario y a todo el personal médico que se encontraba en la habitación.
—Nena, has sufrido una sobredosis —dijo Pedro con suavidad—. Necesitamos saber qué tomaste y cuánto para que puedan ayudarte. Tienes que luchar, Paula. No puedo y no voy a dar por perdido lo nuestro, ni a ti. Fuera lo que fuese que ocurriera, podemos arreglarlo. Te amo. Podemos superar esto, te lo juro. No me importa. Ocurriera lo que ocurriese, o por qué lo hiciste, no importa. Tú eres lo único
que me importa.
Sus ojos se abrieron y luchó contra la sensación de aletargamiento que tenía en los párpados. Abrió la boca e intentó hablar. Volvió a pegar los labios y luego alargó la mano hacia él, con urgencia, frenética.
—Pedro…
—¿Qué, nena? Háblame. Lucha. Por favor, por mí. Por nosotros.
—Yo no lo hice —dijo con ferocidad—. No me tomé nada. No lo haría. Tienes que creerme.
Él se la quedó mirando medio conmocionado.
—Nena, perdiste el conocimiento. Has estado a punto de perder la vida. Tienes que contarnos qué ha pasado.
—¡No sé qué ha pasado!
Su voz se alzó histérica. Ella se agitó y una alarma saltó, lo que provocó que una de las enfermeras se precipitara hacia delante.
—Señor, tiene que salir —dijo la enfermera abruptamente—. Los niveles de oxígeno de la paciente han bajado y sus constantes vitales están cayendo.
Lo apartaron a un lado cuando el equipo médico se acercó. Le pusieron una máscara sobre el rostro, pero ella luchó contra ella y contra ellos.
—¡Pedro!
—Estoy aquí, nena. ¡Estoy aquí!
—¡Yo no lo hice! Por favor, tienes que creerme —sollozó.
Entonces lo sacaron con firmeza de la habitación. Gabriel y Alejandro estaban ahí para sujetarlo cuando lo obligaron a abandonar la sala.
La puerta se cerró de un portazo en su cara y Pedro se giró al mismo tiempo que estampaba un puño contra la pared.
Gabriel y Alejandro lo contuvieron antes de que pudiera golpear de nuevo la pared. Lo bloquearon y le obligaron a estarse quieto. Gabriel se puso justo delante de sus narices.
—Relájate, tío. Tienes que permanecer calmado.
Pedro se deshizo de ellos y volvió a encaminarse hacia la sala de espera, donde aún se encontraba Kevin.
—¿Dónde está Kingston? —rugió Pedro.
Los ojos de Kevin se oscurecieron.
—No lo sé. No me preocupé de él cuando vi a Paula en el suelo. Mi única preocupación era ella. La cargamos en la ambulancia y nos fuimos. Él aún estaba en el apartamento.
—Ve a por él y tráemelo —gritó—. No me importa un comino lo que tengas que hacer. Tráelo aquí inmediatamente.
—Voy a ello. Llamaré a Samuel. Él estaba de camino después de haberle llamado. Me aseguraré de que retiene a Kingston hasta que yo llegue.
—Bien —respondió con sequedad.
Kevin desapareció con brusquedad y Pedro se dio la vuelta y se encontró con Gabriel y Alejandro que lo estaban mirando con la mirada llena de confusión.
—¿De qué diablos iba eso, tío? —inquirió Alejandro.
Pedro estaba hirviendo de furia. Sus puños se aflojaban y tensaban al mismo tiempo que intentaba recuperar el control de su ira.
—Paula dice que ella no lo hizo. Que no se tomó nada.
El entrecejo de Gabriel se frunció.
—¿La crees?
—¡Por supuesto que la creo! —explotó Pedro —. Tú no la viste. Cuando se despertó, estaba muy asustada y confusa. Deberías haberle visto la cara cuando le dije que había sufrido una sobredosis. Se puso histérica. Sus constantes vitales cayeron en picado. Me sacaron de allí. Pero ella dijo que no se tomó nada. No sabía de qué cojones le estaba hablando. Ella me preguntó a mí qué fue lo que pasó.
—¿Entonces? —exigió Alejandro.
Los orificios nasales de Pedro se abrieron y respiró hondo varias veces. Tenía que controlarse. Tenía que ser fuerte por Paula.
—Eso quiere decir que si ella no se tomó esa mierda, entonces alguien se la tuvo que dar. Y Kingston era la única otra persona que había en el apartamento.
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