jueves, 7 de enero de 2016
CAPITULO 20 (PRIMERA PARTE)
Paula alzó la mirada cuando Pedro entró en el despacho, y un aleteo en el estómago comenzó a bajarle hasta el vientre cuando cerró la puerta con pestillo a sus espaldas. Paula sabía lo que eso significaba. Se lo quedó mirando con prudencia cuando este se encaminó hacia ella con los ojos brillándole de lujuria y necesidad.
—Pedro —comenzó—. Juan está aquí. Quiero decir, que ha vuelto antes.
Él se paró, tiró de ella hasta levantarla de su silla y la empujó hacia su propia mesa.
—Ni Juan, ni Alejandro me molestarán cuando tengo la puerta cerrada. Están ocupados haciendo planes para su cena de negocios de esta noche.
Las frases sonaron entrecortadas, como si no le gustara tener que dar explicaciones. De acuerdo, pero a ella no la iba a sorprender su hermano al intentar abrir la puerta cuando Pedro le estaba haciendo Dios sabía qué tras esa puerta cerrada. Juan y Alejandro estaban acostumbrados a tener pleno acceso al despacho de Pedro. No tenía ni idea de cómo iban a continuar su affaire en la oficina cuando su hermano estaba por ahí pululando.
Pedro alargó la mano hasta meterla por debajo de su falda, y se quedó paralizado cuando se encontró con la tela de las bragas. Mierda. Se había olvidado. Ni siquiera había pensado en ello. Ponerse bragas era una costumbre. ¿Quién narices piensa en no ponérselas? Había estado cansada por las incesantes órdenes de Pedro la noche anterior, y se le había ido de la cabeza el no ponerse ropa interior.
—Quítatelas —le ordenó—. La falda también, y dóblate por encima de la mesa. Te dije lo que ocurriría, Paula.
Oh, mierda. El culo aún lo tenía dolorido de la noche anterior, ¿y ahora pensaba en azotarla otra vez?
De mala gana, se bajó las bragas y las dejó caer al suelo.
Luego se bajó la falda y se quedó desnuda de cintura para abajo. Entonces, con un suspiro, se inclinó sobre la mesa.
—Más —le volvió a ordenar—. Pega la cara contra la madera y deja el culo en pompa para que lo vea.
Paula obedeció cerrando los ojos y preguntándose por centésima vez si se había vuelto loca de remate.
Para su completa sorpresa, los dedos de Pedro, bien lubricados, se deslizaron entre los cachetes de su trasero y empujaron contra su ano. Despegó los dedos para buscar más lubricante y los volvió a presionar con suavidad por toda la entrada de su culo.
—¡Pedro! —soltó Paula con un grito ahogado.
—Shh —la regañó—. Ni una palabra. Tengo un juguete anal que voy a meterte en el culo. Lo llevarás durante todo el día, y antes de que te vayas a casa vendrás a mí para que te lo quite. Mañana por la mañana cuando vengas al trabajo, lo primero que harás será enseñarme ese bonito culo que tienes para que te lo vuelva a meter. Lo llevarás todo el tiempo mientras estés trabajando, y solo te lo quitarás cuando el día termine. Cada día te pondré uno de mayor tamaño hasta que esté seguro de que puedes acoger mi polla dentro de tu culo.
Pedro continuó hablando mientras presionaba la redonda punta del juguete contra su ano — Relájate y respira, Paula —le dijo—. No lo hagas más difícil de lo que es.
Qué fácil era decirlo para él. Nadie le estaba doblando y le estaba metiendo objetos extraños en el culo.
Aun así, cogió aire, lo soltó e intentó relajarse lo mejor que pudo. En el momento en que lo hizo, Pedro lo introdujo en ella con un firme empujón. Paula ahogó un grito cuando se vio atacada por la ardiente sensación de estar completamente llena. Se retorció y movió, pero lo único que obtuvo fue una cachetada en el culo por su esfuerzo. Y Dios… esa cachetada fue abrumadora, porque hizo que el extraño objeto se sacudiera.
Lo escuchó alejarse y abrir un armario. Luego oyó los pasos acercarse al volver de nuevo. A Paula se le quedó el aire en la garganta cuando sintió una punta de… ¿cuero?… deslizarse por todo su trasero de forma sensual.
Entonces sintió una quemazón en las nalgas y pegó un aullido a la vez que se levantaba de la mesa.
—Abajo —le ordenó bruscamente—. Quédate ahí, Paula. Soporta tu castigo como una niña buena y se te compensará.
Ella cerró los ojos con fuerza y lloriqueó cuando recibió otro golpe con la fusta. Tenía que ser una fusta; crujía y lo sentía como un cinturón, pero era pequeño y no cubría tanta piel de su trasero de una sola vez.
Un ligero gemido escapó de su garganta cuando él la volvió a sacudir. El dildo anal la estaba volviendo loca. La piel se estiraba a su alrededor, le ardía cada golpe. Se estaba poniendo a cien y eso la enfurecía. Estaba tan mojada que era un milagro que no estuviera chorreando.
Pedro se detuvo un momento y luego tiró ligeramente del dildo. Apenas se lo sacó del cuerpo antes de volvérselo a hundir en su interior. Paula no podía quedarse quieta. La estaba volviendo loca. Toda ella estaba ardiendo. Le hervía el cuerpo. Era como estar quemándose sin tener alivio ninguno.
Se preparó para recibir otro latigazo, pero este nunca llegó.
Escuchó el sonido de una cremallera bajándose, y entonces sintió las duras manos de Pedro en sus piernas para girarla de manera que su espalda fuera ahora la que estuviera pegada a la mesa. Las piernas le colgaban por el borde de la mesa antes de que él se las cogiera y las pusiera por encima de sus brazos para colocarse entre ellas.
Madre de Dios… Se la iba a follar con el dildo metido en el culo.
Era como acoger dos miembros al mismo tiempo; ni en sus fantasías más salvajes lo había considerado nunca.
La punta redondeada de su pene presionó contra la abertura de su cuerpo, que el dildo hacía que fuera más pequeña. Pedro empujó y se impuso en el interior de su cuerpo.
—Tócate —le dijo con una voz forzada —. Usa los dedos, Paula. Haz que me sea más fácil poseerte. Quiero que esto sea bueno para ti. No quiero hacerte daño.
Ella alargó la mano hacia abajo y deslizó los dedos por encima de su clítoris. Dios, la sensación era tan buena.
—Eso es —dijo Pedro con un ronroneo—. Me vas a acoger entero, nena. Sigue tocándote. Haz que sea placentero para ti.
Él se introdujo a medias y luego embistió de nuevo y se hundió por completo en su interior. Paula casi se levantó por encima de la mesa y contuvo un grito en la garganta. Tuvo que apartar la mano porque casi se corrió en el sitio y ella quería que esto durara. Quería disfrutar de cada segundo.
Era completamente indecente, una carrera directa al orgasmo. Pedro la poseyó con fuerza y sin descanso, la embestía con un ritmo vigoroso y rápido que la estaba haciendo jadear con cada respiración que daba.
—Si no te das prisa te voy a dejar atrás —dijo Pedro con voz ronca—. Vamos, Paula. No me queda mucho.
Ella se precipitó a masajearse el clítoris con el dedo otra vez en círculos.
—Oh, Dios… oh, Dios… —coreó.
—Eso es, nena. Eso es. Me voy a correr dentro de ti. Lo único que lo podrá superar será cuando me pueda correr dentro de ese culito.
Esas palabras ilícitas y obscenas la llevaron justo al límite.
Arqueó la espalda y la otra mano se fue directa a la mesa mientras se corría alrededor de su miembro. El semen caliente salió disparado dentro de su sexo e hizo que le fuera más fácil deslizarse en su interior. La embistió hasta que el semen se le derramó y empezó a gotear hasta la abertura anal, donde el dildo estaba bien introducido. El sudor le
inundaba la frente y su rostro denotaba esfuerzo, pero cuando Pedro abrió los ojos, estos brillaron con una pasión primitiva.
Durante un momento largo se quedó ahí, mirándola y pegando las caderas contra su trasero. Luego se salió y la dejó relajada y saciada encima de la mesa.
—Eres tan preciosa —gruñó—. Mi semen chorreando por tu culo. Goteando en el suelo. Tu sexo hinchado y lleno de mi leche… como tiene que ser.
Oh, dios, le encantaba cuando le hablaba así. Paula se estremeció y su sexo se encogió, de forma que más semen se derramó al suelo.
—Por Dios, Paula. Me pones cachondo. No puedo esperar a llenar ese culito tuyo con mi leche.
Pedro le bajó las piernas y alargó la mano hasta sus brazos para alzarla y bajarla de la mesa. El semen le chorreó por el interior de los muslos en el mismo momento en que se puso de pie, que al principio fue un bamboleo hasta que intentó recuperar el equilibrio.
—Ve a lavarte —le dijo con voz ronca—. Déjate el dildo puesto hasta que yo te lo quite.
Con las piernas que le temblaban, Paula se dirigió al cuarto de baño con el dildo ardiéndole y excitándola de nuevo mientras andaba. La presión era abrumadora y maravillosa.
En el mismo instante en que salió del baño, Pedro estaba ahí esperándola. Se la pegó contra el pecho y le dio un beso castigador que la dejó sin aliento.
—No me vuelvas a desobedecer —le advirtió.
—Lo siento —le dijo con suavidad—. Se me olvidó.
Los ojos de Pedro brillaron mientras la miraban a la cara.
—Apuesto a que no se te olvidará la próxima vez.
CAPITULO 19 (PRIMERA PARTE)
El interfono del despacho empezó a sonar y Pedro frunció el ceño por la interrupción. Paula estaba sentada al otro lado de la sala, en su mesa —ella era una completa distracción—, y él estaba revisando unos informes financieros sobre un resort que tenía intención de abrir en una isla. Por ese motivo, le había dicho claramente a Eleanora que no quería que lo molestaran.
—¿Qué pasa? —soltó con brusquedad por el interfono.
La voz nerviosa de Eleanora se escuchó al otro lado de la línea.
—Sé que dijo que no quería que lo molestaran, señor Alfonso, pero su padre está aquí para verlo. Dice que es importante. No creí que fuera inteligente echarlo.
Pedro arrugó la frente y acentuó su gesto de malhumor. Al otro lado de la habitación, Paula levantó la vista de sus quehaceres y lo miró con preocupación.
—Yo saldré —dijo Pedro tras un momento de vacilación. No quería que lo que fuera que su padre tenía que decirle se aireara delante de Paula.
—Puedo irme, Pedro —dijo Paula con suavidad cuando él se levantó.
El hombre sacudió la cabeza; prefería que ella se quedara en la oficina alejada de los rumores y de la especulación de los demás. Pedro ya había descubierto a la persona responsable de entrar en su oficina — en realidad no le había costado tanto esfuerzo por su parte conseguir que sus compañeras de trabajo soltaran prenda— y la había despedido sin darle ninguna carta de recomendación. Quería a Paula tan lejos de esa clase de ambiente como fuera posible.
Pedro salió hasta la recepción y vio a su padre a poca distancia de la mesa de Eleanora. Se lo veía pensativo y cohibido. Pedro nunca lo había visto tan incómodo, especialmente a su alrededor.
—Papá —dijo Pedro como saludo—. ¿Qué puedo hacer por ti?
La expresión de su padre se hizo incluso más sombría.
Había un deje de arrepentimiento que ensombrecía sus ojos.
—Hubo un tiempo en que venía y no me preguntabas eso. Te alegrabas de verme.
La culpabilidad apagó parte de la irritabilidad que gobernaba a Pedro.
—Normalmente me avisas antes de venir. No te esperaba. ¿Va todo bien? —dijo Pedro.
Su padre vaciló por un momento y luego metió las manos en los bolsillos de sus caros pantalones.
—Hay algo que va mal. ¿Podemos ir a algún lado y hablar? ¿Has almorzado ya? Tenía la esperanza de que tuvieras tiempo para mí.
—Siempre tengo tiempo para ti —dijo Pedro con suavidad ofreciéndole el mismo comentario que a su madre. Antes podía pasar tiempo con los dos a la vez y no tenía que repartirlo entre ambos.
El alivio mitigó parte de la preocupación que inundaba los ojos de su padre.
—Déjame que llame a mi chófer —dijo Pedro. Entonces se volvió hacia Eleanora.
—Dile que nos recoja fuera. Y asegúrate de que Paula almuerce. Hazle saber que no sé cuándo volveré y que, si no he regresado a las cuatro, puede irse por hoy.
—Sí, señor —le contestó Eleanora.
—¿Nos vamos? —le preguntó Pedro a su padre—. El coche estará esperándonos en la puerta principal del edificio.
Los dos entraron en el ascensor en silencio. Fue un momento incómodo y poco natural, pero Pedro no hizo nada para remediarlo. No estaba seguro de qué sería lo que conseguiría cerrar el gran precipicio que se había formado entre ellos. Pedro había actuado como un cabrón en el cóctel y su padre estaría probablemente avergonzado porque lo hubieran abandonado tan pronto, lo cual no había sido la intención de Pedro. A pesar de estar enfadado y confundido con su padre, lo seguía queriendo y no había tenido intención de herirlo. Solo quería que su padre viera la clase de mujer con la que había elegido relacionarse.
Esperaron un breve instante antes de que el coche apareciera y los dos hombres entraran en él. Pedro le dio indicaciones al conductor para que los llevara a Le Bernardin, uno de los sitios favoritos de su padre para comer.
Hasta que ambos no estuvieron sentados a la mesa y hubieron pedido, el padre de Pedro no rompió el silencio. Era como si no pudiera quedarse callado ni un solo segundo más y las palabras le salieran de sopetón. Su rostro era una máscara de tristeza y de arrepentimiento.
—He cometido un error terrible —admitió su padre.
Pedro se quedó de piedra y cogió la servilleta con la que había estado jugando solo para tener algo que hacer bajo la mesa.
—Te escucho.
Su padre se pasó una mano por encima de la cara y fue entonces cuando Pedro pudo apreciar lo cansado que se le veía. Parecía incluso mayor, como si hubiera envejecido de la noche a la mañana.
Tenía ojeras, y las arrugas de alrededor de sus ojos y de su frente estaban más pronunciadas.
Su padre se movió con nerviosismo por un momento y luego respiró hondo al mismo tiempo que ponía cara larga.
Entonces Pedro se percató con angustia de que unas lágrimas estaban brillando en los ojos de su padre.
—Fui un tonto al dejar a tu madre. Es el peor error que he cometido en mi vida. No sé en lo que estaba pensando. Me sentía tan atrapado e infeliz que reaccioné contra ello. Pensé que si hacía esto o lo otro o que si empezaba de cero todo se arreglaría, que sería más feliz.
Pedro soltó su propia respiración.
—Mierda —murmuró. Eso era lo último que esperaba oír.
—Y no fue culpa de tu madre. Ella es una santa por haber lidiado conmigo todos estos años. Creo que me levanté un día y pensé que me había convertido en un viejo. Me di cuenta de que ya no me queda mucho tiempo. Me asusté y me volví loco, porque empecé a culpar a tu madre. Dios, ¡tu madre! La única mujer que me ha aguantado todo este tiempo, que me ha dado un hijo maravilloso. Y la culpé porque vi a un hombre viejo devolviéndome la mirada en el espejo. Un hombre que pensó que tenía que darle la vuelta al reloj y recuperar todos esos años. Quería sentirme joven otra vez, y en su lugar me siento como un cabrón que ha engañado a su mujer, a su familia, y a ti, hijo. Os engañé a ti y a tu madre y no puedo decirte lo mucho que me arrepiento de ello.
Pedro no sabía siquiera qué decir. Tenía mucha curiosidad por todo lo que su padre le acababa de soltar. ¿Así que todo se debía a que había tenido una maldita crisis de edad? ¿Por lidiar con la inevitable vejez? Jesús, María y José.
—Odio venir a ti con todo esto, pero no sé qué más hacer. Dudo de que tu madre me dirija la palabra siquiera. Le hice daño, lo sé. No espero que me perdone. Si la situación fuera al contrario y ella me hubiera hecho todo el daño que yo le he provocado, dudo de que la pudiera perdonar nunca.
—Maldita sea, papá. Cuando la jodes, la jodes bien.
Su padre se quedó en silencio con la mirada clavada en su bebida y con los ojos llenos de tristeza.
—Yo solo quiero volver a… Me gustaría poder borrarlo y hacer como que nunca ha ocurrido. Tu madre es una buena mujer. La quiero. Nunca dejé de quererla.
—Entonces, ¿por qué mierdas te has empeñado tanto en poner a todas esas otras mujeres no solo ante sus narices sino también ante las mías? —gruñó Pedro—. ¿Te haces una idea de cuánto daño le has hecho?
El rostro envejecido de Horacio adoptó incluso un tono más sombrío.
—Me hago una idea. Esas mujeres no significaron nada para mí.
Pedro levantó la mano de disgusto.
—Para. Déjalo, papá. Dios, estás soltando el cliché más antiguo de todos los tiempos. ¿Te crees que a mamá le va a importar una mierda que esas mujeres no te importaran ni un pimiento? ¿Te piensas que le va a hacer sentirse mejor por las noches saber que mientras te estabas tirando a una mujer a la que le doblas la edad, o simplemente más joven, estabas en realidad pensando en lo mucho que la quieres?
Su padre se ruborizó y miró a su alrededor, hacia las otras mesas del restaurante, cuando la voz de Pedro comenzó a subir de volumen.
—No me acosté con esas mujeres —dijo en voz baja—. No es que Ana me vaya a creer nunca, pero te estoy diciendo que no traicioné mis votos.
El cabreo de Pedro no hacía más que aumentar y este no tuvo más remedio que contenerlo para que no se hiciera evidente.
—Sí, papá, sí lo hiciste. Te acostaras con ellas o no, traicionaste a mamá y tu matrimonio. Solo porque no fuera adulterio físico no significa que no lo fuera emocionalmente. Y algunas veces los emocionales son los que más cuestan de superar.
Su padre se restregó los ojos con las manos y una pesarosa resignación se instaló en su rostro.
—Así que no crees que tenga ninguna oportunidad de volvérmela a ganar.
Pedro suspiró.
—Eso no es lo que he dicho. Pero tienes que entender qué es lo que le has hecho antes siquiera de pretender empezar a arreglar las cosas. Ella también tiene su orgullo, papá. Y se lo hiciste pedazos. Si lo que quieres es una reconciliación, entonces tienes que currártelo con tiempo. No te va a perdonar de la noche a la mañana. No te puedes rendir tras el primer intento. Si significa algo para ti, entonces tienes
que estar dispuesto a luchar por ella.
Su padre asintió.
—Sí, lo sé. Y la quiero de verdad. Nunca hubo ningún momento en que no la quisiera. Todo es una estupidez. Soy un imbécil. Un imbécil viejo y crédulo que la ha jodido bien jodida.
Pedro suavizó el tono.
—Habla con ella, papá. Dile todo lo que me has dicho. Y tienes que ser paciente y escucharla cuando te reproche tu actitud. Tienes que escucharla aunque de su boca salga toda su furia y su frustración. Te lo mereces. Tienes que concederle eso y tragártelo.
—Gracias, hijo. Te quiero, lo sabes. Odio no solo el daño que le he hecho a Ana, sino también a ti. Eres mi hijo y os he decepcionado a los dos.
—Solo te pido que lo arregles —dijo Pedro con suavidad—. Haz que mamá sea feliz otra vez, y con eso será suficiente para mí.
—Eh, Pedro, tengo que hablar contigo de…
****
Así no era como ella había tenido intención de darle la noticia de que estaba trabajando para Pedro.
Alejandro empujó a Juan por la espalda y alzó las cejas cuando vio a Paula sentada tras su mesa.
El rostro de Juan se ensombreció y lanzó miradas tanto a su mesa como a la de Pedro como si esperara que todo tuviera sentido.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le preguntó Juan
—Encantada de verte a ti también —le respondió Paula con sequedad.
Juan se encaminó con pasos largos hacia su mesa.
—Maldita sea, Paula. Me has pillado con la guardia baja. No esperaba verte aquí —se sentó en el borde de su escritorio y comenzó a examinar los papeles que estaban esparcidos por la mesa y el portátil con el que estaba trabajando.
Alejandro se acercó a Juan con tranquilidad, pero se quedó a cierta distancia de ellos, aunque no menos interesado que Juan.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Dónde demonios está Pedro?
La confusión era evidente en su voz. Paula respiró hondo y se lanzó, sabía que era mejor quitárselo ya de encima con total normalidad para que nada pareciera sospechoso. De todos modos, cuanto más lo atrasara, más culpable parecería. Paula no era capaz de poner cara de póquer, un hecho que la había metido en más de un problema en sus años de adolescente. Nunca había podido mentirle a Juan a la cara, así que rezaba para que su interrogatorio no tuviera muchos grados o si no estaría perdida.
—Estoy trabajando para él —dijo calmadamente.
Alejandro hizo un gesto de sorpresa con los labios y luego se dirigió hacia la puerta.
—Esperaré fuera.
La cara de Juan era la misma que la del icono famoso de What the fuck? En el mismo momento en que la puerta se cerró tras salir Alejandro, él se dirigió hacia Paula con la mandíbula apretada.
—Veamos, ¿qué demonios está pasando aquí? ¿Estás trabajando para él? ¿En calidad de qué? ¿Y por qué me estoy enterando ahora?
—Lo que pasa es que Pedro me ofreció un trabajo. Estoy trabajando como su asistente personal. Y tú te habías ido, esta clase de noticias no es de las que se dan por teléfono.
—¿Y por qué narices no me lo has contado?
Ella puso los ojos en blanco.
—Porque habrías reaccionado tal y como lo estás haciendo ahora y te habrías vuelto en el primer vuelo que hubiera disponible decidido a aclarar la situación.
—¿Cuándo ha ocurrido esto? —le preguntó abruptamente.
Ella se encogió de hombros.
—Cuando tú y Alejandro os fuisteis a California. Me encontré a Pedro en la gran inauguración y me pidió que viniera a su oficina. Voilà. Aquí estoy.
—Así, sin más —dijo con escepticismo.
Entrecerró los ojos y la estudió con intensidad como si estuviera intentando arrancarle la piel para ver lo que tenía dentro de la cabeza.
—Pedro tenía razón. Trabajar en La Pâtisserie era echar a perder mi educación y todo el dinero que te has gastado para que fuera a la universidad. Me sentía cómoda en la pastelería y quizá me daba miedo salir al mundo real. Este trabajo me da la oportunidad de tantear el terreno.
La expresión de Juan se suavizó.
—Si querías un trabajo, ¿por qué no viniste a mí? Sabes que yo me habría ocupado de ti.
Paula eligió sus palabras minuciosamente, porque no quería que sonaran desagradecidas. Quería a Juan con locura. Él había sacrificado mucho por ella y, aun así, había sido capaz de montar una empresa de mucho éxito mientras lidiaba con una hermana mucho más pequeña.
—Quería hacer esto yo sola —le dijo en voz baja—. Sé que tú me habrías dado un trabajo. Y quizá no es que sea muy diferente a que Pedro me haya contratado. Estoy segura de que todo el mundo dirá lo mismo que si hubieras sido tú, que soy la hermana pequeña de Juan Chaves y esto es un nepotismo en su máxima expresión. Además, no podría trabajar para ti y lo sabes —Paula le sonrió con picardía—. Nos mataríamos al segundo día.
Él se rio entre dientes.
—Quizás, es posible. Pero solo porque eres muy cabezota.
Paula sacudió la cabeza.
—Yo no soy cabezota. Mi forma de hacer las cosas siempre es mejor.
—Por cierto, me alegro mucho de verte, peque. Te he echado de menos en California.
—Y esa es la razón por la que me vas a invitar a cenar mañana por la noche —le dijo echándole cara.
Él hizo una mueca.
—¿Puede ser pasado mañana? Alejandro y yo tenemos este asunto por medio, que es parte de la razón por la que hemos regresado antes de lo previsto. Tenemos una cena con los inversores. Un plan de lo más aburrido y habrá un montón de peloteo.
—De acuerdo, pues quedamos para cenar pasado mañana —le dijo—. Y no te vas a librar.
—Por supuesto que no. Es una cita. Después del trabajo, ve a casa a cambiarte, si quieres, y te recogeré en tu apartamento.
Entonces frunció el ceño.
—Por cierto, ¿cómo te organizas para ir y venir al trabajo?
Ella tuvo mucho cuidado para que su voz pareciera informal, como si fuera perfectamente normal que Pedro le proporcionara transporte.
—Pedro manda un coche a recogerme y luego me lleva a casa.
Por supuesto, obvió el hecho de que la mayoría de las veces se iban del trabajo juntos y de que estaba pasando algunas noches en el apartamento de Pedro. Ahora que Juan había vuelto, tendrían que ser mucho más cuidadosos. A Juan le daría un ataque si se enterara de lo que estaba pasando a puerta cerrada entre ella y Pedro.
Juan asintió.
—Me parece bien. No quiero que camines sola o cojas el metro —comprobó su reloj y entonces volvió a mirarla—. ¿Sabes a qué hora tiene previsto volver Pedro? Y ya puestos, ¿sabes dónde leches está? Pensaba que su agenda estaba libre hoy.
—Él, eh… se fue con su padre. No sé con seguridad cuándo volverá, o si volverá.
Juan hizo otro mohín por la contrariedad.
—No digas más. Esa es una situación jodida.
Y Juan no sabía ni la mitad.
Entonces alargó la mano para alborotarle el pelo.
—Dejaré que vuelvas al trabajo. Es duro trabajar para Pedro. Espero que sepas en lo que te estás metiendo. A lo mejor te tendríamos que haber puesto a trabajar para Alejandro. Tiene una enorme debilidad por ti.
Ella se rio.
—Estaré bien. Deja de preocuparte. ¿No tenéis ni tú ni Alejandro a nadie más a quien molestar?
—Sí, inversores —murmuró Juan—. Cuídate, peque. Estoy deseando que llegue nuestra cena. Tenemos mucho de lo que ponernos al día.
Justo en el momento en que salió de la oficina de Pedro, ella se hundió en su silla, llena de alivio. El pulso le iba a mil por hora; entonces se echó hacia delante y se llevó las manos a la cara. Había ido mejor de lo que había esperado.
***
Esperaba por su madre que Paula hubiera manejado bien la situación entre ellos dos. Pero a juzgar por la expresión de su rostro, lo que sea que ella le hubiera dicho o como sea que hubiera explicado la situación no lo había convencido del todo.
—Tenemos que hablar —le soltó secamente cuando Pedro llegó casi a su misma altura.
—De acuerdo —respondió Pedro con calma—. ¿Qué pasa? ¿Problemas en California?
—No te hagas el tonto conmigo. Me cabrea. Sabes perfectamente bien por qué te he esperado aquí.
—Paula —contestó Pedro con un suspiro.
—No me jodas. ¿Qué narices está pasando, Pedro? ¿Hay alguna razón por la que no me hayas dicho que planeabas contratar a mi hermana pequeña?
—No voy a conversar esto contigo en la calle —le soltó.
—Mi despacho servirá —dijo Juan.
Pedro asintió y entonces los dos hombres entraron de nuevo en el edificio y subieron en el ascensor.
Había otras personas con ellos, por lo que se quedaron en silencio hasta que llegaron a su planta.
Cuando salieron, Pedro siguió a Juan hasta su despacho, que se encontraba antes que el suyo.
Juan cerró la puerta a su espalda y, a continuación, se fue caminando hacia la ventana, se dio la vuelta y se quedó mirando fijamente a su amigo.
—¿Y bien?
—No entiendo por qué estás tan enfadado —le dijo Pedro con suavidad—. Te dije que me la encontré en la inauguración. Te estaba buscando. Bailé con ella, hablamos, le dije que plantara su culo en mi oficina a la mañana siguiente y entonces la mandé a casa en coche.
—Me podrías haber dicho todo eso. Joder, si te vi la misma mañana que le dijiste a Paula que viniera a tu oficina.
Pedro asintió.
—Pero no tenía ni idea de cómo respondería a mi oferta. No tenía ningún sentido decírtelo y cabrearte si al final resultaba que la rechazaba. No necesito tu permiso para contratar a una asistente personal.
La expresión en el rostro de Juan se ensombreció.
—No, pero sí que necesitas mi maldito permiso en lo que concierne a Paula. Ella es mía, Pedro. Todo lo que me queda. La única familia que me queda, y la protegeré hasta mi último aliento. Ella no juega en tu liga.
—Oh, por el amor de Dios. No soy ningún cabrón sin corazón que quiere comérsela viva. Yo también la he visto crecer, Juan. No voy a ser borde con ella.
Incluso mientras lo decía, la culpabilidad se adueñó de él. Se iba a ir derechito al infierno. Iba a arder en él durante toda la eternidad.
—Pues asegúrate de que no le haces daño —le dijo Juan con una voz cuidadosamente controlada—. Y me refiero a todas las formas posibles, Pedro. Mantén las manos alejadas de ella. La respetarás completa y absolutamente. Ni se te ocurra pasarte de la raya con ella. De lo contrario, responderás ante mí.
Pedro se tragó el arrebato de ira que se le formó ante la amenaza de Juan. No podía culparlo por proteger a Paula. Él en su lugar estaría haciendo lo mismo. Pero le irritaba que Juan tuviera tan poca fe en él, que pensara que podría destrozar a una inocente.
Pero bueno, ¿no era eso lo que estaba haciendo? ¿Usarla para su propio placer? ¿Indiferente a cualquier cosa que no fuera poseerla?
—Entendido —le dijo con los dientes apretados—. Ahora, si has terminado, tengo trabajo que hacer.
—Alejandro y yo tenemos una cena bastante temprano esta noche. De negocios. Creo que acabaremos pronto. ¿Quieres venir a tomar algo después? —le preguntó Juan con tono informal.
Era una propuesta de paz. Tras el rapapolvo, Juan estaba intentando suavizar las cosas. Dejarle saber a Pedro que todo iba bien. Maldita sea. Pedro tenía planes con Paula.
Una cena encantadora, y por supuesto el sexo también estaba en la agenda.
Maldición. Pero tampoco quería empeorar las cosas con Juan y Alejandro. Si quería que esto funcionara tenía que encontrar la delicada balanza entre no alejarse de Juan y Alejandro y mantener el tiempo que pasara con Paula en secreto.
—Mejor más tarde. Alrededor de las nueve —dijo Pedro mientras le daba vueltas en la cabeza a la idea de cómo iba a explicárselo a Paula.
Juan asintió.
—Me va bien. Se lo haré saber a Alejandro.
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