miércoles, 27 de enero de 2016
CAPITULO 41 (SEGUNDA PARTE)
Cuando Pedro entró en el dormitorio, vio que Paula ya estaba en la cama. Estaba echa una bola, acurrucada, con la espalda mirando hacia el centro de la cama de forma que quedaba de espaldas a él.
También llevaba puesto un pijama cuando nunca había llevado nada. Era una de sus normas. La primera que había roto tan descaradamente.
Pedro suspiró. Sabía perfectamente bien que no le iba a decir nada por no obedecer la norma que le había dictado de no llevar ropa en la cama.
Se desvistió y luego se deslizó dentro de la cama junto a ella. Se acercó hasta que su espalda estuvo pegada a su pecho y le rodeó la cintura con un brazo para atraerla mucho más hacia sí.
Ella se puso rígida; la tensión echaba humo en su cuerpo.
—Tenemos que hablar, nena.
Paula sacudió la cabeza.
—No. Esta noche no. No tengo nada que decir. Estoy demasiado molesta y terminaríamos diciéndonos cosas de las que luego nos arrepentiríamos. ¿No es eso lo que básicamente dijiste que te pasaba? ¿Que dices cosas que no quieres? Por una vez, quiero que digas algo que sí quieras. Estoy cansada de adivinar. Estoy cansada de tener que ir de puntillas, sin saber adónde vas a llevar las cosas
o cómo reaccionarás o de qué manera retorcida vas a interpretar algo que no tiene en absoluto ningún significado.
Pedro suspiró y la besó en el hombro antes de dejar los labios pegados a su piel.
—No has comido nada. Es temprano todavía.
—No tengo hambre —dijo en voz baja—. Por favor, Pedro, solo déjame en paz. No me voy a ir a ningún sitio. No voy a huir. Vete a comer o a hacer lo que sea que quieras hacer y déjame que aclare esto yo sola.
Él volvió a tumbarse de espaldas y se quedó mirando al techo.
—No es que me apetezca verte aquí tumbada y herida por mi culpa, nena.
Paula no respondió, pero Pedro vio cómo sus hombros se sacudían ligeramente y luego blasfemó en silencio.
Estaba llorando. Y quería que la dejara en paz. No quería que la consolaran. No quería sus brazos alrededor de su cuerpo. No quería que la abrazara.
Cerró los ojos con fuerza. Sí, había metido la pata hasta el fondo. Incluso peor que la última vez.
¿Cuándo pararía de hacerlo?
¿Cómo podría siquiera irse al trabajo al día siguiente cuando estaba paralizado por el temor de que ella se fuera justo en el momento en que se quedara sola?
No podría vivir así. Y él sabía que ella tampoco. La estaba destruyendo con su desconfianza. Y, joder, él sí que confiaba en ella.
Quizás esto solo fuera producto de una relación que apenas llevaba unas cuantas semanas en marcha. Siempre había problemas que las parejas tienen que solucionar, ¿no? Él había ido rápido, eso lo sabía. La mayoría de la gente normal extendía la etapa de las citas y de conocerse un poco más que él. Pero bueno, él siempre había ido tras lo que quería con decidida determinación. Paula no había
sido diferente en ese aspecto.
Sabiendo que no se iba a quedar dormido tan temprano, se bajó de la cama. Paula aún estaba de espaldas a él, pero sabía que todavía seguía despierta también. Su cuerpo estaba demasiado rígido como para que hubiera cedido al sueño.
—Voy a la cocina a por algo de comer —dijo con suavidad—. Me encantaría que vinieras conmigo. O puedo, si no, traerte algo yo a la cama.
Paula lloriqueó ligeramente y a Pedro se le encogió el corazón otra vez. Joder. Seguía llorando.
Se giró y salió del dormitorio; el miedo y los remordimientos lo inundaban a partes iguales. Le había dicho que confiaba en ella. En parte eso le estaba dando tiempo para que ella se aclarara a su manera. Mientras lo hiciera aquí, en su apartamento, en su espacio, en su cama, podría lidiar con ello.
Le había dicho que confiaba en ella. Ya era hora de demostrarle que lo hacía de verdad.
Se preparó un sándwich, más para tener algo que hacer que porque tuviera hambre. Recordó cuando Gabriel la fastidió bastante con Melisa; ella le había dicho que si alguna vez tenía alguna esperanza de volverla a recuperar, tendría que irle de rodillas y arrastrándose. Y Gabriel lo había hecho. Se había confesado delante de media Nueva York para poder volver a recuperar a Melisaa.
Pedro no lo había terminado de entender por entonces.
Había pensado que Gabriel estaba siendo un poco demasiado dramático, pero ahora se daba cuenta de la desesperación que Gabriel debió de haber sentido. Pedro se arrodillaría y se arrastraría. Haría todo lo que fuera para conseguir que Paula se quedara.
Después de horas de haber estado dándole vueltas y vueltas a cada palabra que quería decir, volvió al dormitorio y se encontró las luces apagadas. Se habría tenido que levantar para apagar las luces.
Cuando se subió a la cama, pudo escuchar su suave respiración, pero lo que más le dolió fue el hecho de que incluso durmiendo daba esos suaves hipidos, señal de que había estado llorando por un tiempo.
Se volvió hacia ella e inhaló su dulce aroma. Escondió el rostro en su pelo y le pasó un brazo alrededor de la cintura para acercarla a su cuerpo.
El sueño no vino hasta un rato después, pero, cuando finalmente lo hizo, estuvo lleno de pesadillas inquietantes en un mundo sin Paula.
CAPITULO 40 (SEGUNDA PARTE)
Paula descolgó el teléfono cuando sonó y pronunció un vacilante hola.
—Señorita Chaves, el señor McIntyre está aquí. ¿Lo dejo subir?
Su pulso se aceleró. Pedro no estaba en casa todavía y ya se había pasado de su hora normal de trabajo. ¿Quizás Alejandro había pensado que ya estaría aquí?
—Hum… claro —contestó.
Se limpió las manos nerviosamente en el pantalón y luego se reprendió a sí misma. Alejandro había sido la personificación de la educación y la amabilidad desde aquella noche en la que tuvo sexo con él y con Pedro. No había razón por la que ponerse de los nervios cada vez que tuviera que hablar con él.
Unos momentos después, el ascensor se abrió y Alejandro salió.
—Hola, Paula —dijo al mismo tiempo que le ofrecía una cálida sonrisa.
—Hola, Alejandro. Pedro no está en casa todavía.
Alejandro frunció el ceño.
—Mierda. Pensé que estaría aquí. Necesitaba darle una carpeta. El acuerdo se nos va al garete. Puede que se haya tenido que quedar en la oficina más de lo que pensaba intentando que la situación vuelva a ir por buen rumbo.
Ella arqueó una ceja.
—Suena bastante mal. ¿Lo es?
Él sonrió.
—Nada que no podamos solucionar. Cosas como esta ocurren todo el tiempo. Solo es otro día más en la oficina.
—Entra. No te quedes ahí. Mis modales son horribles. ¿Por qué no te sientas en el salón? Estoy segura de que vendrá dentro de nada. ¿Te gustaría tomar un chocolate caliente? Justo estaba preparándome uno.
—Claro —dijo, adentrándose—. ¿Vas a tomarte una taza conmigo?
Ella sonrió y se relajó bajo su fácil encanto.
—Sí, siéntate y prepararé dos tazas.
Se fue hasta la cocina para matar el tiempo y calentó dos tazas de agua para luego mezclar el chocolate. Endulzó el suyo pero luego se detuvo; no estaba segura de cómo lo quería Alejandro. Bueno. Se encogió de hombros y se lo preparó tal y como ella prefería el suyo.
Luego llevó las tazas hasta el salón y le tendió una a Alejandro.
—Gracias, corazón.
Él la miró por encima de su taza mientras ella se sentaba en el sillón, a una buena distancia de donde él se encontraba.
—¿Y cómo estás? —le preguntó con voz queda.
—Bien —respondió ella alegremente.
Alejandro le dedicó una mirada que claramente decía «no me lo creo».
Paula suspiró.
—Estoy bien, de verdad. Preocupada por Jeronimo, lo cual es estúpido, pero no puedo controlarlo, precisamente. Supongo que me siento culpable porque yo tengo muchísimo ahora y él sigue sin tener nada.
—Yo no llamaría exactamente nada a tener un sitio gratis donde vivir —replicó Alejandro secamente.
Ella hundió los hombros.
—Tienes razón. Y creo que eso es lo que me cabrea. Pedro ha dado su brazo a torcer por él. Y lo hizo por mí. Sé que a Pedro no le gusta. Y tiene todo el derecho del mundo a que no le guste, pero lo hizo por mí y lo hizo por Jeronimo porque sabía que eso me haría feliz. Y me cabrea que Jeronimo esté siendo tan estúpido.
Paula gruñó y se dio cuenta de que estaba enfadada. Había estado tan muerta de preocupación y ansiedad que no se había percatado del hecho de que estaba cabreada con Jeronimo por ser tan desdeñoso con todo lo que Pedro estaba haciendo por él.
—Podría al menos decirme cómo está, ¿sabes? —continuó, enfadándose más a cada minuto que pasaba.
—Sí. Es cierto —acordó Alejandro—. Pero, cariño, escúchame. Tienes que dejar de malgastar tanta energía emocional con este tío. Ya es mayorcito. No puedes tomar sus decisiones por él y, además, no deberías sentirte para nada culpable por haber mejorado tu vida y porque él rehúse hacerlo también.
—Tienes razón —murmuró—. Sé que tienes razón. Pero es duro, muy duro, dar un giro completo de ciento ochenta grados cuando él ha sido todo lo que he tenido durante los últimos años. Es normal que me preocupe por Jeronimo porque siempre me he preocupado por él.
Alejandro se aclaró la garganta.
—En realidad, hay algo más de lo que quiero hablar contigo. Ahora es tan buen momento como cualquier otro porque estamos solos. Tú y yo nos hemos visto solamente un par de veces desde aquella primera noche, y no es exactamente un tema del que quiera hablar cuando estoy rodeado de gente.
El calor se le subió por las mejillas. Oh, Dios. Iba a sacar a relucir la noche del trío. La vergüenza se apoderó de ella y se encontró incapaz de devolverle la mirada.
—Cariño, mírame —dijo Alejandro con amabilidad.
Ella se puso de pie tras dejar la taza sobre la mesita y se volvió para observar la ciudad a través de la ventana. Fuera, las luces parpadeaban mientras el día daba paso a la noche.
—Paula.
Pegó un bote cuando escuchó su voz muy cerca a su espalda. Alejandro la había seguido hasta la ventana y ahora no tenía más remedio que encararlo.
La tocó en el hombro y ella lentamente se giró para mirarlo a los ojos. Había cariño y comprensión en ellos.
—Sé que probablemente tampoco pienses que soy lo bastante buena para él —habló en voz baja—. Especialmente por cómo nos conocimos. Esa noche…
Él posó un dedo sobre sus labios.
—Eso son tonterías —dijo abruptamente—. Te debo una enorme disculpa y te la voy a dar ahora mismo.
Ella abrió los ojos como platos.
—¿Por qué me tienes siquiera que pedir disculpas?
—Porque al principio no pensé que fueras buena para Pedro. Soy su amigo y estaba preocupado.
Paula asintió al mismo tiempo que el corazón se le hundía. Lógicamente, ella sabía que sus amigos no la hubieran acogido en sus vidas, pero sin saber cómo, escucharlo hizo que le doliera más que simplemente mantenerlo en el pensamiento.
—Estaba equivocado.
Parpadeó.
—¿Lo estabas?
—Estaba cien por cien equivocado, cielo. Eres lo mejor que le haya pasado nunca a Pedro. Y he sacado el tema de esa noche, no para ponerte incómoda, aunque eso es exactamente lo que he hecho, sino porque no quiero que esta incomodidad que hay entre nosotros continúe. Pedro es como un hermano para mí. Hemos sido amigos durante años. No quiero que eso cambie. Tú eres importante para él. Él es importante para mí. Por lo tanto tú también eres importante para mí.
—¿De verdad? —susurró.
Él sonrió.
—Sí, de verdad. No diré que no haya disfrutado esa noche. Eso es un hecho. Tú eres una mujer deseable y bonita. Eso no se puede cambiar. Y en realidad no quiero cambiarlo. Eres especial, Paula. Pero también sé que Pedro te quiere horrores y puedo ver que tú lo quieres a él también. Lo
que me gustaría es que podamos poner esa noche en el pasado y pasar página. Me gustaría que fuéramos amigos.
Paula sonrió y todo el semblante se le agrandó de felicidad.
—A mí también me gustaría eso.
Alejandro alargó la mano, le tocó la mejilla y la acarició desde el pómulo con el pulgar.
—Entonces solucionado.
—¿Qué demonios está pasando aquí?
La voz de Pedro explotó en el salón y Paula pegó un bote hacia atrás al mismo tiempo que la mano de Alejandro se apartaba de su rostro y ambos se giraban en la dirección de donde provenía la voz.
Los ojos de Paula se llenaron de alarma mientras que los de Alejandro se oscurecieron de rabia. Pedro parecía… furioso.
****
Él y Gabriel se habían pasado la mayor parte de la tarde al teléfono intentando averiguar qué narices había pasado y se le había ido el santo al cielo. Todo lo que quería era ver a Paula, llevarla a cenar y luego hacerle el amor durante el resto de la noche. Al día siguiente, por la mañana, iba a ser un asco porque con la retractación de sus dos inversores más importantes, era muy posible que los otros los siguieran también. Tenían que arreglar el problema y rápido. Aunque significara poner más dinero de su bolsillo para seguir adelante.
Las puertas se abrieron y lo recibió la imagen de Paula y Alejandro de pie en el salón junto a la ventana. Y ella estaba sonriendo. Su rostro estaba iluminado como un maldito árbol de Navidad. Era la primera vez que la había visto sonreír de verdad y con tanto entusiasmo en una semana. Estaba
mirando a Alejandro como si le hubiera regalado la maldita luna.
Y luego Alejandro le tocó la mejilla. No era un gesto casual para nada, y eso envió un aviso de alarma por todo su cuerpo.
Había algo íntimo en ese contacto. Y esa mirada en el rostro de Alejandro… Tierna.
Llena de afecto.
¿De qué coño iba esto?
Su mal genio explotó, resultado del mal día que había tenido, que había ido de mal en peor al encontrarse a Alejandro en su apartamento tocando a su mujer y ella sonriéndole de una forma que no lo había hecho con él en días. Todo en lo que pudo pensar fue en esa maldita noche. En la boca de Alejandro pegada a la piel de Paula, su pene dentro de su boca, de su trasero. Los jadeos de placer que Alejandrole provocó. Lo volvió loco.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó con acidez.
Alejandro y Paula se giraron para mirarlo; la mano de Alejandro se separó de repente del rostro de Paula.
Los ojos de Paula manifestaban alarma, mientras que los de Alejandro inmediatamente se volvieron enfadados. Tenía gracia.
—Alejandro ha venido a verte —dijo Paula con un hilo de voz.
—Sí, ya lo veo —gruñó Pedro.
—¿Sabes qué? Que te jodan, tío —espetó Alejandro—. No puedo creer que entres así, especialmente después de todo lo que nos hemos dicho hoy en la oficina. Además, no puedo creer que le faltes el respeto a Paula de esta manera.
—Tal y como yo lo veo, yo soy el único al que le están faltando el respeto en mi propio apartamento —escupió Pedro.
—Yo me largo —rugió Alejandro.
Se paró y le dedicó a Bethany una mirada de disculpa.
—Lo siento, cielo. De verdad. Si necesitas algo, llámame, ¿de acuerdo?
Que Alejandro sugiriera que Paula lo fuera a necesitar como resultado de lo que sea que estuviera ocurriendo en este momento en su apartamento avivó mucho más el fuego que ardía dentro de Pedro.
—Yo también lo siento —susurró Bethany.
Su rostro era una espiral de humillación y el rojo bañaba sus mejillas. Mientras Alejandro pasaba al lado de Pedro, murmuró «Qué gilipollas», y luego se metió en el ascensor.
Cuando Pedro volvió a levantar la mirada hacia Paula, preparado para exigirle una explicación, las lágrimas brillaban en sus ojos y sus hombros mostraban su derrota.
No podía siquiera mirarlo a la cara.
Se le hizo un nudo en el estómago e inmediatamente se arrepintió de la conclusión a la que había llegado tan precipitadamente. No podía siquiera llamarla conclusión. Se había insolentado porque ya estaba enfadado, frustrado y cansado. Todo lo que había querido era pasar una noche a solas con Paula y había llegado aquí para ver a Alejandro comportándose de forma personal y cercana con ella.
Maldita sea, lo había vuelto a hacer. Había hablado sin pensar. Y ahora Paula estaba al borde de las lágrimas. La había avergonzado y había cabreado a su mejor amigo.
Parecía que el comportarse como un auténtico gilipollas fuera una práctica diaria.
—Paula —dijo con voz queda mientras reducía la distancia entre ellos.
Ella se apartó en el momento en que intentó tocarla. Giró la cabeza; claramente intentando esconder las lágrimas. Y eso lo enfadó incluso más. No con ella. Sino consigo mismo.
Porque la había fastidiado.
—Aún no confías en mí —susurró con un tono angustiado—. No sé por qué estamos haciendo esto. No puedo hacerlo, Pedro. No voy a estar con un hombre que sigue pensando lo peor de mí cuando no he hecho nada para merecerlo. Te lo he dado todo. Mi confianza, mi corazón. Tú puede que me hayas dado cosas materiales, pero no me has dado nada que importe de verdad.
—¿Mi amor no importa? —exigió.
Esta vez lo miró a los ojos con los suyos llenos de lágrimas.
Los de él estaban ferozmente decididos, y su boca, apretada en una fina línea.
—No puedes estar ahí de pie y decirme que me amas cuando piensas tan mal de mí. Puede que sientas lujuria hacia mí, puede que estés obsesionado. Pero obviamente no me amas.
—¡No me digas que no te amo!
Los latidos de su corazón rugían en sus oídos y el pánico se apoderó de su garganta. Él la amaba, y, por qué no, también confiaba en ella. Una vez se hubo calmado supo perfectamente bien que ni ella ni Alejandro estaban haciendo nada a sus espaldas. Confiaba en ella y obviamente confiaba en su mejor amigo.
Ninguno de los dos haría nada para traicionarlo.
Pero había reaccionado emocionalmente y se había enfadado con las dos personas que más le importaban. Porque era un cabezón con muy mal genio y con una propensión a contestar mal a las personas más cercanas a él.
Señor, tenía que poner en orden su vida empezando desde ya.
—Dices que me quieres, pero tus acciones me demuestran lo contrario.
Su voz sonó queda y resignada.
—Las palabras son solo palabras. La evidencia está en cómo actúas, en cómo reaccionas. ¿Qué demonios pasa contigo? No preguntaste siquiera qué era lo que Alejandro estaba haciendo aquí. No preguntaste por qué. Solo nos preguntaste que qué narices estaba pasando aquí, con ese tono acusador y malpensado. Y no era una pregunta para la que quisieras una respuesta, de todos modos. Era más un
«¡Ajá! ¡Os he pillado con las manos en la masa!».
Pedro cerró los ojos.
—Lo siento, nena. Sé perfectamente que no estabas haciendo nada a escondidas. Lo supe entonces también. Estoy de mal humor, tuve un día de perros y lo he pagado contigo y con Alejandro.
—Discúlpate con él —dijo ahogadamente—. Lo has insultado de forma horrible. Es tu mejor amigo. Habéis sido los mejores amigos durante veinte años. Tú solo me conoces a mí desde hace unas pocas semanas, así que supongo que no puedo pedir más en lo que a confianza se refiere. Pero lo que has pensado de él no tiene excusa.
—Lo sé. Lo sé, nena. Y sí, obviamente le pediré disculpas, pero primero tengo que arreglar las cosas contigo.
—No puedes arreglarlo —dijo con tristeza—. Por mucho que repitas «te quiero» o «confío en ti», decirlo más o menos no va a hacer que sea verdad cuando no lo es.
—¿Qué estás diciendo? —susurró. El miedo lo había paralizado.
—Voy a hacer las maletas e irme. Y no, no estoy huyendo o siendo irracional. Pero no me puedo quedar aquí. Ya no. Volveré al otro apartamento. De todas formas Jeronimo no está allí. Ya pensaré qué hacer luego.
Cuando empezó a dirigirse hacia el dormitorio, Pedro la sujetó del brazo y tiró de ella bruscamente para pegarla contra su pecho.
—No. No te vas a ir —le dijo con una feroz determinación—. No te vas a ir a ninguna parte. Ya hemos pasado por esto, nena. Quédate y lucha. Tírame algo. Grítame. Haz lo que tengas que hacer. Pero quédate y lucha por lo que tenemos.
Su mirada era de decepción y cansancio cuando levantó la cara para preguntarle:
—¿De qué me sirve a mí quedarme a luchar cuando tú no lo haces?
A Pedro se le cortó la respiración. Luego afianzó el agarre sobre sus hombros e hincó los dedos en su piel para intentar dejar de temblar.
—No te vas a ir a ningún sitio esta noche —gruñó—. Hace frío y está nevando. Te vas a quedar aquí donde estás segura.
Paula cerró los ojos y apartó el rostro con un suspiro.
—De acuerdo. Pero dormiré en el sofá.
—Y una leche.
Le tocó con un dedo el collar y le dio un pequeño golpe al diamante.
—Duermes en mi cama. Eso no es negociable. Ni de coña vas a dormir en el sofá.
Sus hombros se abatieron incluso más y ella se alejó de su contacto. Sin decir una palabra más, caminó hacia el dormitorio y dejó a Pedro dándose de hostias con cada respiración.
Dios. Tenía que alcanzar a Alejandro antes de que esto llegara muy lejos. Se había comportado como un auténtico mezquino. Dejaría que Paula se calmara. Iría a por Alejandro, se disculparía y luego volvería con Paula cuando las emociones no estuvieran tan alteradas. Y luego iba a postrarse como nunca antes y a jurar por todo lo sagrado que a partir de ahora iba a controlar su lengua en el futuro.
Sacó el móvil y marcó el número de Alejandro.
—¿Qué demonios quieres? —exigió Alejandro.
Pedro hizo una mueca al escuchar la furia en la voz de su amigo.
—¿Estás muy lejos?
—Entrando en el coche.
—No lo hagas. Dile al conductor que dé la vuelta. Bajo enseguida. Reúnete conmigo en el portal.
—Vete a la mierda.
—Solo hazlo, Alejandro—dijo Pedro con suavidad—. Tanto tú como yo sabemos que me he comportado como un imbécil. No voy a dejar que te vayas cabreado.
—Demasiado tarde para eso —espetó Alejandro.
—Estaré abajo en dos minutos.
Colgó y deseó con todas sus fuerzas que Alejandro no estuviera tan enfadado como para no querer volver. Pedro ya se sentía como el gilipollas más grande del planeta.
Se precipitó hacia el ascensor y bajó. Cuando salió, se aseguró de colocarse donde pudiera ver si Paula intentaba escapar. Cuando le echó una mirada a la puerta de la entrada, se sintió enormemente aliviado al ver a Alejandro entrando de nuevo en el edificio.
Cuando Alejandro vio a Pedro, sus facciones se contrajeron y se dirigió hacia donde Pedro se encontraba.
—¿Cuál es tu problema, tío? —exigió Alejandro—. No me puedo creer toda la mierda que has soltado. Además del hecho de que me has insultado en mi cara, le has faltado el respeto a Paula. Una mujer que no ha hecho nada más que quererte y aguantar todas tus tonterías desde el principio. ¿Quieres hablar de lo imbécil que fuiste el otro día? ¿Qué demonios ha sido eso que has soltado justo ahora?
Pedro levantó las manos.
—Lo siento, tío. Sé que no estaba pasando nada. Lo sé. No lo cuestiono siquiera. No necesito saber lo que pasaba porque sé que fuera lo que fuese no tiene importancia. Tuve un día de perros y todo lo que quería era volver a casa para estar con Paula y cuando entré y te vi tocarla, y luego su sonrisa… Dios, no me ha sonreído así en días. Estaba iluminada como un maldito árbol de Navidad. Tan brillante y hermosa que dolía hasta mirarla. Y yo simplemente me reboté. Fue estúpido. Ninguno de los dos os lo merecíais. Pero descargué mi rabia y frustración en vosotros dos.
Alejandro simplemente se lo quedó mirando un buen rato.
—Esto tiene que parar. Esta es ya la segunda vez que me atacas. No voy a aguantar una tercera.
—Lo entiendo —dijo Pedro con voz queda.
—¿Qué cojones, tío? ¿De verdad pensaste que ella te engañaría? ¿O esta es alguna clase de respuesta retorcida al hecho de que me acosté con ella esa primera vez que estuvimos todos juntos? Porque ella no se lo merece. Paula aceptó algo que le ofrecimos y la has estado castigando desde entonces. Si quieres culpar a alguien, mírate al espejo. Si hubieras sido honesto desde el principio, esa noche nunca habría sucedido y tú nunca tendrías el recuerdo de mí tirándomela.
Pedro se encogió ante la abrupta valoración. Pero Alejandro tenía razón. Al cien por cien. Era retorcido, pero se dio cuenta de que Alejandro había dicho algo de lo que ni siquiera Pedro se había percatado antes.
Estaba castigando a Paula por algo que no había orquestado. No soportaba verlos a los dos juntos porque le recordaba a esa noche. Y aunque había bromeado con Alejandro sobre eso en la oficina, fue porque Paula no estaba allí.
—No, no creo que ella me engañara —dijo quedamente—. Y tienes razón. No se merece esto. Tú no te mereces esto. No podía dejarte ir sin disculparme. No quiero que esto siga poniendo distancia entre nosotros.
—Si no quieres que ponga distancia entre nosotros, entonces tienes que lidiar con ello, Pedro. Porque Paula y yo estamos bien. Aceptamos lo que ocurrió y estamos de acuerdo en pasar página.
Ella aún se siente muy avergonzada por ello, lo que empeora lo que acabas de hacer. Nosotros lo hemos solucionado. Eso era de lo que estábamos hablando cuando tú entraste actuando como un imbécil.
Las cejas de Pedro se alzaron.
—¿Qué quieres decir con que lo habéis solucionado?
—Quiere decir que le dije que no quería que se sintiera incómoda a mi lado y que quería que fuéramos amigos. Veo la forma en la que me mira cuando estamos juntos y lo incómodas que son las cosas. Si tú y ella vais a estar juntos, pensé que era importante que enterráramos el hacha y que
intentara hacer que las cosas fueran lo más cómodas y fáciles posible entre nosotros. Eso es lo que viste, Pedro, y obviamente no a mí intentando ligarme a tu mujer.
Pedro se masajeó las sienes.
—Lo siento. La he cagado otra vez. Te juro que parece que es todo lo que sé hacer.
—¿Y por qué estás aquí abajo disculpándote ante mí cuando es a Paula a quien deberías estar suplicándole que te perdone? —le exigió Alejandro.
Pedro expulsó el aire de los pulmones.
—Está molesta.
—Es comprensible.
—Sí, totalmente.
—Entonces, ¿por qué no estás arriba con ella? —insistió Alejandro—. Dime que no vas a dejarla marchar. Porque te lo estoy avisando ahora. Hazlo y entonces le entraré yo y no seré el cabrón que tú estás siendo.
Los orificios nasales de Pedro se expandieron.
—¿Qué narices dices? ¿Entonces sí que tienes sentimientos hacia ella?
Alejandro sacudió la cabeza.
—Todo lo que sé es que es una mujer guapa, deseable y completamente dulce. Eso ya la pone automáticamente kilómetros por encima de las mujeres que nos tiramos normalmente. Yo estaría más que feliz de ver adónde nos llevaría una relación. Ya sé que somos compatibles en la cama.
—Vete a la mierda —rugió Pedro.
Alejandro sonrió con suficiencia.
—Entonces deberías regresar al ascensor y asegurarte de que no te vaya a dejar.
Pedro apartó la mirada.
—Hay algo diferente esta vez. No está tan enfadada como… derrotada. Es acojonante. Se puso al borde de las lágrimas pero intentó escondérmelo, así que no es que quisiera manipularme con lloros. Y estaba muy resignada y actuando como si nada. Fui demasiado lejos esta vez, Alejandro. La confianza ya ha sido un problema para nosotros antes. Mi boca se ha adelantado al cerebro en más de una ocasión y la he atacado. Le he dicho cosas que no quería y le hicieron daño. Justo como he hecho hace un rato. No estoy seguro de que las cosas sean tan fáciles de perdonar esta vez.
—Bueno, no lo sabrás hasta que subas —dijo Alejandro con calma.
—Entonces, ¿estamos bien tú y yo? —preguntó Pedro en un tono quedo.
Los hombros de Alejandro se levantaron y luego bajaron mientras soltaba una exhalación profunda.
—Sí, tío. Estamos bien. Pero te juro por Dios que no vas a tener una tercera oportunidad para decirme esas tonterías a la cara.
Pedro asintió y luego levantó un puño. Alejandro lo chocó, con fuerza. Pedro casi se encogió de dolor cuando los nudillos de Alejandro chocaron con los suyos.
—Ve a arreglar las cosas con tu chica —dijo Alejandro—. Porque si no, lo haré yo.
Pedro gruñó y Alejandro se rio.
—Sabía que eso te motivaría —añadió Alejandro con la diversión patente en su voz.
Pedro le dio un puñetazo en el brazo y luego volvió al ascensor.
—Hasta luego, tío.
—Cuéntame qué tal te va con Paula —dijo Alejandro con voz queda.
—Lo haré.
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