miércoles, 10 de febrero de 2016

CAPITULO 39 (TERCERA PARTE)



Pedro echó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra el respaldo de su silla con el teléfono aún pegado a la oreja mientras la conferencia continuaba, y continuaba, y continuaba.


Dios, todo lo que quería hacer en este preciso momento era colgar el maldito teléfono y volver a casa con Paula. Había comido con las chicas hoy, y tenía ganas de escuchar cómo le había ido el día.


Después la llevaría a cenar. A algún sitio tranquilo e íntimo. 


Hablarían un poco más y luego la llevaría de vuelta a casa y le haría el amor hasta que ambos no pudieran volver a moverse del cansancio.


Alguien llamó a la puerta y Eleanora asomó la cabeza. Pedro frunció el ceño ante la interrupción, aunque si había asomado la cabeza, tenía que ser importante. Era demasiado eficiente como para no saber que esta era una llamada importante.


Puso la llamada en silencio temporalmente, bajó el teléfono y miró a Eleanora con interrogación en los ojos.


—Lo siento, señor, sé que está ocupado, pero la señorita Chaves está aquí para verle.


Le llevó un momento darse cuenta de que la señorita Chaves era, de hecho, Paula. Se enderezó y colgó la llamada sin vacilar.


—¿Paula está aquí? —preguntó con brusquedad—. Dile que entre inmediatamente.


Eleanora desapareció y Pedro no tardó en ponerse de pie y dirigirse a la puerta para encontrarse con Paula cuando entrara. Paula no había estado nunca en su oficina. Dios, no recordaba siquiera haberle dicho dónde trabajaba.


Un momento después, la puerta se abrió y Paula entró lentamente, pálida y con los ojos hinchados.


Como si hubiera estado llorando.


Él estuvo frente a ella en cuestión de segundos y la estrechó entre sus brazos. Ella se tensó y su cuerpo se volvió rígido y completamente firme.


—¿Qué pasa? —exigió—. ¿Qué te ha molestado?


Ella se alejó y caminó por su despacho hacia el centro, donde se quedó completamente quieta; Paula estaba de espaldas a él y con los músculos tensos.


Él entrecerró los ojos.


—¿Paula?


Cuando ella no respondió, Pedro la agarró y la puso de cara a él. Lo que vio en su rostro no le gustó ni una pizca. El miedo lo paralizó al mismo tiempo que la miraba a esos ojos sin vida.


Paula siempre brillaba. Así era ella. Podía iluminar una habitación tan solo entrando en ella. Ella resplandecía, tenía una sonrisa preciosa y sus ojos siempre brillaban y estaban llenos de luz. Tal y como todas y cada una de sus facciones.


Pero hoy no. Hoy parecía derrotada. Triste. Parecía completamente destrozada.


Cuando ella se volvió a alejar de él, Pedro apretó los labios en una fina línea.


—Recuerda lo que dije, Paula. Cuando tú y yo hablemos, especialmente si estás molesta por algo, no va a ser con una habitación de por medio. Me estás alejando, y esa no es una opción.


Cuando fue a estrecharla de nuevo contra él, ella sacó ambos brazos y lo bloqueó con efectividad.


—No tienes el derecho a decidir —dijo con severidad—. Hemos terminado, Pedro. Me he llevado todas mis cosas a mi apartamento.


Él no pudo siquiera controlar su reacción. De todas las cosas que le podía haber dicho, nunca se hubiera imaginado que fuera a decirle precisamente eso. ¿Qué demonios quería decir?


—Y una mierda —soltó mordaz—. ¿Qué narices está pasando, Paula?


—He visto los cuadros —dijo ella con voz ronca—. Todos ellos.


«Mierda».


Él soltó el aire de sus pulmones y se pasó una mano por el pelo de forma desordenada.


—No quería que te enteraras así, nena.


—No, supongo que no —dijo con desprecio—. No, me imagino que no querías que me enterara nunca.


—No te vas a ir del apartamento, ni vas a cortar porque no te dijera que yo era el que estaba comprando tus cuadros.


—¿Ah, no? —le respondió ella con un tono ácido que no le pegaba nada.


—Nena, tienes que calmarte y dejar que te explique. Lo hablaremos y seguiremos adelante. Pero no voy a tener esta maldita conversación en la oficina, y menos aún teniéndote en la otra punta de la habitación y construyendo un muro entre ambos.


—¿Que me calme? —exigió—. Me has mentido, Pedro. Me has mentido. ¿Y se supone que vamos a discutir esto y a pasar página?


—Yo nunca te he mentido —le soltó mordazmente.


—No me sueltes ese rollo. Me has mentido y lo sabes. Además, me hiciste parecer una completa idiota todas esas veces que estuve tan emocionada por vender los cuadros. Dejaste que hablara de ello con tus amigos. Dejaste que me sintiera como si hubiera hecho algo genial. Como si pudiera
mantenerme sola. Me hiciste creer que tenía mi propio dinero. Opciones. Un futuro. Dios, me diste cuerda una y otra vez, Pedro. Y cada una de ellas era una mentira.


—Mierda —maldijo él—. Paula, eso no era lo que pretendía. Para nada.


Ella levantó la barbilla.


—¿Sabes por qué no discutí contigo por mudarme a tu piso? ¿Por qué dejé que me convencieras con tanta facilidad? Porque sentía como que podía. Porque tenía opciones. Porque no te necesitaba.
Pero te quería. Creía que era autosuficiente. Que era capaz de ser una igual, de alguna manera, aunque nunca tuviera todo el dinero que tú sí tienes. Pero era importante para mí ser capaz de contribuir con algo en nuestra relación, aunque solo fuera para mí. En tener confianza en mí misma. Estaba en la cima del mundo, Pedro. Porque me sentía como si, por una vez, lo tuviera todo. Una carrera. Tú. Muy buenos amigos. Y nada de eso, ¡nada ha sido real!


Todas y cada una de sus palabras lo atravesaron como si fueran cuchillos. Su rostro había empalidecido incluso más, y sus ojos estaban más afligidos. Pedro no había tenido en cuenta sus sentimientos, su autoestima. No había considerado que ella se había sentido como si tuviera opciones, como que no tenía que depender únicamente de él, aunque eso fuera lo que él quisiera. Pero, maldita sea, tampoco había querido hacerle daño. Esa no era la razón por la que lo había hecho, para nada.


—Has manipulado cada aspecto de nuestra relación —le dijo dolorosamente—. Has orquestado cada detalle. Cada paso ha sido calculado. Has jugado conmigo como si fuera un juguete que hubiera caído por primera vez en tus manos. Debería haberlo sabido cuando me chantajeaste con ir a cenar. Y no solo eso, sino también por el hecho de que habías mandado que me siguieran, que sabías que había
empeñado las joyas de mi madre. Pero no presté atención. No pensé que fueran señales de advertencia importantes, aunque eso me convierte en una completa idiota por no saber reconocerlas por lo que de verdad eran. Estás tan acostumbrado a ser dios en tu mundo que no pensaste lo que sería jugar a ser dios en el mío.


—Paula, para —le ordenó—. Ya es suficiente. Siento haberte hecho daño. ¡Por dios, eso es lo último que quería hacer! Podemos arreglar esto, nena.


Ella ya estaba sacudiendo la cabeza, y el miedo se instaló en su estómago antes de extenderse hasta el pecho y la garganta; lo agarró y lo retorció hasta que apenas pudo respirar.


—Maldita sea, Paula. Te quiero.


Ella cerró los ojos y una lágrima se deslizó por su mejilla. 


Cuando volvió a abrirlos, ambos brillaban de la humedad y había tal desesperanza reflejada en ellos que su estómago le dio un vuelco.


—Lo habría dado todo por esas palabras —dijo con suavidad—. Incluso me había convencido a mí misma de que sí que me amabas pero no habías dicho las palabras todavía. No te haces una idea de lo mucho que quería escucharlas de ti. ¿Pero ahora? ¿Cómo puedo creerte siquiera? Ya has dejado claro hasta dónde puedes llegar para manipular las circunstancias y así conseguir lo que quieres. Así que,
¿cómo puedo saber si eso es lo que estás haciendo ahora? ¿Si estás intentando jugar con mis emociones?


Pedro se había quedado sin palabras. Total y completamente. Nunca antes en su vida le había dicho
esas palabras a ninguna otra maldita mujer. ¿Y ella pensaba que las había dicho para manipular sus emociones?


La sangre le hervía en las venas con tanta fuerza que estaba seguro de que iba a perder los papeles.


Se giró hacia un lado, asustado y frustrado porque no tenía ni idea de qué decir o hacer. Paula estaba rompiendo con él y él había estado planeando el «para siempre» con ella.


Su mano se sacudía mientras la levantaba hasta el collar que llevaba alrededor del cuello.


—¡No! —dijo él con voz ronca, girándose plenamente hacia ella otra vez mientras ella desabrochaba el cierre.


Lo agarró con la mano, se lo tendió y se lo puso en la palma de una de las suyas.


—He sacado todas mis cosas de tu apartamento —dijo con una voz grave—. Te he dejado las llaves en la barra de la cocina. Adiós, Pedro. Has sido lo mejor, y también lo peor, que me ha pasado nunca.


Él levantó la mano en un intento de pararla porque ni en sueños iba a dejar que saliera andando por esa puerta como si nada.


—Espera un maldito minuto, Paula. No hemos terminado. No voy a rendirme tan fácilmente. Merece la pena luchar por lo nuestro. Por ti. Y espero por lo que más quieras que tú también pienses lo mismo de mí por muy enfadada que estés ahora mismo.


—Por favor, Pedro. No puedo hacer esto ahora —le suplicó. Sus ojos estaban anegados en lágrimas y algunas cayeron por sus mejillas—. Déjame ir. Estoy demasiado enfadada como para formar un argumento coherente y lo último que quiero es decir cosas de las que luego me arrepienta.


Él acortó la distancia entre ellos y la estrechó contra su pecho. Le levantó el mentón con los dedos y la miró fijamente a los ojos.


—Te amo, Paula. Eso es un hecho. Sin manipulaciones, ni dobles intenciones. Te amo. Punto.


Ella cerró los ojos y giró la cara hacia un lado. Él apoyó una mano en su mejilla y le limpió uno de los trazos plateados con el pulgar.


—Solo dime por qué —susurró—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué me lo escondiste?


Pedro suspiró.


—No lo sé —admitió—. A lo mejor pensé que reaccionarías tal y como lo has hecho ahora y no quería eso. Me gustaron mucho los cuadros, Paula. Me cabrea que porque hayas averiguado que fui yo el que los compró pienses que no tienes talento y que nadie quiere tu trabajo. Eso son estupideces.


Ella se apartó de él, le dio la espalda y dejó que sus hombros se sacudieran.


—Estoy demasiado enfadada como para tener esta conversación contigo, Pedro. Por favor, déjalo.


—No voy a dejarlo cuando me acabas de decir que has sacado todas tus cosas de nuestro apartamento. ¿De verdad esperas que diga «de acuerdo, que te vaya bien»? A la mierda. La única vida que quiero que me vaya bien es contigo.


Ella se abrazó a sí misma por la cintura.


—Voy a volver a mi apartamento. Mis cosas ya están allí. No me puedo quedar más, les prometí a los de la compañía que los vería allí.


El pánico se le clavó en la garganta. La desesperación se apoderó de él. Paula se estaba alejando de él de verdad por culpa de esos cuadros. Sabía que había más. Pedro entendía por qué estaba enfadada.


No había mirado más allá del hecho de comprarle los cuadros y no había previsto cómo se sentiría ella después, cuando descubriera que todo era una mentira. Eso lo entendía, ¿pero cómo se suponía que iba a recompensarla, a hacerle caer en la cuenta de lo mucho que ella tenía por ofrecerle al mundo, si estaba durmiendo en otra cama y en otra parte de la ciudad?


Ella se encaminó hacia la puerta, y él la siguió con la mirada, completamente paralizado y con el corazón en la garganta.


—Paula, para. Por favor.


Al escuchar el «por favor», se paró, pero no se giró.


—Mírame, por favor —dijo con suavidad.


Lentamente se giró y pudo ver que sus ojos estaban anegados en nuevas lágrimas. Pedro maldijo calladamente porque nunca había querido ser la razón por la que ella derramara esas lágrimas.


—Júrame que vas a pensar en ello. En nosotros —le dijo con una voz ahogada—. Te daré esta noche, nena. Pero si crees que voy a rendirme y a dejar que te alejes de mí, entonces no me conoces muy bien.


Ella cerró los ojos y respiró hondo.


—Lo pensaré, Pedro. Eso es todo lo que puedo prometerte. Tengo muchas cosas que solucionar en mi cabeza. Has hecho que me estrelle, y ahora tengo que averiguar qué hacer. Sabía al empezar una relación contigo que prometiste cuidar de mí. Protegerme. Mantenerme económicamente. Y yo estuve de acuerdo con eso porque pensaba realmente que no necesitaba que lo hicieras. ¿Puedes entender la
diferencia? No tenía por qué estar contigo. Y por eso quería estar contigo. Si no hubiera tenido otra elección, ni un lugar donde vivir, ni dinero, ¿cómo podrías haber estado completamente seguro de que no estaba contigo por el dinero? Yo nunca quería que eso se convirtiera en un problema entre nosotros.
Es importante para mí ser independiente y ser capaz de mantenerme económicamente aunque no termine haciéndolo. Pero quiero tener esa elección. Quiero ser capaz de mirarme al espejo y saber que valgo. Que puedo mantenerme sola y tomar mis propias decisiones.


Él cerró los ojos porque muchas cosas de las que había dicho tenían sentido. Él se sentiría igual en su situación. Y se le había pasado por completo. No consideró nunca cómo la iba a hacer sentir que él le hubiera comprado los cuadros y se lo hubiera ocultado. La había cagado. Y ahora podía perderla por culpa de esa metedura de pata.


—Lo entiendo —dijo con voz ronca—. De verdad, nena. Te daré esta noche, pero no me gusta nada. Y no voy a darme por vencido con lo nuestro, así que prepárate. No me rendiré nunca.


Ella tragó saliva con el rostro aún pálido y los ojos, heridos. 


Luego se giró y salió de la oficina, llevándose con ella su corazón y su alma y dejándolo únicamente con el collar que se había quitado en la mano.







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