miércoles, 20 de enero de 2016

CAPITULO 17 (SEGUNDA PARTE)





Pedro entró en el edificio que albergaba las oficinas de HAM y cogió el ascensor. Si no tuviera esa maldita reunión, se habría saltado el trabajo por completo. No le gustaba dejar a Paula sola tan pronto tras haberla recuperado.


No, técnicamente no estaba sola, pero aun así no le gustaba dejar que se valiera por sí misma.


Cuando entró en la oficina de Gabriel unos pocos minutos después, vio que Alejandro ya estaba allí, y por como Gabriel lo estaba mirando, con un ápice de preocupación, supo que Alejandro se había ido de la lengua.


Pedro apretó los labios en una fina línea y se sentó en la silla que había frente al escritorio de Gabriel.


—Terminemos con esto —dijo Pedro.


Alejandro no lo miró a los ojos, sino que siguió con la mirada fija en Gabriel. A Pedro le parecía bien. No tenía tiempo para la intervención de sus amigos, que claramente habían estado hablando de él.


Gabriel frunció el ceño pero no opuso resistencia. Pedro había llegado cinco minutos tarde, hecho que no era muy típico en él. Alejandro y Gabriel estarían convencidos probablemente de que había perdido la maldita cabeza.


Y quizá por primera vez la había encontrado. Tanto él como Alejandro habían estado tirándose a las mismas mujeres durante años. ¿Cuán retorcido era eso? A Gabriel no parecían importarle mucho esas actividades, ¿pero ahora sí se iba a poner a juzgar porque Pedro hubiera finalmente encontrado a una mujer que no tenía intención de compartir? Y Gabriel no era nadie para hablar tampoco. Él había perdido su propia cabeza por Melisa. La hermana de Pedro, por Dios. Pedro no le había cortado la cabeza a Gabriel aunque debería haberlo hecho. El desgraciado ya había sido lo bastante patético sin que Pedro tuviera que castigarlo más.


Pedro parpadeó cuando se dio cuenta de que la reunión ya estaba bien avanzada y él no tenía ni idea de lo que habían discutido hasta entonces. Cuando se produjo un prolongado silencio Pedro se imaginó rápidamente que estaban esperando a que él hiciera su aportación. Maldición.


Alejandro le envió una mirada de disgusto y luego siguió adelante con la información que Pedro debería haber dado. Alejandro se hizo cargo de la situación como un auténtico profesional. Sus encantadoras e impecables artimañas ganaron rápidamente al grupo de inversores que estaban al otro lado de la línea telefónica.


Pedro suspiró de alivio cuando la reunión finalmente terminó. 


Alejandro guardó sus cosas y salió de la oficina de Gabriel sin dirigirle la palabra ni una vez. Muy maduro. Pedro sacudió la cabeza y se preparó para salir también. Ya estaba pensando a dónde quería llevar a Paula a cenar, la llamaría cuando estuviera de camino y la avisaría para que pudiera arreglarse.


Pedro, un minuto, si no te importa.


El tono quedo de Gabriel se filtró entre los pensamientos de Pedro. Este frunció el ceño cuando vio la expresión en el rostro de su amigo.


Mierda.


No tenía ni las mínimas ganas de enfrentar un momento de acoso con Gabriel. ¿Por qué sus amigos no podían simplemente dejarlo en paz?


Cuando lo estaba pensando, cayó en la cuenta de que él no lo haría si la situación fuera al revés. Él mismo había acosado a Gabriel muchas veces mientras estaba con Melisa. 


Pero, maldita sea, Melisa era su hermana. Él se había interesado en cómo Gabriel la trataba. Paula no tenía ninguna relación con Gabriel o Alejandro. Bueno, a menos que contara el hecho de que se había follado a Alejandro, pero Pedro estaba intentando olvidarlo.


La imagen de su mejor amigo con la mujer que Pedro consideraba suya lo quemaba por dentro. Era
posible que nunca pudiera deshacerse de esa imagen donde Alejandro tenía la boca y las manos sobre su piel.


—Mejor que sea rápido —gruñó Pedro.


Se quedó de pie, rechazando sentarse, porque precisamente eso haría que la conversación se prolongara más de lo que él quería. Pedro tenía mejores cosas que hacer. Como llevar a su mujer a cenar y luego volver a casa y follársela.


—¿Qué demonios pasa contigo, tío? —le preguntó Gabriel suavemente.


Pedro profirió un sonido de impaciencia.


—No pasa nada conmigo.


—Eso no es lo que Alejandro dice.


—Alejandro necesita mantener cerrada esa bocaza que tiene.


La expresión de Gabriel se intensificó.


—¿Qué pasa entre Alejandro y tú? No estás siendo tú, tío. Alejandro es tan reservado como tú, pero es obvio que estáis enfadados el uno con el otro. Dijo que estabas pirado por una mujer. ¿Hay ahora algo de lo que quieras hablar?


—Paula no va a ser el centro de una discusión —dijo Pedro en un tono frío—. Además, si hay algo que quieras saber, estoy seguro de que la investigación que le hizo Alejandro te dará la información suficiente para que podáis seguir chismorreando los dos.


La expresión de Gabriel cambió de la preocupación al enfado en apenas dos segundos.


—¿Qué narices te pasa, Pedro? Yo no estoy chismorreando de nadie. No sé nada sobre esa información. No sé siquiera quién demonios es Paula y no estoy cotilleando de ella con Alejandro. Alejandro no ha dicho ni pío tampoco, por cierto.


Pedro sabía que estaba comportándose como un gilipollas. 


Sabía que era un auténtico hipócrita. Él nunca dejaría que sus amigos continuaran con la actitud que él mismo estaba teniendo. Pero aún estaba enfadado con Alejandro por intentar advertirlo sobre Paula. Y si tenía que ser completamente honesto, aún estaba enfadado porque Alejandro se la hubiera follado también. Quizás nunca lograra perdonarlo por eso aunque por entonces Pedro había estado de acuerdo. Incluso con sus instintos gritando a pleno pulmón, él había dejado que pasara. Había odiado cada maldito minuto, pero aun así había dejado que ocurriera. Quizás se odiaba a sí mismo más que a nadie.


—Paula es alguien que me importa —dijo Pedro obligándose a hablar con calma—. Eso es todo lo que necesitas saber. Ella necesita ayuda, mi ayuda, y no voy a darle la espalda.


—¿Necesitas mi ayuda? —preguntó Gabriel.


Y ahí estaba. La amistad incondicional que había existido desde que estaban en la universidad.


Siempre ahí, cubriéndose las espaldas. Los tres se habían llevado buenos palos, sin duda. La relación de Gabriel con Melisa había sido la amenaza más reciente. Pero ni siquiera el hecho de que Gabriel se estaba tirando a la hermanita pequeña de Pedro, y que de paso le había roto el corazón, había podido destruir los cimientos de esa amistad que había entre ellos.


Gabriel había hecho las cosas bien con Melisa. Y las había hecho bien con Pedro.


Pedro suspiró y luego relajó las manos, abriendo los puños que había cerrado antes.


—No, tío, pero te lo agradezco —contestó en voz baja—. No estoy loco. Ni obsesionado. —Bueno, vale, a lo mejor sí lo estaba pero sonaba mucho más espeluznante de lo que era en realidad—. Es algo que tengo, que necesito hacer. Paula es diferente. Ella es especial. Y ni siquiera comprendo bien por qué o cómo. Pero la vi y las cosas cambiaron. Todo cambió. Y tengo que ir a por ello ahora o pasarme toda la vida arrepintiéndome.


—Lo entiendo —dijo Gabriel lentamente—. Créeme, lo entiendo.


—Sí, supongo que sí. Melisa —pronunció Pedro por la forma en que su amigo había dicho que lo entendía.


—Sí, Melisa.


—Entonces entiendes por qué necesito espacio y tiempo para lidiar con esto a mi manera.


Gabriel asintió.


—Sí, lo pillo. Alejandro también lo haría si se lo explicaras. Está enfadado, Pedro. No por Paula. Ni tampoco porque parezca que se te ha ido la cabeza. Está enfadado porque está preocupado por ti y tú te has cerrado a él. Tú más que nadie sabes que él haría lo que fuera por ti.


Pedro cerró los ojos brevemente cuando la culpa empezó a recorrerle las venas.


—Sí, lo sé.


A la mierda. Odiaba cuando Gabriel tenía razón. Era un cabrón engreído y petulante. Incluso ahora tenía ese brillo de sabelotodo en los ojos.


—Tengo que irme. Dejé a Paula en el apartamento. Va a quedarse en el antiguo piso de Melisa.


Gabriel levantó una ceja, claramente confundido.


—Me sorprende que no la hayas encerrado en el tuyo. Alejandro mencionó cosas bastante… intensas.


—¿Y cómo lo iba a saber él de todas formas? —murmuró Pedro—. Quiero darle espacio. Tiempo para que se adapte antes de que la arrastre conmigo. Y sabes que eso es lo que va a ocurrir. El que me encargue de todo y la arrastre conmigo. Es inevitable y quiero que se sienta segura de sí misma y que confíe en mí antes de que esto se convierta en algo completamente diferente.


Gabriel asintió. Sí, él lo entendía mejor que nadie. Excepto Alejandro. La necesidad y el deseo de control era un rasgo que los tres compartían. No solo en ciertos aspectos. Sino en todos. Tanto dentro como fuera de la cama. Pero sí, especialmente en la cama.


Paula todavía no había visto nada de cómo serían las cosas con él, y ella era ya tan frágil, tan insegura de sí misma y del lugar que le correspondía en el mundo que Pedro no quería hacer que todo fuera tan rápido. Si la asustaba y ella huía nunca se lo iba a perdonar.


—Arréglalo con Alejandro —añadió Gabriel quedamente—. Sabes que os carcomerá a ambos hasta que no lo hagas. Y antes de que me mandes a tomar viento porque me estoy metiendo en detalles personales, esto también afecta a los negocios. No podemos permitirnos fallos porque tú y Alejandro estéis con las garras sacadas. Si no pensáis en mí, en el negocio, en vosotros mismos y en el hecho de que te sentirás como un completo gilipollas por tirar a la basura una amistad que es casi de por vida, piensa en lo que le hará a Melisa. Ella os quiere a ambos. Piensa lo que le haría eso a Paula si averiguara alguna vez que fue ella la que puso esa línea entre dos amigos y socios.


—Eres un maldito manipulador —soltó Pedro con disgusto.


Gabriel dibujó una media sonrisa torcida en el rostro.


—Melisa ya me ha llamado eso una o dos veces.


Pedro sacudió la cabeza. Luego cambió de tema porque ya estaba cansado de que su vida personal fuera diseccionada por su mejor amigo.


—¿Habéis decidido una fecha para la boda ya?


—Mátame —murmuró Gabriel.


Pedro alzó una ceja y se rio. Y entonces se rio más fuerte.


—Ojalá pudieras verte, tío. Estás más exprimido que un limón. ¿Qué está haciendo mi hermana contigo?


Gabriel se pasó una mano por el cabello.


—Mira. Yo solo quiero casarme. Quiero que lleve mi anillo en el dedo, que su apellido sea el mío y su firma en el certificado de matrimonio. Todo lo demás es intrascendente. Haría todo lo que me pidiera, ya fuera organizar la madre de todas las bodas, una que aún no se haya visto en la ciudad o
fugarnos a Las Vegas.


Pedro hizo una mueca.


—Eh, si yo tengo voto, ¿podemos no elegir la segunda? No es que suene demasiado bien.


—Dímelo a mí —murmuró Gabriel.


—Entonces, ¿cuál es el problema? Parece que estás siendo extrañamente comprensivo y condescendiente.


Gabriel ignoró el comentario. Su expresión era de completa seriedad cuando respondió.


—La amo. Haría lo que fuera para que sea mía. Esa boda es para ella. Yo ya he tenido una, y no quería volver a tener ninguna hasta que llegó ella. El problema es que Melisa no ha decidido lo que quiere. Y hasta que lo haga la boda está en espera. No sé la fecha porque no hay ninguna decidida.
Parte de mí quiere tomar las riendas y decirle que nos vamos a casar en Año Nuevo, pero otra parte de mí quiere que esto sea especial para ella porque es la única maldita boda que va a tener.


Pedro sonrió. Tenía gracia ver a su amigo loco perdido por una mujer. Especialmente si esa mujer en cuestión era su hermana pequeña. Parte de su tensión se disipó de su pecho. Esta era su familia.


Gabriel. Alejandro. Melisa. Siempre lo había sido. Siempre habían sido ellos cuatro desde hacía casi veinte años.


Y la familia miraba por la familia. Dios, él mismo se cabreaba cuando la familia de Alejandro le tocaba las narices. Además casi le había arrancado la cabeza a Gabriel por hacerle daño a Melisa. Y luego había sentido lástima por el desgraciado y había odiado ver cómo lo pasaba mal cuando Melisa se negaba a aceptar sus disculpas.


—Eres mi familia, tío —susurró Pedro—. Nunca voy a olvidar eso.


Gabriel parpadeó pero apretó la mandíbula.


—Siempre. Seremos cuñados por la boda, pero ya fuimos familia mucho antes. Pero menos mal que nunca vi a Melisa como una hermana pequeña, o al menos dejé de hacerlo cuando llegó a la edad adulta.


Pedro se echó a reír y levantó las manos.


—De acuerdo, está bien, ¿podemos no tener esta conversación? Es mi hermana y no quiero saber cómo la ves. Ya es bastante asqueroso tener que veros a los dos juntos.


Gabriel sonrió y luego se puso serio una vez más.


—Ve y haz las cosas bien, Pedro. Alejandro lo está pasando mal. Su familia le está comiendo la cabeza. Ya sabes que siempre lo hacen por estas fechas. No les importa nada los otros diez meses del año y luego quieren aparentar ser una familia feliz en el Día de Acción de Gracias y Navidad. Y ahora esto contigo… Sé que los tres somos amigos. Nunca me lo he cuestionado. Pero también sé que vosotros dos sois más cercanos. Siempre lo habéis sido. Sea lo que sea lo que le hayas hecho, le ha dolido mucho. No se ha comportado para nada como es él. Ha estado pensativo y callado. De ti me lo espero. Puedes estar taciturno y de mal humor incluso en uno de tus mejores días.


Pedro le dedicó el dedo corazón.


—¿Pero Alejandro? No es lo suyo. Él es irreverente a más no poder y tiene esa actitud que parece que todo le da igual. Arréglalo. Me preocupo por los dos y si a ti te da igual, ahora mismo yo no quiero estar preocupándome por vosotros dos. Solo quiero preocuparme por ponerle el maldito anillo a Melisa y seguir con nuestra vida con los hijos que ella quiere.


Pedro gimió.


—¿En serio, tío? ¿Tenías que tocar ese tema?


Gabriel sonrió con suficiencia.


—Eh, no te he dado detalles.


—Y menos mal —murmuró Pedro. Luego suspiró—. Y sí. Alejandro. Voy a ello.


Comenzó a caminar hacia la puerta pero una vez llegó se paró y se volvió a girar.


—Gracias, tío —le dijo sinceramente—. Sé que probablemente nunca te he dicho esto. Al principio estaba demasiado cabreado para hacerlo. Peo me alegro de que Melisa te tenga a ti. No podría encontrar a nadie mejor. Y sé que tú cuidarás de ella.


Durante un largo rato Gabriel se quedó en silencio. Se le formó un pequeño tic en la mandíbula como si quisiera mantener el rostro sereno. Luego simplemente asintió.


—Te lo agradezco. No sabes cuánto.


Pedro sonrió ligeramente.


—Oh, creo que sí lo sé.


De nuevo hizo amago de irse pero entonces Gabriel lo llamó cuando estaba ya en el pasillo.


—¿Pedro?


—¿Sí?


—¿Cuándo voy a conocerla?


Pedro agarró el picaporte de la puerta y respiró hondo. Luego miró a Gabriel a los ojos y dijo:
—Cuando llegue el momento, lo harás. Por supuesto. Pero ahora tenemos mucho en lo que trabajar.


Gabriel asintió.


—Buena suerte.


—Gracias, tío —murmuró Pedro.


Luego se volvió y se fue en busca de Alejandro.









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