jueves, 21 de enero de 2016

CAPITULO 20 (SEGUNDA PARTE)




Pedro estaba sentado en su oficina, completamente absorto en sus pensamientos. Había un montón de notas que le había dejado Eleanora, la recepcionista, de todas las llamadas que tenía que devolver.


Correos electrónicos a los que responder. Informes financieros que estudiar. Tenía una videoconferencia en cuarenta y cinco minutos, pero su concentración estaba aparentemente de vacaciones.


Odiaba haber instalado a Paula en un apartamento lejos de él. Cuando lo hizo, le pareció la mejor solución. No había querido abrumarla. Sabía que tenía que ir despacio —o al menos más lento — o arriesgarse a asustarla. Porque sabía que en el momento en que se mudara a su apartamento, a su espacio, a su cama, todo se habría acabado.


Así que aquí estaba, habiéndola instalado en el antiguo apartamento de Melisa sabiendo muy bien que no iba a pasar mucho tiempo separado de ella excepto el que no tuviera más remedio para poder terminar su trabajo y realizar sus obligaciones. Pero si el tener un apartamento le daba sensación de poder y al menos la apariencia de poder tener sus propias elecciones, entonces podría lidiar con ello.


Porque sabía que Paula no tenía ningún poder ni elección. 


Ella era suya. Le pertenecía. Eso no iba a cambiar porque ella tuviera esa imagen y apariencia de independencia.


Pedro estaba esperando el momento adecuado para mover ficha. Y entonces ella sería completa y enteramente suya. Y que lo aspasen si iba a dejar que pasaran tiempo separados.


La semana pasada había sido algo así como un infierno. 


Había estado viviendo a base de bolsas con mudas de ropa, pasando las noches en el antiguo apartamento de Melisa porque era donde Paula estaba. También tenía una rutina, la dejaba por las mañanas con Kevin y Samuel y luego los hacía desaparecer cuando llegaba por las tardes. Pero al menos estaba segura y controlada. Hasta que no la tuviera perfectamente instalada en su apartamento no iba a respirar tranquilo.


Un suave golpe sonó en la puerta de su oficina y Pedro alzó la mirada y vio a su hermana, vacilante, junto al marco de la puerta con la mirada llena de precaución. Estaba como estudiando su estado de ánimo, y si Alejandro tenía razón, 
Melisa tenía más que derecho a hacerlo después de que Pedro la hubiera echado de malas maneras las dos últimas veces que había ido a verle.


—Hola, peque —dijo dejando que todo el afecto que sentía por ella saliera a la luz.


Ella se relajó y el alivio cruzó la expresión de su rostro mientras se adentraba en su oficina.


—Menos mal que estás de mejor humor —dijo.


Él se rio entre dientes pero luego se puso serio de nuevo mientras se levantaba y rodeaba su mesa para estrecharla en un abrazo de oso.


—Alejandro me ha dicho lo imbécil que he sido contigo. Lo siento, peque. Probablemente no te va a hacer sentir mejor que te diga que no me acuerdo siquiera de que vinieras a verme. Alejandro jura que sí y también jura que fui un completo capullo y que Gabriel quería hacerme un arreglo en la cara por molestarte. Me lo merecía.


Una de las cejas de Melisa se alzó con preocupación mientras Pedro se apartaba y la instaba a sentarse.


—¿Va todo bien, Pedro? Estás muy cambiado. Y no me has dicho nada sobre Navidad, que es por lo que vine a verte. A Gabriel y a mí nos gustaría que Alejandro y tú las paséis con nosotros. Los padres de Gabriel van a venir pero la mayor parte del tiempo solo vamos a estar nosotros. Como en los viejos tiempos — añadió suavemente.


Pedro no había pensado mucho en Navidad. Todos sus pensamientos habían estado ocupados por Paula. Bajó la mirada hacia el calendario de su mesa y se percató de que apenas quedaban unos días para que la Nochebuena llegara.


Sus primeras Navidades con Paula. Paula, quien no tenía nada. Quien nunca había tenido un árbol de navidad, ni regalos, que nunca había estado rodeada de familia ni buenos amigos. Al contrario, sus Navidades habían sido otro día más en las calles. Pasando frío y hambre. Unas fechas en las que debía sentirse incluso más sola que habitualmente.


Maldita sea, Pedro no había puesto siquiera un árbol en su apartamento. No había previsto que ella tuviera uno en el suyo. No la había llevado de compras navideñas, ni tampoco al Rockefeller Center, tal y como había hecho con Melisa tantas veces en el pasado para que viera el árbol.


Soltó la respiración y levantó la mirada hacia su hermana, que estaba sentada, mirándolo fijamente con la preocupación ahondándose en sus bonitos ojos marrones. Ojos que eran un espejo de los suyos.


—He conocido a una mujer —comenzó.


Las cejas de Melisa se alzaron y se echó hacia delante en la silla.


—Guau, espera. ¿Has conocido a una mujer? ¿Una que no tiene nada que ver con las que os buscáis Alejandro y tú juntos?


Pedro hizo una mueca con los labios.


—Por el amor de Dios, Melisa. No voy a discutir mi vida sexual contigo. ¿Y qué sabes de Alejandro, a todo esto?


Ella puso los ojos en blanco.


—Oh, por favor. No es que sea precisamente un secreto que ninguno de los dos haya ido por solitario en bastante tiempo.


Pedro se avergonzó. Bueno, mierda. Lo último que quería era que su hermanita pequeña pusiera sobre la mesa la tendencia que tenían él y Alejandro para montarse tríos.


—Y esa mujer. ¿Supongo que Alejandro no está en la ecuación?


Pedro suspiró.


—Ahora no.


Melisa hizo un gesto de sorpresa.


—Pero lo ha estado. ¡Qué incómodo!


—Bueno, podría serlo. Al menos al principio. Mira, Melisa, ella es diferente.


Melisa asintió con complicidad y una sonrisa curvó sus labios.


—Oh, Dios. Mi hermano mayor por fin ha caído. Esto es digno de una confesión.


Pedro sacudió la cabeza.


—Solo escucha, ¿de acuerdo?


Como si sintiera la importancia del asunto, Melisa dejó ese aire de provocación y su expresión se volvió más seria.


—¿Qué pasa, Pedro? ¿Va todo bien?


Pedro se pasó una mano por el pelo y se recostó en la silla.


—Como he dicho, ella es diferente, Melisa. Muy diferente de ti y de mí. De Gabriel o de Alejandro. Paula es, era una sin techo.


La compasión inmediatamente oscureció los ojos de Melisa. 


Otra cosa no, pero su hermana pequeña tenía un corazón tan grande como el mundo entero.


—Entonces, ¿cómo la conociste? —preguntó Melisa.


—Estaba trabajando en tu fiesta de compromiso. Por supuesto, por entonces no sabía nada de eso. Para resumirlo todo, Alejandro y yo nos acostamos con ella aunque yo sabía que la quería para mí desde el principio.


—Eso es bastante retorcido —murmuró Melisa.


—Dímelo a mí. En fin, ella desapareció a la mañana siguiente y me pasé dos semanas poniendo la ciudad patas arriba buscándola. El centro de acogida de mujeres me llamó cuando ella fue en busca de un lugar donde dormir. Unos gilipollas a los que su hermano debe dinero le habían dado una paliza.


La expresión de Melisa se llenó de tristeza.


—¡Oh, no! Pedro, ¿ella está bien?


Él asintió.


—Solo llena de arañazos. Eso fue hace una semana. Ahora está bien.


Melisa frunció el ceño.


—¿Por qué no la he conocido todavía? ¿Por qué nadie la ha conocido todavía?


—En breve la conoceréis —dijo quedamente—. Quiero que pase las Navidades con nosotros. No quiero que esté sola y obviamente no quiero decirle que voy a pasar la Nochebuena con mi familia y hacerla sentir como que no significa nada para mí no invitándola también.


—Por supuesto que no. Por supuesto que nos encantaría que viniera —dijo Melisa atropelladamente —. Me muero de ganas. ¿Se está quedando contigo? Porque obviamente supongo que no la dejaste volver a la calle.


Pedro gruñó.


—Dios, no. La he instalado, temporalmente, en tu antiguo apartamento.


Ella alzó las cejas.


—¿Temporalmente?


—Muy temporalmente —murmuró Pedro—. Solo hasta que la instale conmigo.


Los labios de Melisa formaron el mismo gesto de sorpresa que antes.


—Vas en serio con ella.


—¿Crees que la traería a cenar con nosotros si no fuera en serio? ¿Cuándo he arriesgado lo que tenemos entre tú y yo y Gabriel y Alejandro trayendo a un extraño? Eres mi familia, Melisa. Todos vosotros. Ni de coña voy a dejar que cualquiera entre en ese círculo cerrado.


—Entonces me muero de ganas de conocerla —dijo Melisa suavemente. Luego su expresión se volvió más pensativa—. ¿Tiene amigos? Parece que no tenga a nadie. ¿Cuántos años tiene?


Pedro sacudió la cabeza.


—Tiene tu edad. Ha tenido una vida dura. Nunca tuvo una oportunidad, en realidad. Pero es lista. Es dulce. Ilumina la habitación entera. No lo puedo explicar, Melisa.


La sonrisa de Melisa se ensanchó.


—Oh, Pedro, ¡estoy muy feliz por ti! Y sí que parece que pueda necesitar pasar un día entre chicas. ¿Te parece bien si me paso por el apartamento algún día? Puede salir con mis amigas y conmigo.


Pedro vaciló, odiando tener que decir lo siguiente. Pero Alejandro lo sabía y era casi por defecto que Gabriel
lo supiera también. Melisa tendría que saberlo para que no metiera la pata en ningún momento.


—No estoy seguro de que sea una buena idea —dijo lentamente—. Paula ha tenido… problemas… en el pasado, de adicción. Puede que no sea una buena idea ponerle alcohol delante. Sé que tú y tus amigas os cogéis una buena cogorza cada vez que salís.


—Ella puede beber agua conmigo —soltó Melisa firmemente—. De todos modos, no es que yo tenga mucha tolerancia al alcohol. Lo importante es que salga con chicas de su edad y que haga amigos. A menos que tengas un problema con eso.


Pedro se encontró a sí mismo sacudiendo la cabeza.


—No. No tengo ningún problema. Te lo agradezco, Melisa. Eres un ángel. Estoy seguro de que Paula te lo agradecerá. Pero una advertencia. Ella es callada, reservada y muy tímida. Es fácil abrumarla y sé que tus amigas pueden llegar a ser un poco… pesadas.


Melisa lo atravesó con la mirada.


—Son las mejores amigas y no van a ser malas con Paula. Yo no las dejaría, si es que fueran de ese tipo de chicas.


Pedro sonrió ante esa defensa tan feroz. Y no conocía siquiera a Paula todavía.


—Confío en que cuidarás bien de ella. Pero, Melisa, hay algo más que tienes que saber y que le diré a Gabriel también.


Ella gimió.


—¿Tienes que meter a Gabriel en esto?


—Cuando se trata de tu seguridad, sí.


Melisa frunció el ceño y arrugó la nariz de forma adorable.


—Le he asignado un par de guardaespaldas a Paula. Como ya te he dicho, unos gilipollas que quieren cobrarse el dinero que su hermano les debe le pegaron. No voy a arriesgarme hasta que la situación se resuelva. Lo que significa que si vas a salir con Paula, esos guardaespaldas van también
y os echarán un ojo a ti y a tus amigas. ¿Está claro?


Ella puso los ojos en blanco pero asintió.


—Me gustaría ver al pobre imbécil que intente acercarse a mí y a mis amigas —murmuró Melisa.


Pedro se rio entre dientes porque tenía razón. Pero aun así no iba a arriesgarse.


Melisa se levantó y rodeó el escritorio de Pedro para colocar sus brazos alrededor de su cuello. Lo abrazó con fuerza.


—Entonces, ¿tú y Paula vendréis en Nochebuena?


Él la besó en la mejilla.


—Sí, peque. Cuenta con ello.


Cuando Melisa se dirigió hacia la puerta, casi chocó con Alejandro mientras este entraba. Alejandro sacó las manos, la agarró por los hombros y luego se rio.


—Cuidado, cariño.


—Hola, Alejandro—contestó ella con voz alegre.


Alejandro depositó un beso en la parte superior de su cabeza.


—Tengo que hablar con Pedro de algo. Te veo luego, ¿de acuerdo?


Melisa levantó las manos.


—Sé cuándo me están echando. Supongo que iré a ver si Gabriel tiene tiempo para mí.


Alejandro soltó una risotada.


—Como si no lo fuera a tener. Nunca.


Ella sonrió abiertamente, se despidió con los dedos de la mano y luego desapareció por el pasillo.


Alejandro se volvió hacia Pedro y luego cerró la puerta. Pedro levantó las cejas con gesto de interrogación
mientras Alejandro se abría paso hasta la silla que Melisa había dejado libre. Soltó otra carpeta encima de la mesa de Pedro antes de sentarse. Pedro estaba empezando a odiar esas malditas carpetas. Nunca contenían nada bueno.


—La deuda del hermano de Paula ya está saldada —dijo Alejandro sin preámbulos—. La buena noticia es que los imbéciles que le pegaron no estaban interesados en nada más que no fuera conseguir su dinero. Con intereses, por supuesto.


—Por supuesto —convino Pedro ácidamente.


—Paula debería estar a salvo ya.


Pedro asintió.


—Gracias, tío.


—Pero hay algo más que deberías saber. No estoy seguro de lo que significa, pero me imagino que vas a necesitar toda la información que puedas obtener.


Los hombros de Pedro se hundieron y se volvió a recostar en la silla.


—¿Y ahora qué?


—¿El hermano de Paula? Jeronimo Kingston. No es su hermano. No hay relación de sangre alguna. Pero son cercanos. Han estado en la calle juntos desde que dejaron su última casa de acogida. Bueno, no estaban siquiera en la misma casa de acogida. Debería decir desde que Paula dejó su última casa de acogida, ya que Jeronimo es mayor y había estado fuera del sistema por un tiempo. Aparentemente él la sacó, o al menos vino a por ella y huyeron. Han estado juntos desde entonces.


Pedro frunció el ceño.


—¿Y qué estás sugiriendo con eso?


Alejandro levantó las manos.


—No estoy sugiriendo nada, tío. Te estoy contando los hechos para que los puedas tener a tu disposición.Paula lo llama hermano. Pensé que deberías saber que no lo es. Ahora, lo que eso significa, no tengo ni idea. Pero deberías ser consciente del hecho de que ella podría estar marcándose un farol. Te seduce todo lo que pueda y las deudas de Jeronimo están pagadas.


Eso lo cabreó pero sería estúpido si al menos no consideraba lo que Alejandro estaba diciendo.


—Gracias —murmuró Pedro.


—Lo siento, tío. Sé que es una mierda. Puede que no sea siquiera verdad, pero tienes que conocer todas las posibilidades.


Pedro asintió.


—Lo sé.


El teléfono móvil de Pedro sonó y este bajó la mirada al aparato y vio el número de Kevin aparecer en la pantalla LCD. Levantó un dedo hacia Alejandro y luego se llevó el teléfono a la oreja.


—¿Sí?


Estuvo escuchando por un momento mientras la sangre se le helaba. La ira surgió poco después de que Kevin relatara su informe.


—Seguid en ello —ladró Pedro—. Encontradla. Estoy de camino.


Bajó el teléfono y miró a Alejandro, que estaba escuchando lleno de confusión.


—Paula se ha deshecho de sus guardaespaldas y ha desaparecido.


—Mierda —murmuró Alejandro—. ¿Qué vas a hacer?


—Si va a huir, mejor que me lo diga a la cara —soltó Pedro con mordacidad—. Me debe eso como mínimo.








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