martes, 19 de enero de 2016

CAPITULO 11 (SEGUNDA PARTE)





Pedro le ordenó a su chófer que lo llevara al centro de acogida y le pidió que aguardara allí fuera.


No podía estar seguro de que Paula fuera a quedarse con él, y no podía correr ningún riesgo. No cuando ya se había escapado de sus manos una vez.


Kate le había dicho que Paula estaba herida y su mente se llenó de imágenes, ninguna de ellas buena. No le había especificado mucho, así que Pedro estaba impaciente por llegar hasta ella. ¿Cómo diablos había llegado a hacerse daño?


Una mujer sola en las calles… Había mil y una formas para que se hiciera daño y todas hacían que las tripas se le revolvieran.


Cuando el coche se detuvo delante del centro de acogida, le volvió a pedir al conductor que esperara. Con mucha suerte no le llevaría mucho tiempo, pero estaba preparado para todo.


Se acercó a la entrada a zancadas mientras el viento golpeaba su abrigo. Cuando abrió a la puerta, su mirada inmediatamente recorrió toda la estancia en busca de Paula. 


Luego, por fin la vio. Estaba al fondo, en un extremo y separada de las otras. Estaba sentada en una silla, pálida y parecía estar perdida. Aun así, se embebió en su imagen, aliviado a más no poder de que estuviera ahí. 


Podía ver que sus pantalones estaban rotos por las rodillas y en un lado. También se dio cuenta de las manchas de sangre en la ropa y las feas heridas de sus codos. ¿Qué demonios había pasado?


Antes de que pudiera acercarse, Kate se plantó frente a él con el rostro lleno de preocupación.


—¿Se la llevará con usted, señor Alfonso?


—Oh, sí —dijo en voz queda—. Se viene conmigo. Yo cuidaré de ella, se lo prometo.


La expresión del rostro de Kate se relajó.


—Bien. Me preocupo por ella. Por todas ellas.


Pedro empezó a acercarse, ansioso por llegar hasta ella y ver cuán herida estaba, pero Kate lo paró una vez más.


—Quería agradecerle —pronunció con voz suave— todo lo que ha hecho. La calefacción. La comida. Su generosa donación. Mire a su alrededor, señor Alfonso. Todas estas mujeres tienen un lugar caliente donde dormir y comida para comer gracias a usted.


Pedro hizo una mueca, se sentía incómodo con su gratitud. 


Asintió levemente y luego se dirigió hacia Paula. Esta tenía los ojos cerrados. Parecía como si se hubiera quedado dormida sentada en la silla. Aprovechó la oportunidad para estudiarla más de cerca y maldijo ante lo que vio.


Estaba más delgada, si cabía. Había ojeras bajo sus ojos. 


Estaba pálida.


Y estaba herida.


Pedro se arrodilló frente a ella en silencio. En cuanto ella se percató de su presencia, abrió los ojos y se encogió. El pánico ardió en sus ojos.


—No pasa nada, Paula —murmuró.


Los ojos se le abrieron como platos y él vio con gratificación cómo el miedo desaparecía, pero rápidamente la confusión lo reemplazó.


—¿Pedro?


Su nombre salió como un cauto susurro, casi como si no se creyera que fuera él el que estaba arrodillado frente a ella. 


Luego se irguió y escondió las palmas de las manos para que no viera los cortes ni la sangre.


—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó con voz temblorosa.


La expresión del rostro de Pedro se endureció y se puso de pie. Paula lo siguió con la mirada y, sin decir nada, él simplemente alargó los brazos hacia ella y alzó su ligero peso de la silla.


Aterrizó suavemente contra su pecho y él la acunó con posesividad, decidido a que nada más le hiciera daño. Paula se quedó petrificada y abrió la boca para soltar un grito ahogado.


—¿Qué estás haciendo? —siseó ella.


Él la llevó hasta la puerta y afianzó su agarre sobre ella cuando la joven comenzó a removerse para soltarse.


—Voy a sacarte de este sitio —soltó.


Paula comenzó a protestar con más ímpetu y Pedro vio la mirada preocupada que le echó Kate. Él asintió para que la mujer mayor se tranquilizara y luego afianzó su agarre mucho más.


—Ya es suficiente —la regañó—. No luches contra mí. Estás preocupando a Kate. No voy a hacerte daño. Le prometí que cuidaría de ti. No montes una escena. ¿Quieres asustar a todas las mujeres?


Ella se mordió el labio y se relajó. Lentamente negó con la cabeza.


—No —susurró—. Pero no puedes sacarme de aquí sin más, Pedro.


—Mira cómo lo hago.


La estrechó bien fuerte para salir por la puerta y volvió a adentrarse en el aire frío que la hizo estremecerse al instante. Pedro maldijo por lo bajo, cabreado ante el hecho de que no estuviera mejor protegida contra el frío. Sus ropas no eran barrera suficiente para soportar aquella temperatura.


—Me estás asustando.


Su voz era casi inaudible y Pedro la pudo sentir temblar en sus brazos. Si era de frío o de verdadero miedo, no estaba seguro.


—No te voy a hacer daño, y lo sabes muy bien.


La mirada de Paula estaba llena de tortura cuando la levantó para mirarlo directamente. Pedro se paró en el bordillo de la acera mientras su coche se acercaba a ellos e ignoró las miradas de las personas que pasaban a su alrededor.


—¿Y cómo puedo saberlo?


Pedro apretó los labios.


—Si todavía no lo sabes, lo harás pronto.


El coche se paró y el conductor se precipitó a abrir la puerta de los asientos traseros. Pedro se inclinó hacia delante para colocar a Paula en el asiento y luego se sentó a su lado. 


Ella suspiró en el momento en que su piel hizo contacto con los cálidos asientos.


Un momento después, el coche se adentró en el tráfico de la ciudad y el silencio se instaló entre ellos.


—¿Adónde vamos? —preguntó Paula, con la voz aún claramente temblorosa.


Pedro la cogió de las manos y le giró las palmas de modo que pudiera inspeccionar los cortes y las heridas.


—¿Qué ha pasado, Paula?


Ella se quedó tan quieta junto a él que Pedro tuvo que mirar para asegurarse de que estuviera respirando. Había tal oscuridad en sus ojos —algo parecido a la desesperanza— que la respiración se le cortó. Él supo sin ninguna duda que había hecho lo correcto. No importaba los demonios contra los que hubiera luchado, ni las circunstancias de su pasado o presente. Había hecho lo correcto al buscarla, hasta localizarla y llevársela con él.


Paula apartó las manos de Pedro y giró su rostro hacia la ventanilla. ¿Qué demonios estaba haciendo Pedro? ¿Cómo la había encontrado? ¿Por qué la había encontrado?


Verlo en el centro de acogida había supuesto una conmoción enorme. Una sensación que la había dejado sin poder procesar ningún pensamiento, ni siquiera el más simple. Ella apenas había opuesto resistencia cuando se la había llevado de allí y la había metido en el asiento trasero de su coche. 


¿No se podía considerar esto un secuestro?


—Paula, mírame.


Aunque su tono era amable, no había duda de que era una orden. Una que no pudo evitar obedecer.


Giró el mentón y lo miró por debajo de sus pestañas. 


Entonces la respiración se le cortó.


Era un hombre muy guapo. Muy misterioso y pensativo. El poder emanaba de él. Cualquiera que no percibiera su fuerza sería un imbécil. Todo él era autoridad. Era como si hubiera nacido para ello.


Aunque ella había jurado que era un hombre que siempre haría que una mujer se sintiera segura, en este momento no era más que un manojo de nervios. La mirada que tenía en los ojos sugería que no estaba a salvo en lo más mínimo, aunque no sabía realmente con seguridad de qué era de lo que no estaba a salvo.


Él no le haría daño. De eso sí que estaba segura. Pero había otras muchas formas de hacer daño además de las físicas.


—No me tengas miedo.


Paula hizo una mueca.


—Eso no es algo que puedas ordenar. ¡Decirle a alguien que no te tenga miedo no hace que ocurra sin más!


Pedro enfureció la mirada.


—¿Te he dado algún indicio de que vaya a hacerte daño?


—¡Acabas de sacarme del centro de acogida en contra de mi voluntad! ¡Lo que has hecho se llama secuestro! ¿Por qué estabas siquiera allí, Pedro? ¿Cómo y por qué me has encontrado? No lo entiendo. —Las palabras salieron mucho más altas de lo que ella pretendía. Había una estridencia en su voz que salía directa de su miedo.


Pedro posó los dedos sobre su mejilla y presionó lo justo para que ella sintiera su contacto y que era inútil que apartara la mirada.


—Me necesitas —dijo simplemente.


Ella abrió la boca y se lo quedó mirando con asombro. No tenía ni idea de qué contestar a eso.


¿Qué podía decir?


Seguidamente él se inclinó hacia delante, presionó los labios contra su frente y le dio uno de los besos más dulces. 


Paula cerró los ojos y saboreó la dulzura del gesto. Este hombre solo le traería problemas con mayúsculas. De hecho, ella ya se hallaba llena de problemas. Y uno de ellos era muy gordo.


—Esta noche estarás en mi apartamento —dijo Pedro mientras volvía a echarse atrás en el asiento.
Habló con una calma que ella no sentía para nada—. Mañana te llevaré al apartamento de mi hermana. Ella ya no vive allí. Está amueblado, así que no necesitarás nada más.


Ella abrió la boca de nuevo ante la seguridad de su voz. No era una pregunta. Pedro no le estaba preguntando nada, sino que hablaba como si ya estuviera decidido. Como si ella no tuviera ni voz ni voto en su destino.


—Esto es una locura —susurró Paula—. No puedes reorganizar mi vida así. No me puedo quedar en el apartamento de tu hermana.


Pedro alzó una ceja y la miró de una forma que la hizo sentirse estúpida.


—¿Tienes algo más que decir?


Ella se ruborizó.


—Sabes que no.


—Entonces no veo por qué es un problema. Melisa no está viviendo en su apartamento. Está en el de Gabriel hasta que se casen. Su compañera de piso se mudó con su novio. Está vacío y pagado. Te quedarás allí, al menos por ahora.


Ella arqueó una ceja ante el «por ahora».


Pedro sonrió como si se hubiera percatado de la fuente de su confusión.


—Con el tiempo te vendrás a vivir conmigo pero acepto que necesites tiempo para ajustarte a nuestra… situación.


—Estás completamente loco —murmuró—. Me ha secuestrado un loco.


Pedro gruñó mientras el coche se detenía junto a un edificio ultramoderno bastante alto justo frente a Central Park. Ahora una llovizna empezaba a caer.Pedro alargó el brazo y la cogió de la mano antes de arrastrarla hasta la puerta del coche mientras él se bajaba.


—Date prisa para no mojarte —le dijo mientras se apresuraba a llegar a la entrada.


Paula se vio forzada a correr para mantener el ritmo que Pedro llevaba, así que para cuando llegaron al interior estaba sin aliento. Hizo un mohín al ver cómo los pantalones, rotos por las rodillas, se le pegaban a la piel y agravaban los arañazos una y otra vez.


Pedro se percató de su expresión y maldijo mientras bajaba la mirada hasta sus pantalones rajados.


Cogiéndola del brazo, la condujo hasta el ascensor y entró con ella. A pesar del esfuerzo para llegar al interior del edificio sin mojarse, sus ropas estaban empapadas y ella temblaba de frío.


El ascensor se abrió y salieron a un vestíbulo elegante con el suelo de mármol y una araña enorme de cristal suspendida del techo. Pedro la alentó a seguir adelante y ella se adentró, vacilante, en su apartamento.


—Necesitas quitarte esa ropa y que te mire las heridas —le dijo con seriedad.


Su afirmación la hizo abrazarse a sí misma con más fuerza como si pudiera quedarse con la ropa puesta solo por ese gesto. Sí, él la había visto desnuda, pero la idea de estar desnuda delante de él otra vez la hacía sentirse extremadamente vulnerable.


Lo había llamado loco, pero ella estaba más loca aún porque estaba permitiendo que se diera esa situación. Podía decirse que él no es que le hubiera dado otra opción, pero ella tampoco había luchado demasiado.


—Tenemos que hablar, Pedro —dijo firmemente—. Esto no tiene sentido. No puedo estar aquí contigo. No sé siquiera por qué estabas en el centro de acogida, ¡ni cómo supiste que estaba allí!


Él colocó un dedo sobre los labios y su expresión no admitía discusión alguna.


—Ya habrá bastante tiempo para discutir nuestra situación después de que te hayas dado una ducha caliente y te haya mirado esas heridas. Tienes razón. Tenemos un montón de cosas de las que hablar, y créeme, lo haremos. Pero mi principal prioridad es asegurarme de que estés bien.


Ella bajó la mirada para observar su desaliñada apariencia y decidió que la ducha caliente no le vendría nada mal. Sea cual fuere su explicación, ya lidiaría con ella mucho mejor cuando estuviera caliente y seca.


—De acuerdo —murmuró.


Pedro torció los labios con sospecha.


—¿Ves? No ha sido tan difícil, ¿a que no?


Ella frunció el ceño.


—¿Qué?


—El cederme el control. Te voy a advertir ahora, Paula. Estoy muy acostumbrado a salirme con la mía.


¿Qué demo…? ¡Ella no había dicho nada sobre cederle el control!


Abrió la boca para decirle justo eso pero él acercó sus labios a los de ella y la besó, callándola totalmente en el proceso.







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