lunes, 18 de enero de 2016
CAPITULO 9 (SEGUNDA PARTE)
Paula estaba temblando violentamente cuando dio un traspiés al cruzar una intersección. Tenía que usar toda la concentración para poder mantenerse erguida. Un pie detrás del otro. Si se caía ahora, la atropellarían. Los conductores de Nueva York no es que fueran muy clementes con los peatones.
Alzó la cabeza, su aliento emanaba condensado por el frío, haciéndose visible en el ambiente.
Pudo ver que la iglesia estaba solo a una manzana de distancia. Ya casi había llegado. Una oración salió entonces como un susurro de sus labios. «Por favor, Señor. Haz que tengan una cama libre hoy».
Parte del entumecimiento se le había pasado. También el estado de conmoción casi había desaparecido y en su lugar la realidad se adueñó de ella con fuerza. Giró las palmas de las manos hacia arriba y vio los arañazos y la sangre en la superficie. Sus pantalones estaban rotos por la rodilla y, en
la cadera, tenía los mismos arañazos y la sangre estaba seca y pegajosa sobre su piel. Hacía que los vaqueros se le pegaran a las piernas y eso la dejaba más helada aún.
Algunas lágrimas se formaron en sus ojos. ¿Cómo había sido capaz Jeronimo de hacerle eso? La visión se le emborronó y respiró profundamente. Estaba decidida a caminar esa última manzana hasta llegar al refugio. Aunque solo le pudieran ofrecer cobijo durante una hora, un lugar donde entrar en calor, limpiar las heridas y el resto de su amoratado cuerpo, sería suficiente.
No tenía dinero. No tenía nada. El poco efectivo que había administrado con tanto cuidado ya no estaba. Jeronimo le debía dinero a gente bastante ruin y se habían presentado para cobrar. Pero pretendían cobrárselo a ella. Mientras Paula estaba echada sobre el frío suelo, aturdida, ellos le habían quitado los dólares que tenía en el bolsillo. Uno le había dado una patada en el costado y luego se largaron tras recordarle muy claramente que Jeronimo les debía mucho más y que tenía apenas una semana para reunir el dinero.
Paula se mordió los labios cuando más lágrimas amenazaron con caer. Estaba agotada. Le dolía el alma. Le dolía todo y tenía tanto frío y hambre que solo quería acurrucarse en algún lado y morir.
El alivio casi la tiró de rodillas cuando llegó a la puerta del refugio. Por un momento tuvo miedo de entrar porque si la rechazaban no estaba del todo segura de que fuera a tener la fuerza suficiente como para salir de nuevo.
Cerró los ojos e inspiró hondo, luego sacó una mano y empujó la puerta hasta que logró abrirla.
Una ráfaga de calor la golpeó de inmediato, la sintió tan placentera que casi languideció en el sitio.
No se había sentido tan cálida desde la última vez que había venido. La calefacción no funcionaba.
Dentro podía oír a las otras mujeres. Sonaban casi… felices.
Y los refugios no eran generalmente lugares muy felices.
Apetitosos olores se adentraron por las fosas nasales de su nariz. Paula inspiró hondo y su estómago rugió. Sea lo que fuere que estuvieran comiendo, olía maravillosamente bien.
Se adentró vacilante y dejó que la puerta se cerrara a su espalda. La calidez la hacía sentirse tan bien que por un momento largo no pudo moverse mientras la sensibilidad volvía a sus manos y pies.
La recibió bien y mal al mismo tiempo porque con ella también vino el dolor.
—Paula, ¿eres tú, cielo?
Paula levantó la cabeza y frunció el ceño. Nunca había dado su nombre aquí, ¿no? Buscó en su memoria pero no pudo recordar si le había dicho algo a la voluntaria del refugio.
Sin embargo, ella asintió, no quería hacer nada que pudiera restarle alguna oportunidad de quedarse.
—¿Qué te ha pasado, niña?
La voluntaria ahogó un grito cuando se acercó a Paula y esta se encogió ante la expresión de la mujer.
—Estoy bien —dijo Paula en voz baja—. Solo me caí. Esperaba… —La garganta amenazaba con cerrársele—. Esperaba que tuvierais sitio para mí esta noche.
En cuanto hubo terminado de hablar, Paula se abrazó a sí misma y temió el rechazo. No podía siquiera soportar el simple pensamiento.
—Por supuesto que sí. Ven y siéntate. Te traeré una taza con chocolate caliente y podrás comer en cuanto entres en calor.
El alivio fue impactante. Le recorrió todo el cuerpo y casi logró derrumbarla justo en el sitio donde se encontraba.
Paula vio amabilidad y calidez en los ojos de la mujer y se relajó mientras la euforia se instalaba en sus huesos.
¡Tenían una cama para ella! Tendría un lugar calentito en el que dormir. ¡Y comida! Con eso ya era suficiente para que llorara de emoción.
Paula siguió fatigosamente a la voluntaria y frunció el ceño al ver a todas las ocupantes. Parecía haber más mujeres hoy que la última vez que había venido buscando refugio. Y por aquel entonces le habían dicho que no tenían sitio para ella.
¿Habrían ampliado las instalaciones? ¿O habrían
conseguido más camas?
—Me llamo Kate —dijo la mujer justo cuando se paró junto a una silla separada de las otras mujeres—. Siéntate. Iré a por tu chocolate caliente y luego me haré cargo de que comas algo. También vas a necesitar que alguien le eche un vistazo a esos cortes.
—Gracias, Kate —dijo Paula con voz ronca—. Te lo agradezco mucho.
Kate la apresuró a sentarse y luego le dio golpecitos en la mano.
—Vuelvo enseguida. Todo va a ir bien, cielo.
Perpleja por la extraña promesa, Paula se hundió en la silla y rápidamente se acomodó en ella.
Todas las fuerzas la habían abandonado. Las manos le temblaban, así que las pegó junto a su fina camiseta en un intento de calentarlas más rápido. Los cortes le escocían pero no eran serios.
Encontró a Kate con la mirada mientras esta se movía de un lado a otro en la cocina para prepararle el chocolate caliente.
Estaba hablando por el teléfono móvil y era obvio que sea lo que fuere que estuviera hablando era urgente. Tras un momento volvió a guardar el teléfono en su bolsillo y sacó la taza del microondas. Tras remover el chocolate, llevó la humeante taza hasta donde Paula estaba sentada y con gentileza se la puso entre las manos.
—Toma, cielo. Bebe. Está caliente. Todo va a ir bien ahora. No quiero que te preocupes.
Era la segunda vez que le ofrecía esa ciega promesa, pero Paula estaba demasiado cansada como para ver más allá. Si no estuviera tan hambrienta y helada, simplemente se acurrucaría en uno de esos catres y dormiría durante las siguientes veinticuatro horas. O hasta cuando la volvieran a echar otra vez.
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