sábado, 13 de febrero de 2016
CAPITULO 47 (TERCERA PARTE)
Paula se quedó mirando totalmente conmocionada a los dos policías. El miedo le corría por las venas. Oh, Dios. Seguro que Pedro no… No, no lo haría. ¿No? El pánico le revolvió el estómago, y tuvo dificultades para respirar. El dolor comenzó a expandirse por su pecho debido al esfuerzo.
—¿Está bien, señorita Chaves? —preguntó Clinton con preocupación.
—Por supuesto que no estoy bien —dijo imperceptiblemente—. Me acaban de decir que el hombre que me agredió ha sido asesinado. —Y luego otro pensamiento se le vino a la cabeza. Miró a ambos detectives con brusquedad—. Dijeron que querían averiguar quién lo había matado. Supongo que no pensarán que soy sospechosa. No es que sea muy capaz de matar a un hombre en mi actual estado.
Pero Pedro sí que sería un sospechoso. Él no había escondido su rabia ante lo ocurrido. Y peor, Paula no podía quitarse de la cabeza la idea de que podría haberlo hecho de verdad.
—Usted no es sospechosa, por ahora —dijo Starks con un tono insulso—. Pero el señor Alfonso sí. ¿Puede decirme si sabe qué estuvo haciendo anoche entre las siete y las diez de la noche?
El alivio se apoderó de ella con tal fuerza que hasta se mareó. Se agarró a la cama con la mano izquierda porque sentía como si se fuera a caer por el lateral. Si esa era la franja horaria que estaban investigando, Pedro no podría haberlo hecho entonces, porque había estado con ella.
—Estaba aquí conmigo —dijo firmemente—. Pueden preguntarle a cualquier enfermera que estuviera de servicio. Estuvo sentado conmigo toda la noche y durmió en ese sofá.
Clinton estaba ocupado tomando notas en una pequeña libreta mientras Starks continuaba mirándola fijamente hasta que la hizo removerse en la cama con incomodidad.
—Muy conveniente que el hombre que la agredió aparezca muerto, ¿no le parece?
—¿Adónde quiere llegar, agente? —espetó—. Si ustedes hubieran hecho su trabajo y lo hubieran detenido, ahora no estaría muerto, ¿verdad? Ya le he dicho que Pedro estaba conmigo. Si no me cree, hay un montón de personas diferentes que pueden apoyar su coartada.
Starks asintió lentamente.
—Lo comprobaremos, por supuesto. ¿Y qué me dice del señor Hamilton y del señor Crestwell? ¿Vio a alguno de los dos anoche?
Paula empalideció.
—¿Está loco? ¿Por qué iban a matar alguno de los dos a Charles Willis?
—No ha respondido a la pregunta —interrumpió Clinton.
—No —dijo ella—. No los vi, pero estoy segura de que si le pregunta a ellos le podrán decir dónde estuvieron.
—Oh, lo haremos —dijo Starks seriamente.
La puerta se abrió y Pedro entró, aunque se paró de forma abrupta cuando vio a los dos policías en la habitación. Evidentemente vio algo en el rostro de Paula que no le gustó, porque su expresión se volvió estruendosa.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —exigió.
—Señor Alfonso —lo saludó Starks con la cabeza—. Estamos interrogando a la señorita Carlysle por el asesinato de Charles Willis.
Pedro parpadeó. Su expresión no traicionaba sus pensamientos.
—¿Está muerto?
Clinton asintió.
—Bien —dijo Pedro con crueldad.
Paula ahogó un grito. No estaba ayudando al caso con esa declaración. Ahora estarían convencidos de que Pedro tendría algo que ver con ello.
—¡Se creen que tuviste algo que ver, Pedro!
Pedro arqueó una ceja.
—¿Ah, sí?
—No parece muy afectado por el hecho de que esté muerto —comentó Starks.
Pedro desvió su furiosa mirada hacia los detectives.
—Mírenla bien. Y ahora díganme, si fueran sus esposas las que hubieran sido golpeadas hasta casi matarlas, ¿les molestaría que alguien hubiera matado a ese cabrón?
Clinton se removió con incomodidad y Starks tuvo la gracia de parecer avergonzado.
—No estoy diciendo lo que creo —contestó Starks—. Lo que yo crea no importa y tampoco cambia el hecho de que se ha cometido un crimen. Tengo que investigarlo como si fuera cualquier otro asesinato.
—Háganlo —dijo Pedro con un tono normal—. Pero dejen a Paula en paz. Ni la miren a menos que haya un abogado presente. ¿Está claro? Es más, si quieren volver a hablar con ella, llámenme y quedaremos, pero no será cuando esté sufriendo y a punto de caerse redonda al suelo del cansancio. La han molestado y eso es lo último que necesita en este momento.
—Entonces a lo mejor no le importará salir con nosotros para responder a unas preguntas —dijo Starks con un tono entrecortado.
—Sí que me importa —espetó—. No voy a dejar a Paula. Si quieren hablar, les daré el número de mi abogado y pueden organizarlo a través de él.
—No tiene por qué ser así de difícil —interrumpió Clinton—. Solo responda a unas preguntas y nos marcharemos.
—Y ya les he dicho todo lo que tienen que hacer si quieren volver a hablar con nosotros —dijo Pedro con voz plana.
Rebuscó en su cartera y luego sacó una tarjeta para tendérsela a Starks. Ninguno de los dos agentes parecía muy contento, pero retrocedieron.
—Vamos a investigarle, señor Alfonso. Si ha tenido algo que ver con la muerte de Charles Willis, lo averiguaremos —dijo Starks con seriedad.
—Mi vida es como un libro abierto —contestó Pedro calmadamente—. Aunque si investigan las
gestiones de Charles Willis en su negocio, encontrarán a sus sospechosos. Hay muchos móviles ahí.
Háganse un favor y pasen tiempo investigando sus quehaceres y no lo pierdan investigando los míos.
No encontrarán lo que están buscando investigándome a mí.
Clinton y Starks intercambiaron miradas cortantes.
—Estaremos en contacto —les dijo Starks tanto a Paula como a Pedro.
Luego se dieron media vuelta y salieron. Pedro los siguió y cerró la puerta de un portazo tras ellos.
Seguidamente se acercó a la cama con la expresión feroz.
—Lo siento, nena. Nunca pensé que fueran a venir aquí así. Siento haberte dejado sola y que hayas tenido que enfrentarte a ellos. No volverá a pasar. Si vuelven a aparecer, no hables con ellos a menos que haya un abogado presente. Si por cualquier razón yo no estoy contigo, llámame inmediatamente.
La mano de Paula temblaba a pesar de estar todavía agarrada a la cama. Pedro, con cuidado, le soltó los dedos y se los rodeó con su propia mano antes de acariciarlos suavemente con su dedo pulgar.
—Me preguntaron dónde estuviste anoche entre las siete y las diez —dijo con voz temblorosa—. Creen que tú lo hiciste.
—Estuve aquí contigo —dijo Pedro con suavidad.
—Lo sé. Les dije eso. Pero aun así, piensan… y me preguntaron sobre Gabriel y Juan. Pedro, tienes que
advertirlos. Piensan que alguno de vosotros tres lo hizo. Porque no lo hiciste, ¿verdad?
Su voz tenía un deje suplicante que no pudo controlar.
Pedro negó con la cabeza lentamente.
—No lo hice, nena. Estuve aquí, contigo.
—¿Pero mandaste que lo hicieran? —susurró.
Él se inclinó hacia delante y la besó en la frente, pero no apartó los labios cuando terminó.
—No me hizo falta. Le ha robado a un montón de gente. Ha jodido a mucha gente con sus negocios. A la gente equivocada. Una vez se enteraron de ese hecho, su vida perdió todo valor.
Ella lo miró perpleja cuando se volvió a enderezar.
—¿Cómo se enteraron?
Pedro sonrió, pero no era una sonrisa llena de cariño. Se estremeció al ver la seriedad que había en sus ojos. A este hombre no se le tocaban las narices. A pesar de lo relajado, encantador y despreocupado que pudiera parecer, bajo esa perfecta fachada tan bien construida se encontraba un hombre intenso con una determinación irrompible.
—Puede que hayan necesitado un poco de ayuda —dijo con un tono profundo.
Paula inspiró mientras se lo quedaba mirando.
—Así que sí que tuviste algo que ver con su asesinato.
Pedro negó con la cabeza.
—No. Si me estás preguntando si tengo sangre en las manos, entonces sí, sin duda. Pasé la información adecuada a la gente adecuada. Lo que ellos hicieran no es cosa mía. Yo no lo maté, no mandé que lo mataran. Pero sí que lo hice posible con la información que filtré. Supongo que tienes
que decidir si eres capaz de vivir con eso. Y conmigo.
Ella asintió lentamente. Se encontraba un poco paralizada, pero aliviada también. No podía enfrentarse a la idea de que Pedro fuera a la cárcel por su culpa. De que sus vidas quedaran arruinadas.
No cuando había planeado una vida entera con él.
—Se merecía morir. No era un buen hombre. Y eso va en contra de lo que siempre he creído. No me corresponde a mí juzgar. Antes me habría horrorizado ver a alguien tomarse la justicia por su mano de esta forma.
—¿Y ahora? —le preguntó él con voz queda.
—Tú me has cambiado, Pedro. No sé si todo es bueno. O todo malo. No sé siquiera si es ambas cosas. Pero me has cambiado. Me has hecho mejor persona en algunos aspectos, pero más turbia en otros.
—No quiero que te toquen nunca los asuntos grises en los que estoy sumergido, nena. Te quiero limpia. Quiero que brilles, como siempre haces. Nunca volveremos a hablar de esto. No me preguntes, y yo no te diré. Puede que sepas cosas —no te voy a mentir— pero no tendrás que enfrentarte a ellas.Nunca. ¿Puedes vivir con eso?
—Sí —susurró—. Puedo vivir con eso.
—Te amo, nena —dijo Pedro con una voz firme, llena de emoción—. No me merezco tu amor o tu brillo, pero los quiero porque contigo puedo sentir el sol. No quiero volver a esas sombras.
—No tienes que hacerlo —dijo ella calladamente—. Quédate en el sol. Conmigo.
—Siempre, cariño. Nada tocará a nuestros hijos, Paula. Tienes mi palabra. Nada os tocará nunca a ti ni a nuestros niños. Ni a Gabriel o Juan, ni a Melisa o Vanesa. Sois mi familia. Moriría por cada uno de vosotros, así que vosotros os quedáis en el sol, adonde pertenecéis.
—Tú también perteneces al sol, Pedro. Y te quiero conmigo.
Se paró y frunció el ceño cuando se dio cuenta de lo que él había dicho.
—Espera, ¿vamos a tener niños?
Él sonrió lentamente, de un modo muy seductor y la miró con complicidad. La arrogancia y la confianza en sí mismo radiaba a borbotones.
—Vas a ser la madre de mis hijos, Paula. Eso seguro. Cuántos, te lo dejo decidir a ti. Quiero niños primero. Y luego una niña. Porque necesitará hermanos mayores que cuiden siempre de ella. Serán diferentes a mis hermanos. A ellos se la suda todo. Nosotros seremos una familia de verdad.
Paula le envió una sonrisa tierna, llena de amor por él.
—Sí. Seremos una familia de verdad. Quiero seis. ¿Crees que podrás con ello?
Pedro se quedó boquiabierto.
—¿Seis? Joder, mujer. Voy a tener que trabajar mucho en la cama.
Ella asintió con solemnidad.
—¿No crees que deberíamos empezar ya?
—Sí —murmuró—. No quiero ser un viejo cuando tengas el último. Pero tienes que ponerte bien y salir del hospital antes de que empecemos a trabajar en el primer bebé.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó una caja diminuta.
—Quería hacer esto en el momento perfecto —dijo con brusquedad—. Pero no se me ocurre ningún momento mejor que ahora cuando estamos hablando de nuestros hijos y de cuántos tendremos.
Pedro abrió la caja y Paula ahogó un grito mientras se quedó mirando fijamente el precioso anillo de diamante. Brillaba y absorbía la luz del sol que se colaba por la ventana. El anillo la deslumbraba con su fulgor.
Él se arrodilló junto a la cama y le agarró la mano izquierda con suavidad.
—¿Quieres casarte conmigo, Paula? ¿Ser la madre de mis hijos y aguantarme durante el resto de tu vida? Nadie te amará más que yo y voy a pasarme todos los días de mi vida asegurándome de que lo sepas.
El anillo se bamboleó y se volvió borroso en los ojos de Paula mientras él se lo ponía en el dedo.
—Sí. ¡Oh, sí,Pedro! Quiero casarme contigo. Te quiero mucho. Y quiero tener esos hijos. Muchos hijos.
Él sonrió y se levantó para poder inclinarse hacia ella y estrecharla entre sus brazos con cuidado.
La besó con tanta ternura que el corazón se le derritió.
—Yo también te quiero, Paula. No quiero que lo dudes nunca. Tengo que recompensarte por muchas cosas, y estoy trabajando en ello ahora mismo. Pero eso vendrá cuando salgas del hospital y estés en casa, donde pueda mimarte y consentirte.
Ella levantó la mano izquierda y la apoyó sobre la mejilla de Pedro. El anillo brillaba sin parar en su dedo.
—Lo espero con ansia, mi amor.
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