domingo, 31 de enero de 2016
CAPITULO 6 (TERCERA PARTE)
—¿Qué quieres decir con que las has vendido ya? —preguntó Paula elevando la voz, mirando como un pasmarote al prestamista al que había ido unos cuantos días atrás a vender las joyas de su madre.
Él la contempló con calma.
—Las he vendido. Tuve un cliente al que le gustaron.
Paula revolvió las manos nerviosamente.
—¿Puede darme una dirección? ¿Un nombre? ¿Un teléfono? ¿Algo? Me gustaría recuperarlas.
—Tuvo la opción de empeñarlas, señorita Chaves —dijo el hombre con paciencia—. Le pregunté específicamente si prefería un préstamo con la opción de poder recuperar los artículos.
—Pero el préstamo no habría sido suficiente —argumentó—. Necesitaba el dinero por entonces. No podía esperar. Pero ahora es diferente. Tengo el dinero y ¡tengo que conseguir las joyas de mi madre! Es todo lo que me queda de ella. Eran de mi abuela. Oh, Dios, no puedo creer que las haya
vendido tan rápido.
El hombre le lanzó una mirada llena de compasión pero permaneció en silencio. Paula estaba segura de que pensaba que estaba tratando con una loca.
—¿Puede darme la información de la persona a la que se las vendió? —preguntó de nuevo, desesperada.
—Creo que sabe que no puedo hacer eso —contestó el hombre.
Se pasó una mano por el rostro agitadamente. Ojalá hubiera esperado otro día más. ¿Pero cómo narices iba a saber ella que alguien iba a entrar en la galería de arte y se enamoraría de su trabajo — todo su trabajo— e incluso pagaría por los cuadros más de lo que el marchante pedía? Era una locura.
No es que no se sintiera increíblemente agradecida por su buena fortuna, pero si hubiera esperado un solo día más, no habría empeñado las joyas de su madre y ahora no estaría aquí, en una casa de empeños, desesperada por recuperarlas.
—¿Contactará al menos con esa persona por mí y le dará mi teléfono? Podría pedirle que me llamara. Dígales que les pagaré el doble de lo que tuvieron que pagar por ellas. Tengo que recuperarlas, por favor.
Él suspiró y luego le acercó un trozo de papel y un bolígrafo sobre la mesa.
—No puedo prometerle nada, pero escriba sus datos y yo se los pasaré al cliente. Normalmente no hago este tipo de cosas; una vez está vendido, ya no me incumbe. Renunció a cualquier posesión cuando me vendió las joyas a mí.
—Lo sé, lo sé —dijo Paula al mismo tiempo que garabateaba rápidamente su número y su nombre —. No estoy diciendo que sea su culpa ni que sea el culpable de nada. La culpa es mía por haber actuado tan precipitadamente. Pero de verdad le agradecería si pudiera llamar a esta persona y decirle
lo desesperada que estoy por recuperar las piezas.
Él se encogió de hombros al mismo tiempo que ella le tendía el papel.
—Haré lo que pueda.
—Gracias —susurró.
Se giró para salir de la casa de empeños con un gran peso en el corazón. Debería haber estado eufórica. Sus cuadros se habían vendido. ¡Todos! Y el señor Downing le había pedido que trajera más, todos los que quisiera. Tenía un comprador interesado, y aunque no había divulgado ningún dato sobre el comprador, le había dicho que estaba interesado en cualquier cosa que trajera.
Lo único que le había estropeado el día era que las joyas de su madre hubieran desaparecido. No tenía ni idea de quién las había comprado o si las volvería a recuperar algún día.
Había estado tan contenta cuando el señor Downing le dio ese cheque… Era más dinero del que ella hubiera esperado
nunca. Suficiente como para pagar el alquiler y hacer la compra durante varios meses; tiempo más que de sobra para llevar más cuadros a la galería. Y mucho más importante, habría sido suficiente como para recuperar las joyas que había vendido aun sabiendo que le iba a costar más de lo que ella había conseguido al venderlas.
La casa de empeños había sido el primer sitio al que había ido tras depositar el dinero en una cuenta bancaria. Y se había jurado a sí misma que pasara lo que pasase, nunca volvería a separarse de las joyas otra vez.
Solo que ahora habían desaparecido, y con ellas el último vínculo que tenía con su madre.
Salió de la tienda y se adentró en la frenética actividad de la calle sin saber exactamente adónde ir.
Cuando giró hacia la derecha, se paró al reconocer una cara familiar. Parpadeó varias veces mientras se quedó mirando al hombre que había conocido en el parque unos cuantos días atrás. Estaba ahí, para nada sorprendido de verla. De hecho, parecía como si la hubiera estado esperando. Un pensamiento absurdo, pero aun así no parecía que estuviera sorprendido en lo más mínimo por el inesperado encuentro.
—Paula —murmuró.
—Ho… hola —tartamudeó ella.
—Creo que tengo algo que te pertenece.
Él sacó una caja abierta; tan pronto como ella pudo ver el contenido, la respiración se le cortó en el pecho.
Levantó la mirada hasta él, totalmente confundida.
—¿Cómo has conseguido esto? No lo entiendo. ¿Cómo podrías haberlas conseguido? ¿Cómo lo sabías?
Él sonrió, pero su mirada seguía siendo de acero. No había ningún amago de sonrisa en esos ojos verdes.
—Las compré después de que las vendieras en la casa de empeños. Supuse que ya que acababas de salir de allí, querrías recuperarlas.
—Sí, por supuesto que las quiero. Pero eso no responde a mi pregunta de cómo las conseguiste.
Él arqueó una ceja.
—Acabo de decírtelo. Las compré cuando las vendiste.
Ella sacudió la cabeza con impaciencia y fue entonces cuando Pedro fijó su mirada en la garganta de Paula. Sin collar. Los ojos le brillaron de interés al instante. Ella levantó una mano automáticamente hasta el lugar donde una vez había descansado el collar.
Sabía que lo había llevado durante algún tiempo ya que había una delgada marca de piel más clara justo donde la gargantilla había estado alrededor de su cuello.
—Eso no explica cómo lo supiste —replicó con voz ronca.
—¿Importa? —le preguntó él con suavidad.
—¡Pues claro que importa! ¿Has estado siguiéndome?
—¿Yo, personalmente? No.
—¿Se supone que tiene que hacerme sentir mejor que hayas mandado a otra persona a seguirme? —exigió—. Simplemente me da… ¡escalofríos!
—¿Quieres recuperar las joyas? —le preguntó él de sopetón.
—Por supuesto que sí —contestó con irritación—. ¿Cuánto quieres por ellas?
—No quiero dinero.
Ella dio un paso atrás y lo miró con la guardia en alto.
Estaban en una calle pública y había gente por todas partes, pero eso no significaba nada si era algún lunático perturbado que quisiera hacerle daño.
—¿Entonces qué quieres?
—Una cena. Esta noche. Te llevaré las joyas y te las podrás quedar. Todo lo que quiero a cambio es tu compañía por una tarde.
Ella sacudió la cabeza.
—Ni hablar. No te conozco. No sé nada sobre ti.
Pedro sonrió con paciencia.
—Para eso es la cena. Para que me conozcas mejor y yo pueda conocerte mejor a ti.
—Está claro que tú sabes un montón sobre mí —le soltó—. Incluyendo dónde encontrarme, dónde he estado y lo que he estado haciendo.
—¿Por qué no llevas el collar? —preguntó fijando una vez más los ojos en su garganta.
Su mirada la hacía sentir vulnerable. Como si estuviera completamente desnuda frente a él.
Esta vez ella se llevó la mano al cuello en un intento de esconder la piel desnuda de sus ojos.
—No creo que eso sea de tu incumbencia —dijo Paula en voz baja.
—Pretendo que sí lo sea.
Ella abrió los ojos como platos.
—¿De verdad piensas que voy a aceptar ir a cenar contigo? Me has estado siguiendo, o mejor dicho, has hecho que me sigan. Me preguntas cosas personales y básicamente me chantajeas con devolverme las joyas de mi madre.
—Así que pertenecían a tu madre —dijo él con suavidad—. Deben de ser muy importantes para ti.
El dolor se instaló en el pecho de Paula; tuvo que respirar hondo para serenarse.
—Sí, sí que lo son —admitió—. Me odié por haberlas tenido que vender. Ojalá hubiera esperado un día. Tengo que recuperarlas. Es lo único que me queda de ella. Dime lo que pagaste y te lo devolveré. Por favor.
—No quiero tu dinero, Paula. Quiero tu tiempo. Cenar esta noche. Un sitio público, sin ataduras. Yo llevo las joyas y tú simplemente a ti misma.
—¿Y después? ¿Me dejarás en paz?
—No puedo prometerte eso —contestó amablemente—. Yo persigo lo que quiero. Si me rindiera cada vez que me encuentro un obstáculo en el camino, no habría conseguido el éxito que ahora tengo, ¿no?
—No me conoces —rebatió Paula, frustrada—. No me quieres. ¿Cómo podrías? No sabes nada sobre mí.
—Razón por la que quiero cenar contigo esta noche —respondió pacientemente.
Pero ella podía ver que Pedro estaba perdiendo la paciencia con bastante rapidez. Sus ojos brillaban de impaciencia aunque su tono de voz fuera normal. Estaba claro que era un hombre acostumbrado a conseguir lo que quisiera. Podía afirmar eso con solo mirarlo. ¿Por qué iba entonces tras ella? ¿Qué podría tener ella que él quisiera?
CAPITULO 5 (TERCERA PARTE)
Pedro se encontraba sentado en su despacho al día siguiente de la boda de Gabriel y estudiaba la pequeña caja que contenía las joyas que Paula había empeñado. Examinó cada pieza antes de devolverlas cuidadosamente a la tela para que no se vieran dañadas.
Eran piezas de calidad. No era un experto pero parecían antiguas y reales. Definitivamente no eran falsas. Valían mucho más de lo que Paula había obtenido al empeñarlas, y el prestamista lo sabía a juzgar por el precio que Pedro tuvo que pagar para conseguirlas.
No le gustaba la desesperación que había en ese simple acto de empeñar joyas para obtener dinero rápido y conseguir menos de lo que valían porque no tenía otra opción. Él le iba a dar esa otra opción.
¿Pero otras? No tanto. No si él tenía algo que decir al respecto.
Eso lo hacía parecer arrogante y exigente, pero él ya sabía que era ambas cosas, así que no le molestaba. Así era él.
Sabía lo que quería, y quería a Paula. Ahora solo tenía que poner el plan en marcha.
Su interfono sonó y Pedro levantó la cabeza con irritación.
—Señor Alfonso, su hermana está aquí y quiere verle —dijo Eleanora, su recepcionista, con un deje en la voz que sonaba a enfado.
No eran un secreto los sentimientos de Pedro —y de Gabriel y de Juan— hacia su familia. Eleanora había estado con ellos durante años y no le había gustado ni un pelo tener que molestarlo con esta clase de información.
¿Qué demonios estaba haciendo Belen aquí? ¿Había tenido su madre que resignarse a mandar a su hermana para que hiciera el trabajo sucio por ella? Podía sentir cómo su presión sanguínea estaba por las nubes, a pesar de saber que tenía que dejar de darles tanto poder sobre él.
—Dile que entre —dijo Pedro con voz seria.
De ningún modo iba a airear asuntos familiares fuera de la privacidad de su despacho. Sea lo que fuere que Belen quisiera, Pedro le daría unos pocos minutos y luego le haría saber que no era bienvenida en su oficina. Nadie de su familia lo era, y ahora que lo pensaba, ninguno de ellos había pisado jamás las oficinas de HCA. Se habían guardado su maldad para fiestas y reuniones familiares.
Si ponían un pie dentro de las oficinas de HCA, se verían obligados a reconocer su éxito en vez de tratarlo como si fuera un secretito del que nadie hablaba. Se verían forzados a ver de primera mano que no los necesitaba y que había tenido éxito sin su ayuda o influencia. Y ni en sueños iban a hacer eso.
Unos golpes suaves sonaron en la puerta y él simplemente contestó con un «adelante».
La puerta se abrió lentamente y su hermana entró con el recelo pintado en la cara. Parecía estar más que nerviosa.
Parecía aterrorizada.
—¿Pedro? —preguntó suavemente—. ¿Puedo hablar contigo un minuto?
Belen era una réplica de su madre. No es que su madre no fuera una mujer hermosa. Lo era. Y Belen era igual de guapa, o incluso más, que su madre. El único problema era que su madre era fea por dentro y eso le estropeó la percepción de su apariencia física. Porque sabía lo que residía detrás de esa cara bonita. Una mente fría y calculadora. Pedro creía fervientemente que su madre era incapaz de amar a nadie más que a sí misma. Era un misterio para él saber por qué había tenido hijos siquiera. Y
no solo uno, sino cuatro.
Además de Belen, Pedro tenía dos hermanos mayores.
Ambos hombres siempre bien agarrados de la manita de su madre y su padre. Aunque Belen era la más joven, se estaba acercando a los treinta.
O quizás los había cumplido ya. No se acordaba y tampoco es que le produjera mucha tristeza ese hecho. Ella estaba igual de ciega por su familia que sus hermanos. O quizás incluso más.
Su madre había elegido al marido de Belen. Un tío mayor que ella con el que se había casado cuando apenas salió de la universidad. Rico. Con influencia. Con los contactos adecuados. El matrimonio apenas duró dos años y la madre de Pedro la culpó de todo a ella. No le importó que en las
investigaciones de Pedro encontrara muchos más secretos por parte de Roberto Hanover.
Ese tipo no era el hombre que le gustaría que estuviera casado con su hermana o cualquier otra mujer. Pero Belen se había sometido a los deseos de su madre sin queja alguna y a pesar de las advertencias de Pedro de que Roberto no era el hombre que aparentaba ser.
Al menos ella había tenido el valor de romper el matrimonio.
Eso les sorprendió.
—¿Qué pasa? —preguntó Pedro en un tono neutral.
Le hizo un gesto para que se sentara en la silla frente a su mesa. Ella lo hizo y se sentó en el borde; el nerviosismo y la inseguridad eran evidentes en su lenguaje corporal.
—Necesito tu ayuda —dijo en voz baja.
Él alzó una ceja.
—¿Qué ha pasado? ¿Has discutido con mamita querida?
El enfado se reflejó en los ojos de Belen mientras esta le devolvía la mirada a Pedro.
—Por favor, no empieces, Pedro. Sé que me merezco tus burlas y tu desdén. Me merezco un montón de cosas, pero quiero largarme. Y necesito tu ayuda para hacerlo. Me avergüenza tener que venir y suplicarte que me ayudes, pero no sé adónde o a quién más acudir. Si voy al abuelo, se lo diría a mamá y probablemente no me ayudaría de todos modos. Tú eres su favorito. Al resto de nosotros no nos
soporta.
La sorpresa se apoderó de él al escuchar la sinceridad —y la urgencia— en su voz. Se inclinó hacia delante y entrecerró los ojos en dirección a Belen.
—Quieres largarte. ¿Qué significa eso exactamente, Belen?
—Quiero alejarme de ellos —dijo agitadamente—. De todos ellos.
—¿Qué narices te han hecho? —exigió Pedro.
Ella sacudió la cabeza.
—Nada. Es decir, nada además de lo habitual. Ya sabes cómo son, Pedro. Siempre te he envidiado mucho. Tú les dices que se vayan a freír espárragos y te has marcado tu propio camino. Todo lo que yo he hecho ha sido casarme con el hombre que mi madre quería, intentar sacar lo mejor de una situación pésima y fracasar miserablemente. No cogí nada del divorcio y me parece bien. Yo solo quiero alejarme. Pero no tengo nada sin la ayuda de mamá y papá. Y no la quiero ya. Porque su ayuda viene con ataduras. Tengo treinta años, ¿y qué más en mi vida? No tengo vida, ni dinero. Nada.
La desolación de su voz le llegó a Pedro muy adentro.
Sabía exactamente a lo que se refería. Podría haber sido él perfectamente el que estuviera en su situación. Sus hermanos lo estaban. No le gustaban las manchas oscuras que tenía bajo los ojos y la mirada apagada que tenía en estos momentos. Por mucho que se hubiera comportado como una zorra antes, imitando a su madre, no podía ignorar la carita de cordero degollado que mostraba.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó en voz baja.
—¿Es muy patético que no lo sepa? No sé siquiera por dónde empezar. He venido a ti porque no tenía a dónde más ir. Mis amigos no son amigos cuando las cosas se tuercen. Están más que encantados de apoyarme cuando todo va bien, pero no puedo contar con ellos para un apoyo real.
—Te ayudaré —dijo Pedro con un tono regular—. Juan tiene un apartamento en el que Melisa vivía antes, y más recientemente su prometida. Pero está otra vez vacío. Probablemente pueda comprárselo o al menos usarlo hasta que te instalemos en otro sitio.
Ella abrió los ojos como platos, sorprendida.
—¿Tienes un trabajo? —preguntó.
Ella se ruborizó y bajó la mirada.
—No te estoy criticando, Belen —dijo suavemente—. Te pregunto para saber qué clase de ayuda necesitas.
Ella negó con la cabeza.
—No. He estado viviendo con mamá y papá. No es que no quiera trabajar, ¿pero qué se me da bien?
—Se te podrían dar bien muchas cosas —comentó Pedro—. Eres lista. Tienes una carrera universitaria. Solo tienes miedo de intentar salir al mundo real.
Ella asintió lentamente.
—Puedo conseguirte un puesto en uno de los hoteles, pero Belen, tienes que saber que será un trabajo real con responsabilidades reales. Puedo mover los hilos para que te contraten, pero si no haces tu trabajo, no lo conservarás. ¿Entendido?
—Lo entiendo y gracias, Pedro. No sé qué decir. Hemos… yo me he comportado fatal contigo. — Las lágrimas inundaban sus ojos mientras lo miraba con total sinceridad—. Te odian porque no pueden controlarte. Y yo les he permitido que me controlen. Pero ahora que ya no lo harán, me odiarán a mí también.
Pedro extendió un brazo por encima de la mesa y le cogió la mano antes de darle un apretón tranquilizador.
—No los necesitas, Belen. Eres joven y lista. Puedes sobrevivir tú sola. Solo necesitas un poco de ayuda para conseguirlo. Pero estate preparada. Vas a tener que ser fuerte. Nuestra madre es peor que un zorro, y no vacilará en usar cada arma que tenga en su arsenal contra ti en cuanto sepa lo que estás haciendo.
—Gracias —susurró—. Te pagaré de alguna manera, Pedro. Te lo juro.
Él volvió a darle un apretón en la mano.
—Lo mejor que puedes hacer por mí es vivir tu propia vida y no dejarles que te hundan otra vez.
Te ayudaré. Haré lo que pueda para protegerte de toda esa mierda. Pero va a conllevar mucha fuerza por tu parte también. Me gustaría pensar que vamos a poder ser familia otra vez.
Ella entrelazó ambas manos alrededor de la de él con los ojos brillantes de la emoción.
—A mí también me gustaría, Pedro.
—Deja que llame a Juan y vea qué opina sobre lo del apartamento. Si no podemos instalarte ahí, tendremos que echarle un ojo a lo que hay en el mercado. ¿Necesitas que vaya contigo a recoger las cosas de casa de mamá y papá?
Ella negó con la cabeza.
—Ya lo tengo todo listo. Mi ropa y demás, me refiero. No tengo nada más. Me lo traje conmigo. Mis maletas están en el área de recepción. Cogí un taxi hasta tu oficina. No estaba segura de lo que iba a hacer si te negabas a verme.
—Está bien, entonces deja que llame a Juan e iremos a buscar tus maletas. Por esta noche te registraré en nuestro hotel. Estoy seguro de que el apartamento necesitará provisiones. Me ocuparé de eso durante el día de hoy y también te abriré una cuenta bancaria con el dinero suficiente hasta que cobres tu primera nómina. Tómate unos cuantos días libres para instalarte y luego vuelve a verme por lo del trabajo. Para entonces espero tenerlo todo listo.
Ella se levantó y de repente rodeó el escritorio y lanzó los brazos alrededor del cuello de Pedro. Él la cogió al mismo tiempo que se ponía de pie. La agarró para que no se cayera y le devolvió el abrazo.
—Eres el mejor, Pedro. Dios, te he echado de menos. Siento cómo te he tratado. Tienes todos los motivos para echarme y no volverme a ver nunca. No olvidaré lo que vas a hacer por mí. Jamás.
El fervor de su voz hizo a Pedro sonreír mientras pacientemente esperaba a que el festín de abrazos terminara. ¿Quién habría pensado que el día de hoy traería a su hermana a la oficina para una reunión familiar de lo más peculiar? Gabriel y Juan no se lo iban a creer.
Aunque pasarían dos semanas antes de que Gabriel supiera nada.
Juan pensaría seguramente que había perdido la cabeza por ayudar a su hermana. Pero Pedro nunca podría darle la espalda. Aunque eso hubiera sido exactamente lo que su familia le hubiera hecho a él.
Belen aún seguía siendo su hermana pequeña y quizás este era un nuevo capítulo para ellos. A Pedro no le gustaba esa distancia que había entre él y su familia, pero no le habían dejado otra elección. Él quería lo que todos los demás daban por hecho. Una unidad familiar sólida. Gente que le cubriera las espaldas. Gente que lo quisiera y lo apoyara sin condiciones.
Tenía eso con Gabriel y Juan, y ahora con Melisa y Vanesa.
Pero nunca lo había tenido con los de su propia sangre. Quizás Belen pudiera cambiar eso. Aunque nunca fueran una gran familia feliz, él y su hermana podrían al menos tener una relación.
—Haré que mi chófer te lleve al hotel. Le pediré a Eleanora que le diga que suba y recoja tus maletas. También llamará al hotel para asegurarse de que tengan una habitación lista para cuando llegues. Tendrás que ir al banco para abrir la cuenta. Le diré a Eleanora que te ayude con eso también.
Pero por ahora tómatelo con calma, intenta descansar y mañana te instalaremos en el apartamento.
Sonrió indulgentemente cuando ella lo abrazó una vez más.
La joven se secó apresuradamente una lágrima de la mejilla a la vez que se giraba.
—Esto significa mucho para mí, Pedro. Lo significa todo. Y te juro que te lo compensaré.
—Solo sé feliz y no dejes que te hundan —dijo Pedro en un tono serio—. No se dará por vencida con facilidad, Belen. Tienes que saberlo y estar preparada para ello. Si intenta algo, ven a mí y yo lo solucionaré.
Belen sonrió lánguidamente y empezó a dirigirse a la puerta. Se paró con la mano agarrando el pomo.
—Siempre te he admirado, Pedro. Y si soy sincera, siempre he sentido celos de ti. Pero no eres lo que ellos dicen. Los odio por lo que te hicieron a ti. A mí. Y me odio a mí misma por haberlo permitido.
—No se merecen tu odio —dijo Pedro en silencio—. No les des esa clase de poder sobre ti. No estoy diciendo que vaya a ser fácil, pero no puedes dejar que te afecte y te hundan.
Ella asintió y luego sonrió ligeramente.
—Te veré pronto. Quiero decir que… me gustaría. Quizás una cena. O puedo cocinar algo en el apartamento para los dos.
—A mí también me gustaría —dijo con sinceridad—. Cuídate, Belen. Y si necesitas algo, llámame.
Tan pronto como salió de la oficina, llamó a Eleanora y le dio todos los detalles de lo que necesitaba. Después de pedirle que ayudara a Belen a abrir una cuenta bancaria, le dijo que le diera el número una vez lo tuviera Belen para poder ingresarle dinero.
Qué día. Así que Belen tenía agallas después de todo. Le había llevado bastante tiempo, pero mejor tarde que nunca. Sus otros dos hermanos mayores nunca habían tenido el valor o el deseo de desafiar a sus padres y al viejo. Ya no tenían arreglo. Ambos estaban en la cuarentena y ninguno era capaz de mantenerse a sí mismo ni a su familia. Joder, Pedro tenía sobrinas y sobrinos que apenas había
visto. No sabía nada de sus cuñadas más que se habían casado con hombres débiles que aún estaban bajo el ala protectora de sus padres.
Ese no iba a ser él. Nunca sería él. Y ahora, si de él dependía, tampoco iba a serlo Belen.
Aún quedaba por ver si ella tenía la fortaleza necesaria para empezar de cero y huir del control de sus padres. Pero estaba más que feliz de ayudarla si ese era su verdadero objetivo. Era joven y guapa.
Era lista aunque hubiera tomado algunas decisiones bastante malas. Tenía tiempo más que suficiente para darle la vuelta a su vida y seguir por el buen camino.
Todo el mundo cometía errores, y todo el mundo se merecía una segunda oportunidad. Él solo esperaba que Belen diera un giro a su vida y mantuviera la cabeza bien alta.
Abrió el cajón para mirar la caja llena de joyas que había metido dentro apresuradamente cuando Eleanora lo avisó de la llegada de Belen. Pasó un dedo por el filo de la misma a la vez que se la quedó mirando con una expresión pensativa.
Belen desapareció de su mente; ahora tocaba concentrarse en su principal preocupación.
Paula.
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