domingo, 31 de enero de 2016
CAPITULO 6 (TERCERA PARTE)
—¿Qué quieres decir con que las has vendido ya? —preguntó Paula elevando la voz, mirando como un pasmarote al prestamista al que había ido unos cuantos días atrás a vender las joyas de su madre.
Él la contempló con calma.
—Las he vendido. Tuve un cliente al que le gustaron.
Paula revolvió las manos nerviosamente.
—¿Puede darme una dirección? ¿Un nombre? ¿Un teléfono? ¿Algo? Me gustaría recuperarlas.
—Tuvo la opción de empeñarlas, señorita Chaves —dijo el hombre con paciencia—. Le pregunté específicamente si prefería un préstamo con la opción de poder recuperar los artículos.
—Pero el préstamo no habría sido suficiente —argumentó—. Necesitaba el dinero por entonces. No podía esperar. Pero ahora es diferente. Tengo el dinero y ¡tengo que conseguir las joyas de mi madre! Es todo lo que me queda de ella. Eran de mi abuela. Oh, Dios, no puedo creer que las haya
vendido tan rápido.
El hombre le lanzó una mirada llena de compasión pero permaneció en silencio. Paula estaba segura de que pensaba que estaba tratando con una loca.
—¿Puede darme la información de la persona a la que se las vendió? —preguntó de nuevo, desesperada.
—Creo que sabe que no puedo hacer eso —contestó el hombre.
Se pasó una mano por el rostro agitadamente. Ojalá hubiera esperado otro día más. ¿Pero cómo narices iba a saber ella que alguien iba a entrar en la galería de arte y se enamoraría de su trabajo — todo su trabajo— e incluso pagaría por los cuadros más de lo que el marchante pedía? Era una locura.
No es que no se sintiera increíblemente agradecida por su buena fortuna, pero si hubiera esperado un solo día más, no habría empeñado las joyas de su madre y ahora no estaría aquí, en una casa de empeños, desesperada por recuperarlas.
—¿Contactará al menos con esa persona por mí y le dará mi teléfono? Podría pedirle que me llamara. Dígales que les pagaré el doble de lo que tuvieron que pagar por ellas. Tengo que recuperarlas, por favor.
Él suspiró y luego le acercó un trozo de papel y un bolígrafo sobre la mesa.
—No puedo prometerle nada, pero escriba sus datos y yo se los pasaré al cliente. Normalmente no hago este tipo de cosas; una vez está vendido, ya no me incumbe. Renunció a cualquier posesión cuando me vendió las joyas a mí.
—Lo sé, lo sé —dijo Paula al mismo tiempo que garabateaba rápidamente su número y su nombre —. No estoy diciendo que sea su culpa ni que sea el culpable de nada. La culpa es mía por haber actuado tan precipitadamente. Pero de verdad le agradecería si pudiera llamar a esta persona y decirle
lo desesperada que estoy por recuperar las piezas.
Él se encogió de hombros al mismo tiempo que ella le tendía el papel.
—Haré lo que pueda.
—Gracias —susurró.
Se giró para salir de la casa de empeños con un gran peso en el corazón. Debería haber estado eufórica. Sus cuadros se habían vendido. ¡Todos! Y el señor Downing le había pedido que trajera más, todos los que quisiera. Tenía un comprador interesado, y aunque no había divulgado ningún dato sobre el comprador, le había dicho que estaba interesado en cualquier cosa que trajera.
Lo único que le había estropeado el día era que las joyas de su madre hubieran desaparecido. No tenía ni idea de quién las había comprado o si las volvería a recuperar algún día.
Había estado tan contenta cuando el señor Downing le dio ese cheque… Era más dinero del que ella hubiera esperado
nunca. Suficiente como para pagar el alquiler y hacer la compra durante varios meses; tiempo más que de sobra para llevar más cuadros a la galería. Y mucho más importante, habría sido suficiente como para recuperar las joyas que había vendido aun sabiendo que le iba a costar más de lo que ella había conseguido al venderlas.
La casa de empeños había sido el primer sitio al que había ido tras depositar el dinero en una cuenta bancaria. Y se había jurado a sí misma que pasara lo que pasase, nunca volvería a separarse de las joyas otra vez.
Solo que ahora habían desaparecido, y con ellas el último vínculo que tenía con su madre.
Salió de la tienda y se adentró en la frenética actividad de la calle sin saber exactamente adónde ir.
Cuando giró hacia la derecha, se paró al reconocer una cara familiar. Parpadeó varias veces mientras se quedó mirando al hombre que había conocido en el parque unos cuantos días atrás. Estaba ahí, para nada sorprendido de verla. De hecho, parecía como si la hubiera estado esperando. Un pensamiento absurdo, pero aun así no parecía que estuviera sorprendido en lo más mínimo por el inesperado encuentro.
—Paula —murmuró.
—Ho… hola —tartamudeó ella.
—Creo que tengo algo que te pertenece.
Él sacó una caja abierta; tan pronto como ella pudo ver el contenido, la respiración se le cortó en el pecho.
Levantó la mirada hasta él, totalmente confundida.
—¿Cómo has conseguido esto? No lo entiendo. ¿Cómo podrías haberlas conseguido? ¿Cómo lo sabías?
Él sonrió, pero su mirada seguía siendo de acero. No había ningún amago de sonrisa en esos ojos verdes.
—Las compré después de que las vendieras en la casa de empeños. Supuse que ya que acababas de salir de allí, querrías recuperarlas.
—Sí, por supuesto que las quiero. Pero eso no responde a mi pregunta de cómo las conseguiste.
Él arqueó una ceja.
—Acabo de decírtelo. Las compré cuando las vendiste.
Ella sacudió la cabeza con impaciencia y fue entonces cuando Pedro fijó su mirada en la garganta de Paula. Sin collar. Los ojos le brillaron de interés al instante. Ella levantó una mano automáticamente hasta el lugar donde una vez había descansado el collar.
Sabía que lo había llevado durante algún tiempo ya que había una delgada marca de piel más clara justo donde la gargantilla había estado alrededor de su cuello.
—Eso no explica cómo lo supiste —replicó con voz ronca.
—¿Importa? —le preguntó él con suavidad.
—¡Pues claro que importa! ¿Has estado siguiéndome?
—¿Yo, personalmente? No.
—¿Se supone que tiene que hacerme sentir mejor que hayas mandado a otra persona a seguirme? —exigió—. Simplemente me da… ¡escalofríos!
—¿Quieres recuperar las joyas? —le preguntó él de sopetón.
—Por supuesto que sí —contestó con irritación—. ¿Cuánto quieres por ellas?
—No quiero dinero.
Ella dio un paso atrás y lo miró con la guardia en alto.
Estaban en una calle pública y había gente por todas partes, pero eso no significaba nada si era algún lunático perturbado que quisiera hacerle daño.
—¿Entonces qué quieres?
—Una cena. Esta noche. Te llevaré las joyas y te las podrás quedar. Todo lo que quiero a cambio es tu compañía por una tarde.
Ella sacudió la cabeza.
—Ni hablar. No te conozco. No sé nada sobre ti.
Pedro sonrió con paciencia.
—Para eso es la cena. Para que me conozcas mejor y yo pueda conocerte mejor a ti.
—Está claro que tú sabes un montón sobre mí —le soltó—. Incluyendo dónde encontrarme, dónde he estado y lo que he estado haciendo.
—¿Por qué no llevas el collar? —preguntó fijando una vez más los ojos en su garganta.
Su mirada la hacía sentir vulnerable. Como si estuviera completamente desnuda frente a él.
Esta vez ella se llevó la mano al cuello en un intento de esconder la piel desnuda de sus ojos.
—No creo que eso sea de tu incumbencia —dijo Paula en voz baja.
—Pretendo que sí lo sea.
Ella abrió los ojos como platos.
—¿De verdad piensas que voy a aceptar ir a cenar contigo? Me has estado siguiendo, o mejor dicho, has hecho que me sigan. Me preguntas cosas personales y básicamente me chantajeas con devolverme las joyas de mi madre.
—Así que pertenecían a tu madre —dijo él con suavidad—. Deben de ser muy importantes para ti.
El dolor se instaló en el pecho de Paula; tuvo que respirar hondo para serenarse.
—Sí, sí que lo son —admitió—. Me odié por haberlas tenido que vender. Ojalá hubiera esperado un día. Tengo que recuperarlas. Es lo único que me queda de ella. Dime lo que pagaste y te lo devolveré. Por favor.
—No quiero tu dinero, Paula. Quiero tu tiempo. Cenar esta noche. Un sitio público, sin ataduras. Yo llevo las joyas y tú simplemente a ti misma.
—¿Y después? ¿Me dejarás en paz?
—No puedo prometerte eso —contestó amablemente—. Yo persigo lo que quiero. Si me rindiera cada vez que me encuentro un obstáculo en el camino, no habría conseguido el éxito que ahora tengo, ¿no?
—No me conoces —rebatió Paula, frustrada—. No me quieres. ¿Cómo podrías? No sabes nada sobre mí.
—Razón por la que quiero cenar contigo esta noche —respondió pacientemente.
Pero ella podía ver que Pedro estaba perdiendo la paciencia con bastante rapidez. Sus ojos brillaban de impaciencia aunque su tono de voz fuera normal. Estaba claro que era un hombre acostumbrado a conseguir lo que quisiera. Podía afirmar eso con solo mirarlo. ¿Por qué iba entonces tras ella? ¿Qué podría tener ella que él quisiera?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario