martes, 2 de febrero de 2016
CAPITULO 12 (TERCERA PARTE)
Paula soltó un suspiro de alivio cuando el taxi se detuvo en la esquina de la calle perpendicular a donde estaba su apartamento. No había querido salir bajo ningún concepto, pero había decidido llevarle más cuadros al señor Downing.
Aunque el dinero de la venta de sus otros trabajos la tuviera
cubierta durante unos pocos meses, había querido llevarle más para que el comprador no perdiera interés o pensara que no tenía nada más que ofrecer.
Mientras pagaba la tarifa y salía del taxi, se puso tímidamente una mano sobre la mejilla amoratada e hizo una mueca de dolor cuando los dedos rozaron la comisura de los labios donde tenía uno partido. Cabizbaja, se precipitó por la acera hasta llegar a su apartamento. Solo quería volver dentro y que nadie pudiera verla.
Aunque no tuviera nada de lo que avergonzarse, aún se sentía así por lo que había pasado.
Sorprendida. Completa y totalmente conmocionada por que Martin hubiera ido a su apartamento y hubiera perdido los papeles, algo que nunca había ocurrido antes. Aún no podía creérselo. Debería haber presentado cargos. Debería haber hecho un montón de cosas, pero había estado demasiado
entumecida como para procesarlo todo. Así que, en vez de todo eso, se había encerrado en su estudio y había trabajado fervientemente para dejar de pensar en los acontecimientos de la semana pasada.
Sabía que le debía a Pedro una respuesta, una explicación.
¡Algo! Le había dicho que no tardaría mucho, ¿pero cómo podía ir a verle con moratones infligidos por el hombre que había sido su dominante?
Por supuesto, todo era de risa ahora. No era un verdadero dominante. Había estado actuando. Fue un viaje para su ego. Se había convertido en alguien completamente diferente en el momento en que se dio cuenta de que iba en serio lo de cortar la relación. Su error había sido mencionar a Pedro. Aunque no lo hubiera llamado por su nombre, sí que le había dicho a Martin que no podía darle las cosas que otro hombre le había prometido.
Ahora ya no estaba tan segura. ¿Qué pasaría si Pedro no era mejor? No sabía apenas nada de él.
Había estado a punto de acceder; se había hecho incluso a la idea de llamarlo el mismo día que Martin había acudido a su apartamento. Tras ese fiasco, la duda creció en su interior de nuevo y el instinto de supervivencia se hizo cargo de todo.
Si Pedro era más intenso que Martin —y era evidente que lo era— ¿entonces podía esperar el mismo tipo de trato bajo su mano? ¿O incluso peor?
La cabeza le daba vueltas con todas las posibilidades y sabía que no estaba en el estado emocional adecuado como para tomar tan enorme decisión. Como para depositar su confianza, su bienestar, todo su ser en las manos de un hombre como Pedro. Y por eso había permanecido callada, dándole vueltas a su decisión una y otra vez.
El hecho era que tenía miedo. Y ese miedo la había prevenido tanto de aceptar como de declinar la proposición.
Odiaba ese miedo. No era como ella quería vivir su vida o tomar sus decisiones.
Necesitaba tener la cabeza clara antes de dar ese paso tan grande y confiar en otro hombre que podía perfectamente terminar siendo precisamente como Martin.
Soltó un suspiro lleno de tristeza y se metió la mano en el bolsillo para sacar las llaves de su apartamento. Seguía teniendo la cabeza gacha cuando llegó a los escalones y vio un par de zapatos caros justo en el primer escalón de su puerta.
Sorprendida, levantó la cabeza y se encontró con Pedro.
Mientras la inspeccionaba, la furia se reflejó en sus ojos y ella dio un paso hacia atrás por puro instinto.
—¿Qué narices te ha pasado? —exigió él.
Estaba que echaba humo; el enfado se le notaba a kilómetros. Cualquier apariencia relajada y encantadora se había ido. Era una gran masa de macho alfa cabreado a más no poder.
—Por favor, aquí no —susurró—. Solo quiero entrar en mi apartamento. Déjame pasar y vete.
Su completa expresión de «qué narices me estás diciendo» la hizo parar mientras intentaba apartarlo de su camino. Pedro la agarró por los hombros, firme pero extremadamente gentil, con los dedos tensos sobre su piel pero sin clavarlos en su carne.
—Quiero saber quién narices te ha hecho esto —gruñó.
Ella hundió los hombros y casi dejó caer al suelo las llaves que colgaban peligrosamente de sus dedos. Reafirmó su agarre y luego levantó el mentón.
—Déjame pasar —dijo rechinando los dientes.
Para su sorpresa, Pedro apartó las manos y dejó que bajara las escaleras. Él la acompañó pisándole los talones, por lo que no tendría oportunidad de cerrar la puerta y evitar que entrara.
Ella suspiró, metió la llave en la puerta y la abrió. Se sintió mejor en el momento en el que estuvo dentro, en su propio espacio. Tenía gracia que se sintiera segura aquí tras lo que había ocurrido con Martin. Pero ahora que sabía de lo que de verdad era capaz de hacer, nunca volvería a cometer el
error de dejarlo acercarse ni a un kilómetro y medio de distancia de ella.
Tiró el bolso al suelo junto a la puerta y se encaminó hacia el pequeño salón. Pedro cerró la puerta con pestillo y luego la siguió hasta el salón, que de repente parecía ser muchísimo más pequeño con él allí. Se quedó de pie, mirándola de arriba abajo sin cortarse, y luego volvió a centrarse en el moratón de la mejilla.
Sus ojos se volvieron fríos y ella se estremeció.
—No he sabido de ti —comenzó.
Ella se ruborizó con aires de culpabilidad y bajó la mirada; no quería que viera todo lo que quería esconder.
—Y ahora pienso que había una razón por la que no me has llamado.
Ella asintió lentamente, aún sin mirarlo a los ojos.
—Paula, mírame.
Su voz era suave. Amable incluso. Pero no era una petición.
Era una orden. Una que se sintió en la necesidad de obedecer.
Lentamente levantó la mirada para poder encontrarse con sus ojos.
—¿Quién te ha hecho esto?
Toda la amabilidad se fue, dejando paso a un tono de voz de acero. Todo su cuerpo vibraba de furia y eso la hizo dudar de si contarle de verdad lo que había pasado. No tenía ni la más remota idea de cómo podía haber pensado que no era peligroso, o que era encantador y afable, porque el hombre que se encontraba frente a ella, justo en este momento, parecía capaz de hacer cosas horribles.
Y no era que tuviera miedo de él, no. Ella sabía de forma instintiva, aunque estuviera muerta de miedo por lo que ya le había ocurrido con Martin, que este hombre no le haría daño. Pero estaba cabreado. Cabreado no empezaba siquiera a describir lo que vio en sus ojos. Y parecía totalmente capaz de matar a alguien. No quería decírselo, y no porque tuviera miedo de él, sino por lo que pudiera hacer.
—Paula, respóndeme —dijo entre dientes—. Quién te ha hecho esto.
No estaba dispuesto a irse sin una respuesta. Y aunque Paula no temiera las posibles represalias, sabía que tenía que obedecerlo sí o sí. Él no la dejaría escaquearse. Incluso creía firmemente que se quedaría ahí de pie toda la noche y haría todo lo que hiciera falta hasta conseguir lo que quería.
Paula cerró los ojos, dejó salir un suspiro largo y cansado y hundió los hombros a modo de derrota.
—Martin—susurró con voz tan baja que ni ella podía oírla apenas. Quizá no lo hubiera dicho ni en voz alta.
—¿Perdona?
Las palabras salieron de sus labios con la misma fuerza con que ella las sintió. Levantó la mirada y se encogió al ver la expresión de sus ojos. Era… aterradora.
—Ya lo has oído —susurró con un tono de voz más alto.
—¿Me estás diciendo que ese hijo de puta te ha hecho esos moratones? ¿Que te ha partido el labio?
Él dio un paso al frente y ella automáticamente retrocedió, lo que solo pareció enfurecerlo incluso más.
—Maldita sea, Paula, ¡no voy a hacerte daño! Yo nunca te haría daño.
Las palabras fueron explosivas. No exactamente tranquilizadoras, aunque ella sí que se hubiera tranquilizado por la vehemencia con la que había hecho esa promesa.
Tanto que volvió a dar un paso hacia él, lo que los dejó a apenas un paso de distancia el uno del otro.
Todo el cuerpo de Pedro seguía vibrando de ira. Sus ojos verdes estaban casi negros, lo único verde que quedaba era un anillo alrededor de sus pupilas dilatadas. Y luego levantó las manos con lentitud, como si tuviera miedo de asustarla.
Le rodeó el rostro con las manos; su tacto era tan infinitamente dulce que ella no supo cómo podía ser así cuando el resto de su cuerpo estaba tenso de rabia y su
expresión era tan seria.
Pero su tacto fue tan exquisitamente tierno que ella literalmente se derritió entre sus manos. No sintió dolor aunque su rostro aún doliera cuando lo tocaban varios días después del incidente. Pasó los dedos por encima del moratón y luego delineó el corte que tenía en el labio con tanta suavidad que ella apenas lo notó.
—Lo mataré.
El tono de voz de Pedro era absoluto. La resolución en su voz le heló la sangre en las venas porque lo creía. En este momento, lo creía totalmente capaz de matar al hombre que le había hecho daño. El corazón le dio un vuelco y la respiración se le aceleró al tiempo que el pánico se instalaba en su estómago.
—¡No! Pedro, por favor. Simplemente déjalo ir. Esta es la razón por la que no quería decírtelo. Por la que no he llamado.
Paula habría dicho más, pero él le puso un dedo sobre la parte sana de los labios para silenciarla.
—¿Dejarlo ir?
Su tono era mortífero.
—¿Quieres que lo deje pasar cuando ese hijo de puta te ha puesto las manos encima? ¿Qué narices ha pasado, Paula? Y quiero todos los detalles, así que no te dejes nada. Quiero saber cuándo ocurrió esto. Quiero saber cuántas veces te golpeó. Y sobre todo, quiero saber por qué narices no viniste a mí inmediatamente, o me llamaste en el mismo instante en que pasó.
La boca de Paula perdió la tensión que tenía bajo su dedo. Y luego, como si él hubiera cambiado de parecer por completo, se separó y se giró para estudiar su salón. Seguidamente posó la mirada en el arco abierto que desembocaba en su dormitorio.
—Te voy a llevar a mi apartamento —dijo con firmeza—. Te vas a venir a vivir conmigo.
—Espera, ¿qué? Pedro, no puedo…
—No es negociable, Paula. —Sus ojos brillaron llenos de determinación y su actitud era inflexible, no iba a ceder—. Vas a venir conmigo. Ahora vete a tu cuarto. Te vas a sentar en la cama y me vas a decir lo que necesitas llevarte para esta noche. Mañana podemos hablar sobre lo que tienes que tener o quieres tener en mi apartamento y yo me encargaré de que alguien venga y lo traiga todo. Pero cuando tengamos esta conversación sobre ese capullo —y vamos a tener esa conversación— será en un lugar donde te sientas completamente segura. Un lugar donde sepas que nada te hará daño. Eso no tiene discusión.
Ella abrió la boca aún más, pero incluso entre toda esa completa conmoción ante su proclamación predominó la sensación de… alivio. Seguridad. Pero sobre todo un alivio abrumador. La decisión se la habían quitado de las manos, y en ese momento lo agradeció. Sus preocupaciones —sus miedos— sobre Pedro parecían estúpidas ahora. Pensar siquiera que él pudiera ser como Martin o que iba a entrar en una situación peor de la que acababa de salir parecía absurdo.
—Puedo coger mis propias cosas —susurró.
De repente hubo fuego en los ojos de Pedro. Satisfacción ante su capitulación. Quizás había esperado que luchara más o que incluso se negara en rotundo aunque pudiera ver que él no tenía ninguna intención de darse por vencido.
—No dije que no pudieras hacerlo. Lo que dije es que te vas a sentar en la cama mientras yo lo hago por ti. Todo lo que necesito que hagas es que me digas lo que quieres para esta noche y a lo mejor mañana. El resto lo tendrás cuando tú y yo hablemos esta noche.
Se sentía abrumada. La situación se estaba moviendo a una velocidad supersónica. Tenía la sensación como si acabara de bajarse de una montaña rusa y aún estuviera intentando orientarse.
Él le tendió una mano, pero no se movió hacia ella ni cogió su mano. Simplemente la extendió y esperó. Esperó a que ella la aceptara. A que cogiera su mano y entrara en su mundo.
Respirando hondo, extendió la mano y deslizó la palma de su mano sobre la de Pedro. Este le rodeó los dedos con la mano y luego los agarró con firmeza. Como si estuviera forjando un lazo irrompible entre ellos.
Luego la guio dulcemente hasta su dormitorio y ella lo siguió, permitiendo que la llevara dentro donde la sentó en el borde de la cama como si fuera increíblemente frágil. Algo precioso y rompible.
Se alejó y echó un vistazo general a la habitación.
—¿Tienes una bolsa de viaje?
—En el armario —dijo Paula con la voz ronca.
Ella lo observó con estupefacción cuando empezó a meter cosas en el bolso siguiendo sus lentas indicaciones. ¿No estaba sucediendo todo al revés? Él estaba haciendo todo por ella. ¿Qué había hecho ella por él? Aunque bueno, él había dicho que daría mucho, pero que se lo llevaría todo.
Se estremeció ligeramente, preguntándose cuánto se llevaría y si a ella le quedaría algo para sí misma una vez hubiera acabado él.
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Ayyyyyyyyyyyy, qué enérgico Pedro, se viene lo lindo en esta parte.
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