miércoles, 3 de febrero de 2016

CAPITULO 14 (TERCERA PARTE)




El chófer se detuvo en la callejuela junto al edificio de apartamentos y luego se bajó para abrirle la puerta a Pedro.


Pedro salió primero, alejándose de Paula, y luego extendió el brazo hacia ella para ayudarla a salir del asiento trasero. La pegó a su costado y luego cogió la bolsa de viaje que le tendió el conductor antes de precipitarse hacia la entrada.


—Vives al lado del Hudson —dijo Paula vagamente mirando en dirección al río.


—Sí. Hay una vista espectacular desde arriba. Vamos, entremos.


Subieron en el ascensor hasta la última planta y él le llevó la bolsa hasta dentro, guiándola hacia su dormitorio. Ella se tensó ligeramente cuando entraron en la suite principal, y miró en todas direcciones con prudencia reflejada en sus ojos.


Pedro dejó la bolsa encima de la cama y luego señaló en dirección al baño.


—Te daré tiempo para que te cambies y te pongas lo que quieras para dormir. Estaré en la cocina sirviéndote una copa de vino. Tómate tu tiempo.


—¿Dónde voy a dormir? —murmuró.


Él le puso las manos en los hombros y deslizó las palmas hacia sus brazos.


—En mi cama, Paula. Conmigo.


La ansiedad se adueñó de sus ojos.


Pedro se inclinó hacia delante y presionó los labios contra su frente; se sentía particularmente tierno con ella. Quizás era su vulnerabilidad. La preocupación y el miedo que podía ver en sus ojos.


—Cuando hablemos, Paula, será en mi cama. Contigo entre mis brazos. Segura. Y lo notarás. Pero solo vamos a dormir, que es la razón por la que te vas a poner el pijama. No lo volverás a llevar de nuevo, pero esta noche sí que necesitas esa barrera. Aún no estás completamente segura de mí. Tras esta noche, lo estarás.


La besó una última vez y luego se giró para dejarla sola en el dormitorio y que se pudiera cambiar.


Pedro se dirigió a la cocina y se tomó su tiempo en coger dos copas y en abrir una botella de vino.


Recordó que ella no bebía mucho alcohol, pero sí que había mencionado que le gustaba una copa de vino de forma ocasional, y esta noche estaba claro que la ayudaría a relajarse. No lo sabía con seguridad, pero se imaginó que prefería el vino tinto. Querría algo con color. Vibrante y lleno de sabor. No había nada más desprovisto de calor que el vino blanco.


Frunció el ceño cuando se dio cuenta de que su propia cena había sido interrumpida, y ya que había ido directamente al apartamento de Paula y se había encontrado con ella cuando llegaba, lo más probable era que no hubiera cenado tampoco.


Rebuscó en la nevera para hacer una ensalada de fruta y sacó varios trozos de buen queso. Preparó una bandeja con pan y galletas saladas que sacó de la despensa para acompañar el queso y la fruta. Y algo dulce. ¿No disfrutaban todas las mujeres del chocolate?


Su ama de llaves frecuentemente le dejaba pasteles caseros buenísimos, y esta semana se trataba de una mousse de chocolate con crema de queso. Había cinco cuencos individuales rellenos con la mousse en el estante más alto de la nevera, así que sacó dos y los añadió a la bandeja y luego sacó un par de cucharillas del cajón.


Satisfecho con haber considerado todas las posibilidades y con haberle dado a Paula suficiente tiempo como para cambiarse y superar los nervios que sentía, volvió al dormitorio.


Cuando entró, ella se encontraba sentada con las piernas cruzadas en el centro de la cama. Pedro se sintió absurdamente feliz al verla en su cama. Cómoda, descalza, como si perteneciera a ese espacio.


Llevaba un pijama sedoso rosa de invierno abrochado hasta el cuello. Le cubría todo el cuerpo.


Se lo permitiría esta noche. Tener esa barrera. Pero después de esto, ella volvería a la cama completamente desnuda. 


Dormiría a su lado, piel con piel.


Ella abrió los ojos como platos cuando vio la bandeja que llevaba en las manos y se bajó de la cama para que él pudiera dejarla encima.


—Quita las mantas —la instruyó—. Nos meteremos en la cama y dejaré la bandeja en la mesita de noche. Puedes comer en la cama conmigo.


Rápidamente apartó la colcha y las sábanas e incluso mulló las almohadas antes de volver a sentarse en la cama.


Como Pedro había dicho, colocó la bandeja en la mesilla y luego se dirigió al vestidor para quitarse la ropa.


Se encontró con un dilema, porque él nunca había llevado nada más que bóxers cuando se iba a la cama. Entonces se encogió de hombros. No era como si estuviera completamente desnudo, y le había prometido que solamente iba a abrazarla mientras dormía. No iba a meterle mano, así que con los bóxers serviría.


Cuando volvió a salir sintió los ojos de Paula sobre él aunque esta intentara esconder que lo estuviera observando. Era adorable la forma en que lo miraba por debajo de las pestañas. El color de sus mejillas se intensificó cuando se acomodó en la cama junto a ella.


Le ofreció la fruta y el queso primero y luego le tendió la copa de vino para que la cogiera con su mano libre. Pedro le daba trozos de fruta de su mano, disfrutando del ligero roce de los labios de Paula sobre sus dedos. Y a ella parecía gustarle comer de su mano tanto como a él le gustaba darle de comer así.


Una expresión contenta y ensoñadora se adueñó de sus ojos. Algunas de las sombras que antes los perseguían desaparecieron conforme se relajaba. La tensión se evaporó de sus hombros y el cuerpo entero se relajó.


—¿Tienes hambre? —le preguntó él con voz ronca, hipnotizado por la imagen provocadora que tenía frente a él.


Y por fin en su cama. Solo a unos centímetros de distancia. 


Su cuerpo le gritaba que la poseyera, que tomara lo que era suyo aunque él mentalmente se reprendiera por ser un cabrón impaciente.


—Me muero de hambre —admitió—. No he comido nada en los últimos días.


Su expresión se oscureció y la ira vibró de nuevo por su cuerpo.


—Te cuidarás mejor de ahora en adelante. Yo cuidaré de ti —se corrigió.


Ella sonrió.


—No es únicamente por… Martin… y lo que pasó. He estado ocupada con el trabajo.


Él sabía muy bien por qué, pero preguntó de todas formas, porque si no lo hacía parecería raro.


Ella se estaba abriendo a él, se estaba relajando, y él quería eso. Quería la fácil comunicación entre ellos. Que no hubiera vacilación ni reservas por su parte.


—¿En qué has estado trabajando?


El rojo coloreó sus mejillas y él la miró con curiosidad.


—He estado trabajando en una serie erótica de cuadros. No muy evidente. Con gusto. Eróticos pero con clase.


La emoción hizo mella en sus ojos cuando se volvió a sentar durante un momento, negándose a comer más de su mano.


—Vendí todos los cuadros expuestos en la galería de arte donde los vendo en consigna. Fue la cosa más increíble. El señor Downing me había dicho que no podía llevar ningún cuadro más porque no se había vendido ningún otro y ya le había llevado el primer cuadro de la serie en la que estoy trabajando. Luego me llamó para contarme la noticia de que no solo lo había vendido todo, ¡sino que quería más! Y que un comprador estaba interesado en todo lo que llevara. Me he pasado la semana trabajando en el resto de esa serie.


Ella apartó la mirada tímidamente y luego volvió a mirarlo por debajo de las pestañas.


—Son autorretratos. Es decir, no es que se pueda adivinar ni decir quién es, pero me usé como modelo en una serie de posados al desnudo. Tengo un… tatuaje, uno que diseñé yo misma, y es protagonista en los cuadros. Me… me gustan. Creo que son buenos. Espero que al comprador le gusten
también.


Había una nota de ansiedad al final de su afirmación que hizo que a Pedro se le encogiera el corazón.


Joder, claro que le iban a gustar, y que se atreviera alguien más a verlos. Serían de él. Solo suyos. Y solo él la vería sin ropa. Ese privilegio era suyo y solo suyo.


Sin ninguna duda. Paula era una mujer preciosa, y tampoco cabía duda alguna que tanto hombres como mujeres se sentirían atraídos por los cuadros. Tenía talento a pesar de lo que el dueño de la galería hubiera dicho sobre su estilo. 


Solo era cuestión de tiempo que otros lo descubrieran. Pedro solo se alegraba de haber comprado esos cuadros antes de que otro lo hiciera. La idea de que alguien más poseyera algo tan íntimo de Paula hacía que los dientes le rechinaran.


—Estoy seguro de que a tu comprador le encantarán —dijo. Mientras hablaba, se hizo una nota mental para llamar al señor Downing a primera hora de la mañana el lunes y asegurarse de que entregaba los cuadros, envueltos, a la oficina de Pedro—. Me encantaría poder verlos yo también.


Ella se ruborizó pero sonrió y luego dijo:
—A lo mejor puedo llevarte a la galería para que los veas. Los acabo de dejar allí. Es posible que el comprador no los haya comprado todavía. Puede que se queden allí durante días.


Pedro se inclinó hacia delante para tocar su mejilla y dejó que sus dedos viajaran a lo largo de la línea de su mentón hasta el cuello, donde le apartó los largos mechones rubios del pelo.


—Preferiría que me pintaras algo nuevo. Algo que nadie excepto yo vea. Quizás algo incluso un poco más erótico que tus otros cuadros.


Ella abrió los ojos como platos y luego arrugó la frente como si estuviera ya visualizando el cuadro en la cabeza. 


Entreabrió los labios y exhaló con una excitada urgencia. 


Pedro podía literalmente verla pintarlo en su mente.


—Tengo ideas —dijo—. Me encantaría hacer algo más personal. Siempre y cuando tú no se los enseñases a nadie.


Él sacudió la cabeza con solemnidad.


—Nadie excepto yo los verá. Atesoraré lo que sea que pintes para mí, Paula. Pero si me das a ti misma, tu yo sexi, puedes estar más que segura de que solo será para mí y para nadie más.


—De acuerdo —murmuró con el rostro pintado de color… y de excitación.


—¿Has tenido suficiente para comer?


Asintió y le devolvió la copa medio vacía de vino. Pedro la puso a un lado y luego se llevó la bandeja hasta su vestidor y la dejó allí antes de volver a la cama. Y a Paula.


Se subió con el brazo extendido para que ella pudiera acurrucarse a su lado. Estaban echados contra la mullida montaña de almohadas, el cuerpo de Paula bien pegado al de él.


—Ahora cuéntame lo de Martin —dijo Pedro en un tono normal.


Ella se tensó contra él y durante un largo rato se quedó en silencio. Luego se relajó y suspiró.


—Estaba muy equivocada con respecto a él —susurró—. Nunca creí que fuera capaz de hacer algo así. Incluso durante nuestra relación, cuando ejercía su… dominancia… siempre lo hacía con cuidado y de una forma refrenada. Siempre me trató con mucho cuidado. Como si estuviera decidido a no hacerme daño.


—¿Dónde estabas cuando ocurrió? —exigió Pedro—. ¿Fuiste a verlo?


Ella negó con la cabeza.


—No. Vino él a mí.


Pedro maldijo.


—¿Lo dejaste entrar en tu apartamento?


Ella se incorporó y se separó de él, girándose para poder mirarlo a los ojos.


—¿Y por qué no? Pedro, éramos amantes. Nunca me dio ni una sola razón para pensar que me pegaría. Nunca perdía los papeles. Ni una vez. Y nunca lo vi enfadarse. Siempre se ha mostrado muy calmado y refrenado. Venía a verme porque no se pensaba que fuera en serio con lo de cortar la
relación. Me volvió a traer el collar, disculpándose, diciendo que evidentemente significaba algo para mí y que sería consciente de eso de ahora en adelante.


Pedro frunció el ceño pero no la interrumpió.


—Cuando le dije que se había terminado, me exigió saber por qué.


Se paró, posando las manos sobre su regazo, y apartó la mirada para quedarse de perfil a él. Él la apretó más contra sí y la moldeó contra su cuerpo. Podía sentir su pulso y lo nerviosa que se había puesto.


—¿Qué paso entonces? —le preguntó suavemente.


—Le dije que él no me podía dar las cosas que otro hombre me había prometido —susurró.


El agarre de Pedro se volvió más firme aún.


—Continúa.


—Él se volvió loco. Quiero decir, se le fue la cabeza por completo. Las palabras apenas salieron de mi boca cuando él me abofeteó. Estaba tan sorprendida que no sabía siquiera qué hacer. Y entonces se lanzó sobre mí, donde me había caído al suelo, y me golpeó otra vez. Me agarró del pelo y me acusó de haberlo engañado. Me dijo que me había tratado con demasiada ligereza. Que si hubiera sido como
él quería esto no habría ocurrido nunca, que yo nunca le habría engañado.


—Hijo de puta —soltó Pedro—. Lo mataré por esto.


Ella sacudió la cabeza con violencia.


—¡No! Pedro, déjalo. Ya ha pasado. Se acabó.


—¡Y una mierda!


Pedro calmó su respiración, se obligó a controlar la rabia en su cabeza y suavizó el agarre que tenía sobre Paula en el brazo clavándole los dedos. No iba a llevar marcas suyas. 


Ninguna que no fuera fruto de la pasión y la ternura. Ninguna que no quisiese llevar.


—Debería haber ido a la policía —dijo en voz baja—. Debería haber puesto una denuncia contra él. Que lo hubieran arrestado. Pero Dios, estaba totalmente conmocionada. Y luego me sentí tan… estúpida. ¿Cómo podía no haber visto eso en él? ¿Esa capacidad de violencia? ¿Cómo podía haber tenido sexo con él y nunca saber lo que había debajo de esa fachada? Cuando pienso en lo que podría haber pasado… Confié en él. Implícitamente. Le di pleno acceso a mi cuerpo. Podría haber hecho lo que hubiera querido. Esa es la razón por la que…


Se paró y se quedó en silencio.Pedro le apartó el pelo de la mejilla amoratada y luego le dio un beso sobre la piel dolorida.


—¿Por la que qué? —preguntó amablemente.


Pedro cerró los ojos.


—Por la que no te llamé. Por la que no fui a ti. Por la que no acepté la oferta que me hiciste.Tenía… miedo.


Él se tensó y centró su mirada en ella con intensidad.


—¿Miedo de mí?


Ella asintió con tristeza.


Pedro respiró hondo. Lo entendía. No le gustaba oírlo, pero lo entendía.


—Lo comprendo —dijo acariciándole el brazo con la mano—. Pensaste que por haberlo juzgado tan mal a él tampoco podías confiar en tu opinión sobre mí y mis intenciones.


Ella asintió de nuevo.


—Lo entiendo, pero Paula, tú tienes que comprender esto también. Yo no soy Martin.


Paula volvió a alzar la mirada hacia él con esperanza reflejada en sus ojos. Quería creerlo. Quería confiar en sí misma y en sus instintos en lo que a él se refería.


—Nunca te haré daño —dijo. La promesa salió solemne de sus labios—. Si tenemos problemas, los solucionaremos. Pero los solucionaremos sin tener que levantarte la mano. Nunca.


—De acuerdo —susurró.


—Ven aquí —murmuró él extendiendo el otro brazo hacia ella también.


Ella no vaciló e inmediatamente se acurrucó contra su pecho. Él la rodeó con ambos brazos y la abrazó fuertemente contra él. Aprovechó entonces para respirar su olor.


—Me cabrea que esos moratones duren unos cuantos días más. No me gusta verlos, pero si algo me gusta incluso menos es que seas tú la que tenga que verlos y recordar que te han hecho daño.


—Estoy bien —dijo contra su pecho.


—No lo estás. Todavía. Pero lo estarás —le prometió—. Dame eso, Paula. Dame la oportunidad de enseñarte que debemos estar juntos. Entiendo que seas tímida ahora y que tengas tus dudas, pero entrégate a mí. Dame esa oportunidad. No te arrepentirás.


Ella se quedó en silencio durante un rato largo, y lo tuvo en ascuas esperando su aceptación.


Entonces se la dio. Una simple palabra, pronunciada con inseguridad pero a la vez con una silenciosa determinación.


—Bien.


Su propio pecho se hinchó un poco. Inspiró y espiró durante varios segundos antes de reafirmar los brazos a su alrededor.


—Duerme, Paula. Mañana decidiremos qué hacer con tu apartamento.


La abrazó tal y como lo estaba haciendo hasta que su cuerpo se quedó relajado contra el suyo y el suave y regular sonido de su respiración llenó sus oídos. Aun así siguió esperando, tenso, reproduciendo en su mente cada palabra que le había dicho antes. El miedo en su voz. 


La desaprobación hacia sí misma. La imagen de ella tirada en el suelo y de Martin de pie encima de ella mientras la golpeaba le hacía imposible dormir.


Ya era bien pasada la medianoche cuando en silencio cogió el teléfono móvil de su mesita de noche y buscó el número de Juan en su lista de contactos.


—¿Qué pasa? —murmuró su amigo al teléfono—. Espero que sea importante, Pedro.


—Necesito una coartada —dijo Pedro.


Hubo un largo silencio.


—Dios. ¡Joder! ¿Qué narices dices, tío? ¿Necesitas ayuda? ¿Qué pasa?


Pedro bajó la mirada hasta Juan, a las pestañas que descansaban sobre sus mejillas, a la sombra del moratón que aún llevaba en el rostro.


—Ahora no. Pero pronto. Ahora mismo Paula me necesita. Necesita paz y tranquilidad. Y necesita saber que nunca le haría daño. Por ahora voy a pasar cada minuto asegurándome de que eso lo sabe. Pero luego voy a ir tras el cabrón que le hizo esos moratones en la cara y necesitaré que me ayudes a conseguir una coartada por si fuera necesario.


—Señor, Pedro. Joder. ¿Alguien le ha hecho daño a Paula?


—Sí —soltó con mordacidad—. Y me voy a asegurar de que nunca vuelva a tocar ni a ella ni a ninguna otra mujer.


Juan suspiró contra el teléfono al mismo tiempo que se quedaba en silencio.


—Todo lo que necesites, tío. Lo tienes. No tienes ni que pedirlo.


—Gracias —murmuró Pedro—. Hasta luego.







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