domingo, 7 de febrero de 2016

CAPITULO 27 (TERCERA PARTE)







Charlaron de temas triviales. La luna de miel de Gabriel y Melisa monopolizó la mayor parte de la conversación cuando la recién casada relató cómo había sido su viaje a París. Una vez la comida estuvo servida y hubieron comido, el camarero trajo la carta de postres y Paula se disculpó para ir al baño.


Melisa y Vanesa se levantaron para acompañarla, así que las tres mujeres se encaminaron hacia el baño de señoras.


Paula terminó primero y las esperó fuera. Oyó el ruido de una puerta al abrirse y se giró para ver si eran ellas, pero se quedó con la boca abierta cuando vio a Martin salir del lavabo de caballeros que estaba justo enfrente del de señoras.


¡Tenía un aspecto terrible!


Sus miradas coincidieron y se quedaron mirándose a los ojos durante un breve instante antes de que él parpadeara y apartara la vista precipitadamente.


—¿Martin? —susurró—. ¿Qué demonios te ha pasado?


Paula podría jurar que el miedo se acentuó en sus ojos. Él, no obstante, pareció no poder marcharse todo lo rápido que quería y Paula estaba demasiado impresionada como para hacer algo más además de observar cómo se esfumaba de su vista.


No había superficie de piel en su rostro que no hubiera estado amoratada y tenía un aspecto bastante malo. Tenía el labio partido y un ojo morado.


—¿Paula?


Paula se dio la vuelta y vio a Melisa y a Vanesa ahí, mirándola con preocupación.


—¿Conoces a ese hombre? —preguntó Melisa—. ¿Va todo bien?


—Lo conocía, sí —murmuró Paula—. Y todo va bien. Vayamos a comernos el postre. Estoy segura
de que lo habrán traído ya.


Durante todo el camino de vuelta hasta la mesa, la cabeza de Paula no fue más que un remolino de preguntas. No se había imaginado el rostro de Martin así de magullado ni tampoco el hecho de que había estado a punto de romperse el cuello intentando alejarse de ella. Y claramente tampoco se había imaginado el miedo en sus ojos. ¿Por qué iría a tener miedo precisamente de ella?


La mirada que Pedro le dedicó cuando se sentó en la mesa fue intensa. Estudió todos su movimientos y entrecerró los ojos para mirarla a ella y luego a Vanesa y a Melisa como si pensara que las otras dos mujeres hubieran hecho algo para molestarla.


—¿Qué te pasa? —le exigió—. Estás pálida. ¿Ha pasado algo?


—Aquí no —le respondió en voz baja.


Sin decir una palabra más, Pedro se puso de pie y la cogió de la mano. Ella lo siguió con la boca abierta mientras él la arrastraba hasta el patio, frente a la fuente. La acercó hacia él, apoyó una mano sobre su mejilla y la miró a los ojos con intensidad.


—Cuéntame lo que ha pasado —le dijo sin rodeos—. ¿Te han dicho algo Melisa o Vanesa que te haya molestado?


Ella negó con la cabeza, sus pensamientos aún eran un revoltijo. No podía quitarse ese último pensamiento de la cabeza aunque fuera una auténtica estupidez. ¿No?


—He visto a Martin —soltó.


El rostro de Pedro se ensombreció de ira y sus ojos echaron chispas.


—¿Qué? ¿Te ha dicho algo? ¿Te ha seguido el cabrón hasta aquí? ¿Por qué no viniste a mí inmediatamente, Paula?


Ella levantó una mano para frenar la riada de preguntas.


—Este es su lugar favorito para comer. Él y yo hemos venido aquí bastante a menudo. Y siempre está aquí los domingos. Habría estado más sorprendida si no lo hubiera visto.


Pedro soltó una maldición.


—Deberías habérmelo dicho, Paula. Habríamos cenado en otro sitio.


Ella tragó saliva y levantó la mirada hacia Pedro.


—Tenía un aspecto terrible, Pedro. Parecía como si alguien le hubiera dado la paliza del siglo.


—¿Sí? No le podía haber pasado a un tío mejor. Quizás ahora no vuelva a levantarle la mano a una mujer en su vida.


—Dime una cosa, Pedro ¿Has tenido tú algo que ver con esa paliza?


Era arriesgado. Una pregunta peligrosa incentivada por el miedo que la había sacudido en el mismo momento en que hubo visto a Martin. Se acordó de la absoluta resolución de Pedro de hacerse cargo del asunto, de decirle que ya no tenía que preocuparse más de Martin. Por entonces había
pensado que solamente eran palabras de consuelo, compartidas en el calor del momento. Todo el mundo decía cosas en caliente, ¡pero no significaba que tuvieran que hacerlas al pie de la letra!


Sus ojos titilaron y él la miró sin alterarse y con los labios apretados.


—No te voy a mentir, Paula, así que ten cuidado con lo que preguntas.


—Oh, Dios —susurró—. Sí que has tenido algo que ver. Dios mío, Pedro. ¿Qué has hecho? ¿Cómo has podido hacerlo? ¿Y por qué?


—¿Y tienes que preguntar por qué? —replicó mordazmente—. Joder, Paula. Te hizo daño. Ese hijo de puta te dejó tirada en el suelo. ¿No piensas que esa es razón suficiente como para asegurarme de que no vuelva a hacer algo así nunca más?


El color desapareció de su rostro. Paula se tambaleó, perdiendo el sentido del equilibrio momentáneamente. Pedro maldijo de nuevo y luego la agarró para atraerla contra sí una vez más. Le
acarició la mejilla con una mano y le echó el pelo hacia atrás.


—Te pusiste bajo mi cuidado, Paula. Eso no es algo que me tome a la ligera. Cuando me diste eso, cuando te sometiste a mí, también me diste el derecho de hacerme cargo de cualquier amenaza que tengas sobre ti. Tienes que afrontarlo. Aceptarlo. Porque no voy a cambiar. No vacilaré ni por un segundo en volver a hacerlo si alguna vez vuelves a estar en peligro.


—Por dios, Pedro. No puedes hacer cosas así. ¿Y si te ha denunciado? Te arrestarían. Por el amor de Dios, Pedro, ¡podrías ir a la cárcel!


La expresión de su rostro se suavizó.


—No va a pasar, nena.


—¿Cómo lo sabes? —le preguntó con desesperación.


—Me encargué de ello. Eso es todo lo que necesitas saber. No te salpicará, nena. Desearía que me hubieras dicho que había grandes probabilidades de encontrárnoslo aquí. No nos habríamos quedado. Quiero que te olvides del asunto y de él.


—¿Cómo se supone que voy a olvidarme de haberlo visto así? Ahora no voy a poder dormir por las noches preocupada de que la policía venga y te detenga. Pedro, ¡esto podría destrozarte la vida! No merece la pena. Nada puede equipararse al valor de tu vida.


—Estás equivocada —replicó—. Asegurarme de que ese maldito cabrón nunca vuelve a acercarse a ti lo merece todo. No voy a discutir contigo por esto, Paula. Fue mi idea, así que lo haremos a mi manera. Ya lo sabías desde el principio. Las reglas no cambian solo porque decidas que no te gusta
algo.


—Pero dijiste…


—¿Qué dije, nena?


Ella resopló y dejó que el aire saliera de su boca con lentitud.


—Dijiste que no era así. Que yo tenía voz y voto. Que no harías nada que yo no quisiera.


Él suspiró con paciencia mientras clavaba los ojos en su rostro.


—Nena, ya está hecho. No tienes voz y voto porque la decisión ya se ha tomado. No voy a disculparme por no hablarlo contigo de antemano. Era mi decisión. Me perteneces. Te dije desde el principio que yo me tomo eso muy en serio. Significa que tengo que protegerte. Que haré todo lo que haga falta para asegurarme de que estás a salvo y bien cuidada.


—¿Me lo habrías dicho de no haberme encontrado con él? —susurró.


Pedro inmediatamente negó con la cabeza. Sin remordimientos. Con la mirada firme. Sin flaquear.


—No. No es algo que hubiera querido que supieras ni que pensaras nunca en ello. Estoy cabreado porque hayas tenido que verlo.


Ella cerró los ojos y negó con la cabeza en un intento de hacer desaparecer ese zumbido que se había apoderado de sus oídos. Era una locura, ¿verdad? Pedro se había arriesgado una barbaridad por ella. Algo que ella no había querido que hiciera. Nunca. ¿Cómo podía estar tan seguro de que no le iba a caer nada encima? Lo único por lo que parecía estar enfadado era porque se había encontrado con
Martin. Estaba claro que Pedro nunca había tenido la intención de contarle nada de esto, y aún no sabía cómo sentirse con respecto a eso.


El dicho decía que la ignorancia daba la felicidad, y suponía que en este caso era verdad. Ojalá no se hubiera enterado. Quizás así no se sentiría tan alterada ni tan insegura del hombre al que se había entregado de tantas formas.


—Paula, estás dándole demasiadas vueltas —la reprendió—. Esta es la razón por la que nunca te habría dicho nada. Nada bueno puede salir si te preocupas y te estresas tanto. Y si esto te hacer dudar de nosotros, solo puedo decirte que he sido honesto contigo. He sido directo. Nunca he intentado
esconderte la clase de hombre que soy. Y te dije desde el principio que haríamos las cosas a mi manera. Eres mía, así que debo protegerte y cuidarte. Te puedo garantizar que nada de esto te salpicará a ti, jamás. No quiero que pienses en ello. ¿Puedes hacerlo por mí?


Ella respiró hondo mientras Pedro la observaba atentamente, esperando su respuesta. Esto era grande. 


Básicamente le estaba preguntando si podía superarlo y continuar con su vida. Le estaba pidiendo que no perdiera los papeles por esto, que confiara en él. Y todas esas cosas eran enormes.


Paula había asumido que Pedro era un hombre de negocios. 


Uno rico y bastante poderoso. Nunca se hubiera imaginado ni por un instante que estuviera metido en cosas oscuras y turbias o que fuera siquiera capaz de repartir tanta violencia a alguien que hubiera tocado algo que él consideraba suyo.


No debería sorprenderla, y quizás eso era lo que le molestaba más: la idea de que a lo mejor no había sido tan extraño para ella como debería. Al menos explicaría por qué estaba intentando luchar contra su indignación. O contra todas las respuestas que podrían considerarse apropiadas para esta situación. Porque no las sentía y creía que debería.


—¿Paula? —le preguntó con voz queda—. Necesito que me des una respuesta, nena.


—Sí —dijo al fin—. Puedo hacerlo, Pedro.


Él la estrechó entre sus brazos y la besó en la frente. Paula cerró los ojos mientras se derretía en su abrazo.


—Me asusta, Pedro. No por las razones que puedas pensar, y quizás me sienta culpable por eso. Pero lo que me asusta no es que seas esta persona que ha ido y le ha dado una paliza a alguien. No me preocupa que puedas hacerme daño así. Lo que me asusta es la idea de perderte. De que vayas a la cárcel porque me estabas protegiendo. No quiero eso. Nunca.


Él sonrió y ladeó la cabeza para besarla en los labios.


—No te preocupes por mí, cariño. Lo tengo solucionado. No salí y le di una paliza sin más. Y no te estoy diciendo esto para asustarte, pero no quiero que te vuelvas a preocupar por eso. Después de esta noche, no volveremos a hablar de ello. No sacaremos el tema. Pero llevé a cabo un plan bastante bien pensado. Tengo una coartada y Martin fue advertido de las represalias que habría contra él si volvía a
acercarse a ti y también si iba a la policía. No creo que tengamos más problemas con él. Le dejé las cosas bastante claras.


Ella apoyó la frente sobre el pecho de Pedro a una altura donde la parte superior de su cabeza quedaba justo rozando la barbilla de él.


—Está bien —susurró—. No me preocuparé y no volveremos a hablar otra vez del tema.


Él la estrechó contra él.


—Gracias, nena. Por confiar en mí. No te decepcionaré. Ahora volvamos adentro y terminémonos el postre. Tienes una noche de chicas que planear y ambos tenemos que ir a comprarte un vestido y unos zapatos nuevos.







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